VI
ME llamo Ragel —dijo el siríaco mientras se ceñía por enésima vez la faja, que debía parecerle que cada vez que se apretaba se quitaba la barriga—, y siendo todavía un niño me pusieron mis padres a servir, que éramos doce hermanos, y en casa no había piñones para tantos. Tuve muchos amos, los más de ellos mercaderes, ya de telas, ya de granos, y con el dinero que pude ir ahorrando, que no fue mucho debido a mi gula, nacida quizá de que no se me pasa nunca el recuerdo de las hambres infantiles y temo que vuelvan, y entonces devoro un cordero entero, o media docena de gallinas con arroz; digo que con el dinero que fui ahorrando me establecí en esta ribera, y ahora comercio en cereales, yendo a comprar centeno y avena en las ferias del Vado de la Torre, donde soy muy apreciado por la señora condesa doña Inés la Amorosa, porque le cuento piezas de teatro y le explico puntos de lana, que de un amo escocés que tuve, que vino a cazar centauros a la Hélade Firme, aprendí a calcetar en las largas horas de la espera.
El siríaco al hablar se dirigía siempre a Egisto, como olvidado del resto de la compañía, y fue a Egisto a quien sirvió primero, ofreciéndole las que creía las mejores tajadas, y abriendo para él la sesada, y preparándosela con perejil y bayas de enebro.
—¿Y tu don escocés encontró centauros? —preguntó uno de los ayudantes de pompa de Eumón, el más flaco y pequeño, buen cabalgador, que respondía por Cirilo.
—No encontró centauros vivos mi amo don escocés, pero en la cueva en la que tuvo que refugiarse un día de horrible tempestad halló el esqueleto de uno, y pasamos allí dos semanas lavando los huesos y numerándolos, y eran en total ciento nueve, y mi amo decía que aquella cifra contradecía la ciencia anatómica paduana, de lo que parecía muy satisfecho. Se llevó el esqueleto en tres cajas precintadas, y me dejó de recuerdo seis agujas de calcetar y una gorra a cuadros rojos y verdes, que mucho sentí perderla, que un día en que paseaba por el muelle vino una ventolada súbitamente y me la arrancó de la cabeza, llevándola al mar.
El oficial Cirilo pidió permiso a Eumón para contar una historia, a lo que el rey accedió gustoso. Estaban todos sentados en sus cojines alrededor del fuego, haciéndose lenguas de la generosidad de Ragel, pródigo ahora en limonada y en melones dulces, y Egisto había llamado a su vera a su oficial de Inventario, que parecía mustio y distraído, como que estuviese pensando en cosas que pasaban a mil leguas. No se quitaba el ancho sombrero marrón con toquilla carmesí, cuyas alas le ensombrecían medio rostro, y en el viaje se retrasaba siempre un poco, evitando la conversación con los ayudantes tracios. Gastaba bigote, rubio, espeso y caído, y tenía las manos muy blancas. El sirio Ragel alimentó el fuego con unas astillas de roble bravo y virutas de aliso, que se consumen en azul. Y Cirilo contó:
—En un valle entre montañas, en mi país natal, nació un niño cuyas orejas, siendo nuestra nación ya abastecida de ellas en exceso, sorprendieron por lo grandes, peludas y puntiagudas, y desde que el niño nació, las orejas no cesaban de crecer, tanto que cuando el crío fue destetado, y entre nosotros se usa hacerlo al año justo, las orejas eran mayores que todo el cuerpo y le caían como dos alas negras hasta el suelo. Para que el infante aprendiese a andar, discurrieron ponerle un artilugio en el cuello, que era un aro de madera del que salían dos varas, y a estas se ataban las orejas. Pero el niño, que aprender aprendió a caminar, se cansaba, y habiendo ido a verlo, por las noticias que le llegaron del caso, el gobernador de la provincia le regaló un caballito enano. El niño, bien atado a su bayo, hacía su vida montado, comiendo y aprendiendo el alfabeto, apurando las necesidades en vejigas, haciendo recados, y finalmente durmiendo sin apearse, que buscó el truco de que el caballito se echase de panza, apoyada la cabeza en un haz de paja, con lo cual el niño, que se llamaba Critón, podía desbruzarse como en almohada de cama. Se comentaba el asunto en todo el país, y los padres de Critón decidieron cobrar a los que llegaban curiosos a ver el teatrillo, a quien ya llamaban el centauro de Tracia. Y de boca de pastores, un día de viento favorable, debió de llegar a un campo de centauros veros la noticia de que había uno de muestra en un valle de Tracia, y el cabeza de los centauros mandó hacer un censo por si se había traspapelado alguno, y no, que estaban todos en el campo; visto esto se pasó a averiguar cuál centauro se había deslizado hasta mi valle en busca de moza, sin dar parte a una oficina que hay entre ellos, que concede salvoconductos para incumplir el sexto con humanas de religión ortodoxa, que para las otras hay libertad. Y por un pastor viejo que era apreciado entre centauros por haberles enseñado a distinguir las hierbas purgantes y a silbar en caramillo de juncos, y regalado un plano de París de noche, pidieron permiso aquellos para enviar un embajador a reconocer a su congénere. Concedido este, una mañana galopó hasta mi aldea un hermoso centauro, la capa hípica de percherón normando y la parte humanal pilosa en trigueño, el rostro bien barbado y noble, los ojos claros y la cabellera trenzada sobre la nuca. Fue bien recibido, aceptó una jarra de cerveza, y se le explicó por el alcalde de barrio que no era tal centauro lo que había, que eso era hipérbole como anuncio de barraca de feria, y que lo que había era un niño orejudo y un bayo enano. Sin perder el centauro la cortesía, pero notándosele el cabreo, rogó que se olvidasen de llamar centauro de Tracia a aquella anormalidad, que la palabra centauro era marca registrada en Homero y en Plinio, entre otros, y que no podía usarse a capricho, y que lo que era un centauro, bien a la vista estaba. Hizo muestras de trote y de galope, tendió el arco, relinchó, y después de hacer unos pasos de escuela española, se sostuvo en el aire, apoyándose en el erecto miembro jaspeado. Y se fue, saludando a las mujeres que aplaudían. Yo estaba allí, encaramado a una cerca de madera, y no le quité ojo durante toda la embajada. ¡No se me olvidará nunca!
—A mi patrón escocés, que se llamaba sir Andrea, le preocupaba dónde tendrían los centauros el ombligo, si en el vientre humano o en el caballar. ¿Pudiste fijarte en ello?
—Me fijé. Los centauros tienen el ombligo en su vientre humano.
Fue muy apreciada la historia contada por Cirilo y Ragel comentó que lamentaba no tener la dirección en Escocia de sir Andrea, que le escribiría dándole una novedad tan importante para el progreso de las ciencias como era la del ombligo centáurico.
El fuego se apagaba, y el sueño tomaba por los ojos a los viajeros, ayudándose del canto del mar, que es como escuchar moverse una cuna. Envueltos en sus mantas se echaron en los muelles cojines, y a poco dormían todos, con gran variedad de ronquidos, menos Ragel, que vigilaba sentado a lo moro junto al brasero. Cuando el siríaco consideró a todos sumergidos en el profundo sueño primero, se deslizó hacia Egisto, y sacudiéndolo de un brazo lo despertó, rogándole, cuando le vio abrir los ojos, que callase y lo siguiese fuera de la tienda. Egisto se aseguró de que llevaba el largo puñal a mano y la bolsa con las tres monedas en las bragas, y salió silencioso como le pedía Ragel, el cual al verlo fuera de la tienda se arrodilló y le besó la mano.
—Tú eres el rey Egisto, y yo soy tu criado Ragel el Sirio, a sueldo de tu registro de Forasteros y a la escucha de la venida de Orestes. Te reconocí por haberte visto una vez en el hipódromo.
Egisto explicó a Ragel el porqué de aquel viaje, y que callase su descubrimiento, que no debía saberse nunca que, esperándose de un año para otro la venida de Orestes, el rey Egisto salía de vacaciones pagadas.
—No te hubiera molestado, mi señor, si no fuese que me urge recordarte que hace cuarenta y dos meses que no recibo paga alguna, y el trato del centeno anda mal, con la guerra de los Ducados y con la carga de alimentar a los que huyen de ella y se apiñan en los campos del Vado de la Torre, a la limosna de la condesa doña Inés. Y además porque es mi obligación prevenirte contra ese que llamas tu oficial de Inventario. Puede decirse, mi señor Egisto, que yo huelo mismo los disfraces. Orestes no es, pero bien podría ser su criado Flegelón, que es el espía de los espías de tu hijastro.
Dijo esto Ragel, y a Egisto le entró la risa, y cogiendo del brazo al siríaco se apartaron de la tienda y caminaron por la arena, y Egisto no dejaba de reír y de apretar el brazo de Ragel.
—¡Tienes olfato! Y cuando te cuente que acertaste en lo que se refiere al disfraz de mi oficial, también verás por qué no puedo pagarte los atrasos de que me hablas, y créeme que me gustaría hacerlo, ya que pareces tan fiel. Mi oficial de Inventario verdadero, un tal Jacinto, sufrió hará cinco años un ataque del que quedó paralítico del lado derecho, y sin habla, y en su cama está, llagado y dolorido, esperando la muerte. El uniforme de oficial de Inventario era de él, comprado con adelantos sobre su sueldo. Ahora yo no podía nombrar un nuevo oficial de Inventario, que no tengo con qué pagarlo, ni con qué comprar un uniforme nuevo. Ni siquiera tengo suelto, amigo Ragel, para comprarle a la mujer de Jacinto el uniforme de su marido. ¡Así andan las casas reales! Y por invención de la susodicha mujer llegamos a un acuerdo, que fue que una cuñada del baldado se hiciese pasar por hombre, pegándose un bigote y vistiendo el uniforme, y así el sueldo, o la esperanza de sueldo, mejor, quedaba en la misma casa. Y como yo no puedo pasar sin oficial de Inventario, que el inventario es una de las columnas de la monarquía bien ordenada, acepté la propuesta. De modo, Ragel, que mi oficial es una mujer honrada, lavandera que fue de la inclusa, y por eso sabe llevar muy bien, con cruces y palotes, el apunte de las prendas interiores y exteriores, y no ese Flegelón de que hablas, ojo derecho de mi hijastro Orestes.