IX

EGISTO despertó el primero, que tenía horas militares, y levantándose salió a la entrada del faro, orinó en cuclillas, hizo unos ejercicios de respiración y se remojó la cara con agua de mar que había quedado de la marea alta en el hueco de una roca. Imaginaba, contemplando el mar, que acercándose a tierra la nave en que viajaba Orestes, la luz del faro le había servido de guía, evitando fuese a perderse en unas rompientes, y ahora desembarcaba el vengador en una playa cercana, y ambos por distintos caminos, el matador y el que había de morir, irían a encontrarse tan inevitablemente como se encuentran los dos lados que forman un ángulo, a la puerta de la ciudad. Y con el juego de luces del faro, él había hecho irremediable su propia muerte. Se distraía Egisto inventando coincidencias, y al final siempre se asustaba, temiendo que la realidad se diese a imitar sus imaginaciones. Cuando regresó a la sala de columnas que había servido de dormitorio, para cerrar la maleta, recoger las mantas y envolver las caracolas y conchas que llevaba de regalo a Clitemnestra, ya estaban los compañeros desayunando de las sobras de la cena y echando un trago, y el oficial de Inventario le daba la prueba de su pan aceitado al siríaco Ragel. Era la más hermosa de las mañanas de otoño. Chillaban las gaviotas peleándose por las migas que les echaba el mozo del laúd, y del brasero de la hoguera que habían hecho en las luminarias del faro todavía salía una humaza blanca, como de chimenea de cocina en la que quemaran mimbres, tal la del hogar de un marinero, que se alegra desde el mar conociendo por aquella seña que su mujer, madrugadora, ha encendido el fuego.

Habían acordado Egisto y Eumón hacer el camino de regreso por tierras del condado del Vado de la Torre, pero Egisto no quería entrar en el castillo a saludar a doña Inés de los Amores, a la que tenía ofrecida una caja de música, y la caja estaba reservada en una tienda de Esmirna, con tres escudos de señal, y era de marfil calado, y el relieve representa a la dama del unicornio.

—Era yo mozo —dijo Egisto— y quedé en volver con la caja de música, precio de un beso a boca abierta, al reino de doña Inés, que es la soberana del Vado, siempre eligiendo galán y nunca casándose, pero surgió Clitemnestra y ya sabéis de mi vida y el porqué de no haber podido darme aquel fino gusto.

Y tampoco quería Egisto pasar el río en la barca, por no ser reconocido del barquero Filipo, que fuera de sus siervos antiguos, cuando los reyes mandaban en los ríos. Que pasasen todos, que era una linda cosa meter los caballos en la barca e ir a sabor de la corriente desde las ruinas del puente al pedrón de la otra orilla, el barquero a popa con la larga pértiga, que él iría en su Solferino a cruzar el río una legua más arriba, y ya les saldría a la venta del Mantineo a hora de almuerzo. Se aceptó la propuesta, y Egisto decidió separarse de la compañía al llegar a las lomas que dicen del Ahorcado. Estos eran dos oteros gemelos, que separaban la marina propiamente dicha del país del río, y si en la cara que daba al mar, como barrida por el viento salado, aparecían desiertos, con grandes calveros areniscos y barrancadas de desnudas paredes, donde capas rojizas alternaban con otras de cantos rodados, por la banda del río era un país de bosques espesos que los nativos llamaban la Selva. El camino que llevaba al vado atravesaba sotos de castaños, ancheaba en un claro del hayedo, cruzaba el sombrío robledal, y terminaba su viaje llaneando por entre prados regadíos, bordeado de abedules y de chopos. Los prados de cada vecino estaban separados por mimbreras y manzanos, y las blancas casas con sus huertos aparecían de muros bajos encalados, en los que ahora, en otoño, coloreaba en rojo la hiedra.

Preguntó Eumón por qué se llamaban del Ahorcado aquellas lomas, y respondió el oficial del Inventario, que desde sus tratos con Ragel se aproximaba al resto de la comitiva y aparecía locuaz, que un leproso se había marchado de su casa cuando lo dio el médico del lugar por gafo, a vivir de limosna, tocando la campanilla por los caminos para que los viandantes se apartasen. Dejaba mujer guapa y moza, y ella le juró que le sería fiel, y que los viernes, junto a una fuente que brota vera del camino —y que se podía ver desde donde estaban hablando—, le dejaría el almuerzo de vigilia, visto que es el día en que los ricos dan limosna de la carne que les sobró el jueves, y temen no se les conserve para el sábado, y el leproso consideraba que la guarda de la abstinencia era condición para el milagro de su curación, que andaba pidiendo a los santos anárgiros. Pero llegó un viernes en el que no halló el bacalao con manzanas asadas, y se sentó a pensar qué haría si es que la mujer estaba enferma, cuando llegó un perro que tenía de guarda en la casa y le era muy afecto, y en la boca portaba el can un borceguí que el gafado, por el color amarillo, conoció como del médico que, dándolo por leproso, lo echara de vagabundo. Y el doliente, estimando que no podía añadir al mal de la lepra la indignidad de los cuernos, en el único árbol que había en estas lomas, y que era un pino castellano, se colgó.

—El ahorcado —explicó el oficial del Inventario— fue bajado del árbol con pértigas, por miedo al contagio, y tenía atado a su cinturón, con sus propios cordones, el borceguí del médico, y otro gafado que pasó por allí y examinó al difunto, dijo por altavoz que no estaba leproso. La viuda se marchó del país, y el médico nunca más se atrevió a diagnosticar lepra en un marido con mujer moza, aunque la tuviese.

Se despidieron los dos reyes, y viendo cómo Egisto obligaba a un trote corto al viejo Solferino, Eumón se dijo que le había de hacer a Ragel el encargo de un caballo para el rey, y que se lo mandaría como regalo de despedida. Desde los años de mocedad, nunca Egisto se había visto solo en el campo, saludado por el sol, libre cabalgador. Cantaban los pájaros en los alisos, volaban los cuervos en los barbechos, y sobre su cabeza describía anchos círculos, indolente cazador de gazapos, el gavilán. ¿A qué llaman los hombres vivir? En un repente, el corazón del viejo rey había recobrado el ritmo de la juventud. Egisto osó canturrear el comienzo de un romance antiguo, con andante de lanza y banderola que salía a librar cautiva. Y viendo un fresno joven en el lindero del bosque, apeándose del caballo tiró de navaja y cortó la más esbelta rama, la que limpió y redondeó en los nudos, y con un cordón del jubón ató su puñal y su pañuelo verde de sonarse en los oficios en la punta más fina. Y ya dueño de lanza con banderola, trotó por aquellos claros, poniendo la mano izquierda de visera por ver si aparecía a lo lejos la figura de una aventura, y deteniéndose pensativo en las encrucijadas, como los héroes que pintan los libros de caballerías. El propio bayo Solferino parecía contagiado del entusiasmo real, y sacaba el andar braceado de sus buenos días de picadero. Egisto inclinaba de vez en cuando la cabeza, fingiendo saludar a pasajeros que no había, población transeúnte de las novelas bizantinas escuchadas en el salón de palacio a Solotetes. Saliendo de una espesura de álamos plateados, junto a un regazo, asustando torcaces bebedores, pasó una corza joven, que se detuvo un instante y levantó la dulce mirada hacia el rey. ¡Igual era una infanta encantada que acababa de llegar de los bosques de las Ardenas, huyendo de las cazas!

—¡Te doy salvoconducto! —le gritó Egisto—. ¡Soy el rey!

La corza no lo escuchó, y pareció irse en vuelo sobre los grandes helechos. Se terminaba el bosque, y ya se veían los dos molinos y el estrecho paso junto a la represa. Y con el bosque se terminaba aquella hora de libertad y de fortuna. Egisto temió ser visto desde los molinos con aquella lanza que parecía de niño pobre que saliese a jugar a cañas, y deshaciendo el ingenio, guardando puñal y pañuelo, tiró la rama de fresno a la cuneta, y al rey le pareció que con ella, que allí quedaba en el polvo, había tirado al suelo el último día feliz de su vida. Por el rostro de Egisto se deslizaron dos gruesas lágrimas.

Pasó el rey el río por el camino de los molinos, y a las doce horas en punto llegó a la venta del Mantineo, donde lo esperaba Eumón con el resto de los viajeros, quienes bajo la parra ya vendimiada probaban los vinos y hablaban de doña Inés, la condesa de aquellos campos y de aquella torre, que se veía desde allí altiva y oscura en una colina hacia el Sur, guardando el vacío, y de la guerra en los ducados vednos, que se habían hecho insurrectos sastres y podadores, y querían cónsules de libre elección. Y Ragel contaba y no paraba de los delirios amorosos de dolía Inés, y a él mismo, un anochecer de noviembre con viento y lluvia, y se había visto obligado a echarse el capizuelo de cuero por la cabeza, lo confundió la señora, primero con un correo alemán, y le pedía noticias de un amante que decía que tenía por allá, y después con el propio amante, que se había teñido el pelo de negro y se había recortado la perrera en flequillo, y llegaba a escondidas por ver si la dama le era fiel. Descubierto que era Ragel el Sirio, doña Inés, decepcionada, no le dejó entrar en la casa y le hizo dormir en la huerta, al abrigo del tejadillo que cubría el lavadero.

—No me marcharé —dijo Eumón paseando con Egisto mientras la hija rubia del Mantineo ponía la mesa— sin pasar a saludar a esa dama tan enamoradiza, y el pretexto será que somos colegas. ¿Y qué edad tendrá?

—Pasará algo de los treinta y cinco, pero dicen que se conserva como de quince, y cuando aparece en lo alto de la escalera creerías que es una imagen policromada de altar, María Magdalena que se ha puesto a andar y yo creo —aseveró Egisto— que el día en que doña Inés comenzó con eso de los amores locos, a querer hacer de cada viajero desconocido un amante suyo, y a entregarse, en sueños de palabras, a varones que venían de lejos perfumados con anís, fue cuando dio en imaginar que Orestes, tras mi muerte, se refugiaba en su torre y ella lo esperaba a la puerta de su condado, con un candelabro encendido en una mano, y la copa de vino en la otra. Su ama, Modesta llamada, me dice que nunca nombra a Orestes, pero que todos los desconocidos que pasan por la torre, ya los que declara súbito amor, son como las apariencias del que vendrá un día. Por eso yo quería, en mi malicia defensiva, y por muestra de la mente siempre avizor, haciéndole el regalo de la caja de música, ver de llevarla a la cama media hora, en uno de sus calores que le dan, que se pone a temblar como el centeno verde, y desgarra pañuelos con los agudos dientes, y adelantarme en la prueba de la niña al hijastro vengador.

—¿Es virgo? —preguntó el tracio, curioso.

—¡Eso puede jurarse! —afirmó Egisto—. ¡Y aún estoy, por meditación que no por informes, en que también lo sea Orestes!

El rey de la tragedia se empinó para alcanzar un pequeño racimo que habían olvidado en la parra los vendimiadores, y el tracio lo contempló con pena. Egisto iba viejo, terminando la sesentena. Se metía de hombros, y cuando llevaba el vaso a la boca le temblaba la mano. Inquieto, de vez en cuando se levantaba de donde estaba sentado, miraba alrededor, y se iba a otro asiento, siempre frente a la puerta. Eumón se alegró de haberle dado ocasión para aquellas vagancias por los campos y la marina.

En la venta, con el cotidiano y vespertino paso de refugiados, había poco que comer, y caro, y el almuerzo quedó reducido a un poco de truchuela cocida con calabazo dulce, y de postre un higo por cabeza, miguelino reventado, que derramaba sus azúcares por la corteza verde y rosa. Y quejándose el siríaco Ragel al Mantineo —el griego fugitivo, gordo y bien barbado, siempre sudoroso, que daba nombre a la posada— de la mala calidad de los vinos, aseguró el mesonero que nada hace más daño a los vinos que el ruido de la guerra, y es sabido que los caldos se vuelven y ensombrecen, y al final quedan como agua muerta.

—Tenía un odre de tinto galiano que estaba en su punto, y aún no lo había subido al estante y estaba cabe la puerta, que quería que lo tomasen dos heladas, cuando llegó una viuda joven con dos críos, y se echó junto a él, tomándolo de almohada, y llora que llora toda la noche, y a la mañana siguiente el vino era vinagre, y había perdido la color.

Desde la posada, que está en un alto y tiene como un serrallo abovedado alrededor de un patio cuadrado con fuente y abrevaderos, decidieron seguir a la ciudad sin hacer noche allí, lo que contrarió a Ragel, quien aseguraba a los reyes que en anocheciendo comenzaba el paso de huidos de la guerra, y a lo mejor podía escucharse una buena historia, y que no todas las viudas mozas que pasasen iban a llevar dos niños en brazos. Lo que le dolía al siríaco era no poder hacerle la prometida revista de cuerpo al falso oficial del Inventario.

Salió la tropilla no bien terminado el almuerzo, y caminó por el atajo que va entre brezales y eras de centeno a salir adonde dicen la Lengua del Lobo, y cuando llegaron al mojón, donde el camino real comienza a descender, en amplias curvas, hacia la ciudad, vieron a esta, blanca y redonda, y era la hora de encender faroles, y ya se veían aquí y allá alegres luces.

—¡Es el hogar! —dijo el tracio respetuoso, quitándose la birreta.

—¡Es la prisión! —dijo Egisto inclinando la cabeza.

Entraron en la urbe por la puerta del Palomar, y hallaron la puerta de palacio abierta

—¿No tienes centinela? —preguntó Eumón a Egisto.

—¡Vienen cuando quieren! ¡Deben andar ahora en el vareo de las castañas!

La puerta la había abierto una campesina, que había hallado allí refugio, según explicó a Egisto, porque habiendo traído una cerda preñada a la feria de San Narciso, adelantándose con la sesión de fuegos artificiales —que ella había llegado de prisa con su troyano por encontrar temprano un buen lugar a la sombra en el ferial—, el animal se puso a parir, y le pareció que no molestaría en aquel caserón viejo y desierto. Y allí estaba, tumbada en paja la cerda, que era galesa recastada, con manchas negras en el lomo, y doce lechones mamaban incansables, propietario cada uno de una teta fecunda. Egisto le recomendó cuidado, no fuese a provocar un incendio con la vela que había encendido a los pies de una lucha antigua en mármol que adornaba la pared, y eran Héctor y Aquiles, y si bien en el relieve simulaba que suspendían el diálogo de sus espadas por escuchar los consejos de un dios que asomaba entre nubes, la verdad era que parecía que habían dejado de golpearse con el hierro por escuchar el monótono murmullo glotón de los infantes porcinos. Egisto le dio a la campesina una semana para que dejase el lugar, recomendándole que quedase limpio y barrido, y que quemase algo de espliego al irse.

Cada cual se fue a su cama, y el oficial del Inventario, que no dormía en el palacio real porque con la visita tracia no había sábanas para todos, invitó a Ragel a seguirle hasta el portal de su casa. Se oyó en la plaza la voz de un sereno que daba las diez y lloviendo, cuando Egisto, tras despedirse de los tracios, entró en la cámara nupcial. Clitemnestra dormía en el medio y medio del ancho lecho, en la boca un trozo de raíz de regaliz que le hacía como de chupete, y el hermoso y largo cabello, siempre una nube de oro, derramado sobre la almohada. El rey suspiró y se desnudó en silencio, sacando las tres monedas que llevaba ocultas en las bragas y metiéndolas debajo del colchón, envueltas en el pañuelo verde que le había servido de alegre bandera. Por primera vez desde sus bodas, no dejó de mano una de las antiguas y largas espadas, de sonoro nombre. Llovía, y las gruesas gotas de las enormes nubes que pasea el Sudoeste tamborileaban en los cristales. Se batió, lejana, una puerta, pero Egisto ya dormía, fatigado del largo viaje.

Obras literarias, II
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