MERLO DE LOUSADELA
LOUSADELA está en las Invernegas de Montes, donde la barranca de Eirelle se abre en un praderío verde, empinado, por el que bajan diez o doce regatos que vienen desde los oscuros montes del Arneiro. El nombre, Lousadela, lo tiene de una cantera, louseira de la que se saca una pizarra azul en grandes ramas muy parejas. La tierra es pobre. La gente vive del ganado del monte, un vacuno desmedrado de pelo áspero, que anda suelto desde abril al otoño, y el lanar, escaso, por semanas los de cada casa lo tienen de mano. Cosechan pocas y malas patatas, algo de centeno en las rozadas; tienen buenos grelos en su tiempo, y en toda Lousadela no se ve más que un frutal, un cerezo en el atrio de Santa Margarita, protegido del Norte por la iglesia románica. La gente de allí es alta, rubia, delgada, y callada. El único risueño de aquellas soledades era mi amigo Merlo, cazador, zuequero, pescador, relojero de invierno, capador y gaitero. Tenía dos zamarras militares, espuelas gauchas de plata y un diente de oro. Regresó de Buenos Aires hablando algo de italiano, y divorciado, decía, de una malagueña. Al cura no le gustaba que hablase de ello.
—¡No escandalices, Merlo! —le advertía.
Merlo tenía dos perros, un pointer y un perdiguero de Burgos, que le atendía a la voz en italiano. El italiano de Merlo era como una canción. En la taberna de la puente, cuando los contertulios ya bebieran algo, le pedían a Merlo que hablase. Entonces mi amigo Merlo se subía a una banqueta, o se apoyaba en los tabales de arenque, y echaba el discurso que él mismo llamaba El sermón de las dos banderas, que se lo escuchara al embajador de Italia en Buenos Aires en la inauguración de las Escuelas de Galileo. Con veinte palabras italianas que Merlo sabía verdaderamente, y mil más que inventaba, mi amigo oraba espléndido, rico en gestos, abriendo los brazos. El tabernero, Mariano Nistal, aunque era maragato, lloraba, enternecido por la patética elocuencia de Merlo. Entonces, para que no padeciese el comercio, la mujer de Nistal salía a cobrar los vasos, que al marido, con la emoción, no le salían las cuentas. Al terminar el sermón, Merlo sacaba del bolsillo de la zamarra dos banderitas, una italiana y otra argentina, y la concurrencia, yo en primera fila, sentada junto a la barrica de Valdeorras, aplaudía.
Merlo, en invierno, se iba de las nieves de Lousadela, y andaba por las aldeas vecinas arreglando relojes y comentando el Zaragozano. Los más de los domingos caía por la que llaman Casa Grande de Melle, y se avisaba a la gente que llegara Merlo, y los del lugar se sentaban en las escaleras y en la hierba seca ahazada en el portal, y le escuchaban a Merlo uno de sus discursos. De fin de fiesta, y tras pasar la visera, imitaba pájaros y tragaba un chisquero con larga mecha anudada, amarilla y negra: lo tragaba apagado y lo sacaba encendido por una oreja. Algunos, desconfiados, estudiaban la oreja de Merlo, que estaba toda chamuscada. El cura, don José Rodríguez Mariñán, le escupía en la oreja, no fuese a quedarle fuego dentro a Merlo, y la gente reía. Pero, un día, el cura escupió como solía, y de la oreja de Merlo salió humo, y escuchó el mismo chirrido que hace el hierro al rojo vivo cuando entra al agua, en la fragua. Las mujeres gritaron, los niños se asustaron, los hombres se miraron, y el cura dio un paso atrás.
Yo esto no lo he visto, y nunca lo veré, que Merlo ha muerto hace poco de un punto frío que se le puso en el hígado. Lo enterraron con la zamarra más nueva, y si no le sacaron del bolsillo las banderitas, allá van con él, y así podrá decir en la otra banda su precioso sermón. Nevaba en Invernegas de Montes el día del entierro de Merlo, desnudos los abedules, y ausentes todos los pájaros que imitaba, herrerillos, verderoles, calandrias, y el mirlo mismo de su apodo, merlo en nuestro romance gallego.