POLIDO DE SABUCEIRA
LO acusaron de que fuera él quien diera muerte a un tratante que llamaban Gareto, que era un flaco picado de viruelas, siempre irritado y gritando en castellano. El Gareto, que era de Cacabelos, engañara a Polido en la venta de una vaca, que el veterinario dio por tísica poco después, y Polido juró que le iba a volar la cabeza al tratante de un tiro, la primera vez que lo encontrase en un camino. Poco después, Gareto apareció muerto en la puente de Beces, de un tiro en el cuello. En el bolsillo interior del chaleco de pana negra llevaba doce mil pesetas, y según se dijo en la barbería, una carta de amor de una fondista de Lugo, la cual le rogaba que no dejase pasar aquel domingo sin ir a ponérsele encima. Polido probó con testigos que el día de la muerte del Gareto estuviera en Meira, en un entierro, comiendo estofado en la taberna, y después jugando el café a la brisca. Pero la gente no quedó muy convencida, máxime cuando la muerte no fuera por robar. Polido era un gran andador nocturno. Se decía que encontraba al lobo, le decía algo, y el lobo se iba. Un día, en la feria de Cospeito, vio entrar a uno de sombrero blanco y bastón con puño de cuerno. Polido dio un par de vueltas alrededor de él, y después fue a saludar al cabo Santomé, jefe de puesto.
—¡Ese trae moneda falsa!
El cabo Santomé, diligente, registró al del panamá y le encontró veinte duros hechos en casa. El cabo le preguntó a Polido cómo se enterara.
—¡Es que olfateo el plomo!
Polido era a la vez admirado y temido en el país. Curaba el hipo con una hierba secreta, ponía muy bien anillos de alambre en el morro de los cerdos hocicones, hacía brochas con pelo de tejón, afeitaba difuntos, y aseguraba que cuando trabajó de relojero en Nueva Orleans, había parado, cama y desayuno, en casa del verdugo.
Polido tenía ya cincuenta años cuando decidió casarse. Encontró en Couto Cachín una de gusto, cuarentona, blanca, fresca, vacuna, costurera, que le dijo que sí, ya que venía tan derecho. Además, Polido era rico, que era dueño de los prados de la Sabuceira y tenía la mitad de la casa de los Polidos de la Abertosa. Por mayo, los cerezos en flor no dejan ver el pazo. La costurera le pidió a Polido que le jurase que no había tenido nada que ver con la muerte del Gareto, ni de pensamiento, palabra ni obra. Polido prometió jurárselo en la iglesia. La costurera estaba muy enamorada, y le bordaba pañuelos a Polido, y le marcaba la ropa interior, cosa que sólo se viera en los señoritos de Belmonte, mis parientes.
—Le hizo un camisón —me dijo un sobrino de Polido— para que se levantase tarde con él puesto, cuando tenía convidados por la Santa Marina.
Un día, cuando andaban arreglando los papeles, y habían ido a Villalba a comprar un comedor y un tresillo, volviendo a la aldea pasaron por la puente de Beces el novio y la novia.
—¡Aquí fue! —dijo Polido, recordando la muerte del Gareto.
Y señaló con el dedo índice de la mano derecha el lugar en que apareciera el cadáver. Y la costurera se lo contó a todo el mundo: tres manchas oscuras que había en el pretil resucitaron en sangre, como si acabase de ser vertida. Eran verdaderamente manchas de sangre, de sangre del Gareto.
No hubo quien se lo quitase de la cabeza a la costurera de Couto Cachín. Por mucho que Polido juraba, y traía testigos del alivio de Meira, el entierro, el estofado y la partida de brisca, la costurera se mantuvo en sus trece y se negó al casorio. Lloraba y perdió de peso dieciséis libras, y a las íntimas comentaba que hubo suerte que no quedara preñada cuando fue con Polido a Lugo a comprar los anillos, y fue por el suspenso que tenía de no dejarse correr hasta que Polido jurase en la iglesia. Polido se metió en casa, aburrido. Cerraba las contraventanas para que no lo viesen desde el camino. Bebía caña, y escuchaba en el fonógrafo que trajera de América el disco titulado El sitio de Zaragoza.