II
CUANDO Fanto contaba cinco años de edad, llegó la peste negra a Borgo San Sepolcro, y se creyó que la había llevado a la ciudad un genovisco que trataba en simiente de pino manso, y tenía fama la semilla de Génova porque se aseguraba que era de los pinos del camposanto. Al genovisco siempre lo acompañaba alguna linda muchacha, muy vestida a la moda, que el mercader alquilaba por semanas, cobradas por adelantado, a la juventud aristocrática, y alguna fue muy bien vendida a un rico heredero que se prendó de ella, como una tal Leila, berberisca, en la que Pier Aliprando degli Aliprandi hubo dos hijas, y fue bautizada con el nombre de las mártires del día en la que la sacaron de pila, que fue el de las santas Verísima, Pomposa, Capitolina, Romana, Rolindes. Muerto Aliprando jugando cañas en un campo, casó la Verísima con el banquero Marco da Porta, a quien la mora, entre las caricias muchas le pasaba lecciones de Mahoma, y el banquero se pasó secretamente al Islam, y solamente se le conocía la nueva doctrina en que habiendo sido muy afecto al jamón, ahora no lo tocaba, y aún se le llenaban los ojos de lágrimas al verlo, pero se apartaba con la boca cerrada por amor de Leila. Llegó la peste negra, digo, y se llevó a los padres de Fanto, ser Pietro y donna Becca, a su padrino, el médico Andrea della Garda, y a la nodriza Camillina, y aun al paje de la grappa, que nunca pudo dejar de soñar con los pechos de donna Becca, y quedó huérfano y sin parientes ni criados nuestro Fanto, bajo la tutoría del cavalière Capovilla, que lo era de San Juan en Rodas, y primo carnal de su señor padre, amén de hermanos de leche, que durante siete meses la tomaron de la misma burra, capa blanca isabelina, conventual de San Francisco. El cual caballero Capovilla, desde el primer día de su potestad, comenzó a instruir al huérfano en el arte militar con batallas por mapa, en las armas, en altanería, y en arengas en lengua griega, por si acudía a librar a Constantinopla del turco. Crecía Fanto robusto y alegre, amigo de escuchar historias, gracioso el fino rostro enmarcado por la rubia cabellera, hija del rayo de su natalicio. Con el cavalière Capovilla hacía Fanto grandes cabalgadas en las noches de primavera y de verano, y a hora de alba caían en la vecindad de algún castillo, umbro, lombardo o toscano, y entonces el tutor explicaba al atento pupilo lo fácil que sería, con sólo dos docenas de hombres bien armados, enseñorearse por sorpresa de aquella fortaleza, en la cima de una colina en la que los cipreses presidían la asamblea de las viñas en flor. Dejaban los caballos, y se aproximaban, escondiéndose de ciprés en ciprés, y se separaban para rodear el castillo, haciéndose señas con el canto del cuclillo para darse mutuamente el puesto, y se acercaban luego al puente levadizo, esperando que fuese levantado el rastrillo, que sería la ocasión de entrar al asalto, disfrazados de lechera, o de pescador de caña que traía un regalo de truchas para el señor marqués. Se retiraban después de levantar mapa, por si algún día hacían realidad el asalto. A veces, robaban algún cordero, en recuerdo de uno que había comido Alejandro en Persia, y si encontraban una moza en una fuente, fingían que la forzaban, y a sus gritos huían, dejándola desnuda.
—Todo esto, querido Fanto —decía il cavalière Capovilla—, forma parte del oficio, y cuando estés en edad te estrenarás, y lo único que siento es no poder hacer ante ti una demostración de reglamento de los sanjuanistas, de piernas aparte y salto, porque el reuma me ata las rodillas, y además va para cinco años que se fueron para no volver mis alboradas venéreas. Que tomada como lección prima de fornicio, no sería deshonesto que me vieses en el trabajo. Y digo prima lectio, porque luego secunda et tertia esas cada uno las busca, y son cosa de cama blanda y reposada, que no de la violación castrense que ha de ser rápida y brutal, con desgarro de ropa, mostrando más ansiedad que regocijo, aunque en el trance, como suele algunas veces, siendo la mujer hermosa, se abra amor en tu corazón, y quisieras eternizar la caricia.
Fanto escuchaba en silencio las graves lecciones de su tutor, y se le ponían congojas de sudor y melancolía mientras no llegaba la edad de estrenarse.
Tenía ya Fanto trece años, y dominaba a Donatus y Euclides, sabía encaperuzar el azor, todo de armas y caballo, ordo lunatus y marcha flanqueado en lo que toca a campaña, y voces venecianas y griegas. Iba para alto, la cabellera sin perder de su oro, los ojos celestes con el mérito de unas largas pestañas oscuras, y siempre la sonrisa en la boca. El cuello largo y la cintura estrecha confirmaban su esbeltez, y por el ejercicio de armas, se le alargaran los antebrazos y se le redondeaban las piernas, en las que lucía el fino tobillo heredado de donna Becca. La palabra gentileza valía para decir la estampa del aprendiz de capitán, que el signor Capovilla no dudaba de que lo sería y famoso. Fanto tenía la voz alegre y la mirada amiga, y un buen corazón.
Como la fortuna de los Fantini della Gherardesca no era mucha, el cavalière Capovilla, dueño sólo de una pequeña quinta en el arrabal, de la que había hecho heredero a Fanto, andaba, cuando este entró en los quince de su edad, dándole vuelta en el magín a una boda del mocito con una dama rica y de ilustre familia. En Borgo San Sepolcro mismo había dos hermanas gemelas, que enviudaran el mismo día, una de un abanderado de Gattamelata y otra de un segundón de los Orsini, quien ya estaba preconizado obispo de Cittá del Monte, esperando los dieciocho años y las órdenes menores y mayores, pero lo dejó, porque estaba empeñado en imponer en las cortes diversas de Italia el baile agarrado. El abanderado murió en un vado de un río de una flecha perdida, y el que había ido para obispo, cayó de un tejado abajo, yendo a la captura de un gatito bizantino que se le había escapado a su dulce esposa. Las gemelas eran el vivo retrato la una de la otra, y messer Capovilla, que se había hecho ávido de oro por amor de Fanto, y por ponerlo en el mundo tan rico como gentil era, llegó a soñar que puesto que nadie las distinguía, que Fanto casara con las dos, a las que canónicamente serviría, con lo cual no había que partir la herencia de las gemelas Bandini dell’Arca. Il cavalière Capovilla estudiaba, medio adormilado en las siestas del carnero que hacía, el caso de Fanto y las dos bellas, y no encontraba dificultad alguna, ni en fiestas —que saldrían las hermanas por turno—, ni en preñeces, y si las dos estuviesen para parir, y una se adelantase un mes o dos, sería caso de Escuela de Salermo, como el de aquella panadera que dio a luz un niño el día de San Juan y otro el día de San Roque, mes y medio después. Fue muy notorio el asunto, tanto en médicos como entre glosadores de Bolonia. Los primeros llegaron a la conclusión de que la panadera tuviera dos preñeces a un tiempo y de dos viriles diferentes, lo que llevó al marido, viéndose publicado de cornudo, a colgarse de una viga del horno; y los segundos trataban de establecer en derecho cuál de los nacidos era el primogénito, lo cual dio lugar a sabias consultas y eruditas disertaciones, y canonista hubo que inventó una Lex romana sobre el asunto, y descubierto tuvo que huir a caballo, y como tenía buena letra, terminó en los almacenes de Venecia, especializado en poner «bianco» en las barricas de Vernaccia. Se llama este glosador Bettobaldi dei Bettobaldi, y era un hombre pequeño y triste, y picado de viruelas, y siempre con el miedo de que sus antiguos colegas boloñeses le diesen muerte, por el descrédito que sobre ellos había echado inventando una Lex Claudia que decía que los segundos eran los primeros, y como un canonista irritado afirmaba que donde lo encontrase le haría tragar la famosa ley, Bettobaldi en las horas libres se ensayaba en tragar pelotas de papel, lo que llegó a hacer muy fácil, con gran admiración de sus compañeros de almacén, quienes lo sacaron de número de magia en un carnaval.
El signor Capovilla pidió audiencia a las gemelas para darles el pésame y presentarles a su vecino Fanto Fantini della Gherardesca, y el cavalière de hábito de San Juan y Fanto a la florentina, de verde y oro, fueron a la visita.
—Tú —le advirtió Capovilla a Fanto—, haciéndote el asombrado de tanta hermosura, y el más del tiempo con la mirada en su boca.
Estaban las dos gemelas sentadas en el medio y medio de la gran sala, por el mucho calor de aquella primera hora de una tarde de julio, y una doncella suya de cámara paseaba a su alrededor dándoles aire con un paño que de vez en cuando mojaba en el agua de una jofaina de plata. Del negro de sus trajes salían los redondos hombros y los finos brazos, nieve que amaneciese en las tinieblas. Los ojos eran violetas posadas en la penumbra, y pronto, tras las palabras de pésame del cavalière Capovilla, aparecieron en el rostro de las hermanas unas tímidas sonrisas. Fanto sonrió a su vez, y no pudo evitar el levantar la mano derecha, que sostenía el guante de seda, como si intentase ahuyentar unas mariposas. Las viudas lo acariciaban con sus miradas, y Fanto sentía como se encendía fuego en su sangre. Ni él ni las viudas escuchaban las doctas palabras del cavalière Capovilla, quien hablaba de lo que incomoda al alma la soledad en la juventud. A una seña de las gemelas, la doncella dio aire a Fanto con el paño mojado, y el agua fresca le salpicó el rostro. ¿De modo, se preguntó y explicó Fanto a sí mismo, que amor es como galopar, desnudo de cintura para arriba, en su yegua blanca Artemisa, en la hora calma que viene después de una tormenta de verano cuando de las hojas de los árboles aún caen gotas de agua? Fanto clavó las espuelas de plata en las patas de su silla, abrió los brazos, y gritó, interrumpiendo una cita de Ovidio en la boca de Capovilla:
—¡Vamos! ¡Ala! ¡Up, up!
Las gemelas gritaron a su vez, se levantaron de sus sillas cruzando los brazos sobre el pecho, y corrieron hacia la puerta, y como Fanto se levantase también y comenzase a galopar por la sala, girando sobre sí mismo como caballo de la escuela escalígera, haciendo la cabriola cortés, y tocando en ella con la frente en las rodillas. Las viudas se desmayaron. El cavalière detuvo a Fanto —un narrador coetáneo de la vida del condottiero dijo, con notoria exageración, que por las bridas—, y no le dejó aprovecharse. El tutor y el pupilo, vuelto a púdica obediencia, se retiraron en silencio, mientras la doncella del refresco se tumbaba en el suelo al lado de sus amas, y dando un gran suspiro se desmayaba a su vez.
—No te impido —dijo messer Capovilla a Fanto el Mozo— venir nocturno en días alternos a saludar a estas desconsoladas señoras, y con el trato irás eligiendo la más de tu gusto, que algo diferente tendrán, un pelo, un gesto, una palabra o un suspiro, y harás inquisición de esto, si tomas partido por la monogamia. Y si no tomas partido, y quieres seguir el libre disfrute de ese jardín que tan a bragas te viene, y no encuentras distinción, habrá que pensar en hacerle a cada una una marca secreta, que solamente tú conozcas, y así con cada una de ellas podrás ser diferente, y esta diferencia harás que la conozcan por más amor y caricia a la preferida. Y ya estoy pensando que no habrá necesidad de matrimonio, y que lo mejor será que te regalen todo lo que necesitas de precio, desde armadura al mejor caballo, y te adelanten las liras que hacen falta para levantar una compañía toscana de fuorusciti.
El signor Capovilla, en su entusiasmo, se olvidaba de la breve edad de Fanto Fantini, y tosía, aclarándose la voz, para dictar una carta a los grandes capitanes de Italia en aquella hora, ofreciéndoles los inestimables servicios de Fanto el Mozo, al que daba de alta en táctica y estrategia… De las primeras visitas nocherniegas, logró Fanto, una cadena de oro y un pagaré contra los Strozzi, que sobraba para comprar un caballo en la feria florentina de San Juan. Corría la Cuaresma, con abstinencia de carne. Y apareció entonces en casa de las gemelas una tía suya, con cuatro hijos mozos, buscando cobijo, que su marido había desaparecido en un naufragio pisano. Lo que dentro de la casa de las gemelas la tía amañó, se ignora. Pero en Pascua Florida, la puerta del jardín estaba cerrada, y Fanto silbó variado una hora larga, imitó el relincho de Artemisa, dio nombres a las sombras, sollozó, y nada. Y cuando ya se retiraba, el pensamiento sin palabras, el alma sin color y la sangre sin pasos, se abrió el portillo y apareció la doncella de la primera visita, con la jofaina de plata y el paño de refrescar, ayudó delicadamente a Fanto a sentarse en un mojón, y giró alrededor de él dándole una sesión de refresco, tras la cual se tumbó en la hierba, habiendo levantado las amplias faldas. Fanto cortó una rosa, la primera que abría en el rosal plantado cabe a la puerta del jardín, entrando a la derecha, y la posó delicadamente en el ombligo de la doncella. Y triste huyó, al bosque, desengañado de amor.
—Me lo temí todo, lo peor, cuando vi llegar a esa tía llorosa con sus cuatro torpes garañones —comentó a Fanto Fantini el signor Capovilla.
Y con temor de que fuese anulado el pagaré, tutor y pupilo se dispusieron a salir para Florencia, a cobrar las liras en los Strozzi, y comprar un buen caballo.