I

PAULOS dejó ante Julio César, sobre la mesa de campaña, extendido el mapa de la gran llanura surcada por un ancho río. César, con el índice de la mano derecha, seguía el curso del río. Al tacto, la línea sinuosa, azul, se ahondaba, se llenaba de agua, y César sumergía la mano entera, calculando la velocidad de la corriente.

—¡Un río manso! —comentó.

Al tacto también le reconocía al río los vados, y hallaba uno, en un recodo pedregoso, útil para los carros. El dedo de César siguió el curso del río hasta el Océano. «Semejante al mosquito tejedor en el río / su pensamiento va y viene en silencio». Paulos lo contaría así a la ciudad:

—Yo estaba a cinco pasos de él, mientras César estudiaba el mapa. Supo, desde el primer momento, por dónde aparecería el enemigo, Asad Tirónida. Señaló un camino entre dos bosques de abedules y alisos, y movió su mano por encima de estos. El aire se llenó de pájaros, asustados por la sombra enorme de su mano, que se extendía sobre el mapa como una nube del otoño, una de esas grandes nubes oscuras que vienen del mar. Se volvió a mí, y me explicó:

»—Bajas lentamente hacia un vado, tan silencioso como la tarde misma, y ves en la orilla opuesta los patos tranquilos, buscando un tallo jugoso o una lombriz, y ya sabes que no hay enemigo cerca. Pero ves los patos inquietos, volando hacia el agua, reuniéndose en grupos hacia el centro del río, y ya te das cuenta de que hay emboscada. Cuando los pájaros de esos bosques vuelen alocados, mezcladas las tribus diferentes aladas en el vespertino aire, es que Asad llega a esconderse.

Paulos les comentaba a sus conciudadanos ese decir de César, «las tribus diferentes aladas en el vespertino aire», manera de expresarse que le venía de la latina lengua, recobrada tras los años en mármol checo.

—El dedo de Julio César buscaba más acá de los bosquecillos un sendero que lo llevase a una colina de viñedos al Mediodía, pero que al Norte era toda de praderío. César sacó un pañuelo verde de debajo de un tirante lateral de la coraza, y lo puso sobre el prado. Lo dejó allí, extendido, unos momentos, y cuando lo recogió me lo mostró para que viese que estaba seco.

»—¡Campos levemente inclinados, sin agua, sin charcos ni lodazales!

—El pañuelo verde estaba limpio y seco.

»—¡Excelente lugar para apostar la caballería!

—Yo imaginé que quizá le gustase comer algo, y puse a su alcance, en una esquina del mapa, unas nueces ya cascadas y un trozo de pan, y me dejé estar a su lado con una copa llena de vino en la mano. César levantó el plato con las nueces y el pan, por ver dónde yo lo había posado, y me sonrió:

»—¡Orillas del Ródano! —dijo—. Flumen est Arar!

—Yo veía en su cabeza, como si estuviese abierta ante mí, con todas sus estancias iluminadas, el codearse o el entrecruzarse los pensamientos varios, los de los pasados años, y los de los nuevos veranos que se le ofrecían. Los diversos pensamientos eran azules, rojos, verdes, negros, y debía haber una ciencia que permitiese clasificarlos. ¿En cuál de ellos iba la ambición, en cuál el amor carnal, en cuál la fatiga de los siglos y de los hombres? Pero ahora, en medio de aquella soledad, Julio César aparecía puro, divinal.

»—¿Cuántas legiones llevarás? —le pregunté.

»—¡Iré solo!

—Se acercó a la hoguerilla que yo había encendido, aprovechando dos cajas vacías, que habían sido embalajes de haces de flechas de Partía, calentó algo las manos en la onda de las llamas, y después se volvió, por calentarse la espalda. Masticaba lentamente una nuez, y me pedía más vino. Le llené dos veces la copa. Percibía yo que su mirada buscaba la forma de mi cuerpo, tocaba mi carne, acariciaba mis mejillas, pasaba lenta y suavemente sobre mi largo pelo. ¡Tendría necesidad, en su inmensa soledad, de tocar otro cuerpo, amigo y amante, vivo!

Paulos, reunido con los cónsules en reunión secreta, imaginaba esta aclaración:

—¡Tendría necesidad, en su soledad, de tocar otro cuerpo! Temí que solicitase el mío, en aquella noche que venía dulce. ¡Era yo la carne que tenía más próxima! ¡Podía el deseo de César sumar en ella la de todas las mujeres, la de todos los varones que había amado y poseído, o fueran simplemente el almíbar improvisado de una fiesta!

Paulos se ruborizaba, bajaba la cabeza, cerraba los puños. El presidente de Edad tragaba el enésimo caramelo de café y leche, y el cónsul de Vinagres y Especies se levantaba de su sillón.

—¿No habrás llegado al sacrificio?

El canciller contemplaba con irónica mirada la escena.

—¡Calma, calma, señores!

La voz eternamente fatigada caía sobre la mesa.

—¡El astrólogo —añadió— no está obligado a confesar en qué acabo la cosa!

—La mirada de Julio César —continuó Paulos— estaba cada vez más próxima. Una mano levantaba mi cabello, y dejaba al descubierto mi cuello y mis orejas. Veía sus dientes cerca del lóbulo de mi oreja izquierda, y su aliento venía a quebrarse en mi mentón. No me moví cuando una mano suya acarició mi espalda. Era como si yo estuviese desnudo. Mi columna vertebral vibraba como la cuerda del arco cuando ya ha despedido la flecha. Los sexos habían dejado de existir, y solamente reconocía la presión terrible que pueden desencadenar dos carnes apasionadas. Pero, quizás en el límite mismo del abandono y el fuego, tuve un instante de lucidez, y con voz alterada, sí, pero segura, le pregunté: «Pero ¿no habías perdido el cuerpo en los idus de marzo?». ¡Tuve que sostenerlo antes de que rodase por el suelo, mortalmente herido!

—¡Ya era hora de que terminase la escena, que aunque uno no es rijoso…! —comentaba el cónsul de Vinagres y Especies al oído del de Sanidad.

—¡Mortalmente herido! Me dije, con inmensa tristeza, mientras su cuerpo parecía dar las últimas boqueadas en mis rodillas, que acaso mi pudibundez, mi reconocida castidad, mi masculinidad en fin, habían hecho perder a mi ciudad el más precioso de sus aliados.

—¡Hay cosas a las que nadie está obligado!

—Bueno, hay los mártires…

—¡Mortalmente herido! Escuchaba gotear la sangre en las losas de la explanada. Por segunda vez en su vida, César iba a dar su alma. Abrió los ojos, me miró, compasivo, y dijo, leyéndome el pensamiento, y sabiendo que mi dolor no era fingido:

»—¡No te preocupes! ¡La sombra de César estará en defensa de tu ciudad en los verdes prados!

—¿Estuvo?

—¡Estuvo! Asad tuvo que verlo, cuando caía desde lo alto con su caballo, por un agujero azul abierto en la polvareda, bajar de la colina a hacerse otra vez estatua de mármol checo.

Paulos se retiraba en silencio, envuelto en la negra capa, entre la admiración de los cónsules.

—¡Que conste en acta como misión cumplida con espíritu de sacrificio!

—¿La declaración completa? ¡Menudo regodeo para el escribiente!

Entre todas las sombras de la noche, Paulos se esforzaba en reconocer la de Julio, paseando con los calzones rojos que usaba César en los cuarteles de invierno.

El inglés de los puzzles y rompecabezas, acabada la milanesa y el queso, aclarada la boca con lo que quedaba de cerveza en el bock de peltre, discutía con Paulos dónde podrían poner la sombra de Julio César. Tenía que ser, por las palabras últimas dichas por Julio, en los verdes prados de la colina aquella, pero lo más a la izquierda posible para que, cuando Asad asomase en lo alto de la pista, pudiera verlo, y a su vez ser visto de César.

—¡Estás haciendo la Historia Universal! —le decía mister Grig a Paulos.

Este estaba preocupado, que no había mandado avisos a la ciudad, y la urbe estaría revuelta con los mil rumores. Paulos pensaba dejar suelto el caballo, el cual se marcharía sin vacilar hacia su cuadra.

—¿Qué mensaje meto en la alforja? ¿Se les ocurrirá buscarlo allí?

—¡Ponle una bandera en el arzón, y en ella escribes: «Mírese en la alforja izquierda»!

—¿Puedo decir que David huyó, que Arturo está viejo y puede montar, que Julio César muerto fue en los idus de marzo y ya solamente está en estatuas y en pinturas?

—¡Con mi trampa basta para Asad!

—Pero mi ciudad cree en la batalla. ¡Contra Asad, influido por el cometa, es necesario una batalla! Aunque no la haya, pero hay que dar la noticia como si la hubiese habido. Para que tú puedas salir en ella con tu torre hecha con dos puentes, por el trastrueque de las piedras numeradas y las hiladas, tendré que decir que eres un anglosajón que se comprometió a seguir a Arturo porque el rey lo salvó de una serpiente de dos cabezas.

Paulos abría y cerraba los brazos, desesperado.

—¡No sé cómo decirle a mi ciudad que se sosiegue, que se acerca la victoria!

—¡Mándales un rompecabezas! Yo tengo, precisamente, uno aquí, en mi baúl, y se lo mandamos sin lámina, que así les será más difícil componerlo. Se trata de mister Pickwick en el pasillo de una posada, en Inglaterra, en el campo, subido a una escalera de mano, intentando ver lo que pasa en una habitación, cuya puerta aparece cerrada, por un tragaluz alto. Y el taco con el tragaluz, tanto puede ponerse aquí o allá, porque las paredes del pasillo están empapeladas con imágenes de carreras de caballos, y el que no esté muy al tanto de las distintas capas, que es en lo que hay que fijarse, puede colocar el tragaluz donde no debe, y montado el rompecabezas, dándole vuelta, aparece la habitación en cuyo interior está una dama vistiéndose, que es lo que quería ver mister Pickwick. Equivocado el taco del tragaluz, en vez de salir una señora en paños menores, sale un oficial de Húsares orinando por la ventana.

—¡No lo van a interpretar!

Mister Grig paseó un rato, pensativo. Al fin, dio con la solución.

—¡Se sugiere que, terminada la batalla, el oficial tuvo tiempo de ocuparse en hacer aguas menores, que se las contuvieron los nervios mientras duró el combate! Y ya se comprende que hubo victoria, o lo que es lo mismo, que va a haber victoria, y que al final se verá esta escena, entre otras. ¡El descanso del guerrero!

—¿Y si lo aciertan, el taco del tragaluz, y sale la dama vistiéndose?

—¡Es que se viste para ir a una cena de gala! ¡Mayor señal de fiesta a la vista no hay!

Obras literarias, II
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