IX

EL oficial de Forasteros tenía sobre su mesa todos los informes acerca del caballero del jubón azul que se hacía llamar don León. No había dado un paso ni dicho una palabra, que no estuviesen allí, en letra de Iturzaeta —que era la reglamentaria en la policía política—, en aquellos grandes folios sellados. El señor Eusebio esperaba la visita de don León, que, según había avisado Tadeo, iría aquella misma mañana a registrarse. El señor Eusebio tomaba notas, se golpeaba la nariz con el mangrullo de la pluma, cerraba los ojos para mejor seguir el hilo de su pensamiento. ¿Era o no era Orestes? Ateniéndose a los augurios antiguos, no lo era. Además, había desaparecido la expectación temerosa, apetitosa del derramamiento de sangre como de una liberación. Orestes entraba nocturno en la ciudad, y no bien llegaba ya hacía que Ifigenia tuviese conocimiento de vagos rumores y sospechas acerca de su venida. Segundo, entraba armado. Tercero, se escondía en el foso. Cuando los falsos Orestes, para Eusebio no hubo nunca dudas acerca de su inocencia, pero la razón de Estado llega a ser maquinal, y obra como un fin, creando una realidad propia ante la cual los humanos somos como siervos fantasmas de la gran idea. Se cortan cabezas no porque sean cabezas, es decir, pensamientos capaces de armar un brazo terrible, sino porque las excepciones prueban el argumento soberano. Ahora bien, se estaba despertando en la ciudad una extraña curiosidad ante las idas y venidas de aquel forastero, y algunos sacaban a relucir la historia de Orestes. ¿Viviría Orestes? Eusebio tenía archivadas noticias y noticias acerca del infante. Su hermana aseguraba que había sido un niño tímido y callado, que hacía castillos con tacos de colores, y pasaba las horas absorto, con las manos a la espalda, ante la corona paterna. Su madre lo tenía por travieso incorregible, inquieto desobediente, siempre soñando aventuras lejanas y pintando barcos en las paredes. Constantemente los testimonios se contradecían, desde el de la nodriza al del maestro de primeras letras. Unos lo daban por juguetón alegre, por doncel franco y generoso, y otros lo ponían de hipócrita y avaro, amigo sólo de aduladores. Cuando se fue, llegaban las nuevas más dispares de parte de los agentes secretos: que se hiciera caballero andante, que no salía de los prostíbulos, que iba al templo siete veces al día, que no dormía por jugar a dados, que regalaba monedas de oro en los hipódromos, que estaba preso por deudas, que lo querían casar con una princesa de Siria, que era marica probado, que juraba vivir de pan y agua hasta la venganza, que se emborrachaba para olvidar… ¿Quién casaría todo esto? Eusebio pensaba que si él hubiese tenido gusto por la carrera política, le habría dado a Egisto las noticias de la perversidad y desgracia de Orestes, y a Ifigenia las de la espléndida nobleza y grave actitud de su hermano, ejemplo de príncipes exilados. Pero mejor estaba en su registro, con sus pantuflas, sin problemas mayores, tratando extranjeros, yendo a baños de mar en los septiembres, cita semanal con viuda, y todo el año acostándose cuando las campanas de la Basílica tocaban a vísperas y benditas ánimas, salvo que hubiese teatro. Ahora había venido a complicar las cosas este forastero. ¿Lo detendremos por falso Orestes? Él no ha dicho que sea el príncipe. Detenerlo supondría volver al tiempo de las sospechas y del miedo cerval. Al miedo de la venida de Orestes se le echaba la culpa de todo mal: abortos, pérdidas de vino, ciclones, fiebres, e incluso caídas de andamio y muertes súbitas. Una escasez de paños negros que hubo, se probó que tuvo su origen en que un viajante le dijo al oído a un tendero que había encontrado a Orestes en una frontera, y que venía con la terquedad de imponer a todos lutos por su padre, y los mayoristas acapararon. No, no se detendría a Orestes, al falso Orestes. Era preferible correr el riesgo, una probabilidad entre un millón, de que fuese Orestes. Se le invitaría, si su conducta lo justificaba, y continuaban los rumores en barberías y tabernas, a que abandonase la ciudad. Y a esta decisión había llegado el señor Eusebio, cuando el ujier le anunció que aguardaba audiencia don León. El señor Eusebio metió los informes en el cajón, y mandó que pasase el forastero.

Don León, en la puerta, hizo una cortés inclinación de cabeza, y aceptando la invitación del señor Eusebio para sentarse ante él, se excusó por no haber acudido antes al Registro de Forasteros, pero estuvo a la espera de su caballo y paje de equipajes, y en una maleta traía la autorización paterna para viajar que, siendo primogénito de ley bizantina, le era necesaria. Y se la mostraba al señor Eusebio, en pergamino y con cuatro bulas, todas colgando de cintas púrpura, pues eran plomos imperiales.

—Me llamo León, hijo de León, y viajo por ver mundo, estudiar caballos y comparar costumbres por medio del teatro.

El señor Eusebio asintió sonriente.

—¡Aristocráticas ocupaciones! ¿Sois rico?

—En su provincia tiene mi padre una torre, y alrededor una buena labranza, y por parte de madre, que en paz descanse, heredé en Armenia rebaños, y el peaje de un puente muy transitado. Llevo conmigo doce onzas legales.

Y sacando una bolsa de dentro del jubón, la desató sin prisas, y echó encima de la mesa, rodándolas, las doce monedas de oro.

—Son romanas —añadió.

—¿Religión? —preguntó Eusebio, quien había comenzado a escribir en el libro registro.

—El alma es inmortal.

—¿Estado, edad, señas particulares?

—Soltero, treinta años, una mancha en forma de estrella sobre el ombligo.

El señor Eusebio vacilaba en pedirle al extranjero que le mostrase la tal mancha, pero no tuvo que decidirse a hacerlo, que ya don León desataba las calzas, que las usaba como llaman de mantel, y levantando la camisa y bajando la cintura de las bragas, mostraba la mancha. Era una estrella casi en celeste, de doce puntas, y una de ellas más alargada y oscura, como la que en la rosa amalfitana de los vientos da el Norte.

—¿Os estudiaron alguna vez la seña?

—Sí, adivinos griegos. Anuncia, según ellos, robusta ancianidad, abundantes hijos y felices venganzas. Veremos si la aciertan, porque todavía soy joven, aún no encontré esposa, y no me obliga venganza alguna.

El señor Eusebio admiró la educación del forastero, y gustó de su mirada sosegada y franca, y de la nobleza de sus gestos, como por ejemplo cuando derramó las monedas de oro sobre la mesa. Para hacerlo de aquella manera, hacían falta señorío y generosidad. Tocó el señor Eusebio la campanilla, y mandó que se acercase el oficial sigilante, y acudió este con la pasta roja y el sello, y don León tendió la mano diestra para que se la sellasen. Lo que hizo el señor Eusebio con la facilidad que da la costumbre, pero al levantar el sello, se fue pegada a él la parte de pasta donde debía quedar grabado EGISTVS REX. El forastero mostraba la palma abierta, con aquel fallo en el sellado, a la altura de la hebilla del cinturón, la cual figuraba una serpiente anillada en un ciervo, emblema que había sido hacía años de los amigos de Orestes, y que todavía, cuando los agentes secretos lo veían en cualquier parte, les obligaba a decir que Orestes regresaba. El señor Eusebio y el extranjero se miraron. Don León sonrió y exclamó, más para sí mismo que para el señor Eusebio:

—¡Si todos los Orestes posibles fuesen Orestes, no valdría la pena ser Orestes!

Y salió.

El señor Eusebio se golpeó suavemente la frente, como ayudando a su cerebro a dilucidar aquella frase, que parecía tomada del libro segundo de la Sibila, y que tanta verdad decía.

Obras literarias, II
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