I
ORESTES vacilaba entre emprender el viaje hacia su ciudad por tierra firme o por mar. En cualquiera de los dos casos pensaba tomar el camino muy lejos, en el lugar más distante y a donde no hubiese llegado la noticia de la tragedia. Podría así inventarse más fácilmente nombres y patrias, motivos del viaje, que podían ser búsquedas de cosas extraordinarias, y corriéndose la noticia de que viajaba con tal fin un joven caballero, nadie sospecharía que fuese Orestes. Y en la etapa siguiente, ya era otro joven caballero, de otra patria, con otro motivo.
—Tú —le había dicho Electra— declararás siempre que eres Orestes, y que te diriges, sin perder hora, a cumplir la venganza. La gente se apartará, religiosamente aterrada por tu sino fatal.
Y Electra insistía:
—La cabeza levantada, el manto desgarrado por las zarzas de los caminos, los zapatos cubiertos de polvo. Pides agua, bebes, te mojas los ojos y das las gracias.
Orestes os da las gracias, dices. Y prosigues tu camino, y cuando estés a diez leguas de la ciudad, y supones que ya le ha llegado a Egisto la noticia de tu presencia, galopas a otro lugar, donde te haces reconocer, y después a otro y a otro, y así Egisto en cuatro días recibe la noticia de tu presencia en cuatro lugares diferentes, que una línea que tirases entre ellos haría un círculo alrededor de la ciudad. Te adelantarás desnudo, cubriéndote con el escudo.
Electra le rogó que se desnudase y embrazase el escudo, que era ovalado, de bronce forrado de cuero y tejo, y se pusiese en la puerta, a contraluz, lo que Orestes hizo. Electra se arrodilló y se echó ceniza por la cabeza.
Pero las cosas en los caminos resultaban diferentes. Orestes llegó a una aldea, y preguntó dónde podía pasar la noche. Era un país de pastores, y las casas, todas de planta baja y de piedra rojiza, cubiertas con pizarra oscura y paja, se extendían por la falda de una montaña rocosa. El pastor a quien se dirigió estaba arreglando un huso, y no levantó la vista del trabajo.
—Más abajo, junto al abrevadero, hay una casa para forasteros.
Era la primera noche que Orestes iba a pasar lejos de Electra. Cuando Orestes estaba en cama y ya se le acercaba el sueño, Electra venía silenciosa y solícita, lo arropaba, le tocaba los pies por si los tenía fríos, le frotaba la frente con las yemas de sus dedos mojados en aceite perfumado para que tuviese sueños felices, y se marchaba de puntillas, presurosa.
Llegó Orestes a la casa para forasteros, y preguntó si había cama. Le respondió un hombre gordo, con un gorro de piel calado hasta los ojos, el labio leporino, perilla de mosca y manco del siniestro, que la había y cómoda, con colchón de crin, y las mantas acabadas de lavar, como en todos los finales de verano.
—¡Me llamo Orestes de Micenas! —dijo el viajero.
—¿Cae muy lejos eso? —preguntó el gordo.
—Cien días.
—¡Hombre, si fuese joven y estuviese más delgado, me iba contigo de criado, sólo por la comida y el calzado, por ver mundo! ¿A Levante o a Poniente?
—A Poniente.
—Me gusta caminar hacia Poniente, porque es el camino que hace el sol. Deja tu caballo que ya lo meteré en la cuadra, pon tus armas en el astillero y bebe de mi vino. Voy yo mismo a comprarlo a las bodegas, y acierto siempre en traer un tinto regoldador, que es muy del gusto de estos pastores. Yo no soy de aquí, sino de colonos emigrados, en la costa. Pero los piratas quemaron nuestras casas y tuvimos que repartirnos tierra adentro. Como esta gente come tanto queso y bebe tanta leche, necesitan un vino que les remueva el estómago. ¡Ese fue mi éxito! Yo me llamo Celión. ¿Cómo dijiste que te llamabas?
—Orestes.
—¡Nunca oí tal nombre! ¿Es de mártir?
—¡No! Fue inventado para mí. Echaron a suertes las letras y salió Orestes.
—Según eso, serás muy afortunado.
—Voy a mi patria porque he de cumplir una terrible venganza. El amante de mi madre mató a mi padre.
El gordo Celión, que sacaba una hogaza de pan de la artesa, volvió el pan adentro y bajó la tapa.
—¡Eso no te exime del pronto pago!
Orestes abrió la bolsa de piel de topo y buscó en ella una moneda de plata. La echó a rodar por la mesa. El gordo Celión la dejó caer en las losas del suelo, donde cantó. Antes de recogerla, sacó pan y vino, se quitó el gorro de piel y, poniéndolo sobre el corazón, le dijo a Orestes que le perdonase, pero que había costumbres mercantiles en su nación a las que no podía faltar, y que muchos, en aquellos tiempos de confusión, pasaban diciendo que iban a grandes venganzas, que les habían quitado el reino o la mujer mientras peleaban en Troya, y citaban la hospitalidad antigua, bebían un pellejo ellos solos, y se iban sin pagar.
Cogió del suelo la moneda y la miró, y con satisfacción comentó que era tebana.
—Es una moneda muy sólida, siempre en su peso.
—Ya ves que pago —dijo Orestes—, pero si alguien tiene derecho a hospedarse gratis en esta casa, soy yo. ¡Un padre muerto y una madre adúltera!
Le hubiese gustado a Electra el oírlo, porque ponía una emoción grave en sus palabras. Apoyaba la frente en la delicada mano, en la que lucía un anillo de oro.
—Si quieres —dijo Celión respetuoso—, no pagas el pan. Y con un ancho y afilado cuchillo cortó de la hogaza una rebanada todo a lo largo y se la puso delante a Orestes, servida en una servilleta blanca. Daban las buenas noches los pastores que entraban, frotándose las manos, que la tarde había enfriado, y dándose palmadas en las espaldas. Celión servía diligente de su vino, y cuando cada cual tuvo su jarrilla en la mano, les presentó al forastero.
—Este joven caballero, único huésped hoy de servidor, se llama Orestes de Micenas, y viaja por vengarse del asesino de su padre, que está a todo en la cama de su madre.
—Os convido al vino —dijo Orestes, quien se sentía contemplado, con ojos asombrados, pero a la vez incrédulos, por los pastores.
—¡Este es de verdad! —apoyó Celión—. ¡Tardará cien días en llegar!
—¿A quién matarás? —preguntó el más joven de los pastores, que llevaba al cuello un pañuelo rojo.
—En primer lugar —respondió Orestes—, al asesino de mi padre. Con espada, y cortando en el cuello.
—¿Y en segundo lugar? —preguntó Celión—. ¿Te atreverás a matar a tu madre?
—Ese es mi secreto —respondió en voz baja, pero que todos oyeron, el príncipe Orestes.
—Yo —dijo uno de los pastores, hombre de madura edad, el rostro arrugado, los ojos azules, descubriéndose para contar y mostrando la crespa cabellera cana— conocí a uno que estaba en un caso semejante al tuyo. Tenía que matar al asesino de su padre, que se acostaba con su madre. Andaba afilando cuchillos en la sombra. No era de la aristocracia como tú, sino de familia de soladores de zuecos. El marido había salido cazador, y pasaba los días en los montes, a la perdiz y al conejo, y la mujer, por aburrimiento, se entregó al que les vendía los trozos de álamo para las suelas, después de probar en un oficial de torno que tenían en el negocio, pero este, con el miedo de que llegase sin aviso el marido, que era su jefe, no lograba ponerse a punto. Al marido le soplaban que la mujer lo coronaba, pero él no lo creía, y al final dijo a los soplones que aunque fuese verdad, que más lo descansaba, y que muchas veces venía fatigado de la caza y tenía que ponerse a placer, y maldita la gana que tenía. A la mujer le dolió que su marido consintiese, que era prueba de desamor, y logró convencer al forestal de que acabase con el cornudo, lo que hizo. Y un hijo que había del matrimonio, creciendo, se enteró de que su padre no había muerto de accidente, al despellejar una liebre cortándose una vena y desangrándose en el monte, sino que le había dado muerte el amante de su madre. Y se puso en vengarse, escondiéndose detrás de los árboles, buscando la hora del cuchillo, o levantándose por las noches para sorprender al asesino entrando o saliendo de la casa. Y en una de estas lo encontró, y lo apuñaló, y cuando encendió la luz, vio que se había equivocado, que el muerto era el tornero, que como ya no había miedo de que regresase sin aviso el cazador, ahora servía muy bien.
—¿Y qué hizo después el hijo vengador? —preguntó Orestes.
—¡Nadie sabe nada del alma de nadie en este mundo! Ayudado por la madre disimuló el cadáver del tornero en un pozo abandonado, donde echaban perros muertos y cabras despeñadas, y la madre le dijo que lo que ella hacía con el tornero que era por medicina, y que qué iba a ser ahora de ella con aquella dolencia. Pero el hijo no creía tal cosa, que bien veía que todo era vicio, y queriendo meditar más profundamente en la condición de la madre, terminó por conversar en lugar neutral con el asesino de su padre y lo encontró risueño y gran narrador, y se hicieron amigos, y como prueba de amistad el vendedor de madera de álamo le dijo al muchacho que no volvía a visitar a su madre, que se quedase sola con sus remordimientos, y que a él también le pesaba de la muerte del cazador, que era grande conversador, y asaba el conejo como nadie. Hicieron un viaje juntos, el vendedor de madera de álamo prohijó al muchacho, y se casaron con dos hermanas huérfanas que tenían una buena labranza.
Cuando se hubieron ido los pastores, regoldando, y Orestes hubo cenado migas y cecina, despidiéndose de Celión se fue para la cama, rogando al mesonero que lo despertase de alba. Y no le salía del magín la historia que había contado el pastor, y ya se veía en conversación con Egisto en una solana, el cual le ofrecía su amistad y dinero, un viaje por los antípodas y una joven esposa, que entrando Orestes rodando en el sueño, cada vez se parecía más a su madre Clitemnestra. Pero despertó sobresaltado, porque por una de las puertas del sueño había entrado sigilosamente Electra y lo contemplaba iracunda. Orestes dio un grito, que hizo acudir a Celión.
—¿Pasa algo, Señoría?
—¡Grité soñando! —respondió Orestes.
—¡Eso será que no tienes costumbre del ajo verde de las migas! —comentó apagando el farol de la escalera el mesonero.