PRÓLOGO
E cando lie chegóu a hora,
soñando estaba
un país onde chovían volvoretas
para que se fixese a luz. E a luz foi feita[1].
ÁLVARO CUNQUEIRO
Álvaro Cunqueiro (Mondoñedo, Lugo, 1911-Vigo, Pontevedra, 1981) ha sido uno de los grandes creadores de las literaturas gallega y española de la segunda mitad del siglo XX. Autor prolífico y bilingüe, con el idioma de Rosalía siempre en primer plano y con Galicia como permanente telón de fondo, Cunqueiro publicó a lo largo de cincuenta años casi una docena de novelas —once exactamente—, cuatro de ellas agrupadas después bajo un mismo título: Flores del año mil y pico de ave. También escribió seis poemarios, tres libros de semblanzas, unas cuantas piezas dramáticas —teatro breve muchas de ellas—, varias guías de viajes, algunos ensayos sobre gastronomía… y miles de artículos en periódicos y revistas. Utilizó indistintamente el gallego y el castellano para dar vida a estas obras, aunque confesó no creer en el bilingüismo: «Sostengo que hay siempre una lengua de fondo y mi lengua de fondo es el gallego. Que tenga más o menos facilidad para expresarme en otra lengua y que esta sea el castellano es otra historia», señalaba en una entrevista con Manuel Pérez Bello incluida en el catálogo de la exposición que le dedicó el Círculo de Bellas Artes de Madrid en 2003.
Superados ya los errores que le colocaron malévolamente en el purgatorio de la literatura escapista o de evasión; vencidos también los prejuicios derivados de su peculiar paso del galleguismo al falangismo, hace tiempo que la crítica ha aceptado, desde diferentes enfoques teóricos, la gran originalidad y calidad de su literatura, que ha resistido muy bien el paso del tiempo. Su decisiva contribución al impulso de la narrativa gallega en los años cincuenta y sesenta ha sido reconocida con generosidad y con justicia mediante conmemoraciones como el Día das Letras Galegas, celebrado en su honor en 1991. No siempre ocurrió así. Tuvo períodos de gloria y temporadas de silencio, tanto en vida como después de desaparecido. Su amiga la novelista Elena Quiroga (1921-1995), que dedicó a Cunqueiro su discurso de ingreso en la Real Academia Española en 1984, comentaba con tal motivo las particularidades del éxito alcanzado por el autor de Merlín y familia en Galicia: «Se repetían, y se inventaban exageradamente, sus dichos y sus hechos. Pero no se le leía en consonancia». Recordaba entonces Elena Quiroga las gestiones realizadas por un grupo de allegados a Cunqueiro para proponer su candidatura, de acuerdo con la Real Academia Galega, al Premio Nobel de Literatura. Preguntado por esa posibilidad, Cunqueiro respondió a la periodista Maribel Outeiriño: «A mí no me importaría gran cosa recibir el Nobel, pero sería fabuloso para las letras gallegas, sobre todo para su lengua, porque, naturalmente, el premio me lo darían por mi obra en gallego». (La Región, 8 de julio de 1979).
Este segundo volumen de obras en castellano de Cunqueiro comienza con la novela ganadora del Premio Nadal en 1968, editada por Destino al año siguiente: Un hombre que se parecía a Orestes. Tal como ya hiciera en Las mocedades de Ulises (1960), Cunqueiro vuelve a los mitos clásicos y recrea un personaje, Orestes, que poco tiene que ver con sus grandes versiones griegas —las de Esquilo, Sófocles, Eurípides…— ni con otros acercamientos posteriores, como el de Jean-Paul Sartre (Las moscas, 1943), por citar a un autor tan reconocido en su época como poco apreciado por Cunqueiro, que siempre abominó del existencialismo y de sus representantes.
En este tomo, además de Un hombre que se parecía a Orestes, tiene el lector ante sí otras dos novelas de Álvaro Cunqueiro, las últimas que publicó. Dos narraciones bastante distintas a las anteriores, escritas en castellano y recibidas en su momento —década de los setenta— con indiferencia porque seguían alejadas de las modas imperantes: Vida y fugas de Fanto Fantini della Gheradesca (1972) y El año del cometa con la batalla de los cuatro reyes (1974). Hay que subrayar que ambos títulos corresponden a la etapa en que Cunqueiro ya había dejado voluntariamente la dirección del Faro de Vigo, entre otras razones porque creía incompatible estar al frente de un diario y dedicarse a la creación literaria, según declaró reiteradamente, aunque con distintos matices. Una afirmación controvertida —también eran literatura de primer orden sus artículos periodísticos, que siguió haciendo hasta el final de su vida— y sobre la que volveremos más adelante.
A estas tres novelas se unen aquí tres libros de semblanzas dignos de ser calificados de joyas literarias. Aparecidos en castellano en los años setenta y ochenta del siglo XX, tuvieron antes ediciones gallegas que gozaron de buena acogida. Estas obras, que el propio Cunqueiro consideraba destinadas a «un libro único, por su gran unidad», se han reunido en las siguientes páginas con los mismos títulos con que salieron en sus versiones individuales en castellano, siguiendo el criterio del orden cronológico de publicación: La otra gente (1975), Tertulia de boticas y escuela de curanderos (1976) y Las historias gallegas (1981).
Finalmente, y para completar una visión panorámica de nuestro autor, se han incluido en esta selección —efectuada por el profesor Xosé María Dobarro— el único libro de poemas escrito en castellano por Cunqueiro (Elegías y canciones, 1940) y un texto teatral de 1941, procedente de la revista falangista Vértice. Rogelia en Finisterre. La poesía y el teatro, casi siempre en gallego salvo excepciones como las señaladas, fueron dos géneros muy queridos por Cunqueiro. Como poeta hizo sus primeras incursiones en los años treinta, antes de la guerra civil, y alcanzó un estimable prestigio en su juventud.
Paralelamente, cultivó el teatro con ilusión y, aparte de obras de éxito como O incerto señor don Hamlet, rara es su novela —aquí lo veremos en Orestes— que no intercala textos dramáticos. No logró, sin embargo, el mismo eco que con la narrativa y por eso solía decir que el teatro no se escribe para ser leído, sino representado. Sus obras estuvieron en cartel en distintas ocasiones, pero le ocurrió, en alguna medida, lo mismo que a uno de sus poetas más admirados de la Generación del 27, Rafael Alberti (1902-1999), quien pese a probar suerte en los escenarios no obtuvo en el patio de butacas el mismo aplauso que recibió como poeta.
Álvaro Cunqueiro consiguió su mayor popularidad como novelista cuando ganó el Premio Nadal por Un hombre que se parecía a Orestes. La publicación de la obra, en 1969, coincidió con su marcha, a petición propia, de la dirección del Faro de Vigo, a la que había accedido en 1965. Cunqueiro había trasladado su residencia desde Mondoñedo (Lugo) a Vigo (Pontevedra) en 1961 por diversas razones, entre ellas las necesidades económicas. Recibió el ofrecimiento de incorporarse como periodista a la plantilla del rotativo con el apoyo, entre otros, de su amigo el notario Alberto Casal, a la sazón secretario del consejo de administración del diario, según relata en su biografía sobre Cunqueiro Xosé Francisco Armesto Faginas. Con esta vinculación laboral al Faro, que culminó con su etapa como director en el lustro 1965-1969, Cunqueiro logró garantizar unos ingresos mensuales que no tenía asegurados con las colaboraciones periodísticas ni con los muy exiguos derechos de autor generados por sus libros.
Esta ocupación, no obstante, implicaba una serie de servidumbres profesionales que le robaban tiempo y libertad para la escritura de ficción, de ahí que dijera a menudo que había sido periodista por necesidad. Otras veces, por el contrario, recordaba sus horas felices como director del Faro, donde publicaba El envés, título de su columna más representativa. Alberto Casal, en unas declaraciones que desmienten y matizan esa leyenda de un Cunqueiro desbordado y enojado por las obligaciones relacionadas con su cargo al frente del periódico, opina que «Cunqueiro tenía autoridad y no le hacía falta mandar. El mismo repetía que para saber mandar hay que saber obedecer. Nunca tuvo ningún conflicto ni con empresa ni con trabajadores. (…) Lo de Cunqueiro era especial, tenía gran capacidad para sentarse en un banco de la Alameda [parque de Vigo] y escribir un artículo entero y, al final, un soneto. Cierto que es difícil imaginarlo en los talleres pero, si tenía una gran fantasía, tampoco le faltaba un sentido de la realidad que le llevaba a cumplir drásticamente con su trabajo. Era serio y puntual». (Faro de Vigo, 5 de julio de 2010).
En esta primera mitad de la década de los sesenta, don Álvaro ya era un autor muy conocido en Galicia. Gozaba de gran prestigio en los círculos culturales —recordemos que había publicado Merlin y familia, Las crónicas del sochantre, Las mocedades de Ulises y Cuando el viejo Sinbad vuelva a las islas, obras incluidas en el primer tomo de esta selección— y tenía una creciente fama, fruto de sus intervenciones radiofónicas y de las numerosas conferencias que daba, tanto dentro como fuera de su tierra. Pergeñó ya en aquellos años sus primeros libros de viajes —escribió guías de las principales ciudades gallegas y del Camino de Santiago— y de gastronomía, temas que le acercaron a nuevos lectores y que le convirtieron en un imprescindible y singular representante de la sociedad gallega. Eran frecuentes sus apariciones en Televisión Española y hasta llegó a prestar su imagen para hacer publicidad de un vino del país, algo infrecuente y por tanto chocante para la época.
En 1961 resultó elegido miembro de la Real Academia Galega, otro paso más en ese proceso de respaldo institucional a su obra. El discurso de ingreso, leído en 1963 en Mondoñedo —era la primera vez que este acto se celebraba fuera de la sede académica de A Coruña— versó sobre uno de sus temas favoritos: la evocación de las leyendas en torno a la existencia de tesoros ocultos, cuyo origen siempre se relacionaba con los moros, os mouros, como referencia popular a unos antepasados casi tan imprecisos como los celtas, pero más próximos. Tesouros novos e vellos, que así se titulaba su disertación —publicada por Galaxia en 1964 con un prólogo del profesor Juan Rof Carballo (1905-1994)—, apareció en castellano bajo el título de Tesoros y otras magias (1984). Fue el primero de los cinco libros dedicados por César Antonio Molina a la recopilación de textos periodísticos y conferencias de Cunqueiro, un material editado por Tusquets y hasta entonces disperso en las hemerotecas, donde sigue por desgracia la mayor parte de sus artículos, más de 25 000 según el cálculo de Xosé Francisco Armesto Faginas.
De los tesoros se ocupó Álvaro Cunqueiro en distintas ocasiones, incluso en algunas de sus obras de ficción. Siempre se refirió a esas riquezas imaginadas con la misma devoción, el mismo respeto y la misma fe proclamada el 21 de abril de 1963, día de su ingreso en la Real Academia Galega:
«Galicia é un país de tesouros. Escusados nos Castros, aso lagados ñas lagoas, enterrados aquí ou acolá, e cáseque sempre ben gardados por moriros, ananos, xigantes, fadas, cobras… Son os que se chaman encantos. (…) Na aspereza da vida cotiá, soñar é necesario, e perder o tesouro dos ensoños é perder o meirande dos tesouros do mundo. Cando eu escoito nalgunha aldea nosa falar de tesouros, coido que na nosa pobreza aínda somos ricos[2]».
En estos años se fueron acrecentando las distancias de Álvaro Cunqueiro con el llamado compromiso social de la literatura, en el que nunca creyó. Esas diferencias produjeron incluso rupturas personales. La más llamativa fue la que le separó definitivamente de otro gran autor gallego, el poeta Celso Emilio Ferreiro (1912-1979), de quien era amigo desde los años treinta. En la biografía de Cunqueiro escrita por Armesto Faginas se dedica un capítulo a este «doloroso suceso», en el que abundaron duras descalificaciones mutuas, reflejadas en distintos escritos y comentarios de ambos. Las opiniones de Cunqueiro sobre el papel del escritor en la sociedad y sobre las funciones de la literatura quedaron bien patentes en un artículo publicado en la revista Grial en 1963, traducido e incluido por César Antonio Molina en la antología antes citada (Tesoros y otras magias, 1984):
«De gran parte de la literatura más de moda —y la moda es lo que pasa de moda; no hay que olvidarse de esto— parece deducirse como le queda prohibido al hombre, no ya tanto el derecho de soñar, como el derecho a soñarse, que es una cosa incluso diferente, más profunda e importante. (…) Digan lo que digan muchos de ellos, su vocación es la vocación de los negadores, niegan desde la indolencia y el miedo. (…) Lo propio de un escritor es contar claro, seguido y bien. Contar para la totalidad humana, que él por su parte tiene la obligación de alimentar con nuevas miradas. Y, si algo hay que esté claro en esta dieta, es el que el hombre precisa, en primer lugar, como quien bebe agua, beber sueños».
De los sueños, y también de los mitos y leyendas del mundo grecolatino, bebió y se alimentó en grandes dosis la literatura de Cunqueiro en casi todas sus creaciones. Así ocurrió, por ejemplo, con Un hombre que se parecía a Orestes, mencionada al comienzo de este prólogo por ser la novela que abre la selección de textos incorporada a este segundo volumen de la Biblioteca Castro. El propio título procede de un fragmento de la obra de Esquilo sobre el hijo de Agamenón, La Orestíada, cita que encabeza las páginas del libro.
A diferencia del héroe clásico, el Orestes de Cunqueiro no ajustará cuentas con los fantasmas familiares. Cuando regresa a su ciudad, la tan anunciada y esperada venganza se había convertido ya en leyenda, en hecho supuesto pero no sucedido. Hasta tal punto era así que el artesano Aquilino le mostrará a Orestes la representación de su propia tragedia. Estaba perpetuada en el interior de una inofensiva bola de nieve guardada en un cajón de su cerería. La bola registraba la historia tal como debió ser y, por mucho que se agitara, dentro permanecía inalterable la misma escena: «la entrada de Orestes con la muerte de Egisto y Clitemnestra». La imagen, esa incruenta recreación de lo ocurrido, había suplantado a la realidad. Fuera de ese espacio cerrado e inaccesible, fuera de esa bola inerte pese a la ilusión de movimiento, Orestes quedaba a la intemperie: sin retorno posible ni venganza justificable:
«Caían copos finos como en la bola de nieve del cerero. Gruesas lágrimas rodaban por el rostro del príncipe. Nunca, nunca podría vivir en su ciudad natal. Para siempre era una sombra perdida por los caminos. Nevaba».
Las bolas de nieve, que el lector se encontrará en otras narraciones de Cunqueiro como metáfora recurrente, simbolizan muy bien el universo literario del autor, ese refugio final de los sueños, siempre moldeables: la fantasía se puede acomodar y atrapar en una frágil esfera de cristal. O se puede introducir en una novela. Cunqueiro, que tuvo en su casa algunas de estas bolas de nieve con ciudades lejanas en su interior, manejaba también así la literatura, la propia y la ajena: con libertad, sin tabúes ni complejos. Con la misma tranquilidad que transmite la contemplación del paisaje de una bola de nieve.
De la relación de Cunqueiro con distintas literaturas y autores se ha ocupado, entre otros especialistas, Rexina Rodríguez Vega, quien —tal como hizo antes Xoan González-Millán (Álvaro Cunqueiro: os artificios da fabulación, 1991)— ha estudiado con detenimiento la dimensión de la intertextualidad y de la parodia en la obra del escritor mindoniense (Álvaro Cunqueiro: unha poética da recreación, Galaxia, 1997). La profesora Rodríguez Vega afirma que gran parte de las novelas de Cunqueiro, entre las que incluye Orestes, «suxiren dende o inicio o pracer e a perversión do bricolage» y «non deixan lugar a dúbida acerca do xogo ó que se convida ó lector: asistir a unha versión libérrima, a unha manipulación consciente de obras claves do noso acervo cultural, que serán fagocitadas dentro dunha poética subersiva». Cunqueiro, añade Rodríguez Vega, «non é un parodista ou imitador ó uso. Fronte ó escritor realista, obsesionado por disimular a súa tarefa de apropiación de obras alleas, o noso autor resolve a permanente tensión entre fidelidade e desviación pola vertente máis arriscada[3]».
¿Qué significó en la carrera literaria de Cunqueiro la publicación de Orestes? En contra de lo que pudiera parecer, y a pesar del respaldo y del triunfo que supuso que la obra fuera distinguida con el Premio Nadal, Un hombre que se parecía a Orestes no consiguió en su momento los mismos elogios logrados por títulos anteriores de Cunqueiro. El propio autor lamentaba años después haber terminado precipitadamente la obra, necesitada de «unos meses más de trabajo y corrección», a su juicio. Paradójicamente, fue una novela concebida desde el controvertido compromiso, según Cunqueiro: «Yo viví la guerra civil y los años siguientes y fue una preocupación intelectual y moral sobre la inutilidad de la venganza. Este fue el motivo de Un hombre que se parecía a Orestes», confesaba el escritor en una de sus últimas entrevistas. (La Región, 8 de julio de 1979).
No lo han interpretado así, por el contrario, quienes han abordado la obra de Cunqueiro desde el marxismo, el estructuralismo o el psicoanálisis. Aplicar al estudio literario las teorías de Louis Althusser, Fredric James o Jacques Lacan, tan en boga años atrás, puede resultar tentador intelectualmente, pero también implica el riesgo de desembocar en tesis atrevidas, discutibles y, con frecuencia, excluyentes. Quien más ha ahondado en esta línea de investigación ha sido probablemente Ana María Spitzmesser (Álvaro Cunqueiro: la fabulation del franquismo, 1995), convencida de que «las novelas de Cunqueiro solamente tienen sentido pleno consideradas en su relación con el período en el cual emergen: la posguerra española». En su apreciable y arduo intento de desentrañar el posible inconsciente político de la obra cunqueiriana, Spitzmesser ha llegado a conclusiones muy concretas sobre el Orestes de Cunqueiro:
«Conociendo la vida de Cunqueiro, es posible transmutar las condiciones de su propia circunstancia personal en las de Orestes. Durante los trágicos acontecimientos de la guerra civil, el autor tuvo la ocasión, como tantos de sus compañeros, de ser un héroe muerto, o por lo menos perseguido, dando testimonio de su amor a Galicia y de solidaridad con ciertos ideales políticos. Sin embargo eligió subirse al carro de los triunfadores, renegando de sus raíces y fallando, en consecuencia, a los suyos y al papel que sus facultades morales o intelectuales le tenían destinado. Si las veleidades políticas le fueron finalmente perdonadas, Cunqueiro nunca se perdonó a sí mismo, y el sentimiento de culpa está latente en toda su obra en las preocupaciones que esta encierra. Las lágrimas que derrama Orestes al final son también lágrimas por la oportunidad perdida y por la propia vida malograda».
Sin ánimo de alargar en exceso los comentarios sobre esta línea argumentai —recordemos que Cunqueiro estuvo adscrito al galleguismo durante la República y defendió públicamente el Estatuto de Autonomía de 1936— no podemos olvidar sus primeras dudas sobre el levantamiento militar del general Franco apenas iniciada la contienda. Así se lo dijo en una carta enviada a Londres al periodista Felipe Fernández Armesto, Augusto Assía, (1906-2002), fechada el 25 julio de 1936 y rescatada por el historiador Carlos Fernández (La guerra civil en Galicia, 1988):
«Agora por ista banda falar é cousa pouco doada e ben nobre. Entrou un tropel de voces e de armas e non hai que facerlle. Máis cando esta xente non ven de farra, senon “a resucitar el Imperio por la Contra-Reforma”. (…) Ben en serio ¡probe España! ¡E probes de nós tamén! Eu non séi ben aínda —vou para 24 anos— si lie é duro ao home “aguantar” a su condizón de home, pero anque eisí fora eu amaría sempre, sobre todo, a miña liberdade, i-as liberdades que os homes tivéramos en común e bon reximento serían por min sempre amadas e defendidas[4]».
De todas formas, hay quienes opinan, como Xesús Alonso Montero (Os escritores galegos ante a guerra civil española, 2006), que «homes como Cunqueiro e Vicente Risco (e outros) eran tan antiesquerdistas e tan antilaicos que a proposta política dos sublevados veunos liberar[5]». También Manuel Gregorio González (Don Álvaro Cunqueiro, juglar sombrío, 2007) considera que el paso de Cunqueiro al falangismo no fue realmente un acto incoherente:
«Esta toma de posición, obligada por la circunstancia bélica, parece un cambio de ideario político, pues se supone que Cunqueiro viene del progresismo y el nacionalismo de izquierdas, hasta que un día, por mor de salvar la vida, se hace falangista de vanguardia y pasa a dirigir la revista del Movimiento Era Azul. Esto es absolutamente falso. Cunqueiro tiene más en común con el nacionalismo falangista que con la izquierda gallega, y era lógico que esta afinidad de principios —muy forzada por la ocasión, como se ha dicho—, le hiciera trocar su galleguismo a ultranza por una españolidad beligerante, historicista, en vertical, que no se desdecía de sus posiciones anteriores. Se trataba, simplemente, de un cambio de escalas».
Continuemos, en todo caso, con Un hombre que se parecía a Orestes, cuya posible intencionalidad nos ha permitido seguir las huellas y las secuelas que dejó en Cunqueiro la guerra civil. Este tema se ha tratado, aunque más ampliamente y desde otra perspectiva, en el prólogo del primer volumen de esta antología, que condene otras cinco obras esenciales para conocer y disfrutar su literatura. En cuanto a Orestes, cabe añadir que está dividida en cuatro partes y, además del muy cunqueiriano y esperado índice onomástico del final, esta vez la relación nominal va precedida de seis retratos que completan la descripción de los principales personajes. Es preciso recalcar que estos índices no son una mera guía para orientar al lector sino que forman parte sustancial de la obra. Da la sensación de que Cunqueiro nunca quedaba del todo satisfecho con su trabajo y de ahí, de esa falta de convencimiento pleno, la necesidad de añadir un catálogo de nombres que le permitía afinar, precisar, incluso alterar, sus características y definiciones.
Al margen de las pretensiones y de los simbolismos, más allá de las parodias y de las recreaciones, en Un hombre que se parecía a Orestes, al igual que sucede en Cuando el viejo Sinbad vuelva a las islas, está de nuevo Galicia en su plenitud: en las plazas, en los mercados, en el oscuro vino del país, en los santos Cosme y Damián. Galicia se adivina asimismo en Orestes por el humor y la ironía: el mirlo que «cantaba de iglesia y de profano», el foxterrier volador. También se aprecia la tierra natal por la nostalgia, en sus diversas variantes. Orestes, como Ulises, sueña con el regreso —siempre distinto al planeado— mientras que Egisto, el usurpador, se consume día a día en la espera, atenazado por el miedo, víctima de los rumores sobre los falsos Orestes que llegan a la ciudad.
Si en gran parte de las novelas de Cunqueiro hallamos piezas de teatro, en Orestes esa presencia es muy significativa. Ya desde el comienzo sabemos de la existencia de Filón el Mozo, quien «tenía el encargo, hecho por el Senado, de llevar a tablas la historia de la ciudad, en doce piezas, saltándose, eso sí, al rey Agamenón, y pasando desde la preñez de su madre a Egisto, que aparecía ya casado, tomando unas copas con los repatriados de Troya». Filón fue quien le entregó en herencia al cerero Aquilino la bola de nieve antes mencionada, como si dentro de ese vidrio protegiera el secreto de su obra póstuma, nunca estrenada, pero salvaguardada para la posteridad en un rincón cubierto por el ficticio blanco manto de los copos. A lo largo de la novela nos iremos encontrando con breves composiciones dramáticas que, al igual que ocurre con algunos poemas intercalados en sus textos narrativos, suponen una especie de desquite de Cunqueiro con esos dos géneros literarios que, al menos en su madurez, no cultivó con tanta intensidad.
Después del Orestes, Álvaro Cunqueiro lanzó otra obra en castellano, la penúltima de su carrera: Vida y fugas de Fanto Fantini della Gherardesca (1972). Discurre en la Italia renacentista, un enclave distinto a los de sus anteriores narraciones. Esta admiración por Italia, al igual que la sentida por la Grecia clásica o por la Bretaña francesa, venía de antiguo —Dante fue, aparte de Shakespeare, uno de sus escritores de cabecera— y se vio reforzada durante sus años de amistad, en el San Sebastián de la guerra y el Madrid de la posguerra, con Eugenio Montes —de quien hablaremos después, como prologuista de Elegías y canciones—; con Mariano Rodríguez de Rivas (1913-1962), que fue director del Museo Romántico, y, muy concretamente, con Rafael Sánchez Mazas (1894-1966). A las estrechas y duraderas relaciones de Cunqueiro con estos tres intelectuales, todos ellos vinculados al falangismo, ha dedicado bastante atención Xosé Francisco Armesto Faginas. Destaca sobremanera la simpatía y el respeto que sintió siempre por Sánchez Mazas, exministro de Franco y antiguo corresponsal de ABC en Roma, a quien Cunqueiro dedicó una necrológica {En la muerte de Rafael, Faro de Vigo, 20 de octubre de 1966) distinguida con el Premio Godo de periodismo. Sánchez Mazas —una de cuyas trágicas experiencias durante la guerra sirvió de inspiración a Javier Cercas en Soldados de Salamina (2001)— está en el origen del interés de Álvaro Cunqueiro por la Italia del Quattrocento, según relata Armesto Faginas:
«Cando escribe Vida y fugas de Fanto Fantini a ninguén próximo ó círculo de Cunqueiro, sabedor da amistade co exministro, lie pasa desapercibida a influencia de Rafael. (…) Esa relación coa Italia que coñéceu fundamentalmente gracias á amistade con Rafael Sánchez Mazas hase intensificar eos anos. E no seu amor por este país —polas súas terras, pola súa xente, polos seus costumes e tradicións— hase ver correspondido[6]».
El protagonista vuelve a ser un héroe, un joven que alcanzará victorias como valiente militar y fino estratega, cualidades que le servirán para afrontar los trances en los que se lo juega todo a vida o muerte. Cunqueiro nos desvela al comienzo los orígenes de Fanto Fantini, quien ya parece predestinado desde la cuna a lidiar con el riesgo y la aventura. Tal como ya hemos visto en Orestes, en Fanto Fantini, además del tradicional dramatis personae y de algunos apéndices, hay una galería de retratos que prolonga las vidas de los principales actores de la obra.
Unos personajes entre los que sobresalen el caballo Lionfante y el perro Remo, ambos en papeles relevantes y adornados con el prestigio de su aguda y sensata forma de proceder. No es la primera vez que vemos animales parlantes en la literatura de Cunqueiro, pero sí hay que reseñar el importante rol que desempeñan aquí. El autor hace un guiño a su venerado William Shakespeare y juega de nuevo a subvertir y desmontar los mitos literarios, Otelo en este caso. ¿Se inspiró Shakespeare en el discurso del equino Lionfante ante el Senado para escribir el acto I, escena III, de Otelo? Cunqueiro provoca a sus lectores con la propuesta de «comprobar la influencia de este discurso en el de Otelo» porque, según aclara en nota posterior, «sorprenden ciertas pausas, que pueden corresponder a los relinchos con que subrayó algunas en el suyo el caballo Lionfante».
Situar la historia en Venecia le sirve a Cunqueiro de disculpa para sacar a relucir los excelentes vinos y otras delicias gastronómicas del país. Hay retazos de gula elegante y discreta (risotto, prosciutto, salami) y de lujuria contenida —pero muy clara— en esta novela con más carga sexual que otras, tanto por la abundancia como por la variedad de los casos. La sexualidad en Cunqueiro —autor de artículos eróticos en la época de la transición política española en las revistas Bazaar y Primera Plana— emana una sugerente delicadeza. Curiosamente, según ha relatado su hijo César (Memorias do pai, A Nosa Terra, 1991), don Álvaro era muy pudoroso cuando le preguntaban en público por estos temas y respondía con un gesto «incómodo y comprometido». Pero en los libros no pasaba así. En Fanto Fantini, por ejemplo, hallaremos varias alusiones concretas a uno de los objetos de deseo más nombrados en los textos de Cunqueiro: los pechos femeninos:
«El paje que acudió a servir la grappa se avergonzaba de ver los bellos pechos desnudos de donna Becca, y miró hacia la pared, pero fue lo mismo, que todos los espejos reflejaban la insólita y rotunda blancura».
Ya desde el principio de la obra hay mucha sexualidad explícita. Empieza con el nacimiento de Fanto —los senos descritos son los de su madre, tras el parto— y sigue cuando su tutor, el cavalière Capovilla, inicia al joven discípulo en las artes amatorias, incluso con alusiones a prácticas no consentidas y censurables:
«Que tomada como lección prima de fornicio, no sería deshonesto que me vieses en el trabajo. Y digo prima lectio, porque luego secunda et tertia esas cada uno las busca, y son cosa de cama blanda y reposada, que no de la violación castrense que ha de ser rápida y brutal, con desgarro de ropa, mostrando más ansiedad que regocijo, aunque en el trance, como suele algunas veces, siendo la mujer hermosa, se abra amor en su corazón, y quisieras eternizar la caricia».
Las campañas y las fugas de Fanto comienzan cuando fallece Capovilla, su instructor, y él se tiene que enfrentar al mundo en solitario, con la única compañía de sus inseparables Lionfante, el caballo que entendía «siete lenguas entre germánicas y latinas», y Remo, el braco que escribía con caracteres etruscos. Muchos de sus infortunios vendrían de «la misma osadía de Fanto y su concepción intelectual del encuentro armado», origen de «graves errores, ya que tropezaba con enemigos sin imaginación, que por un quítame allá esas pajas iban al cuerpo a cuerpo y moría gente en las batallas. Fue la filosofía de Fanto el Mozo la que le llevó alguna vez a la derrota, incluso a caer prisionero de sus mayores enemigos».
De esos encarcelamientos, cada uno de los cuales parece anunciar el final de sus días sobre la tierra, Fanto saldrá airoso, a veces con la oportuna ayuda de su fiel asistente —Nito— y de sus incondicionales Lionfante y Remo. En total, tendremos noticia de al menos cuatro apresamientos, cada uno en su modalidad, narrados en otros tantos microrrelatos. El lector acompañará a Fanto en situaciones de grave peligro, aunque, héroe a fin de cuentas, sobrevivirá milagrosamente a todas las amenazas: inquietantes tránsitos hacia el más allá a través del espejo, angustiosas cárceles en forma de hexaedro, duras reclusiones en islas inexpugnables. Casi siempre el amor insinuado o declarado de una joven y bella mujer le dará ánimos para seguir adelante. Entre una dama y otra también conocerá deseos humanos que le son ajenos, como los de aquel gobernador con especial inclinación sexual por los hombres con su color de pelo:
«Fanto se inclinó, y la hermosa y ondulada cabellera rubia se vino hacia delante, cubriéndole el rostro. El gobernador tocaba aquel suave cabello, lo acariciaba, apreciaba su finura con las yemas de sus dedos, y llevó un mechón hasta la punta de barba, hasta su nariz, hasta sus ojos inquietos. Serio, con voz grave, dispuso, y el intérprete tradujo guiñando un legañoso: —Quede el reo para ser interrogado en privado en la celda de respeto».
No llegará a producirse el forzado encuentro porque el siempre afortunado Fanto logrará evadirse del encierro, esta vez con la ayuda de la niña Safo, «la cojita de Tammos, de los ojos verdes». El prisionero se lanzará al mar desde la torre en que permanecía cautivo y caerá sobre el suave lecho de una manada de delfines adiestrados por la pequeña, a la que Fanto promete recordar siempre: «Y te puedo jurar que despertaré muchas noches porque dos mariposas verdes acuden a posarse en mi corazón». Más adelante, ya con 33 años cumplidos, Fanto aun ha de verse envuelto en una historia de amores adúlteros con Dama Cósima, ante quien se presenta como «un jinete que pasa en un caballo desbocado junto a los lirios».
Esta historia desconcertante y enigmática, esta crónica de las andanzas de Fanto Fantini, incorpora una serie de relatos finales como el dedicado expresamente a Néstor Luján: Las gulas del clérigo que leía etrusco, semblanza de un glotón sin límites que planea comerse a sí mismo. La novela propiamente dicha termina con una solemne sentencia pronunciada por Flamenca, la esposa del tratante que le había vendido años atrás a Fanto el caballo Lionfante. Flamenca, mujer de marido celoso, atiende a Fanto en su delirante y triste agonía y, cuando le habla por última vez, compone y lanza al aire un aforismo que suena a epitafio:
—La vida del hombre es como una mañana de pájaros.
¿Qué hay detrás de esta frase? ¿Qué se esconde bajo su sugerente melancolía? Si nos atenemos a la novela, «quizá las palabras recuerdo del refrán de una canción de provenzal», deducción relacionada con el origen geográfico de Flamenca. De nuevo la literatura enlaza aquí con la vida, con la memoria deformante de Álvaro Cunqueiro. Por encima de interpretaciones y posibles significados, sin desdeñar el papel del inconsciente en cualquier manifestación artística, vale la pena rescatar algo que contaba nuestro autor a su amigo y colega de oficio Carlos Casares (1941-2002) en una entrevista publicada ya tras su fallecimiento (Grial, número 72, 1981). Hablaba Cunqueiro, al hilo de una pregunta de Casares sobre el reflejo de la infancia en su obra, de una mujer de Mondoñedo conocida como A Farrucona, quien «viña moito pola nosa casa porque era mandadeira e os sábados iba ao mercado de As Rodrigas, en Riotorto. De víspera viña preguntar se queríamos algo para a familia de alá e a tomar de paso unha copa ou auga con vinagre, se era vran. Pois ven, cando pubriquéi o Panto Fantini della Gherardesca, xa ao final puxen en boca da Flamenca: “A vida do home é como unha mañán de paxaros”. Esta frase non é miña, escoitéilla de neno á Farrucona[7]».
Dos años después de Panto Fantini, Cunqueiro entregó a la imprenta El año del cometa con la batalla de los cuatro reyes (1974). Aunque El año del cometa no figure entre sus obras más conocidas, esta última novela de Álvaro Cunqueiro es una de las más analizadas por los estudiosos de la literatura cunqueiriana. Y no solo por ser la que cierra el ciclo —esas siete vidas/novelas analizadas por Ana-Sofía Pérez Bustamante— sino porque hay una mayoría de críticos que han visto en esta narración la renuncia y el derrumbamiento del autor, la inmolación literaria de Cunqueiro. Su nuevo y postrero héroe —Paulos, el joven astrólogo de Lucerna— no sobrevivirá a sus fantasías. Ya no bastará con soñar para existir, máxima receta y mandamiento primero del código literario del escritor mindoniense. La novela empieza y termina con la muerte como telón de fondo, como principio y desenlace fatales, irremediables.
El relato, que se abre con una cita del Génesis a propósito de la trágica inutilidad de los sueños, tiene, entre otras singularidades —es una de las pocas que no incluye índice onomástico al final—, la peculiaridad de comenzar con dos prólogos. Pese a las justificaciones del novelista, que juega con la publicación de ambos porque «no ha logrado saber cuál de los dos es el más apropiado», el lector no podrá elegir hasta el final con cual se queda. Tampoco sabrá si son válidos o intercambiables. En el primero de ellos tendremos noticia de un hombre muerto por los disparos de unos guardias de frontera: le habían dado el alto cuando iba a saltar la tapia de un huerto, pero no se detuvo. El fallecido, tal como se recordará varias veces, llevaba unos pantalones rojos, atuendo propio de extranjeros o de las gentes del teatro, según se nos advierte.
El segundo prólogo está protagonizado por un caballero cuya característica más relevante es la de portar un sombrero verde tan elegante y funcional que causa admiración, hasta el punto de ser reclamado como objeto en alquiler. No han faltado, ni faltarán, especulaciones sobre los significados de ambos elementos, el pantalón rojo y el sombrero verde. En opinión de Ana María Spitzmesser, a cuyo estudio sobre Cunqueiro y la fabulación del franquismo ya hemos aludido anteriormente, «hay un indudable simbolismo cromático en ambas prendas. Lo rojo era lo maldito en la España franquista. Ser “rojo” se castigaba con la cárcel o la muerte. (…) En el segundo prólogo, el verde del sombrero representa la esperanza, menos peligrosa para el hombre, y el soñador simplemente se aleja por el camino real, dejando abierta la posibilidad de su retorno. Se puede matar al hombre, pero la esperanza es más difícil de eliminar. (…) Soñar es lo diferente, soñar es introducir al Otro en nuestras vidas, soñar, en suma, es arriesgarse a morir».
¿Subyacía realmente todo eso en el inconsciente de Cunqueiro cuando escribió El año del cometa? Resulta muy aventurado, ya lo indicamos antes, llegar a tales conclusiones, y con tanta certeza, por más que se recurra a acreditadas doctrinas. Los grandes dogmas del siglo XX —el marxismo, el psicoanálisis, el estructuralismo…— han contribuido —perdón por la obviedad— a un gran desarrollo del conocimiento y han favorecido decisivamente el debate de ideas, pero también han conducido en ocasiones a importantes errores de interpretación. Dicho esto, y sin que el comentario anterior signifique en modo alguno invitación a deambular exclusivamente por los ambiguos y flexibles caminos de la posmodernidad y sus derivaciones, es evidente que los estudios llevados a cabo en los últimos treinta años —el interés teórico por Cunqueiro se incrementó tras su muerte en 1981— han proyectado mucha luz sobre su literatura, que ha sido leída desde nuevas y originales perspectivas. Podremos estar más o menos de acuerdo con unas u otras conclusiones, pero es innegable que la obra cunqueiriana, lejos de ser aquella ficción escapista y evasiva, ha dado mucho de sí en cuanto han empezado a profundizar en ella expertos en las disciplinas más variadas. Todas estas miradas y aproximaciones han arrojado grandes hallazgos, descubrimientos muy favorables que asombrarían al propio autor.
Por ejemplo, Darío Villanueva, además de incidir en el sustrato realista presente en la literatura de Cunqueiro, ha destacado su carácter europeo:
«Es un escritor paneuropeo, es decir, aunque escriba en gallego sobre Mondoñedo, la mitología y la mitografía que refleja en sus obras es totalmente paneuropea. Viene desde las leyendas de Bretaña a toda la tradición histórica y al culturalismo europeo, también con dimensión italiana, francesa, inglesa, británica. Es, por tanto, un escritor extraordinariamente homologable a lo que podría ser una noción de literatura europea. No es tanto una cuestión de la lengua en la que se ha escrito, sino de cómo se ha escrito sobre una comunidad que no es tan amplia, porque Europa es bastante reducida en sí misma, pero muy rica. Y eso también juega a favor de Cunqueiro[8]».
No vamos a negar, en este sentido, que Álvaro Cunqueiro siempre fue muy reacio a los juicios ajenos sobre sus criaturas literarias, pero sería tramposo y deshonesto escudarse en estas reticencias del escritor para asumir o refutar los mencionados análisis. Cunqueiro, crítico sui géneris él mismo en numerosas ocasiones, desdeñaba con frecuencia ese ejercicio cuando el objeto de atención era su propia obra. Ocurrió con motivo de las primeras tesis doctorales dedicadas a él, en los años setenta del siglo pasado. «Sabe de mí más que yo», dijo de Giancarlo Ricci (Celtismo e magia n’ella opera de Álvaro Cunqueiro, Universidad de Perugia, 1971), «pero yo no encuentro en mi obra el celtismo que él ha creído ver». En otro momento, y en respuesta a una pregunta sobre los secretos de su literatura, alertaba sobre la dificultad del empeño: «Quien primero quisiera saber dónde están las claves de mi literatura soy yo mismo. Considero que es muy difícil saberlo. Y si se juntan diez críticos —de esos que se preocupan por ver las fuentes, las influencias y de dónde le vienen a uno— los diez dirían cosas diferentes».
Hay que admitir que, dentro de lo discutibles que pueden ser algunas apreciaciones críticas, la inmensa mayoría de estos estudios —aquí solo se citan muy someramente algunos de ellos, la mayor parte recogidos en la selección bibliográfica— han logrado algo impagable: corroborar y engrandecer el valor y el prestigio literarios de Cunqueiro. En primer lugar, las decenas de libros y tesis doctorales que se han hecho en estos años sobre su obra han favorecido la recuperación de su figura como escritor de primera fila en la historia de las literaturas gallega y española de la segunda mitad del siglo XX. En segundo término, toda esta nueva bibliografía sobre Cunqueiro ha servido también, a veces desde postulados divergentes, para descartar definitivamente esa equívoca y peyorativa etiqueta de autor falto de compromiso, fruto del franquismo. No es poco haber conseguido tantos avances y haber vencido tantos prejuicios.
Volviendo a El año del cometa, hay que destacar que, si hemos de creer a Cunqueiro —que no siempre era fiable cuando hablaba de sus proyectos literarios, algunos simplemente imaginados— «fue un libro anterior a otros, pero lo iba dejando, lo escribía y lo dejaba». Así lo manifestaba al menos en una entrevista emitida en Televisión Española en 1978. A los libros inacabados de Cunqueiro, algunos de los cuales no tuvieron término salvo en la cabeza del escritor, se refirió la novelista Elena Quiroga en su mencionado discurso de ingreso en la Real Academia Española (Presencia y ausencia de Álvaro Cunqueiro, 1984): «Se adelantaba a vivir lo proyectado, lo veía, lo vivía lentamente porque no había escrito ni escribió “La taberna de Galiana”, aunque dentro de sí el libro existiera. (…) Tampoco realizó aquel libro del que tanto hablaba: “La casa” (¿tendría algo que ver, o era otro acercamiento, con la obra de teatro solo imaginada: “La casa de la noche”?). (…) En cuanto a “Ceniza en la manga de un viejo”, oigo hablar de esa esperanza de libro como si se tratara de una narración, pero recuerdo haberle oído decir que iba a ser un libro de memorias».
La primera de las tres partes del El año del cometa está dedicada a la ciudad y los viajes. Estas páginas iniciales nos acercan a la vida del protagonista, desde la infancia a la juventud. Por más que parezca una observación ya repetida al comentar libros anteriores, es pertinente anotar que, cuando entramos en la ciudad, estamos de nuevo en Mondoñedo, en Galicia, por más que luego sepamos que Paulos vive en una imaginaria Lucerna. De la fuente de esta ciudad de Paulos —a Fonte Vella de Mondoñedo— mana un agua que «sabe a recuerdo». Recuerdo, memoria, nostalgia, melancolía… son los sentimientos que embargan a Paulos cuando regresa fugazmente de sus andanzas y recupera viejos sonidos, nuevos mensajes: «la campana Genoveva de la basílica tocaba a parto, a bautizo, a agonía, a muerto». Igual que la Paula y la Petra, las campanas de la infancia mindoniense de don Álvaro, que repicaban para dar noticia puntual de los sucesos y acontecimientos más sobresalientes. Fue la Paula la que anunció su propio nacimiento, el 22 de diciembre de 1911.
La de Cunqueiro fue una niñez vivida entre la magia de la botica de su padre, los cuentos y lecturas de su madre, el alegre deambular por los campos y los montes, el eco de los latines del seminario y los rezos de los canónigos en la catedral. Medio clérigo, medio mago —un piadoso eremita— era precisamente el primer tutor de Paulos, Fagildo, experto en adivinar futuros embarazos y especialista en discernir si el que venía de camino era niño o niña. Hombre previsor, Fagildo instruyó a Paulos en sus primeros años, pero luego dispuso que fuera a estudiar interno a un colegio para recibir las enseñanzas que él ya no le podía transmitir. Muerto Fagildo, en una visita de Paulos al escenario de sus años mozos, este volvió a emocionarse con «el olor del pan que acababa de llegar del horno».
Tanto en las evocaciones sensoriales como en la propia trama —un joven soñador, un tutor anciano y visionario, una ciudad que remite a Mondoñedo y a Galicia—, no hay grandes diferencias entre El año del cometa y otras novelas de Cunqueiro. Pero enseguida apreciaremos cambios de rumbo. Surgirán cuando se extienda entre los sabios del lugar el temor a la aparición de un amenazante cometa cuyos efectos se desconocen. Van llegando correos con las más variadas noticias y predicciones, algunas insinuadas sotto voce como la transmitida en secreto por el mensajero «Mijail, que quiere decir Miguel», al tesorero de la ciudad. Hay que subrayar, como ya hicimos en Fanto Fantini, que esta es otra de las narraciones de Cunqueiro con evidente contenido erótico y sexual, atemperado con el humor:
—En este año del cometa es muy favorable para el cuerpo el ejercicio venéreo, y debiera concederse, civil y religiosamente, facilidad para el coito, especialmente entre solteros. Pero nos lo callamos, porque si se divulgase en el pueblo bajo que las mujeres se olvidan de resistir y se dejan, especialmente una hora después del crepúsculo vespertino, iríamos al relajo, y el puterío llegaría hasta Lisboa.
El tesorero, a pesar de ser impotente a causa del azúcar que le subió en sangre y en orina por glotón de merengues de frambuesa, agradeció calurosamente al correo la buena nueva.
En medio de tantos augurios, Paulos accederá a la condición de astrólogo, bajo el muy significativo nombre de Paulos Expectante. No dejaba ni un instante de darle vueltas al magín y, pese a haber resuelto misterios como el del río que vuelve a la fuente, se enfrentará a una nueva y decisiva empresa. Viajará para lograr el respaldo de unos reyes que puedan vencer a otro de su clase, Asad II Tirónida, coronado de siniestras intenciones: un monarca encaprichado con la conquista de ciudades con puente. En su búsqueda, Paulos se irá encontrando con un joven y escéptico rey David que tocaba el laúd; a un rey Arturo que regía los destinos de una Bretaña de cartón piedra, postrado por las hemorroides; a un Julio César que era pura sombra y mostraba, en su soledad, deseos homoeróticos aún más explícitos que los de aquel gobernador pretendiente del rubio Fan to Fantini. El resultado de sus intentos por conseguir auxilio real en la batalla fue un rotundo fracaso para Paulos.
Los reyes no eran ya aquellos mandatarios poderosos e invencibles, sino monarcas ausentes, decrépitos, desganados, de cuyos dominios solo quedaba un vago recuerdo. Paulos, que acudirá con sus últimas reservas de entusiasmo a pedir alianza contra el tirano ladrón de puentes, se enfrentará a la decepción. Los sueños no bastarán para materializar los deseos y Paulos se sentirá desolado porque teme volver sin los apoyos: sabe que no habrá victoria sin lucha previa, aunque haya que inventarla.
—Pero mi ciudad cree en la batalla. ¡Contra Asad, influido por el cometa, es necesaria una batalla! Aunque no la haya, pero hay que dar la noticia como si la hubiese habido.
En su estudio sobre la novelística cunqueiriana, Marta Alvarez (Álvaro Cunqueiro: la aventura de contar, 2010) señala que en El año del cometa «nos hallamos ante un texto en el que todo es reflejo, de sí mismo y de las otras novelas cunqueirianas. En su última novela, Cunqueiro cuestiona sin miedo principios fundamentales de su poética, como la hipercodificación textual y la distancia reflexiva, para mejor sentar las bases de la misma: el ludismo y la ficción. (…) Cometa es a la novela cunqueiriana lo que el Quijotes los libros de caballerías: culminación parodia y punto final. Tiene además en común con el inmortal libro el agradecer el paso del tiempo, siempre tema y temor de cada una de las novelas cunqueirianas».
Valoraciones similares, a la hora de enjuiciar El año del cometa, se desprenden del análisis llevado a cabo por Manuel Gregorio González en su ensayo sobre el autor gallego (Don Álvaro Cunqueiro, juglar sombrío, 2007).
«Sin duda El año del cometa es la novela más críptica de Cunqueiro, pero también la más amarga, la más insostenible, la más débil quizá. Cunqueiro da muerte a su protagonista porque el sueño, su capacidad de adivinar las secretas veredas del planeta, ya no es moneda de uso. Paulos se fatiga buscando el mensaje escondido en los augurios, y lo que baila es que el mundo, tal vez, ya no merece ser interpretado. Así pues, no es solo que el protagonista se canse de ejercer una labor anacrónica o inútil, sino que aquello en que soñó, el dorado triunfar de antiguos reyes y hechiceros, no eran sino ruina y podredumbre, una caballería marchita, un tosco florilegio de princesas ancianas, como la Ginebra desgreñada vieja coqueta y avara, que aparece en la obra».
Cuando los mitos se desmoronan ya no valen los sueños. Todo se vuelve en contra. Hasta los pantalones rojos que usaba Julio César en sus cuarteles de invierno, lejos de darle prestigio a Paulos, tan solo provocan conjeturas sobre su identidad desde el momento en que yace muerto. La áspera realidad, la prohibición de saltar el límite, el riesgo de pasar al otro lado, constituyen el telón de fondo de la novela. Pero, sobre todo, esta es la historia de una impotencia: Paulos requiere ayuda para salvar su ciudad, la busca con ahínco, y no la encuentra. Algunos —las deducciones de nuevo— han creído ver reflejos del propio autor en el personaje de Paulos. Tal vez sea una identificación excesiva, apurada, porque puestos a buscar paralelismos y relaciones entre Cunqueiro y sus personajes, las posibilidades son múltiples.
De todos modos, no es Paulos el primer perdedor ni el único derrotado entre los héroes literarios de Cunqueiro. ¿Acaso no fracasó Sinbad cuando supo que no tenía nave para surcar los mares tras tanto tiempo de espera? ¿Y qué decir de Orestes, al asumir que ya no consumaría la venganza; forzado a desistir, por tanto, de entrar en su ciudad? ¿No fue también un fiasco la vida de Fanto Fantini, pese a salir airoso de sus cautiverios? En general, los héroes de Cunqueiro —no solo Paulos— son vulnerables, de carne y hueso. En su tesis doctoral sobre este apasionante tema, El héroe en la narrativa de Álvaro Cunqueiro (Madrid, 2001), Juan Manuel López Mourelle indica que «Cunqueiro se identifica con sus héroes, que no son muñecos desalmados ni seres deshumanizados, sino tan veraces, cercanos y humanos como él». También destaca López Mourelle algo que hemos apuntado en comentarios anteriores: «La nostalgia del héroe cunqueiriano por regresar y recuperar su espacio original se corresponde con un ansiado reencuentro con la infancia dorada y la seguridad materna. Ese lugar de origen tiene una fisonomía determinada, y aunque pueda presentar diversas toponimias y características novedosas e incluso exóticas, siempre traduce el recuerdo, eso sí, transformado, de Mondoñedo. Es un ámbito relativamente pequeño, que bien puede ser rural o marinero, y en el que los oficios concuerdan con la armónica relación del hombre con su paisaje, con la Naturaleza».
En cuanto a las interpretaciones, y frente a quienes creen ver en El año del cometa una especie de testamento literario, es oportuno recordar que el Cunqueiro de los últimos años está más condicionado por el deterioro físico, por los efectos de la enfermedad, que por la melancolía o el desasosiego que le acompañaron en determinadas etapas de su juventud y de su primera madurez. En los inicios de la vejez —no olvidemos que murió con solo 69 años— no dejaba de hacer planes y resistía mejor que antes los embates de la saudade, al menos de puertas afuera. Era frecuente oírle decir, en sus últimas entrevistas, que «la tristeza es un lujo que solo se pueden permitir los jóvenes».
Muy diferentes a las tres novelas comentadas son los tres libros de semblanzas que forman parte también de este segundo volumen de las obras de Álvaro Cunqueiro. Tres títulos que, lejos de ser literatura menor, tienen por sí mismos un gran interés. Están ordenados de acuerdo con su aparición en castellano, aunque hay que recordar que se trata de traducciones y adaptaciones de textos aparecidos previamente en gallego.
El primero, La otra gente (1975), es una versión casi íntegra de Xente de aquí e de acolá (1971) y lleva una introducción, escrita a modo de carta, dirigida por Cunqueiro a su amigo Domingo García-Sabell (1908-2003). Esta galería de personajes es en parte imaginada y en parte real, producto de las observaciones que hacía el autor en sus recorridos por Galicia y entre los visitantes asiduos de la botica de su padre, Joaquín Cunqueiro, en Mondoñedo. Solo con leer la nómina de los retratados, sus nombres y apodos —Penedo de Alduxe, Mel de Vincios, Novo de Parmuide, Louro de Salceda, Licho de Vilamor…—, empezamos a adquirir una vaga y sugerente idea del singular universo en el que nos adentramos. Todo este elenco de sanadores, brujas y adivinos refleja con más precisión y acierto que muchos manuales de historia y de sociología la realidad —superada de nuevo aquí por la ficción— de una Galicia mágica y sorprendente, reconocible incluso hoy mismo.
El propio Cunqueiro, en la citada carta al médico y ensayista García-Sabell, juega a plantear en voz alta sus propias dudas sobre la existencia de estos seres investidos del poder de la interpretación y de la escucha; portadores de unos dones que les permiten deshacer meigallos, colocar en su sitio huesos dislocados o adivinar el porvenir:
«Porque yo terqueo que estos son retratos de gente de nuestra tribu, y que no podrían ser de otra cualquiera. Quiero decir que hay en ellos —es mi opinión— una onza en cada cual del ser gallego, y repartido entre toda esta gente está casi todo el andamiaje del gallego, están sus varas de medir el mundo, las vueltas de su imaginación, las reviravueltas de sus sueños y deseos, su calidad intelectual, el gusto de la sorpresa, la ironía que hace de un hombre, en un momento dado, un señor rey, y la humildad, la sabrosura de la pereza, el enfermar de lo que no hay, y el morir solo con su manía, y dejarla en herencia, como un tesoro inencontrable».
En 1976, un año después de que saliera de la imprenta La otra gente, llegó a las librerías Tertulia de boticas prodigiosas y escuela de curanderos que en realidad son dos libros en uno. La primera parte trata de las farmacias del mundo, de boticas como la de su progenitor, a quien recuerda preparando con igual maestría «la tintura de yodo, un vino aperitivo, o las limonadas purgantes para la gula del obispo Solís». De todas esas horas pasadas en la farmacia de don Joaquín, y de su posterior curiosidad por recoger cuantas noticias iban llegando a su conocimiento, surgieron muchas de estas historias.
La segunda parte, Escuela de curanderos, es una versión reducida de Escola de menciñeiros, publicada ya en 1960 con éxito notable. Al igual que sucede en La otra gente, tenemos ante nosotros un elenco excepcional, consecuencia de una mezcla de verdad y fantasía en proporciones tan perfectas que no se distinguen la una de la otra. En estas semblanzas hay, además de una escritura de gran calidad, un apreciable sentido del humor, una fina ironía que produce asombro e hilaridad a partes iguales.
Queda aún un tercer libro, Las historias gallegas (1981), versión de una publicación anterior, Os outros feirantes (1979). Sigue la misma línea que los demás: «son retratos al minuto de diversos gallegos, en los cuales aparecen algunas de las condiciones esenciales de este pueblo del Finisterre, la región más occidental de España y del Viejo Mundo. (…) En estos pequeños retratos míos aparece el gallego tal y como es, a la vez creador y escéptico, mágico pero racionalista, supersticioso y espiritual. (…) El gallego se acomoda en todos los climas, pero no deja de soñar con la pequeña patria lejana, verdes campos bajo la lluvia», dice el autor en las notas introductorias.
Hemos comentado las novelas y las semblanzas escritas por Álvaro Cunqueiro, pero una antología como la presente quedaría incompleta sin la poesía. En el principio, conviene recordarlo, Álvaro Cunqueiro fue poeta. También al final. Siempre. En el fondo, y en eso coinciden muchos estudiosos de su obra, nunca abandonó esta condición, aunque la diluyera y la disimulara bajo otros disfraces literarios menos reñidos con la subsistencia: mediante el articulismo, sobre todo, un género que cultivó y del que vivió hasta el final de su vida.
Antes de entrar directamente en la poesía de Cunqueiro resulta oportuno recuperar una reflexión de Darío Villanueva sobre la influencia que tuvo esta actividad, la de poeta, en el resto de sus creaciones literarias, pero muy concretamente en los textos periodísticos. El profesor Villanueva, quien lejos de calificar la obra de Cunqueiro de evasiva estima que estamos ante un escritor realista, establece una interesante relación entre las facetas periodística y poética de Álvaro Cunqueiro:
«El estilo de Cunqueiro no se puede entender sin el periodismo, aunque también es cierto que él, sobre todo por su condición de poeta, poseía unas condiciones idóneas para ser ese gran periodista literario que fue. Hay una identidad profunda en el tratamiento del idioma entre el buen periodista y el poeta, porque el poeta y el periodista juegan con palabras tasadas. Hay una definición de poesía del británico Samuel Taylor Coleridge, un autor del siglo XVIII muy inspirado, que a mí me gusta mucho. Cuando, en la última etapa de su vida, en las table talks, hablando con su sobrino, este le pregunta qué es la poesía, Coleridge, en lugar de hacer una exposición grandilocuente, le dice: the best words in the best order, es decir, las mejores palabras en el mejor orden, nada más. Pues eso es una buena lección de periodismo no solo literario sino de periodismo tout court. Hay como un sentido esencialista del lenguaje, del idioma, provocado por la necesidad de comunicar lo máximo con el mínimo de elementos, que está en la entraña de la buena poesía y de la buena escritura periodística, y ahí confluye la condición de Cunqueiro en una y en otra dirección. Porque al fin y al cabo, la trayectoria de Cunqueiro comienza primero como poeta en lengua gallega. Luego, a raíz de la guerra civil, ya empieza también su actividad periodística, y a partir de ese momento, sin descartar totalmente la poesía, sin embargo va evolucionando a la prosa, igual que también va evolucionando a un bilingüismo que en la etapa inicial no se daba porque era fundamentalmente un escritor monolingüe. Toda esta trayectoria se ve en su obra[9]».
Para Álvaro Cunqueiro el oficio de escribir se reducía a algo tan sencillo como difícil de alcanzar: contar claro, seguido y bien. Aplicó esta fórmula a toda su obra, con las acomodaciones necesarias a los distintos momentos, registros y géneros literarios. De poesía publicó un total de seis libros —cinco en gallego y uno en castellano—, además de decenas de poemas sueltos en periódicos y revistas. Hay que resaltar también el enorme interés de las numerosas traducciones que hizo de otros poetas, la mayor parte de ellas destinadas a los suplementos culturales dirigidos por él mismo o en los que participaba como colaborador. El profesor Xesús González Gómez —editor de los artículos de Cunqueiro en El Noticiero Universal de Barcelona— ha calculado que el número de esas traducciones, la mayoría publicadas en el Faro de Vigo, puede estar en torno al millar. Los poemas pertenecen a autores muy diversos, desde Hölderlin hasta Ezra Pound, Paul Éluard y Cesare Pavese. Cunqueiro solía firmar estos trabajos, cuya calidad ha sido unánimemente elogiada, con seudónimos como Patricio Mor, Mark Tapley, Manuel María y el ya citado Álvaro Labrada.
En este segundo tomo de su antología literaria en castellano se encontrará el lector con Elegías y canciones, el único libro de poemas en castellano escrito por Cunqueiro. Apareció en 1940 en la editorial Apolo, con un prólogo de Eugenio Montes (1897-1982), periodista gallego muy vinculado al falangismo, tanto antes como después de la guerra civil. Montes, lo decíamos antes al comentar Yanto Fantini, fue uno de los amigos de Cunqueiro que influyeron en su gusto e interés por Italia, junto a Sánchez Mazas.
En su elogiosa introducción a los poemas de Cunqueiro se refleja fielmente esa retórica del franquismo de la primera época —segundo año triunfal para los vencedores de la guerra—, suavizada levemente por las alusiones al origen gallego de ambos:
«Las gentes del Finisterre somos así: creyentes en las brujas y en la Virgen María, vencedoras de escuadras a fuerza de humildad y de fe. Un caudillo de esta estirpe, ¿no venció también una flota enemiga superándola por el aire? Por el aire, auras, alas, donde se encuentran mundo y ultramundo, y el milagro habita. De milagros, leyendas, temblores cósmicos, luces extrañas, magia, soles, querubes, ha hecho este mozo su botín. (…) Cunqueiro sabe de este mundo metafísico ignorado por la moderna, la desgraciadamente moderna poesía torera, que al fácil pasodoble del octosílabo no hizo sino menear la cinturita: gitanería, limones y tararí, tarará. En esos mismos años de poesía para los sentidos, escribió estas elegías y canciones, metido en la “caverna del sentido” de que hablaba el místico: en su ensimismado trascender (…). A esta poesía le importan más que las soluciones los problemas, y más que la respuesta siente la voluptuosidad de la pregunta».
A pesar de este desafortunado prolegómeno —del que cabe deducir que la burda descalificación de Eugenio Montes a la poesía modernas dirigida probablemente a Federico García Lorca—, Elegías y canciones contiene frutos logrados y deja entrever destellos del pasado, cuando el autor tenía diez años menos, escribía solo en gallego y vivía en una España muy distinta. Antes de sacar a la luz este primer y único poemario en castellano, en el que se incluyen hasta algunas auto-traducciones de obras anteriores, Álvaro Cunqueiro ya había publicado tres libros de poesía en su lengua materna: Mar ao norde ( 1932), Cantiga nova que se chama riveira (1933) y Poemas do sí e non (1933). Después de Elegías y canciones saldrían dos títulos más, también en gallego: Dona do corpo delgado (1950) y Herba aquí e acolá (1980). Este último, publicado un año antes de su muerte, despertó un gran interés entre lectores de nuevas generaciones, desconocedoras de la vertiente poética de don Álvaro.
Con motivo de la aparición del primer tomo de sus obras completas en gallego en 1980, volumen dedicado a la poesía y en el que se recogen los cinco títulos citados, Cunqueiro escribió una nota previa que dejaba vislumbrar una sensación de pudor y de autocrítica al enfrentarse a sus antiguos versos:
«O autor volve agora mesmo a manexar estes poemas e cantigas de mocedade e estes poemas máis recentes, con verdadeira humildade, e aínda podera decir que con medo. Moitos poemas teñen envellecido en demasía, anque noutros siga escointando os paxaros que cantaron antano. Van como naceron, e coido que non sería lícito refacer e perfeccionar. Vallan o que vallan, foron unha hora de min mesmo, e da poesía galega[10]».
Elegías y canciones está dedicado a Doña Elvira [González-Seco], su esposa, con quien contrajo matrimonio el 18 de octubre de 1940, el mismo mes en que salió a la luz el libro. Al final de la obra, en la edición de Apolo que aquí se ha seguido fielmente, Cunqueiro advierte que estas composiciones, «primeros versos del autor en lengua española», fueron escritas en los años 1934, 1935 y 1936. En total, hay siete elegías, cuatro canciones, siete poemas reunidos bajo el título Favorable prisión de sueño, y un último texto poético denominado En un álbum. En la presente edición figuran también Un poema y cuatro prosas, fechados en 1951-1952, y Crónica de la derrota de las naciones (1954).
La última de las elegías es la dirigida al poeta Manuel Antonio (1900-1930), cuya versión en gallego salió ya en 1933 en Papel de color, hoja poética editada por el propio Cunqueiro en Mondoñedo y de la que se conservan cinco números, el último fechado en 1935. En cuanto a los poemas agrupados como Favorable prisión de sueño, hay que advertir que cuatro de ellos proceden también de tres de sus cinco libros en gallego, antes mencionados. Se trata de los identificados con los números 5 (de Mar ao norde), 6 y 7 (ambos en Cantiga nova que se chama riveira) y el titulado En un álbum (de Poemas do sí e non). Estas adaptaciones nos permiten seguir aquí parte de la poesía gallega de Cunqueiro aunque solo sea a través de esos cinco poemas traducidos por él mismo.
César Antonio Molina, antólogo de una edición bilingüe de la poesía de Cunqueiro (Barcelona, 1983), estima que Elegías y canciones «tampoco se inscribe demasiado en el quehacer de los poetas españoles de posguerra, excepto en unos cuantos matices de tono religioso», aunque «hay una general preocupación metafísica más amplia. La presencia de la muerte, el paso del tiempo, la permanencia del amor como consuelo efímero».
Ciertamente Elegías y canciones es un libro menos rompedor, menos arriesgado y más de circunstancias, que los tres primeros que publicó en gallego entre 1932 y 1933. El joven Cunqueiro de los años treinta, y así lo reconoció él en diversas ocasiones, estuvo muy influido por las vanguardias —cubismo, surrealismo— y muy especialmente por poetas como Paul Eluard. Esa contaminación se notará en obras como Mar ao norde. Otro de sus grandes descubrimientos de esa época fueron las cantigas galaico portuguesas, origen de la poesía neotrovadoresca de Cantiga nova que se chama riveira.
En Elegías y canciones predomina un tono pesimista, con frecuentes expresiones de resignación y de añoranza. Incluso no es descabellado ver en algunos poemas ecos de algunos autores de la Generación del 27, a quienes Álvaro Cunqueiro estimaba como escritores, al margen de las evidentes diferencias políticas que le separaban de algunos de ellos. Siempre conservó, ya lo hemos dicho, aprecio por la poesía de Rafael Alberti y uno de los incidentes que tuvo durante su etapa como director del Faro de Vigo vino de ahí, de la inserción de unos versos del poeta gaditano en el citado periódico. «Una vez», recordaba Cunqueiro al hablar de la censura en la prensa franquista, «por publicar un poema de Alberti dedicado a Valle-Inclán, que salió con un titular demasiado grande, hubo protestas y denuncias». {La Región, 8 de julio de 1979).
A propósito de Valle-Inclán (1866-1936), Cunqueiro reconoció varias veces que el autor de El Marqués de Bradomín, había influido literariamente mucho en él. Con Valle, además, le unía un parentesco del que se sentía muy orgulloso Cunqueiro. Esa relación familiar fue puesta en duda en algún momento por el propio don Ramón aunque, finalmente, parece ser un hecho cierto y probado. El tema —Cunqueiro se refiere a Valle, en el índice onomástico del Ulises, como «mi señor tío»— ha dado origen a múltiples comentarios y pesquisas. Prueba de su interés es que aún había referencias a nuevos hallazgos genealógicos sobre el particular en la prensa gallega de 2010: una trama, en definitiva, muy cunqueiriana.
No obstante, las aficiones teatrales le llegaron a Cunqueiro más por Shakespeare que por Valle. El teatro es con toda seguridad la parcela más desconocida de la obra de don Álvaro, a pesar de que cultivó este género desde su juventud. Salvo dos, todos sus textos dramáticos —algunos muy cortos— los escribió en gallego. Los primeros títulos datan de los años treinta, entre ellos Rúa 26. Diálogo limiar (1932); Xan, o bó conspirador (1933) y Posíbel final de drama, esbozo aparecido en El Pueblo Gallego el 13 de enero de 1935. Sus obras más significativas, y también las más representadas en los escenarios, fueron posteriores: O incerto señor don Hamlet, príncipe de Dinamarca (1958), A noite vai coma un río (1965) y Palabras de víspera (1974).
De todas ellas es sin duda Don Hamlet la más original. También la más controvertida: el Hamlet de Cunqueiro no mata a su tío, sino a su padre y, para completar el ciclo edípico, planea un matrimonio incestuoso con su madre. Don Álvaro se atrevió a darle una vuelta de tuerca a la tragedia más popular de Shakespeare, convencido de que había «algo no máis fondo do conto que non tiña sido usado polo dramaturgo inglés. (…) E un día veume, coma un lóstrego, a revelación: o Usurpador era o verdadeiro pai de Hamlet. Entón, todo cadraba millor. (…) Esta peza nace como unha explicación máis —pro como a explicación que en certo modo podemos decir “eterna”— dun suceso chamado Hamlet», señalaba Cunqueiro en una notas fechadas en Mondoñedo en 1973 y destinadas a la segunda edición de la obra, escrita con el ánimo de comprender «este espantoso tema[11]».
Muy anterior a Don Hamlet fue Rogelia en Finisterre, la pieza incluida como final de este segundo tomo de sus obras literarias, publicada en Vértice en 1941 como acción dramática en seis cuadros. Aunque concebida en castellano, el título no ofrece dudas sobre la localización geográfica de este teatro breve en el que «cinco hombres vencidos», aislados y sin esperanza, creen encontrar la salvación a su trágico destino —«morir en paz»— en Rogelia, la única superviviente de un naufragio ocurrido en aquellas costas de Galicia. Estas cinco almas en pena, que habitan en el «cabo del mundo, donde no hay mundo, demonio ni carne, pero donde había hambre, hambre negra», ven en aquella mujer su última oportunidad.
—Le venimos a pedir, Rogelia, que escoja en nosotros el padre de un hijo que se llame Gabriel y nos entierre a todos.
Si Cunqueiro fue a contracorriente en su obra narrativa, en el teatro aún llegó más lejos, hasta el punto de que su producción dramática, «vista hoy, resulta de una gran originalidad y de una fascinante modernidad. Con sus propuestas, obras y esbozos teatrales, el gran escritor se adelantó a su época y momento, más que en la novela, artículo periodístico o poesía», reflexionaba el profesor y director teatral Ricard Salvat (1934-2009) en el monográfico dedicado a Cunqueiro por la revista ínsula (número 536, 1991). «La verdad es que cuando se lee hoy Rogelia», añadía Ricard Salvat, «su apasionante, difícil y, a su manera, bien construida pieza teatral, (…) pensamos que no era de extrañar que este teatro irritara a las gentes adocenadas del espectáculo español hasta llegar a despreciarlo».
Además de Rogelia en Finisterre, Cunqueiro elaboró otra pieza en castellano —Érase una vez, representada en Vigo en 1938— e insertó distintos textos dramáticos en varias de sus novelas. Merece muy especial mención Romeo y Julieta, famosos enamorados, incluida en Las crónicas del sochantre. Se trata de una particular versión de la obra de William Shakespeare, autor por el que Cunqueiro ya dijimos que sentía gran devoción —baste como ejemplo su Don Hamlet— y al que dedicó algunos artículos y ensayos, entre ellos el titulado As mil caras de Shakespeare, aparecido en la revista Grial (número 6, 1964). Aquel mismo año, con motivo del cuarto centenario del nacimiento del dramaturgo inglés, Cunqueiro escribió que «Shakespeare anticipa e resume tódalas nosas filosofías dramáticas e as outras, as do desespero e do absurdo, e non embargantes el restablece no desenlace radiante das súas tragedias máis negras unha xustiza e un sereno equilibrio do mundo[12]».
Al igual que en el teatro, Álvaro Cunqueiro presintió con tiempo que la caída del telón de su propia vida estaba cerca porque la enfermedad, las complicaciones derivadas de la diabetes y de la insuficiencia renal que padecía, le fue minando la salud mes a mes. Había asegurado varias veces no temer a la muerte, con una salvedad: no fallecer de repente, sin tiempo para despedirse. En parte, pudo cumplir este deseo, aunque debilitado por las dolencias. Su hijo César, en un emotivo artículo titulado Memorias dopai (A Nosa Terra, 1991), escribió sobre este tiempo del inevitable adiós, en el que no faltaron momentos de desánimo («Non sei, teño a sensación de ter vivido para nada, de que perdín o tempo, pasóu a vida»), casi siempre superados:
«… cando comenzou o proceso das suas doencias, deunos aos seus familiares e amigos un ejemplo imarcesíbel de coraxe e de valor e de serenidade diante do inevitábel. Ao comenzó, optimista, negaba a enfermedade, facía plans e mesmo, en certas xeiras, mellorou por un milagre da vontade. Afinal, na diálese, case cegó, pero coa cabeza como nos seus mellores tempos, aceitou triste e tranquilamente a morte. Falaba ás veces diso pudorosamente (“Qué mágoa ter que deixar-vos!” ou, “isto acába-sel”) pero sempre sen laios nen lamentos. Foi o asombro dos médicos como enfermo[13]».
Mantuvo la lucidez y la memoria hasta el final. En una entrevista efectuada por César-Carlos Morán Fraga (O mundo narrativo de Álvaro Cunqueiro, 1981) apenas dos meses antes de su muerte, Cunqueiro relacionaba los recuerdos de su infancia con el aroma que había en su casa cuando se cocía pan. Si alguno de sus amigos de Mondoñedo le traía una hogaza a su piso de Vigo, «ó pouco toda a casa cheira a aquel pan, e para min é como a magdalena de Proust… entón volve toda a infancia[14]». El pan, esa fragancia del pan recién horneado, se ha colado decenas de veces entre las páginas de su obra. Hemos puesto algunos ejemplos en este prólogo. Existen muchos: siempre hay un personaje de Cunqueiro dispuesto a conmoverse con el olor y el sabor del pan. Nada mejor que el pan explica y define su ideal de escritura, como metáfora de lo más puro, de lo esencial: «Quiero contar llano y sencillo, como quien come pan», le dijo en 1975 a su amiga y colega la novelista y académica Elena Quiroga.
Contar llano, sencillo y bien. Eso fue lo que hizo Álvaro Cunqueiro a lo largo de medio siglo —día a día, folio a folio—, sin dejar de teclear a dos manos —en realidad con solo dos dedos— aquella vieja Smith Premier que rompía el silencio de Mondoñedo. Hasta que se apagó la llama de la vida y quedó en penumbra el mundo de los sueños:
e agora xa sabes
por un eco lonxano
en qué perdiche a vida
sin saber que a vida xa non volve, nunca, endexamáis.
A vida mesmo é o eco dun sono
que agora sabes que o tiveches, por un eco[15].
MIGUEL GONZÁLEZ SOMOVILLA
El Escorial, 24 de enero de 2011