LA CHAQUETA DEL MORO
FELIPE de Francos tenía una novia en la Ribeira de Piquín, tierra luguesa de Meira, e iba a verla alguna tarde, montado en su muía, una muía alta y manchada, la oreja levantada, la cola trenzada, y el andar solemne y balanceado. Meira siempre tuvo fama de mular, y de la Real Abadía salían todas las muías que montaba la Santa Orden del Císter en las Españas, y no las había mejores ni en el Poitou de Francia. En Meira, y en toda Pastoriza, siempre privó el garañón catalán, que es un tipo serio. Felipe, digo bien, iba en su muía, y al llegar a Vilares, que son dos molinos, dejaba la muía en la cuadra de Porteiro de Beza, muy su amigo, y por no alarmar seguía, anocheciendo, a pie hasta la casa de la novia, cuya puerta, como dice tan sutilmente el cantar gallego, estaría arrimada, sujeta por una paja de centeno.
Felipe era, y es, alto, delgado, bigotudo, pálido. Hay mucho pálido por allá, a veces morenos como gitanos. Felipe, en uno de sus viajes amatorios, encontró a un hombre cavando con un sacho en el medio y medio del camino. No era conocido, ni por la vestimenta parecía del país. Gastaba gorro colorado con borla verde, y por pantalones, zaragüelles amarillos. Caía la tarde.
—¿Se le perdió algo? —le preguntó Felipe desde lo alto de su muía.
—¡La chaqueta! —respondió el forastero.
Felipe estuvo más de media hora viendo cómo el desconocido cavaba y cavaba, y lo hacía muy bien, y rápido, y pronto logró un agujero en el que cabía él, que era un pernicorto algo jorobeta. Se metió en el agujero de un brinco, y salió de él con una chaqueta toda de oro en la mano.
—¡Hombre, toda de oro! —me admiraba yo.
—¡Sí señor, de oro!
El jorobeta se puso la chaqueta y se abrochó sus siete botones. Y una vez la tuvo puesta, se dio en el pecho con ambos puños, y sonó a campana.
—¿Cuál es su gracia? —le preguntó Felipe, quitándose el sombrero.
—¿Es que no ves que soy moro? —dijo el de la chaqueta de oro.
Y le contó a Felipe de Francos que, viajando por la fresca, se sentara a echar una siesta allí en Xunqueiras, y también por no verse obligado a pasar de día el barrio de Fodoso, que no quería ser muy visto con aquella prenda, y que posando la chaqueta en el suelo, esta, por su peso, fue ahondando hasta quedar enterrada en aquella tierra blanda de la ribera, y que no era sólo por el peso, sino que estando hecha la chaqueta con oros que venían de tesoros ocultos, tenía la querencia subterránea, y le gustaba esconderse para que su amo se preguntase dónde se habría escondido. Y además que la chaqueta tenía el vicio, cuando se enterraba, de ir buscando el camino que mejor la llevase hacia un río, cerca de un puente, y entonces se quedaba allí, tras hacerse una cueva cómoda moviendo los brazos como si nadase, y estaba siglos durmiendo. Y el moro buscara la chaqueta en el camino, como ya viera Felipe, porque le tenía conocidas las manías.
—Por eso —comentó el moro— viajo siempre con pico, pala o sacho, que casi no hay día que no tenga que buscar la chaqueta.
—¡Mucho trabajo es ese!
—¡Pero no hay prenda que vista como ella!
El moro le ofreció a Felipe una prueba, y Felipe aceptó y se puso la chaqueta, que pesaba mucho y le quedaba estrecha, y no bien la tuvo puesta Felipe comenzó a balancearse, y a tirar por Felipe hacia el suelo, tan seguido y fuerte que, al fin, lo tumbó. Caído Felipe, la chaqueta quería meterse en la tierra, y ya estaba Felipe medio sepultado vivo cuando le echó una mano el moro.
—¡Tente, Felipiño! —dijo el moro.
Felipe se admiró de que supiese su nombre. Y poniéndose el jorobeta de nuevo la chaqueta de oro, se fue a paso ligero por el camino de Lodoso. Brillaba la chaqueta, dándole los últimos rayos de sol de aquella dulce tarde de septiembre.