EL CABALLO DE ALBERTO MERLO
UNA tarde en la eirá de su casa, Alberto Merlo le dio una merienda de hierba fresca a su caballo, y se sentó en el cepo de partir la leña a leer el periódico.
El caballo dio fin a la hierba, y pasó su cabeza por encima del hombro derecho de Alberto, y le preguntó con voz humana:
—Como anda o mundo?
Este fue el comienzo de las largas conversaciones que durante varios meses sostuvieron Alberto Merlo y su caballo. Hablaban, según Alberto, de política, de las contribuciones, de cómo habían ido los precios en la feria de Noya, y de bodas y difuntos. Un día, el caballo le dijo a Alberto que no le gustaba que le llamase Moro, y que mejor sería que le buscase un nombre más decente, aunque fuese francés. Alberto consultó con un maestro de Muros, muy amigo suyo, y este le dijo que le llamase simplemente como se llaman los caballos en Francia, cheval. Al caballo le pareció bien, y por consejo del caballo, Alberto Merlo fue avisando a todos los vecinos que su cruzado de percherón y morisco, ya no se llamaba Moro sino Cheval, y que hiciesen el favor de tomar nota a todos los efectos. Pasando los meses, Cheval se iba mostrando exigente. Se celaba de que Alberto hablase con otras gentes, de que le silbase al perro Tirol, y de que le leyese el periódico en voz alta a la mujer, que no sabía leer.
—¡Bastante haces con dormir con ella! —comentó Cheval disgustado.
Iba a cumplirse un año desde la primera conversación de Alberto con su caballo, cuando este, una tarde, regresando ambos amigos del molino con un par de sacos de harina, Cheval se detuvo y le dijo a Alberto con voz grave:
—Va a hacer un año que nos hablamos, y si quieres que sigamos comentando el mundo, tienes que prometerme que solamente vas a hablar conmigo de ahora en adelante. ¡Después de todo soy el único caballo en Galicia que habla con su amo! Y no me fío de tu palabra, que ya te he oído contar alguna mentira. Tienes que hacerme un documento. Si no me lo haces, me callo para siempre.
A Alberto le parecía muy difícil consultar este asunto con un abogado. Lo tomaría por loco si entraba en su despacho diciendo que hablaba con su caballo Cheval y que este quería que solamente hablase con él, y que se entendiese por señas con el resto del mundo. Fue a Muros a hablar con su amigo el maestro. Este le dijo que le escribía cualquier cosa en papel de barba, que lo más seguro era que Cheval no sabría leer.
—E si sabe? —insistía Alberto.
El maestro, en papel sellado de dos cincuenta, escribió una declaración en la que se comprometía a no hablar con la gente si no era con permiso de su caballo Cheval, antes conocido por Moro. Firmó y rubricó, Alberto Merlo…
Alberto llegó con el documento a su casa y se lo mostró al caballo. Este hizo que se lo leyese dos veces.
—¡Muy bien! ¡Ahora tienes que llevarlo al Registro!
Alberto se quedó boquiabierto al escuchar a Cheval.
—¡Al Registro! ¡Conozco el procedimiento! Piensa que antes de ser tu caballo, fui el caballo del procurador Abeledo.
Y Alberto está con el papel en la mano, paseando por los caminos, sin saber qué hacer, si ir al Registro de Noya o no.