LLUVIA
A Urania Prado
La lluvia cuando cae no sabe que será imagen de otros, gruta de silencio. Su lenguaje se asienta en la tierra y engendra figuras de lodo. Caminar es andar, adentrarse en el agua, ser unidad en la huella, pero ¿de quién es la huella?
Cae la lluvia, cae uno mismo bajo un chorro que se vuelve pozo, légamo. Negar el agua es negarse a uno mismo, negar su corona que se divide en pequeños imperios, golpe necesario, tránsito hacia otros dominios.
La humedad es su prolongación; es la forma de resguardarnos, bálsamo en la herida del elequeme, cuya flor cerrada es espada, anguila roja, penumbra de la caída; ¿será aquella frase «tocar fondo» la suspensión del agua? El fondo en sí, lo que nos dice —voz del interior, voz corpórea de la imaginación—, ¿hacia qué misterio descendemos para tocar? Y cuando tocamos el brillo cristalino, música de arena, escarcha de los vientos, ¿a quién iluminamos siendo agua que a ciegas toca?
La lluvia no se sabe; su senda es el aire. Su destino —dicen algunos— es el río, o el mar, dicen aquellos que contemplan los flecos de las naves.
Ver el agua nos llevaría años, entender incluso su geometría. Y la lluvia, palabra que empieza con dos líneas melancólicas que caen suicidas sobre nuestros ojos; líneas que se repiten cual red y cuya urdimbre construye, dibuja su claridad y nos devuelve al oblio: tiempo que todo lo arrastra. Es la lluvia en sí, insistencia de fantasmas, bridas sueltas, ritual perpetuo de las ánforas donde removemos los dolores asidos a la infancia.
Cuando nombramos la lluvia, sin embargo, nombramos su partitura, cuya tensión está en la mirada. Es la lluvia que, siendo ya no solitaria, cae sobre la sombra de uno y remueve el polvo de los incensarios. Inexorablemente, sin pensarlo, somos lluvia, agua; ¿no es acaso la primera palabra que aprendemos a invocar frente a la sed?
Llo-ver es la imagen doble de sí, del yo en el filo de la vida, es verse a uno mismo en la tristeza del agua.