LA PRIMERA MEMORIA

Era una mano roja con lunares. Al frente,

una luz que por muchos años supuse que era la de un faro,

pero no estábamos en un puerto,

el bullicio que oíamos no era el mar,

era otra cosa lo que llegaba y cubría nuestros pies,

no eran gaviotas sino simples palomas las sombras en el cielo.

Sé cuál esquina era en la que estábamos parados.

Atrás se hallaba el mundo y adelante la noche.

Sus ojos me mostraban todo lo perdido.

Para mí la vida había sido el patio de una casa.

Bajo sus pies de algo me hablaba de tierras
más lejanas.

Su rostro poseía el color de la madera de los muelles.

Su cabello era el norte.

Él me dijo que la sombra del conejo se deshace en la
nieve,

también me dijo que ninguna casa podía ser un país
entero,

que un armario no podía ser un castillo,

pero que un patio, aun vacío, podía ser el mar.

No recuerdo su voz pero sí el silbato de un barco que
llega.

Las islas al fondo son edificios pero aún no lo sé.

Más allá, la lejanía no es más enorme que mis ojos.

Casi ciego, tomo su mano y cruzo una calle.

Ahí comienza el mundo para mí.

Antes, sólo la sombra, la temprana luz de la
madrugada

sobre la hierba seca o la lluvia

como un millar de empecinados relojes de cuerda

que alguien dejó sobre el tejado.