EN EL BORDE

Tirado sobre el hielo, me estiré para tocar con mis
enormes manos

las puntas de los oscuros hemisferios.

El sol era un pez muerto sobre la superficie de una
pecera.

En algún sitio, las ballenas imitaban el sonido de los
abismos

y los iceberg enormes parecían fantasmas
de continentes prehistóricos.

Cuando fue suficiente, me erguí como un hombre
de hace miles de años

y divisé más al sur aún, hacia el final del mundo.

El horizonte era genuinamente curvo como el contorno
de una luna en penumbra.

Y aún sin moverme, di la vuelta y todo aquello dejado
vino a mí:

una calle bajo el centro del cielo hacia el norte lleno de
acantilados

y una casa con todas sus ventanas cerradas y una
silueta adentro de la casa,

una silueta, una mujer, otra penumbra, y sus ojos
iguales a los míos.

Cuando me fui supuse que me había ido para poder
contar

que había vuelto a pesar de que caminé a través de las
cordilleras,

a la orilla de la nieve o entre los alacranes del desierto.

Una muestra de amor. Una prueba de que nada más
existía

aun cuando había visto el amanecer y el atardecer
desde siete lejanías distintas.

Pero lo cierto es que sólo me fui porque no podía
quedarme.

La única verdad es que mis cosas eran tan pocas que
daba igual

hacia dónde me dirigiera con tal de que me dirigiera
hacia algún sitio.

Hoy las puntas de los pinos rozan el viento hasta
romperlo en brisas frías.

He venido hasta aquí para quedarme y esperar lo que
deba esperar

y lo que se avecina es un verano donde la luz misma se ahoga

como un pan blanco en una taza de café hirviendo.

Aún erguido, al pie de todo horizonte admirable,

hablo conmigo mismo como el crepúsculo habla con lo
sublime.

Me rodean tormentas. El cielo es ese estanque donde
debo lanzarme

y en el borde del mundo el agua siempre es fría.