BEATRIZ ORIETA
(1919–1945)

Los niños corren y saltan a la comba.

Beatriz Orieta pasea junto a Dante

sorteando los pupitres

[en medio del camino de la vida…]

Tiene litros de frío mojándole la espalda.
Apenas pueden nada contra él

los míseros tizones del brasero oxidado.

Entran al aula los gritos infantiles,
huelen a tos y a hambre.

Algunas veces,

Beatriz Orieta casi no contiene

las ganas de llorar

y mira las caritas sucias afanándose
en recordar las tildes de las palabras llanas.

Prosigue Dante todo el día musitando

en el oído de Beatriz Orieta

[…amor que mueve el sol y las estrellas].

Ella siente de veras
que otro mundo la mira

al lado de este mundo gris y parco.

Contra el lejano sol

del lejano crepúsculo

dos amantes se miran a los ojos.

Beatriz Orieta está
apoyada en su hombro.

Los álamos susurran las palabras de Dante.
Los amantes son túneles de luz
a través de la niebla.

Los besos puros son las amapolas

de un cuadro de Van Gogh.

Pasa el invierno lento como pasa un poema.

Pasan el frío andrajoso, la fiebre y el esputo

y toman posesión del blanco cuerpo

igual que las hormigas invadiendo

esas migas de pan abandonadas.

Sesenta años después, entre las ruinas verdes

leo un descanse en paz envejecido

sobre la tumba de Beatriz Orieta.

El silencio es de mármol.

El silencio
es la respuesta de todas las preguntas.

Unos metros más lejos, hace sólo dos años

yace también el hombre

que, apoyado en el hombro de Beatriz Orieta,

dibujó un corazón sobre un tiempo de hiel.

¿Qué más puedo decir?

Que la vida separa a los amantes

ya lo dijo Prévert.
Pero a veces la muerte
vuelve a acercar los labios
de los que un día se amaron.

(De Los ojos de la niebla)