Operatus Cinco-Hidra
Tiempo transcurrido Ω2/005.17//TEN
Base Tenebrae
Omegon se movió como un fantasma a través de la catástrofe que seguía produciéndose a su alrededor. Caminó con la pistola bólter por delante, pero empuñando el cuchillo de combate en la otra mano, que llevaba pegada al costado, lo que le daba el aspecto de una garra. Atravesó las estancias sin que nadie lo viera.
Los pasillos, las secciones y las escaleras de la base estaban bañadas por la luz rojiza de las señales de emergencia, y las luces giratorias añadían una ambarina sensación de urgencia enfermiza al interior de la base. Los movimientos del primarca eran veloces y sus pisadas leves, y además su sonido se perdía bajo el insistente gemido aullante de las alarmas. Eso significaba que aquellos que habían tenido la desgracia de cruzarse en el camino del primarca no habían oído cómo el primarca aplastaba cráneos, partía cuellos y cortaba las gargantas de todos los que se le acercaban.
Cerca de la armería se encontró con una escuadra de soldados del Geno, que doblaron la esquina que tenía frente a él. Llevaban las carabinas láser empuñadas a la altura del pecho y avanzaban a la carrera con las capas gastadas ondeando a su espalda. El suboficial del Geno que marchaba a la cabeza tenía a una unidad comunicadora pegada a un lado del caso emplumado e intentaba obtener una clarificación de la situación a pesar del estruendo de los disparos. Al ver a Omegon y los símbolos de la legión, el grupo frenó la marcha y apuntaron los cañones de boca ancha y chamuscada de sus armas hacia él. Era evidente que habían oído los increíbles informes sobre unos infiltradores de la Legión Alfa que habían atacado, o sobre los legionarios de la guarnición que habían caído poseídos por la disformidad y que corrían enloquecidos por los niveles del penitorium.
Tuvo que pensar con rapidez. Apuntó con la pistola a lo largo de un pasillo lateral vacío y apretó varias veces el gatillo para vaciar el cargador contra un enemigo invisible. El primarca fingió estar alarmado y empezó a recargar con rapidez la pistola.
—¡Venid ahora mismo! —le rugió a los soldados.
El suboficial obedeció más por una respuesta condicionada que por una valoración estratégica de la situación, y echó a correr seguido por sus hombres con las carabinas preparadas para disparar. Se asomaron en tromba por la esquina y acribillaron la oscuridad vacía que se abría al otro lado. Buscaron a sus enemigos, pero estaban cegados por el destello de los disparos de sus propias armas.
Omegon les dejó dar unos cuantos pasos más antes de actuar. Alzó la pistola que acababa de recargar y abrió unos cuantos agujeros en la parte posterior del cráneo de varios soldados. La escuadra comenzó a replegarse a su alrededor, y el suboficial ordenó a los soldados que siguieran disparando con la creencia errónea de que les habían disparado desde el otro extremo del corredor.
El primarca se apartó de la matanza y llegó a las gruesas puertas del pozo del elevador. A través del metal le llegó el sonido de más disparos. Metió de un golpe la punta del cuchillo entre los bordes y lo retorció hasta lograr abrir las puertas y levantar la rejilla. Omegon bajó la mirada por el pozo y luego la alzó hacia las alturas en penumbra.
Aparte de la cacofonía provocada por los múltiples combates en los distintos niveles, el sonido más característico que subía desde las profundidades de la base era la locura inquietante de los brujos liberados, que chillaban y aullaban en la oscuridad. Estaban provocando un verdadero infierno por toda la base, y descargaban de un modo indiscriminado su furia y sus poderes antinaturales contra los centinelas skitarii, contra los espartocidas modificados genéticamente y contra las fuerzas de la legión.
Una repentina erupción de fuego psíquico atravesó las puertas del elevador varios pisos por debajo de donde él se encontraba e iluminó la oscuridad. Un legionario se estrelló contra la pared opuesta, y Omegon lo vio caer envuelto en unas llamaradas espectrales sin dejar de retorcerse hasta que atravesó el techo del aparato elevador.
El primarca notó un temblor a través de los guanteletes. Se dirigió hacia la pared rocosa del pasillo y pegó un lado del casco a la superficie de piedra. De la superestructura de la base le llegaron una serie de retumbantes ruidos de abrasión.
Se estaba quedando sin tiempo.
El primarca recargó la pistola bólter con el último cargador que le quedaba y se puso de nuevo en marcha por la oscuridad laberíntica y ensordecedora de la base.
La capellanía era un pequeño bloque separado del resto de los niveles de la base por una serie de compuertas blindadas y arcadas sombrías. En cada una de las entradas se veía el símbolo del Adeptus Astra Telepática, un ojo único que miraba a Omegon mientras pasaba.
El primarca apartó unos cortinajes de terciopelo verde con el extremo del cañón de la pistola bólter y vio por fin a los astrópatas del santuario. Había láminas del tarot tiradas por el suelo pulido de la estancia.
Estaban de rodillas delante de él. Todos eran hombres. Todos llevaban las capuchas puestas. Todos estaban aterrorizados. Todos lo miraban con expresión suplicante con las truculentas cuencas oculares vacías vueltas hacia él. Al principio, Omegon se quedó confuso ante la escena, pero luego, al mirar las láminas esparcidas por el suelo, se dio cuenta de que ya habían visto lo que iba a ocurrir a continuación. Los astrópatas se quitaron las capuchas e inclinaron la cabeza hacia adelante.
A Omegon no le gustaba prolongar el sufrimiento a menos que sirviera para algo. Empezó a hacer lo que era necesario: alzó la pistola detrás de las cabezas de los astrópatas y los fue ejecutando uno por uno, con rapidez y eficiencia.
El primarca se dio la vuelta para cruzar de nuevo el terciopelo manchado de sangre, pero se detuvo. Allí había tres astrópatas, pero eran cuatro los santuarios a los que se podía entrar desde la cámara. Sólo uno de ellos tenía las cortinas corridas.
Se abalanzó hacia allí y abrió de golpe las cortinas, lo que lo dejó cara a cara con la astrópata principal, una mujer delgada y ya mayor que se encontraba delante de un atril. El suelo a su alrededor era metálico y pulido y estaba cubierto de signos de protección hexagramáticos y símbolos de salvaguarda tallados. Tenía en las manos un grueso báculo con el icono del ojo que todo lo ve, y estaba musitando los ritos de encriptamiento de la astrotelecomunicación.
—Desiste —le ordenó Omegon con un gruñido, y alzó la pistola.
De repente aparecieron brazos por todos lados. Eran gruesos y estaban cubiertos por placas de armadura.
Dos legionarios de la guarnición salieron en tromba de sus escondites a los lados de la entrada al santuario de la astrópata. Alargaron las manos hacia la pistola del primarca y la echaron hacia un lado cuando el arma disparó una ráfaga de tres proyectiles que destrozaron el atril y no acertaron por poco a la astrópata. Otros dos legionarios se le echaron encima por la espalda haciendo que todo el grupo se estrellara contra la pared de la estancia. Sonó otro disparo que impactó contra el revestimiento de la pared contraria antes de que le arrebataran la pistola.
—Recordadlo. Lo quiero vivo —dijo la voz sibilante de un oficial en mitad de aquella violencia.
Era lo único que Omegon necesitaba oír. El primarca alargó ambas manos hacia los cuchillos que los legionarios llevaban envainados al cinto y luego giró sobre sí mismo para clavar la primera hoja en el cuello de su propietario. Sabía que existía un punto débil entre la gorguera y los sellos del casco. Lo sabía porque su propia armadura de la Legión Alfa también tenía ese defecto. Lanzó un par de tajos contra otros dos de sus asaltantes y atravesó la lente del segundo.
El primarca logró liberarse por un instante de los marines espaciales heridos, y aprovechó para lanzar el cuchillo al otro lado del santuario. La pesada hoja chasqueó al clavarse en un lado de la capucha de la astrópata, quien se desplomó contra los restos del atril antes de caer al suelo cubierto de símbolos.
Una vez interrumpido y silenciado el mensaje, Omegon se irguió y se lanzó con sus atacantes contra la otra pared, lo que hizo que los legionarios chocaran unos contra otros. El primarca le propinó un codazo a uno en plena placa facial antes de lanzarle un puñetazo al que tenía al lado, y luego recibió una carga de hombro en el vientre que lo empujó contra la pared, de la que partió el recubrimiento. Omegon levantó con salvajismo la rodilla una y otra vez hasta partir la ceramita de su oponente. Lo apartó y se preparó para enfrentarse a otro legionario que lo atacó con los puños. Ambos se enzarzaron en un feroz combate de golpes, esquivas y contragolpes.
El legionario se lanzó de cabeza a por él y Omegon se echó a un lado.
Dejó que su adversario pasara de largo y metió los dedos debajo de su mochila de energía. Apretó los cierres de seguridad y la arrancó de la armadura antes de derribar al propio legionario con el peso muerto de ésta sin energía que la impulsara.
Se volvió justo a tiempo de desviar una cuchillada. El legionario que empuñaba el arma era el que había apuñalado primero. La gorguera y la placa pectoral del marine espacial estaban cubiertas de sangre en la zona donde se había sacado el cuchillo. Omegon lo golpeó en el casco con la mochila antes de volverse y estrellarla contra el vientre de otro, lo que lo hizo doblarse por la cintura.
La brutal pelea continuó, y en el santuario de los astrópatas resonó el choque de las placas de las armaduras. Los haces de fibra chasquearon y se contrajeron. La ceramita se combó bajo unos golpes sobrehumanos. El primarca pasó de un oponente a otro anulando la peligrosidad de los ataques enemigos y contraatacando con toda la letalidad que él podía poner en los golpes antes de verse obligado a enfrentarse al siguiente adversario.
El cuchillo ensangrentado lo atacó de nuevo. Dio tajos y pinchazos hasta que logró agarrar al legionario por la muñeca para intentar arrebatárselo. Omegon alzó el brazo de su oponente y pasó por debajo de la axila. Oyó crujir los sellos de aislamiento y la rotura de diversos cables. Con otro movimiento fluido retorció el brazo hasta partirlo antes de estrellarlo de cabeza contra la pared con un crujido de vértebras. Omegon le arrebató el cuchillo de combate de la mano inerte y lo empuñó.
El primarca lo blandió como una daga en un arco centelleante y clavó la punta en la lente intacta del legionario medio cegado hasta llegar al cerebro. Luego, con un chirrido de ceramita torturada, sacó el arma y dejó que el cuerpo se desplomara.
Sólo uno de los cuatro legionarios permanecía en pie. El astartes lo atacó con un brazo extendido y arrancó de un golpe el cuchillo ensangrentado y resbaladizo de la mano del primarca. Omegon lo lanzó de un empujón contra la pared y empezó a propinarle un puñetazo tras otro con los nudillos de ceramita. A cada impacto le seguía de inmediato otro de forma metódica y mecánica.
La placa facial se hundió. Una de las lentes se partió.
El legionario intentó agarrarlo de nuevo, pero el primarca lo apartó con facilidad y cogió al aturdido guerrero por los dos lados del casco destrozado. Abrió los sellos de aislamiento y se lo arrancó de la cabeza.
Omegon se quedó mirando una piel cobriza y unos ojos azules muy semejantes a los suyos. Eso no le impidió coger el casco por un manojo de cables y clavar a golpes la cresta y los remaches en la cara desprotegida del legionario una y otra vez hasta que cayó al suelo.
Resoplando por el esfuerzo, se irguió de espaldas a los cortinajes de la entrada.
—El comandante Janic, supongo —murmuró entre jadeos. Se dio la vuelta con el casco ensangrentado todavía en las manos—. Tengo que felicitar…
El bólter de Janic rugió. Omegon notó como los proyectiles explosivos le atravesaban la armadura y estallaban dentro de su cuerpo. Un dolor agónico al rojo blanco le atenazó las entrañas, aunque su anatomía sobrehumana se esforzó por resistirlo.
Las piernas se negaron a sostenerlo.
Soltó el casco destrozado del legionario y se tambaleó hasta estrellarse contra una pared. El primarca se deslizó apoyando la mochila en el revestimiento hasta quedar sentado en el suelo metálico. La sangre derramada comenzó a cubrir los hexagramas tallados.
Vio a Arvas Janic de pie en la entrada, por encima de él, entre los cortinajes verdes. El comandante llevaba el casco sujeto al cinto, y su rostro era una máscara tensa de determinación.
—¿Qué decías? —le preguntó Janic mientras se le acercaba un poco.
Omegon bajó una mano hacia el vientre y encontró tres grandes agujeros desiguales. Exploró cada uno de ellos con la punta de un dedo y comprobó la posición de cada herida. A un lado del ombligo. Por encima de la cadera. Omegon asintió. Ninguno de ellos le había tocado la espina dorsal. Sabía que su cuerpo había entrado en un proceso acelerado de curación, y los diferentes órganos, suprahormonas y sistemas implantados estaban interactuando entre sí para reducir la gravedad de las heridas.
El primarca colocó las palmas de las manos y la planta de los pies en el suelo para erguirse un poco más en la pared. Había sentido a través de la superestructura un retumbar muy característico. Era algo más que un simple temblor lejano.
—¿Qué decías? —le repitió Janic.
—¿Disparos de advertencia? —preguntó a su vez Omegon.
El comandante asintió.
El primarca tosió y manchó de sangre el interior del casco.
—Decía que habría que felicitarte por la seguridad y las contramedidas de primera clase que has utilizado en esta base.
—No me trates con condescendencia —le advirtió Janic con un gruñido—. Si de verdad fueran de primera clase, no estarías aquí.
—Ya veo lo que quieres decir. Pero hay que destacar tus emboscadas, tanto aquí como en la zona de los dormitorios. Sabías que intentaríamos silenciar al coro astropático, un objetivo prioritario, y dejaste los dormitorios falsos en el plano de la base. Muy inteligente.
—Ya basta —le replicó Janic—. Quítate el casco. Identifícate y confiesa cuál era el objetivo del ataque. También me revelarás cómo sabías dónde se encontraba esta base. Admitirás cuál es tu verdadera legión y me dirás quién fue el comandante tan estúpido como para enviarte aquí en esta misión suicida.
—Pareces muy confiado en que haré todo eso, comandante —murmuró Omegon con un humor lúgubre.
—Ahora o más tarde, no importa —le replicó Janic—. Somos famosos por nuestra paciencia y por nuestros métodos de persuasión. Mientras mis legionarios registran toda esta base en busca de pruebas, mis superiores encontrarán quién te ha enviado siguiendo el rastro que sin duda habrás dejado hasta llegar aquí. Mientras tanto, haré que mi apotecario te vaya despiezando trozo a trozo. Empezaremos por los pies e iremos subiendo. Te arrancaremos los órganos uno por uno hasta que decidas entregarnos la información que queremos saber.
—Supongo que no te creerás que soy un oficial de la Legión Alfa y que estamos realizando una inspección de la base, ¿verdad? —le preguntó Omegon al comandante.
—No —le respondió Janic con una risa burlona.
—O que se trata de una simulación para ponerte a prueba y determinar si eres merecedor de un ascenso.
—No, no me lo creería. Estoy seguro de que sabes que esta base tiene un nivel de seguridad de clase bermellón. Las órdenes que recibimos proceden de la máxima autoridad: el propio primarca. El permiso para realizar cualquier inspección o simulación también tendría que proceder de esa autoridad. Han muerto muchos de mis hombres. ¿Qué clase de inspección necesita que los hermanos legionarios se maten entre sí?
—Una muy seria, comandante —le contestó Omegon mientras encajaba la mochila en el hueco que había entre el atril y la pared—. Y ahora, déjame que te diga lo que de verdad sé, y por qué estoy de acuerdo contigo en que no importa.
Bajo ellos, la superestructura de la base retembló de nuevo, pero esta vez con más fuerza. Omegon le indicó al comandante con un gesto que se acercara. Janic se inclinó un poco sobre él con el bólter interpuesto entre ambos y sin dejar de apuntarle.
—Hydra Dominatus, hermano —susurró el primarca.
Janic frunció el entrecejo y se irguió. En su rostro se veían con claridad la furia y la frustración.
—¿Qué?
El comandante retrocedió, y fue entonces cuando vio el casco que Omegon tenía en la mano.
Era su propio casco, y se lo había quitado del cinto sin que se diera cuenta.
De repente, el santuario se convirtió en un torbellino de restos y de cascotes aullantes. El aire escapó con un rugido a través de los grandes conductos abiertos en la pared por encima de Omegon, y todos los objetos de la estancia que no estaban fijados a algo se vieron arrastrados hacia las compuertas abiertas del exterior. Las cortinas, las armas y los cadáveres que sembraban el suelo de la estancia pasaron volando al lado del primarca a lo largo de unos breves segundos de turbulencia, impelidos a través de la estrecha puerta por el irresistible poder de succión del vacío espacial. Un momento antes, Arvas Janic se encontraba delante del primarca, y un instante después se estrellaba contra el quicio de las diferentes entradas y contra las paredes de los pasillos de la sección mientras seguía la senda de menor resistencia hacia el pozo abierto del elevador que se encontraba más allá.
Omegon se quedó solo en el santuario, con la mochila encajada contra la pared y anclado por las suelas magnéticas de las botas, que había activado en cuanto notó el retumbar de las máquinas de perforación de los demiurgos que atravesaban los cimientos de la base.
Provocadas por las cargas de demolición que Krait había colocado y que simulaban una amenaza para su territorio, las monstruosidades alienígenas habían atravesado el mismo sistema de compuertas presurizadas que la escuadra Sigma había seguido con cuidado para infiltrarse en la base. Sin embargo, la entrada de las máquinas perforadoras había sido mucho menos discreta, y como resultado de las excavaciones de aquellos autómatas, la base se había visto despresurizada y perdido la atmósfera artificial, que había escapado al vacío.
De repente, todo quedó en silencio.
Tal y como había calculado, los bancos cogitadores que controlaban los sistemas medioambientales de la base habían sellado los niveles inferiores de la brecha. Todo se acabó a los pocos momentos.
Omegon desactivó los cierres magnéticos de las suelas de las botas y se puso en pie con dificultad para luego dirigirse tambaleándose hacia la salida. Mantuvo un guantelete sobre el vientre herido mientras doblaba esquinas y recorría el sinuoso trazado de los niveles de operaciones.
Cruzó trastabillando la sección de mando, y no vio por ninguna parte oficiales de la Legión Alfa o al estrategarca de la Geno Siete Sesenta. Sólo encontró a los servidores conectados a sus tronos de control. Se habían quedado sentados, atrapados, con las cuencas oculares vacías y los labios pegados a las encías en una mueca podrida. Una gran pantalla llena de runas parpadeaba mostrando una secuencia de niveles, y la mayoría de los bloques y las secciones aparecían en color rojo. Las máquinas excavadoras de los demiurgos no tardarían mucho en atravesar una compuerta de emergencia o en abrirse paso hasta los niveles superiores.
Omegon pasó tropezando al lado de los puestos de escucha y las consolas de auspex de larga distancia y se encontró con una gruesa compuerta de seguridad metálica en la que habían abierto un gran agujero irregular. La reconoció de inmediato: el control de seguridad.
Sin dejar de apretarse el abdomen, el primarca se arriesgó a echar un vistazo al otro lado del agujero abierto con un chorro de plasma. El interior de la cámara se encontraba a oscuras, y la única iluminación procedía de los bancos de pantallas pictográficas. Omegon vio en un trono de observación que se movía entre las filas de pantallas sobre un mecanismo rotatorio el cadáver obeso de Volkern Auguramus, que seguía sentado y con el arnés puesto. El artífice había sido alcanzado por los soldados del geno, y su cuerpo había sido acribillado con saña con unas ráfagas inmisericordes de disparos láser. Las pantallas mostraban el resto de la desolación asesina que se había apoderado de la base.
Omegon vio a los astartes de la Legión Alfa intercambiar disparos con los centinelas skitarii y los contingentes del Geno Siete Sesenta. Las pantallas brillaban de un modo lúgubre con el centelleo de los disparos de las carabinas láser, de los lanzallamas y de los bólters. Los brujos de toda clase y ralea acababan con sus víctimas destrozándolas con su fuerza sobrenatural o vomitando sobre ellas fuego de disformidad y descargas de rayos de color verde. Una de las brujas, una criatura retorcida y desgarbada, se había dislocado la boca como si fuera una serpiente y chillaba a los soldados y a los centinelas con unos efectos devastadores y mortíferos.
A los legionarios de la guarnición que luchaban en los niveles inferiores les había ido mejor gracias a las formaciones y a las tácticas practicadas una y otra vez, pero la aparición de las grandes máquinas alienígenas tras reventar el suelo demostró ser un desafío insuperable. Las monstruosidades aracnoides y bulbosas atravesaban sin problemas las armaduras de los legionarios con sus láseres.
Aquella confusión y matanza poseía una cierta belleza terrible. Un caos admirable que era un fiel reflejo de la doctrina de la Hidra: sus múltiples cabezas atacaban de un modo dispar, pero siempre en una devastación coordinada.
Omegon dejó atrás el cadáver del artífice y comenzó a recorrer a trompicones el pasillo adyacente. Las franjas luminosas del techo parpadearon y se apagaron, pero la oscuridad se vio perforada de repente por el brillo cegador de los rayos cortadores que atravesaron el suelo metálico. Se detuvo en seco para evitar un par de rayos que sisearon cargados de energía alienígena al cruzarse en su camino, y luego se agachó para atravesar una compuerta reventada.
El primarca pasó por un scriptorium arrasado y dobló una serie interminable de esquinas preso de un horrible dolor antes de llegar por fin al pozo del elevador. Las puertas y la rejilla se habían quedado abiertas, aunque el elevador en sí había desaparecido en las profundidades devastadas por el vacío. Se subió con cierta dificultad a una escalerilla de mantenimiento y comenzó una lenta ascensión hacia la superficie.
Cada peldaño resultó ser un nuevo y particular tormento. El abdomen le dolía como si le clavaran estacas ardiendo. La sangre hacía que se le resbalaran los dedos y caía goteante hacia el abismo que se abría bajo él.
Ya estaba llegando al borde superior cuando se dio cuenta de que no era el único que estaba subiendo por el pozo del elevador. En la penumbra resonaba el repiqueteo de las numerosas patas de un coloso que se le acercaba. Omegon miró hacia abajo y distinguió el brillo broncíneo de una máquina alienígena que subía sin problema alguno por el pozo completamente vertical. El modo en que las patas se clavaban en las paredes metálicas impulsaba con facilidad al monstruo.
La escalerilla se sacudió en sus montantes, y luego se balanceó a un lado y a otro cuando aquella abominación empezó a triturarla con las fauces giratorias capaces de pulverizar el metal. La escalerilla se retorció, se dobló, y acabó separándose por completo de la pared. Omegon saltó en un intento desesperado por llegar al final del pozo hasta su otro extremo y alcanzar la entrada del hangar.
Logró sujetarse al reborde con una sola mano y se agarró igual que si fuera un gancho de anclaje, sin hacer caso del dolor agónico del abdomen. Se cogió también con la otra mano y empezó a subir, pero sólo para descubrir que la puerta todavía estaba cerrada.
La escalerilla, con un extremo todavía atrapado en las fauces de la máquina excavadora, empezó a moverse como un látigo en el pozo atravesando la oscuridad y azotando las paredes. El primarca se sujetaba con una sola mano para poder golpear con fuerza las puertas, pero al poco tuvo que apoyarse de nuevo en las dos. Bajó la mirada hacia el aparato arácnido alienígena que ascendía en dirección a sus piernas bamboleantes. Las fauces giratorias llenas de dientes metálicos rugían su intención de devorarlo vivo.
De repente, unas llamaradas iluminaron la oscuridad cuando los disparos de bólter acribillaron el grueso blindaje de bronce de la criatura. La máquina perforadora siguió ascendiendo imperturbable, con las fauces todavía abiertas, pero dos ristras de granadas de las Legiones Astartes cayeron desde un punto situado por encima de él y desaparecieron en el vientre de la bestia.
Varios pares de guanteletes aparecieron para agarrarlo de los brazos y de la mochila y subirlo hasta la luz. El estruendo retumbante de las granadas al estallar en el interior del vientre de la bestia quedó apagado de repente al cerrarse las puertas del elevador.
Cuando sacaron a rastras a Omegon, fue incapaz de ver nada, ya que los sentidos automáticos del casco quedaron sobrecargados momentáneamente. Mientras se recalibraban tras pasar de la total oscuridad del pozo a la relativa claridad de la superficie del asteroide, oyó las voces de varios legionarios a su alrededor que llamaban al sargento Setebos. Todavía se oían disparos a lo lejos.
—Está herido —dijo la voz inconfundible de Isidor.
—Estoy bien —gruñó Omegon—. Informe de situación.
Goran Setebos apareció a su lado y lo ayudó a ponerse en pie.
—Pero mi señor…
—No tenemos tiempo, sargento —lo cortó el primarca.
La cubierta del hangar era un paisaje de destrucción telequinética. Omegon distinguió los restos de una Thunderhawk destrozada y una montaña de escombros que quizá había sido una escuadrilla de lanzaderas del Mechanicum, lanzaderas de carga y transportes del Ejército Imperial. Xalmagundi había sido muy concienzuda, tal y como le había ordenado.
La cubierta también estaba sembrada de cadáveres. Eran los centinelas del Geno Siete Sesenta, que tenían la responsabilidad de vigilar y proteger el hangar.
—Manténgase agachado, mi señor —le pidió Isidor cuando un rayo láser abrasó el aire por encima de sus cabezas.
El primarca se puso en cuclillas aguantando el dolor detrás de los restos destrozados de una columna y estudió con atención la escena. La boca del hangar se abría al cráter que la escuadra Sigma había visto en la representación hololítica. En el centro, surgiendo del cráter igual que un dedo acusador, se alzaba la silueta negra del mástil de la matriz emisora.
—Hemos perdido a Zantine —le informó Setebos al mismo tiempo que señalaba una armadura tendida cerca de ellos. El legionario mostraba un agujero limpio en un lado del casco.
—Janic tiene desplegadas dos escuadras de legionarios francotiradores en escondites a lo largo de la pared del cráter. Esas posiciones tampoco aparecían en los planos de la base.
—¿Qué hay de Xalmagundi? —quiso saber Omegon.
—Está con Volion y Braxus —le contestó Krait—. En el cráter.
—Hay algo más, mi señor —le comunicó Isidor.
—Habla —le ordenó el primarca.
—El capitán Ranko y la Chimerica tenían que haber llegado ya hace tiempo. Hace ya mucho tiempo. Y no hemos conseguido ponernos en contacto con él.
—Llevadme junto a Xalmagundi —les ordenó el primarca.
Setebos encabezó la marcha con la espada desenvainada y serpenteó entre las grandes rocas y los depósitos de escombros y regolitos. Omegon lo siguió de cerca, todavía con un guantelete sobre el abdomen acribillado por los disparos de bólter. Isidor y Krait apoyaban el avance con fuego de supresión.
Omegon levantó la mirada y vio la razón por la que los sentidos automáticos del casco habían tenido que recalibrarse nada más salir del pozo del elevador: por encima del cráter no se veía ni una franja de vacío. La superficie llameante de la estrella Ocriss ocupaba todo el firmamento con un brillo dorado abrumador. Los generadores de campo de fase eran el único escudo que quedaba entre la escuadra Sigma y la intensa radiación de la estrella.
Otros dos rayos láser pasaron cerca de Omegon, y éste dio las gracias en silencio al brillo cegador de la estrella. Sin ese intenso resplandor, los legionarios francotiradores de Janic lo habrían tenido mucho más fácil para acabar con ellos.
Omegon se dejó caer en una hondonada junto a sus legionarios, y allí encontraron a Xalmagundi. Volion estaba en cuclillas cerca de la psíquica con el bólter apuntado por encima del hombro, mientras que Braxus se quejaba en voz baja desde detrás de un peñasco, molesto porque consideraba que estaba recibiendo más atención por parte de los francotiradores de la que le correspondía en justicia.
Xalmagundi estaba de rodillas sobre el suelo de regolitos, con los dedos extendidos sobre la gravilla y la espesa capa de polvo. Le habían devuelto las lentes teñidas, y a través de ellas miraba fijamente al firmamento cegador. Tenía la piel pálida cubierta de regueros de sudor provocados por el esfuerzo incesante de cambiar la trayectoria del gran asteroide y enviar a Tenebrae 9-50 hacia los brazos de 66-Zeta Octiss.
La bruja no tenía buen aspecto. Por las mejillas le bajaban unas lágrimas negras que brotaban de sus grandes ojos de moradora subterránea.
—Volion —dijo Omegon mientras bajaba resbalando por la pared de la hondonada objetivo de los francotiradores—. ¿Situación?
—Tanto la trayectoria como la velocidad son buenas, mi señor —le informó el legionario—. Tenebrae 9-50 y el mástil de la matriz emisora acabarán en la superficie de esa estrella.
—¿Omegon? ¿Eres tú? —preguntó Xalmagundi con voz ronca.
El primarca cruzó la hondonada y se arrodilló al lado de la psíquica.
—Soy yo.
—No veo nada en absoluto —le dijo la bruja. Sus palabras sonaron acompañadas por un nuevo reguero de lágrimas negras que bajaron por sus mejillas de porcelana—. Me he quedado ciega.
—Lo has hecho muy bien, Xalmagundi —la felicitó el primarca—. Muy bien.
—¿Tu gente podrá arreglarme? —quiso saber ella—. ¿Podrán arreglarme los ojos?
Omegon alargó una mano hacia Setebos. El sargento lo miró fijamente durante un momento antes de entregarle la pistola bólter.
—Podrán arreglarte, Xalmagundi —le prometió Omegon.
El eco del disparo rebotó por todo el cráter. El frágil cuerpo de la psíquica se desplomó sobre la gravilla y el polvo. Los supervivientes de la escuadra Sigma se quedaron mirando al primarca.
—Permiso para hablar, mi señor —le pidió Setebos.
Omegon se dejó caer en la hondonada y las rodillas se le hundieron profundamente en el polvo.
—Concedido, sargento.
—Eso me ha parecido un desperdicio, mi señor —afirmó Setebos—. Todavía podría haberle sido útil a la legión.
—Eso me ha parecido un comentario sentimental —le replicó Omegon—. Y eso sí que me parece a mí un desperdicio. No es la reputación que tienes, sargento. Tenía la impresión de que habría muy pocas cosas que no harías por tu legión. Que habría muy pocas cosas que no sacrificarías por la victoria.
—Y nada en mi comportamiento durante esta misión sugiere que no sea así —le replicó a su vez el sargento—. Es que no me parece que hubiera una razón lógica para ejecutar a la chica.
—Era prescindible, sargento —le dijo Omegon—. Lo mismo que lo somos todos. Peones del regicida en una partida mucho mayor.
—¿Dónde está la Chimerica? —preguntó con cautela Isidor—. ¿Dónde está el capitán Ranko?
Tras unos momentos, Omegon se llevó las manos a los cierres de la gorguera. Los sellos se abrieron y dejó caer el casco en el suelo polvoriento.
Sheed Ranko miró a Setebos y a la escuadra Sigma con sus propios ojos. Los legionarios se quedaron mirando al capitán con incredulidad.
—Una partida mucho mayor —repitió Ranko.
El capitán todavía notaba en la garganta el regusto de la sangre del primarca. Omegon había mezclado un poco de su fluido vital con las copas de vino que habían tomado a bordo del Upsilon. Una ofrenda del primarca para darle las gracias, y también mucho más. Había degustado sus recuerdos y había acabado conociendo secretos de su progenitor genético: los primeros días que los gemelos pasaron juntos en su lejano planeta natal mientras planeaban su ascenso al poder; el paradójico horror de la Agudeza alienígena; la comprensión gradual de lo que cada uno de ellos tendría que hacer a lo largo de los años venideros…
Ranko había soportado la carga de aquella ofrenda y había hecho lo que su primarca le había pedido que hiciera un millar de veces antes. Había tomado su lugar. Había actuado, había hablado, se había comportado como si fuera el primarca.
Había sido realmente Omegon.
Braxus bajó agazapado desde su posición elevada y mantuvo esa postura mientras cruzaba la hondonada.
—¿Qué es lo que pasa? —les preguntó el legionario con voz profunda.
—Por lo que parece, nos ocultaron algunos detalles relativos a la misión —le explicó Setebos sin apartar la mirada de Ranko—. El capitán nos los iba a contar ahora.
Ranko mantuvo la mirada del sargento, pero luego la paseó por el resto de supervivientes.
—¿Qué es lo que nos pide el primarca? —les preguntó.
—La Chimerica no va a venir, ¿verdad, señor? —le preguntó a su vez Isidor. Cuando el capitán no le contestó, el legionario se respondió a sí mismo—. No se va a producir ninguna extracción. Lord Omegon no va a venir a por nosotros.
—No —admitió el capitán al cabo de unos instantes.
—¿Opciones? —preguntó Setebos, volviéndose hacia la escuadra.
—El Stormbird de la guarnición y todas las demás naves están destruidas —le informó Krait.
—Sólo hay un modo de salir de esta roca —señaló Volion—. El torpedo de abordaje. Tenemos que volver al Argolid.
Setebos soltó un gruñido. Había muy poco tiempo para discutir las posibles alternativas.
—¿La ruta más rápida?
—La temperatura es demasiado elevada en la zona de la superficie carente de protección —indicó el legionario—. Incluso con nuestras armaduras. Tenemos que regresar a través de la base y de las minas.
—No es que tengamos muchas probabilidades de conseguirlo —comentó Braxus mientras comprobaba la munición que le quedaba en el cargador.
—Seguro que son más las probabilidades que si permanecemos aquí —le replicó Isidor, señalando con el pulgar al cielo llameante.
—Entonces, decidido —declaró Setebos mientras se ponía en pie.
—No lo conseguiréis —les dijo Ranko—. Ni siquiera tenéis la décima parte del tiempo que necesitáis para conseguirlo, y eso contando con que no tengáis que combatir.
—¿Acaso nos pides que nos sentemos aquí y esperemos a la muerte? —le espetó Setebos sin respeto alguno.
—Yo no os pido nada —le contestó Ranko con total sinceridad. Luego repitió la pregunta—. ¿Qué es lo que nos pide el primarca?
Setebos y los legionarios se miraron entre sí. El sargento hizo un gesto de asentimiento.
—Todo.