FURIA DE HIERRO
FURIA DE HIERRO
Parecía tremendamente obvio. Sobresalía de la arena del desierto igual que un fragmento de hueso curvo. Cuando llegó al lugar de la batalla, Gabriel Santar se preguntó por qué habían tardado tanto tiempo en localizarlo.
Destruir los nodos y descomponer la organización del enemigo. Al igual que si intentaran comunicarse mediante un circuito interrumpido, la capacidad de los eldars para coordinar sus defensas se vería seriamente disminuida. Al destrozar los nodos, destrozaban al enemigo. Ésas eran las directrices que lord Manus les había dado tanto a su legión como a sus hermanos que libraban las demás batallas en Uno Cinco Cuatro Cuatro. Le suponía un agravio que el primarca no viera cómo su plan se llevaba a cabo con éxito.
Por ésa y por muchas otras razones deseaba con todas sus fuerzas que lord Manus hubiera estado presente.
Los morlocks, junto al pequeño grupo de francotiradores de Tarkan, se habían colocado en la vanguardia de una enorme columna de vehículos blindados del ejército. Lo que quedaba de las unidades de infantería, principalmente Maceros de Dogan y Korracts Veridianos, también habían avanzado con ellos, casi todos montados sobre los cascos de los tanques, agarrados a los rieles superiores o encaramados a las torretas de los vehículos de mayor tamaño. Algunos elementos mecanizados también habían conseguido sobrevivir a la travesía por el desierto, y junto a unos pocos Sentinels de exploración, transportaban los efectivos que quedaban de los Masonitas de Saavan.
Se trataba de una fuerza andrajosa, pero eran refuerzos a pesar de eso.
A juzgar por el punto muerto en que se encontraba la situación alrededor del nodo, habían llegado justo a tiempo.
El nodo era inmenso, y estaba rodeado por un escudo de energía centelleante que los guerreros de los Manos de Hierro se esforzaban por hacer caer. Santar no vio la fuente de esa energía, ni ninguna otra clase de objetivo que pudiesen atacar y neutralizar para derribar las defensas. Aquel campo lo generaban mediante algún modo que los legionarios desconocían.
Los proyectiles pesados detonaban al impactar y se convertían en grandes explosiones de color azul. El escudo se ondulaba y rielaba para dispersar la energía atacante por toda su superficie curvada.
Ruuman se negaba a reconocer el fracaso. Sus baterías de misiles y los cañones cuádruples de energía mantenían un ritmo de disparos incesante y llenaban el aire con el estruendo y el hedor de las descargas actínicas. Las nubes de los disparos de la artillería pesada bajaban como una niebla por la ladera donde el hierroforjado había desplegado a sus unidades y sobrevolaban las compañías de Meduson, que avanzaban por el terreno bajo.
Bion Henricos salió a recibir a Santar, y el sargento hizo un rápido saludo en cuanto vio al primer capitán.
Meduson estaba al mando de todas las unidades involucradas en la batalla, así que había puesto al fornido sargento al mando de la Décima de Hierro. Los guerreros de la unidad se mostraban impacientes por entrar en combate mientras la vanguardia de Meduson, con los morlocks a la cabeza, se esforzaba por abrir una brecha en el campo a varios cientos de metros de donde ellos se encontraban.
—¿Te vendrían bien las unidades del ejército? —le preguntó de viva voz el primer capitán antes de que Henricos tuviera tiempo de saludarlo.
No había tiempo para cortesías. De todos los mandos superiores de los Manos de Hierro, el sargento era el que tenía mayor empatía con los humanos. Santar sólo quería aprovecharlo, y quiso expresarlo con claridad con su comportamiento superficial.
Nadie dijo nada de la misión o del primarca. El sargento no tenía autoridad para preguntar directamente, pero miró brevemente a Desaan, que se encontraba un paso por detrás del primer capitán.
Desaan debió de hacer un leve movimiento negativo con la cabeza, porque Henricos se envaró con una expresión de rabia y contrariedad, pero recuperó casi de inmediato su actitud pragmática. El primer capitán tuvo que reconocer la valía del sargento mientras éste valoraba la columna que acababa de llegar.
—Poco menos de quince mil soldados y sesenta y tres vehículos operativos —comentó Henricos—. Sí, mi señor, creo que me vendrán bien estas unidades.
Santar hizo un gesto de asentimiento.
—Bien. Están destrozados, hermano sargento —le advirtió.
—Están listos para luchar —le replicó Henricos.
Santar sonrió bajo su casco de combate antes de contestar.
—Sin duda. —Le gustaba el espíritu inquebrantable de Henricos—. ¿Dónde está el capitán Meduson?
A lo largo de la línea de batalla retumbaban las devastadoras descargas de los cañones de plasma y las plataformas artilleras del tipo Tarántula. Los disparos ensordecían las filas de retaguardia con relámpagos y truenos. Henricos esperó unos instantes para que se apagara el resplandor de las andanadas antes de señalar hacia el nordeste, donde se encontraba desplegado el oficial al mando.
Santar divisó a Meduson y a su escolta, pero su mirada se centró más en el escudo después de que se dispersara el humo provocado por las explosiones de los disparos de plasma y los proyectiles pesados. Esperaba encontrar una grieta en el escudo eldar, aunque sólo fuese una fisura. Nada. El escudo resistía intacto.
—Ha sido así a lo largo de la última hora —le informó Henricos.
Santar gruñó con disgusto.
—Que la artillería pesada del ejército empiece a disparar cuanto antes. Quiero oírla en la primera línea mientras estoy al lado de ese escudo de energía.
—Le abriremos un agujero para que pueda pasar, mi señor.
—Procura hacerlo. La carne es débil, pero esos tanques son de acero —le recordó a Henricos.
Santar no se entretuvo. Se dirigió hacia el puesto de mando de Meduson.
—Desaan, ven conmigo —gruñó mientras contempló una vez más la inutilidad de las andanadas que llovían sobre el escudo.
—Su resistencia es tremenda —le informó el capitán de la Décima de Hierro mientras Santar se le acercaba.
—Pareces sorprendido.
Meduson tenía una placa hololítica en la mano biónica, con la que estaba comprobando el despliegue táctico de sus fuerzas. Las unidades pesadas proporcionaban apoyo desde larga distancia, mientras que tres cuñas de guerreros de los Manos de Hierro procedentes de la Decimoséptima, Trigésimo Cuarta y la Vigésimo Séptima compañías de clan mantenían un asalto continuo contras las posiciones atrincheradas de los eldars. Santar reconoció los emblemas de los clanes Vorganan, Burkhar y Felg, que combatían sin descanso en la línea del frente.
Sabía que en el centro de la línea, donde el bombardeo era más feroz, se encontraría el clan Avernii, sus morlocks. A juzgar por la representación estática de la compañía de veteranos, también ellos habían llegado a un punto muerto. Ningún guerrero de los Manos de Hierro había conseguido todavía acercarse a la pared del escudo propiamente dicha.
Las fuerzas eldars desplegadas delante de la muralla de energía actuaban como un rompeolas. Eran numerosas, pero también se estaban retirando detrás del escudo.
La reserva de los Manos de Hierro la constituían los guerreros del clan Sorrgol, de la Décima de Hierro, de la propia sangre de Meduson, además de los clanes Kadoran, Lokopt y Ungavarr, que descargaban una tormenta de fuego desde las posiciones elevadas. Incluso con toda aquella potencia de combate a su disposición, los Manos de Hierro no conseguían romper el cordón eldar.
Unos quinientos metros por delante de él, las versiones de hierro y carne del ejército de Meduson estaban librando el verdadero combate.
Las filas de legionarios cargaban de un modo implacable contra el enemigo, y sus bólters no dejaban de disparar incesantes salvas. Meduson había desplegado pequeñas unidades con rayos de conversión y cañones gravitones entre el grueso de los batallones. Se las identificaba con facilidad por los destellos esporádicos de sus armas y por las brillantes lanzas de energía. Sin embargo, el enemigo se mantuvo decidido en sus posiciones.
—Son más duros de roer de lo que me esperaba —admitió Meduson.
Varias marcas de quemaduras le ennegrecían la armadura, lo que indicaba que había intentado asaltar las posiciones defensivas eldars y que el ataque se había visto rechazado.
—¿Pensabas que se iban a rendir con facilidad, hermano capitán?
Meduson hizo un gesto nervioso con la cabeza cuando se dio cuenta de que el primarca no se encontraba con Santar.
—¿Y el Gorgón? —preguntó, aunque su tono de voz sugería que no estaba seguro de querer saber la respuesta.
—Desaparecido.
—¿Cuándo volverá?
No quiso sugerir nada sobre la posible muerte del primarca, ya que algo así era impensable e insoportable. Sin embargo, la sombra de esa posibilidad pasó sobre el rostro de Meduson igual que una nube oscura.
—¿Volverá? —susurró con voz rasposa, y los puños se le cerraron de forma involuntaria cuando una furia vengativa se apoderó de él.
—No hemos conseguido encontrarlo —fue la respuesta de Santar, que no tenía ninguna otra.
—Se pondrá furioso cuando vuelva.
Santar señaló con un gesto la placa de datos y las lentas maniobras de avance de las fuerzas que aparecían en ella.
—Eso me gustaría verlo.
—Están completamente acorralados —declaró Meduson.
Las fuerzas de reserva de los Manos de Hierro estaban rodeando el nodo y a sus guardianes conviniéndose en un anillo de ceramita negra.
—Asediar al enemigo no es nuestra forma de atravesar sus líneas, ¿verdad, Shadrak?
Meduson sonrió con ferocidad.
—No, mi primer capitán. No lo es.
—Se aferran con tenacidad a algo.
—Suena como si los admirarais.
Santar no apartó la vista en ningún momento de la pantalla de la placa de datos sin dejar de pensar y de idear estrategias. Desde que el primarca lo había nombrado palafrenero, había aprendido mucho de Ferrus Manus. A menudo, Guilliman le hacía sombra al Gorgón como estratega, pero lo cierto era que lord Manus era un táctico tan bueno como el primarca de los Ultramarines. Otros proclamaban que su único defecto era que su decisión y firmeza a veces le hacían ser corto de miras. Aunque jamás lo expresaría en voz alta, Santar creía que Ferrus tampoco tenía la paciencia del Rey Guerrero para practicar con interminables escenarios tácticos posibles.
—¿Admirarlos? No —le respondió Santar con total certidumbre—. Quiero entenderlos mejor para ser capaz de destruirlos. ¿Habéis conseguido abrir el escudo de energía en alguna ocasión?
—Ni siquiera hemos llegado todavía hasta el escudo. Esperaba que se rindieran en cuanto vieran nuestra evidente superioridad numérica, mi primer capitán. Sería lo lógico.
—Quizá no exista el concepto de lo inevitable en la cultura eldar.
El silencio de Meduson dejó claro que no entendía el comentario.
—¿Alguna sugerencia? —preguntó Santar.
—Golpearlos con más fuerza todavía y lanzar más guerreros contra sus defensas, hasta que se vengan abajo.
—Por suerte, he traído conmigo unos cuantos guerreros que están impacientes por reunirse con sus camaradas de clan.
Los morlocks se movieron impacientes a su espalda. Meduson les echó un rápido vistazo.
—Y ansiosos.
—La guerra no es un asunto sutil, Shadrak —afirmó Santar—. A veces, lo que tienes que hacer es empuñar un martillo más grande. Muéstrame dónde quieres que caiga el muro y nosotros te abriremos esa brecha.
—Me tranquiliza pensar que…
Meduson se calló y levantó una mano mientras prestaba atención a una serie de informes que le enviaban sus comandantes por el canal de comunicación para avisar de los avances o de los cambios de posición. Miró a Santar a los ojos cuando acabó.
—Supuse que tomaríais el mando al regresar, mi primer capitán. Ya he enviado por el comunicador la disposición general de nuestras tropas a vuestra pantalla retinal.
—No es necesario —le contestó Santar—. Hermano, tienes la situación controlada. Quiero mancharme las garras con sangre alienígena.
Meduson se llevó el puño a la placa pectoral con un fuerte golpe, incapaz de contener el orgullo que sentía ante la confianza que el primer capitán tenía en él.
—Entonces, que vuestra furia caiga sobre este punto, mi señor.
Las palabras llegaron por el comunicador al mismo tiempo que se iluminaba un icono en su pantalla retinal. Las posiciones del resto de tropas se encontraban solapadas encima. Los morlocks estaban soportando el grueso de la lucha y atacaban en combate cuerpo a cuerpo las posiciones de los eldars. Era el punto donde las defensas eran más poderosas, donde los alienígenas llevaban las armaduras más gruesas y donde habían desplegado sus armas y plataformas artilleras más devastadoras.
Incluso desde lejos se veía que era un combate extremadamente encarnizado.
Santar no hizo caso del caldero bullente en el que estaba a punto de meterse y estudió con atención el lejano escudo como si fuera capaz de descubrir una debilidad simplemente con mirarlo.
—Hermano, ¿qué profundidad crees que tiene?
Meduson siguió la línea de visión del primer capitán y sonrió al darse cuenta de lo que estaba sugiriendo.
Santar se llevó un dedo a la gorguera para abrir un canal de comunicación.
—Hierroforjado.
La voz de Ruuman le llegó entre dos andanadas de artillería pesada.
—Necesito que hagas algo para mí… —le dijo Santar, y le contó su plan.
—Sois el martillo —declaró Meduson cuando el primer capitán cerró la comunicación.
Las garras relámpago de Santar surgieron de las fundas de los guanteletes y las hojas de las cuchillas se cargaron de energía.
—Pues entonces, ha llegado el momento de blandir y de golpear.
Con una arrogancia deliberadamente visible y arrolladora, Santar atravesó las líneas de los Manos de Hierro, quienes se apartaron para dejarle paso a él y a su grupo de morlocks. Dejó sujeto el casco de combare a la placa de la muslera. Era más vulnerable al no llevarlo puesto, pero los guerreros que lo rodeaban necesitaban verle la cara. Sin el primarca, sobre él recaía la responsabilidad de inspirarlos.
Ocultó tras la máscara el deseo que lo embargaba de luchar junto a su señor. No recordaba haber combatido sin estar él a su lado.
Alzó un puño de hierro en dirección a los morlocks y lanzó un rugido.
—¡Hierro y muerte!
Una voz insistente en su fuero interno no dejó de entrometerse en la agresividad de Santar, aunque el coro de vítores aullantes de sus subordinados fuese difícil de pasar por alto.
«Padre, ¿dónde estás?».
Ferrus torció la boca en un gesto de rabia.
—Trucos baratos —declaró con sequedad, aunque ninguna de las cabezas que colgaban del techo del matadero pareció oírlo.
La muerte no inquietaba al Gorgón, ni siquiera la posibilidad de su propia muerte. Mucho tiempo antes, en las desoladas tierras baldías de Medusa, había llegado a aceptar lo inevitable que era su mortalidad. Viviría mucho más que la mayoría, quizá incluso milenios, ya que, ¿quién era capaz de determinar dónde se encontraban los límites de la ciencia genética del Emperador? Sin embargo, era un guerrero, y los guerreros solían encontrar su fin en el filo de una espada. Ferrus tenía la esperanza de que su muerte fuera gloriosa. También tenía la esperanza de que algún día llegaría la paz, pero sin guerra, se preguntaba cuáles serían entonces su propósito y su cometido.
La rabia se convirtió en desprecio, y Ferrus frunció los labios en un gesto de desdén hacia las cabezas colgadas que pretendían presagiar su muerte. Henchido de una justa indignación, tuvo que resistir el impulso de destruir todos y cada uno de aquellos cráneos.
A pesar de que ya no brillaba la iluminación centelleante de las gemas, todavía había luz suficiente para ver, aunque fuese una luz carmesí y palpitante como una vena. Los cráneos estaban lo suficientemente apartados entre sí como para poder pasar a través de ellos sin tocarlos. Una de las cabezas giró sobre sí misma empujada por la brisa hasta que la cara quedó a la altura de su propio rostro.
Ferrus le sonrió a su doble cadavérico, aunque con ojos entrecerrados y fríos.
—Yo sería un cadáver más hermoso —dijo.
Aquello le sonó como algo que hubiera podido decir Fulgrim. Al pensar en su hermano, el oído del primarca captó de nuevo un sonido que reconoció, el ruido sibilante que lo seguía.
El cazador había regresado. En realidad, lo más probable era que en ningún momento hubiera dejado de seguirlo. Ferrus concentró toda su atención en aquello, ya que esa amenaza sí era verdadera, y estaba cerca. Se encontraba en la misma estancia que él, reptando a su altura, siguiendo todos sus pasos.
—Sal a la luz, cobarde —gruñó—. Me gustaría contemplar al enemigo que quiere verme muerto cien veces. Querría hacerle ver que está equivocado, aunque tú sólo sufrirías una muerte.
El enemigo invisible no le respondió.
Ferrus siguió caminando.
A mitad de camino de aquel matadero lúgubre, las cabezas colgaban tan juntas que Ferrus no tendría más remedio que apartarlas para poder pasar.
Empuñó a Rompeforjas como si fuera una pica para mover ganado y empujó con cuidado una de las cabezas para apartarla de su camino. De los labios muertos escapó un gemido bajo. Una segunda cabeza se unió al gemido, y luego una tercera, y una cuarta. Unos instantes después, como una epidemia repentina y terrorífica, todas las cabezas podridas comenzaron a sumarse a aquel coro lúgubre.
Estaban vivas. Sacados de su infierno, aquellos espíritus encarnados en las cabezas de Ferrus Manus habían regresado para acosarlo. El asco, la rabia y la incredulidad inundaron al primarca, quien retrocedió esperándose un ataque. Un cráneo le tocó el cuello. Unos labios resecos le rozaron la piel como un beso suave. Se apartó casi de un salto y se estrelló contra otra cabeza. El pómulo del cráneo quedó destrozado por el impacto, y una lluvia de fragmentos de hueso cayó al suelo. Un diente se le hincó en la hombrera y se quedó allí clavado. Ferrus se lo arrancó y soltó un gruñido cuando el gemido se convirtió en un lamento. El sonido era acusador, grave.
«Tú nos has hecho esto…».
«Nos has condenado a este destino…».
«¡Estamos en el limbo por tu culpa!».
Ferrus cerró los puños y apretó la mandíbula.
—¡Callaos! —masculló.
La furia lo dominó y giró sobre sí mismo hasta colocar a Rompeforjas delante de él.
«Los muertos deberían permanecer muertos…».
Aquella situación tan vil no hacía más que confirmar la debilidad de la carne y su corrupción inevitable. El hecho de que fuera su propio rostro no representó diferencia alguna para el Gorgón. Antes se había contenido, había permitido que la templanza lo contuviera, pero había llegado el momento de destrozar todos y cada uno de aquellos objetos hasta convertirlos en polvo y recuerdos.
Un relámpago plateado centelleó en la oscuridad, y la luz del matadero fluyó sobre aquello igual que sangre congelada…
El golpe de Ferrus no llegó a caer.
Un fuego infernal le recorrió rugiente la espina dorsal y casi le hizo doblarse sobre sí mismo. Las placas de la armadura se agrietaron ante las repentinas y violentas convulsiones que sacudieron al primarca. Se resquebrajaron igual que el metal al rojo vivo que se enfría con demasiada rapidez. Un dolor capaz de matar a un centenar de humanos normales le inundó las venas y casi lo dejó inmovilizado. Ferrus cayó de rodillas sobre una pierna, dolorido. Escupió un chorro de sangre y flema en el suelo, y se dejó llevar por la rabia para combatir aquel envenenamiento. Una capa plateada y translúcida refrescó el ardor que sentía en la herida, algo milagroso pero que no se la llegó a curar, y el primarca se irguió. Ferrus tenía una mano cerrada alrededor de la muñeca de la otra. Notó bajo los dedos de metal que palpitaba, lo que le indicó que estaba herido. Peor que eso: estaba debilitado. Había perdido a Rompeforjas, que se le había escapado de la mano entumecida y había caído repiqueteando al suelo.
Levantó la mano con cuidado, igual que si estuviera a punto de mirar debajo de unas vendas colocadas en mitad del campo de batalla. Lo que esperaba ver era una gangrena. En vez de eso descubrió dos heridas punzantes, profundas y anchas, como las provocadas por una herida de daga que le atravesaban la inviolable piel metálica. Las heridas burbujeaban rebosantes de veneno, y Ferrus contempló incrédulo como el metal vivo se corroía ante sus propios ojos. Apartó la otra mano de golpe, como si le hubiera picado algo, por temor a que aquello se le contagiase a la otra extremidad. Bajo la plata sangrante quedó a la vista una piel quemada y cubierta de ampollas, y al hacerlo le sobrevino un recuerdo…
De pie en el borde del abismo de lava, con la bestia alzándose por encima de él.
El aliento de frío y de sulfuro.
Las manos en carne viva y sangrantes, pero con la fuerza suficiente como para partir yunques.
La bestia se estaba debilitando. La batalla que habían librado le había costado cara.
La plata fundida sobre sus costados reflejaba el brillo del magma y el aire se distorsionaba por el calor.
Era una criatura magnífica, impresionante.
A pesar de ello, la mataría, y su dominio quedaría demostrado más allá de toda duda.
Soy más fuerte.
La bestia tenía los colmillos a la vista y una canción de furia en los labios.
Lo demostraría.
Encontraría el modo de atravesar aquella carne milagrosa y matarla.
El magma lo llamaba. Su forja.
Allí se creaban y destruían armas.
Demostraré que soy más fuerte.
Tengo que hacerlo, porque si no, ¿en qué me convierte eso?
El recuerdo se disipó, vago y borroso. El mito y la realidad se entretejían formando un único relato que lo dejó preguntándose sobre la verdad de sus propios orígenes. La distracción fue momentánea. La necesidad de sobrevivir y sus instintos guerreros se impusieron. En vez de ponerse a buscar a Rompeforjas, Ferrus desenvainó la espada que llevaba al cinto. Era un arma de hoja ancha con un filo mortífero. El brazo herido, adormecido por el poder del veneno, se le quedó colgando del costado. Ferrus empuñó la espada con la mano izquierda y adoptó una postura de combate antes de aferrarla con más fuerza todavía y abrirse una herida en la muñeca para que saliera el veneno. Un fluido ardiente de color amarillo salmuera se derramó supurante igual que un ácido sobre la mano enrojecida para luego caer goteante a lo largo de los dedos ensangrentados. El dolor disminuyó, lo mismo que el clamor en su cráneo, que se asemejaba a la sensación provocada por los golpes de una docena de puños protegidos por guanteletes.
«Como si me cortaran la cabeza y me la separaran de los hombros…».
Ferrus hizo caso omiso de los lamentos quejumbrosos de las cabezas y se negó a escuchar el balbuceo repiqueteante de su propia voz repetida un centenar de veces. En vez de eso, buscó entre las sombras. Se volvió con rapidez cuando captó con el rabillo del ojo un destello plateado. Brilló con el apremio de una baliza de advertencia.
Unos reflejos sobrenaturales lo salvaron de ser herido de nuevo. Lanzó un tajo con la espada, pero la criatura era veloz más allá de lo increíble y se escapó del ataque enfurecido del primarca.
Era una bestia serpentina, pero no se parecía a ninguna serpiente que el primarca hubiera visto jamás. Tenía escamas plateadas, y le recordó el engendro de una criatura contra el que se había enfrentado hacía ya mucho tiempo. En aquel entonces, las estrellas no eran más que esquirlas de granito en un cielo oscuro, cuando sólo existían Medusa y la interminable noche ártica. Apenas entrevió la forma de la criatura, absorbida por las sombras, pero aquel vistazo fugaz le reveló algo que le resultó familiar.
«Quizá ya nos hayamos visto antes…».
El chasquido de una cola hizo que el Gorgón girara sobre sí mismo y lanzara otro mandoble, pero sólo cortó el aire. Se notaba más lento. A pesar de haberse sacado ya el veneno, el dolor de la herida le había subido por el brazo hasta llegarle al cuello. El escozor fantasmal que había sentido alrededor del cuello desde que llegó a aquel desierto le ardió al rojo blanco.
Ya fuese real o imaginada, aquella criatura era capaz de hacerle daño. La habían sacado de algún abismo de la Vieja Noche y se había manifestado en aquel mundo subterráneo con la intención de acabar con él. Sus carceleros conocían su pasado, sus miedos y sus deseos más profundos, y le habían acosado con visiones de un futuro imaginario. Tiraron de las hebras del destino todavía sin cumplir y observaron las vibraciones resonar a través del comportamiento del primarca.
Ferrus sabía que no podía ceder.
El delirio había comenzado a afectarle los sentidos a medida que el veneno que el monstruo le había inyectado cumplía su cometido.
«Resiste».
La palabra actuó como un anclaje. Si perdía aquello, quedaría a la deriva sobre un interminable mar del caos.
El siseo del metal viviente que se escurría de su mano para salpicar el suelo hizo que el primarca se recuperara un poco. Sacudió con fuerza la cabeza para apartar de sí lo peor de la neblina que amenazaba en los límites de su capacidad de visión.
Basilisco, quimera, hidra… Esos demonios tenían nombres y formas. La criatura no era una de ellas, pero era poderosa. Tenía que serlo para poder deshacer lo que se suponía que era incorruptible.
«¿No hay nada incorruptible?».
¿Qué eran los gigantes y los dragones de hielo comparados con aquello?
Ferrus apartó aquellos pensamientos indignos de su cabeza al darse cuenta de que se los estaban introduciendo en la mente. El núcleo ardiente que burbujeaba bajo su frío exterior empezó a liberarse. Empuñó con más firmeza la espada, y las correas de cuero que envolvían la empuñadura se agrietaron.
El arma se la había regalado Vulkan, y recordar a su hermano le dio fuerzas.
«La forjé para que encajara en tu mano, Ferrus. Es tu espada. Ya sé que no se puede comparar con Rompeforjas, pero espero que sea un arma digna. Me honrarás al portarla».
Ferrus le había dado la vuelta al arma en las manos. La mirada de sus ojos fríos recorrió la filigrana y los grabados, las gemas engastadas y la inscripción en el idioma de Nocturne. Los finos dientes de sierra eran afilados como diamantes, con el filo pulido con ácido. El metal con el que la había forjado era denso e inquebrantable.
Ferrus hizo caso omiso de la evidente belleza del objeto, pero reconoció de inmediato su tremendo valor como arma. Sin embargo, decidió ser rudo en vez de alabar la destreza como artesano forjador de su hermano.
«¿Para qué necesita tantos adornos? ¿Podré matar mejor a mis enemigos con tanta ornamentación?».
Ferrus le había dicho aquello con una sonrisa burlona, de la que en este preciso momento no se sintió muy orgulloso. Vulkan se había tomado el comentario con calma.
«Es un arma magnífica en la que el forjador ha invertido todo su orgullo artístico —admitió Vulkan—. Cuando desenvaino mi espada, quiero que mis enemigos sepan que se enfrentan al arma de un rey guerrero, y que la blande la mano de un rey guerrero».
«¿Aunque tú siempre prefieras blandir un martillo para crear que una espada para destruir?», le había replicado Ferrus.
Vulkan le sonrió, y su gesto fue tan cálido como un flujo de magma.
«Los habitantes de Nocturne somos gente pragmática, hermano. Mientras sea necesario librar esta guerra, lucharé, pero espero que algún día podré dejar a un lado mi espada. —Sus ojos relampaguearon con fuego—. Hasta entonces, mantendré bien afilada mi arma».
Ferrus hizo un gesto de asentimiento y envainó la espada para luego enganchar la vaina al cinto.
«Quizá necesite un cuchillo —dijo con tono de broma al mismo tiempo que se llevaba una mano plateada al cráneo rapado—. Para las ocasiones en que los siervos no me rapen lo suficiente».
Los dos se echaron a reír. La risa del Gorgón era escandalosa y provocativa, mientras que la del Dragón era resonante y cálida. Ambos compartieron uno de aquellos escasos momentos de despreocupación hasta que la Cruzada los obligó a tomar caminos distintos. Hasta Uno Cinco Cuatro Cuatro.
El recuerdo de aquel día se desvaneció en el metal pulido de la hoja de la espada.
Ferrus había llamado al arma Draken en honor a su hermano. Necesitaba su filo en aquella situación, y se alegró de tener la espada en la mano.
Del mismo modo que la mayoría de las superficies de aquella especie de galería-mausoleo, las paredes de aquel matadero eran de obsidiana pulida. El negro se extendía hasta el infinito. Las cabezas se reflejaban en esa superficie, pero en el otro mundo todavía estaban cubiertas de músculo y carne. Las arterias cortadas todavía palpitaban sin dejar de chorrear sangre. El flujo le manchaba la frente, todavía tibia, todavía viva. El tajo estaba recién abierto y relució frente al cuello del verdadero Ferrus, quien tuvo que contener la repugnancia ante el espectáculo que se mostraba en la oscura sustancia cristalina. Se reían. Todas las cabezas decapitadas y ensangrentadas se estaban riendo. Se reían de él.
«¡Idiota!».
«¡Débil!».
«¡Hijo rechazado!».
El último insulto sí que lo afectó. Ferrus era un individuo extraordinaio, y en Medusa era el rey de reyes. Nadie podía igualarlo ni superarlo. Sin embargo, cuando su padre apareció y se lo llevó con los otros diecisiete hijos extraordinarios, se dio cuenta de cuál era su lugar. A diferencia de Vulkan, quien había aceptado su posición con alegría y humildad, Ferrus se enfureció. ¿Acaso no era él un igual entre sus hermanos? Cuando alguien contemplaba la gloria de Horus, la majestuosidad de Sanguinius o la solidez tenaz de Rogal Dorn, era fácil suponer que algunos hijos quedarían relegados mientras que los pocos elegidos ejecutarían los grandes planes que su padre tenía para la galaxia.
Ferrus quería ese protagonismo, quería ser igual que ellos. No se trataba de vanidad. Sólo quería que le reconocieran sus méritos. Toda su existencia hasta ese momento la había entregado a la búsqueda de la fuerza. No podía creer que todo lo que había hecho al respecto tuviese un fin secundario.
Ferrus era incapaz de creer que su padre lo hubiera sacado de una sombra para dejarlo metido en otra.
«Haré que te sientas orgulloso de mí, padre. Te demostraré lo que valgo».
—¡Ven a por mí ya! —gritó, pero nada respondió a su desafío.
La criatura lo atacaría desde las sombras y acabaría con él mediante un millar de cortes.
Una muerte innoble.
Ferrus no estaba dispuesto a aceptar algo así.
Pero la criatura era muy veloz. Todavía no había conseguido asestarle ningún golpe, y lanzarle tajos alocadamente no lo llevaría a la victoria. El monstruo quería provocarlo, hacerle bajar la guardia y causarle una herida mortal.
Captó con el rabillo del ojo un movimiento repentino, y siguió empuñando la espada en una postura defensiva, con la hoja paralela al suelo y la punta lo más alejada posible de su cuerpo.
Era difícil no entregarse a la violencia. Toda su vida estaba dedicada a violencia.
La rabia le martilleaba los oídos como un repique de campanas. Se concentró, y el estruendo se redujo hasta quedar convertido en un rugido apagado. La criatura estaba cerca, aunque no dio señal alguna de su presencia. Ferrus tuvo la sensación de que, de algún modo, estaba conectado con ella, probablemente a través del mordisco y de los efectos nocivos de su veneno. Quería herirla por haberle hecho aquello, quería devolverle golpe y luego matarla. Las sucesivas oleadas de ira se estrellaban contra la barrera de su paciencia, a punto de desbordarla y pasar del pensamiento a la acción.
Recordó la forja y el solaz que encontraba en trabajar el metal. Era el único bálsamo para su ira, lo único que podía aplacar su furia volcánica. A pesar de su carácter iracundo, Ferrus conocía muy bien la paciencia, aunque a veces le parecía que era algo igual a tratar de atrapar el humo con las manos. A diferencia de Vulkan, le costaba ser paciente. Era una de las primeras lecciones para todos los herreros de forja: el templado del metal no se debía apresurar, el metal necesitaba tiempo, necesitaba esperar hasta que estuviera preparado. También lo haría él.
Vio a Rompeforjas en el suelo, pero resistió el impulso de intentar recuperar su martillo. La criatura quería que lo hiciera. Esperaba que intentara acercarse al arma.
La espada de Vulkan sería más que suficiente. Confiaba en la habilidad de forja de su hermano.
Debería habérselo dicho.
Ferrus cerró los ojos y se quedó a la escucha. Oyó un leve sonido rasposo y ahogado, casi tapado por el ruido ambiental. El siseo reptiliano de una serpiente.
«Ahora pondré el cebo en el anzuelo…».
Cegado era vulnerable.
Así que bajó la espada y dejó que el brazo le colgara paralelo al costado.
Escuchó con más atención todavía y procuró calmarse para que el corazón se le aquietara.
La cacofonía de los muertos disminuyó, la voz de la serpiente se intensificó y Ferrus captó dos palabras.
«Angel…».
Dolía pensar en ella, como si cargara con un poder que iba más allá de su sentido literal.
«… Exterminatus».
Las palabras estaban ocultas en los susurros de la criatura, envueltas dentro de la cadencia y el tono, igual que una nota secreta incluida en la sinfonía perfecta de un virtuoso.
Para él no significaba nada, pero sintió el peso de su importancia como si fuera algo físico.
—Y los cielos ardieron con su belleza refulgente…
Las palabras salieron de la boca de Ferrus sin que él ni siquiera hubiera pensado en ellas, como si pertenecieran a otro interlocutor que no tuviera la capacidad de articularlas.
En todo aquello había algo siniestro, algo maligno que se había infiltrado en el mundo subterráneo donde Ferrus estaba atrapado. Se preguntó si sus captores se habrían dado cuenta de eso.
No había tiempo para pensar más en ello, ya que hacerlo no serviría para nada.
Ferrus contuvo el aliento y oyó un chirrido metálico que anunciaba el ataque de la criatura y su lengua chasqueante. Confió en sus instintos y esperó hasta que la criatura casi se le había echado encima antes de lanzar un tajo. La piel escamada se abrió bajo el filo de la espada.
Abrió los ojos de golpe, como si fueran dos visores blindados, y lanzó otro mandoble. El ataque se vio recompensado por un gruñido de dolor. Al retirar a Draken de las sombras, vio que la hoja estaba cubierta de un fluido pegajoso. No era sangre, sino un icor espeso de color púrpura heliotropo cuya curiosidad lo mantenía pegado a la hoja.
Había herido a la criatura. El susurro se hizo más agudo, un choque entre el dolor y la rabia. El sonido de las escamas metálicas al rozar contra la piedra se desvaneció cuando el monstruo se retiró hacia la oscuridad. Ferrus no se movió durante bastantes minutos, atento a las posibles señales del regreso de la bestia. La herida del antebrazo le palpitaba con una fuerza fétida, y el recubrimiento plateado había desaparecido casi por completo, lo que le había dejado la piel en carne viva y con un terrible dolor. Envainó la espada, alargó un brazo y cerró los dedos alrededor de la empuñadura de Rompeforjas, como si el arma y su propietario se hubieran buscado el uno al otro. Jamás le había parecido su martillo tan pesado y difícil de manejar.
—La carne es débil… —musitó, y luego maldijo en silencio la impotencia que sentía por no ser capaz de derrotar a las fuerzas que conspiraban contra él.
El recuerdo de la frase oculta en la voz de la serpiente lo asaltó.
«Angel Exterminatus».
También recordó la sensación de malignidad hostil que transmitía. Otra conciencia le había metido esas palabras en la cabeza. No le parecía una advertencia, como ocurría con la mayoría de las cosas que sucedían en aquel laberinto cristalino. Se trataba de una promesa, de una profecía.
Ferrus estaba demasiado débil como para desenredar aquel misterio. Un sudor febril se le pegó a la frente mientras daba trastabillando los últimos pasos para salir de aquel matadero y dirigirse a cualesquiera que fueran los horrores que lo esperaban al otro lado. Al desaparecer la serpiente, los cráneos dejaron de parlotear y volvieron a quedarse realmente muertos una vez más. La brisa se desvaneció hasta desaparecer del todo, por lo que también dejaron de balancearse, lo que hizo más fácil esquivarlos. Incluso los rasgos se parecían menos a los suyos y su aspecto era menos sobrecogedor. Ferrus se sintió impulsado por un pensamiento muy peculiar: debía seguir moviéndose, igual que un tiburón terrestre de Medusa. Detenerse era morir.
Logró dar tres pasos antes de desplomarse y de que la oscuridad se apoderara de él.
El aura fresca del santuario de huesos estaba cargada con la energía de la indignación.
—Te está afectando —le dijo el adivinador.
—No debería haber sido capaz de salir del camino óseo —le respondió el otro.
—Ten cuidado. Veo a Khaine apoderarse de tu estado de ánimo. Vuelve a la senda.
El otro todavía no estaba dispuesto a ceder.
—Mi furia tiene una base lógica. No debería morir todavía. Aquí no. No por esto.
El adivinador lo miró fijamente. Su mirada era contemplativa e insondable.
—Y sin embargo, su vida se encuentra amenazada. Si echas suficiente sangre en las aguas del destino, tarde o temprano aparecerán tiburones rondando a la presa.
—No debería estar aquí.
—Los caminos de huesos que recorremos no son seguros en absoluto. No lo han sido desde la Caída, y lo sabes muy bien. ¿De verdad te sorprende tanto que haya aparecido algo maligno?
El otro estuvo a punto de replicar, pero su estado de ánimo pasó de la cólera a la melancolía.
—¿Qué se puede hacer?
—Liberarlo y aceptar el fracaso.
—Estamos demasiado cerca para hacer eso.
El adivinador se reclinó contra un saliente de hueso curvado y entrelazó las manos sobre el regazo.
—En ese caso, debes dejar que el destino siga su curso y mantener la esperanza de que sea capaz de derrotar a aquello que has dejado que entre en la jaula.
Se produjo un silencio que el adivinador decidió no interrumpir, y se limitó a observar. El otro estaba disgustado, dominado por la emoción y la ambición frustrada. El adivinador no necesitaba la presciencia para saber lo que su compañero estaba a punto de preguntarle.
—¿Qué es lo que ves?
Emitía un aura de desesperación.
—Nada. Todo. Veo miles y miles de millones de futuros posibles. Algunos son diferentes en un grado tan infinitesimal que podrías pasar eones buscando la variación, y aun así no encontrarla.
—Eso no es una respuesta.
—Entonces te aconsejo que me hagas una pregunta más concreta.
—¿Morirá? ¿He fracasado?
—Sí y no.
—El significado de la respuesta es innecesariamente críptico.
—Estamos librando una guerra de destinos. Nosotros simplemente somos dos agentes en este conflicto. Por culpa de tu orgullo has permitido al Aniquilador Primordial… —El otro se tocó de inmediato la joya espiritual que llevaba colgando sobre el pecho al oír mencionar aquel nombre—, bueno, al menos a una parte de su esencia, que entre en tu trampa, y ahora está atrapado con la presa que buscabas. Caos sabe cómo nublar la senda del destino.
El otro se desplomó sobre su asiento de hueso. Empezaron a temblarle las manos cuando sintió que la protección y el anonimato que les ofrecía su santuario comenzaba a fragmentarse.
Un rostro angustiado alzó la vista hacia el adivinador. Sus ojos tenían una mirada hueca.
—¿Cuánto tiempo tardará en encontrarnos?
—Lo hará pronto.
Santar reconoció a los guerreros que atravesaban el centelleante escudo de energía.
Una masa de cuerpos eldars, los restos aplastados de lo que habían sido antes entremezclados con los restos de las plataformas de armas, yacía a la espalda de los guerreros de los Manos de Hierro. Con Santar a la cabeza, se habían adentrado profundamente en las defensas enemigas y se encontraban a punto de asaltar el propio escudo. Brillaba delante de los morlocks como un sol de color azul. Santar casi notaba el regusto eléctrico en la lengua. El calor que desprendía le hizo desear taparse los ojos, pero resistió el impulso. Sólo quedaba un último obstáculo por superar.
Todavía tenían apariencia de espectros, pero ya no parecían tan incorpóreos como en la cuenca desértica. Con armaduras de color de hueso y empuñando las sibilantes espadas curvadas, los eldars habían enviado a sus mejores guerreros a través del escudo para atacarlos. Los aullidos infernales golpearon a los morlocks como si fueran una bola de demolición.
Santar gritó a través de la barricada que formaron sus dientes apretados.
—¡Al ataque!
Le vibraban todos los huesos del cuerpo. Algunos dientes se le partieron por la fuerza que los mantenía apretados. Si seguía así, todos acabaría partidos.
—Yo puedo gritar mucho más fuerte —le aseguró al guerrero que se le echó encima.
Santar avanzó, y convirtió el paso adelante en un ataque a fondo.
La garra relámpago partió la espada de su enemigo, y siguió subiendo hasta clavarse en el esternón y seguir bajando. Luego pasó por encima del cadáver destripado del alienígena en busca de otro oponente.
Su enemigo lanzó un mandoble en diagonal, esquivó el contraataque de Santar y se metió dentro de su guardia para girar sobre sí mismo hacia el lado desprotegido del primer capitán.
En el rostro de Santar apareció una mueca de dolor cuando la afilada hoja cargada de energía se clavó en la placa de la armadura, pero allí se quedó atascada, incapaz de penetrar más. Un tremendo codazo, lanzado sin elegancia, le partió la clavícula al eldar. Un tajo vertical con las garras habría abierto en canal al alienígena, pero Santar trastabilló cuando otro atacante se le subió a la espalda. Volvió la cabeza para apartar el oído de aquel aullido infernal y alargó una mano hacia atrás para agarrarlo y quitárselo de encima, pero de repente, el cuerpo del alienígena dio una sacudida y se desplomó.
Le faltaban la mitad de la cabeza y del casco, reventados por un proyectil explosivo.
El icono de Tarkan parpadeó una vez en la pantalla táctica retinal de Santar, y la voz del francotirador llegó por el canal de comunicación.
—Gloria al Gorgón.
El primer capitán remató al eldar con la clavícula rota, que yacía en el suelo, propinándole un tremendo pisotón. Luego se limpió la sangre que le salía de la nariz e hizo un breve saludo. Sabía que Tarkan vería el gesto. Los guerreros semejantes a espectros eran incapaces de fintar y atacar como habían hecho en el valle desértico, y al enfrentarse a los morlocks en terreno abierto, descubrieron que eran unos oponentes más difíciles todavía de vencer. En esa situación, la cohesión de la unidad de morlocks contaba más que la agilidad de sus oponentes.
Santar vio a su izquierda cómo Desaan cargaba con el hombro contra un alienígena y lo lanzaba por los aires para luego apuntar con el bólter que llevaba en la otra mano y acribillado en pleno vuelo. El enemigo estaba muerto antes de caer al suelo con el cuerpo hecho jirones. A Santar le pareció captar la sombra de una sonrisa en el rostro del capitán cuando sus miradas se cruzaron brevemente a través del campo de batalla.
Desaan se echó a reír.
—Como el tiro al plato.
—Los actos teatrales no sirven para nada, hermano capitán… excepto quizá para morir antes de tiempo. Mátalos con rapidez. No des tregua alguna.
—Tendré que esperar para enmendarme —le contestó Desaan—. Por lo que parece, todos mis enemigos han muerto.
El suelo estaba repleto de cadáveres alienígenas, mientras que las bajas entre los guerreros de los Manos de Hierro habían sido mínimas. Habían debilitado a los eldars, pero seguían apareciendo más enemigos, que surgían a través del escudo con saltos de una agilidad mortífera.
—Ahí tienes otra oportunidad —le dijo Santar antes de inclinar la cabeza hacia el amplificador vocal que tenía instalado en la gorguera del casco para impartir una orden que resonó por todo el campo de batalla—. ¡Reagrupaos! ¡Un solo hierro!
Bajo los pies se sentía el eco subterráneo de los disparos de Ruuman. Las puntas sísmicas que aparecieron en la pantalla retinal de Santar lo confirmaron. Un cronómetro sincronizado destelló al mismo tiempo en una esquina del visor.
—¡Avanzad! —gritó.
Los morlocks se unieron a él a su derecha y a su izquierda, y las armaduras de catafracto se tocaron a la altura de los hombros.
La línea de guerreros espectrales se partió al chocar contra la muralla de ceramita negra que tenían delante. Algunos lucharon y consiguieron pequeñas victorias, y Santar recordaría más tarde a aquellos que murieron, pero nada podía resistirse a una línea sólida de exterminadores. Pasaron por encima de las fuerzas de combate de élite de los eldars como una ola imparable. Los alienígenas quedaron atrapados entre el escudo de energía, que los dejaba salir pero no entrar, y los legionarios que avanzaban, por lo que no tuvieron adonde escapar y fueron literalmente aplastados.
Los eldars que había en retaguardia respondieron con andanadas incesantes de las plataformas de armas pesadas.
Los impactos de cañón acribillaron a los morlocks. Un exterminador, a Santar le pareció que era Kador, cayó derribado de espaldas. A otro, y esta vez Santar no fue capaz de distinguir quién era, un rayo le atravesó el pecho y se desplomó. El resto siguieron el avance haciendo frente a la tormenta de disparos.
—Una simple llovizna —comentó Desaan con voz apenas audible por encima del tronar de las armas.
—Hermano, nos queda menos de un minuto —le indicó Santar.
—Tiempo más que suficiente, mi primer capitán.
Los morlocks se abrieron paso y llegaron hasta el borde chasqueante del escudo.
Los eldars que había en el interior se replegaron aunque sin dejar de disparar. Los cañones de Ruuman y los tanques de las unidades del ejército siguieron machacando el escudo.
Había algo más que acechaba detrás de aquella barerrera parpadeante, unos eldars vestidos con túnicas que empuñaban báculos de aspecto arcano.
—¡Destrozadlo! —rugió Santar, al mismo tiempo que se lanzaba contra el palpitar ionizado del escudo de energía—. ¡Golpeadlo con todo lo que tengáis!
Los martillos de trueno y las mazas de energía, las destripadoras y los combibólters disparados a quemarropa repiquetearon contra una pantalla de color azul intenso y reluciente. El escudo centelleó con fuerza y se curvó hacia dentro en algunos puntos, pero resistió.
El cronómetro que aparecía en la pantalla retinal de todos los veteranos de los Manos de Hierro llegó a cero.
El final de la cuenta atrás precedió a una serie de profundas explosiones en el subsuelo que abrieron la superficie del terreno situado al otro lado del escudo, consecuencia de la detonación en cadena de los proyectiles de mortero subterráneo. Las ondas expansivas verticales que surgieron del suelo deshicieron el entramado defensivo que los eldars habían levantado alrededor del nodo.
La superficie del escudo parpadeó con una serie de minúsculas interrupciones a lo largo de toda su curvatura, luego destelló con fuerza una vez más se apagó.
Santar fue el primero en cruzar al otro lado.
—¡A por ellos! ¡Gloria al Gorgón!
Los morlocks se abalanzaron contra las baterías de armas, y apenas se fijaron en el brutal bombardeo llevado a cabo por las unidades blindadas contra el nodo. Incluso sin el escudo para protegerlo, el edificio de hueso mostró una resistencia sorprendente, aunque no tardaron mucho en aparecer las primeras grietas por todas partes.
Fue una masacre, llevada a cabo con eficiencia y no como resultado de una bárbara sed de sangre, pero fue una matanza al fin y al cabo.
Un guerrero con un espadón centelleante surgió del combate cuerpo a cuerpo. Santar se enfrentó a su atacante con las garras relámpago, pero notó una resistencia en los servos del brazo biónico cuando lanzó el golpe definitivo. El golpe de gracia también fue más lento, como si estuviera luchando contra los efectos de la inercia o de una gravedad más intensa. Lo mismo le pasaba en las piernas.
Recordó a los eldars con túnicas. Una cohorte de guerreros alienígenas fuertemente armados los rodeaba.
—Desaan, ¿todavía puedes ver? —le preguntó Santar al capitán.
Los enemigos los atacaban desde todos lados empuñando picas y espadas, una horda de guerreros eldars con armaduras de caparazón y la casta de exploradores envueltos en capas contra los que los Manos de Hierro ya se habían enfrentado antes. Uno de ellos se lanzó a la carga contra Santar blandiendo una lanza de energía, y el primer capitán la esquivó a duras penas. Agarró el astil de la lanza y tiró del guerrero para partirle en dos la máscara de un puñetazo. El eldar se desplomó, inmóvil, pero había conseguido abrir una brecha en el costado de Santar.
—Demasiado cerca.
Otro le apuntó al torso con una catapulta shuriken y le arrancó parte de la placa pectoral. Santar lanzó un tajo horizontal con la garra para acabar con él, pero notó la misma resistencia que lo había ralentizado pocos segundos antes.
Reconoció la sensación.
—¡Desaan! ¿Tus ojos? —le preguntó a gritos.
—Me cuesta… ver.
La oscuridad comenzó a arremolinarse alrededor del nodo y formó una nube de tormenta en el extremo superior del edificio.
Santar alzó la cabeza y vio que la nube negra empezaba a descender por los lados del edificio en dirección a los Manos de Hierro.
—Trono de Terra…
«Otra vez no…».
Santar sabía muy bien la matanza que la tormenta y su maldición sobre el hierro eran capaces de provocar. Si tenía en cuenta la cantidad de guerreros que estaban unidos a la máquina, no se atrevía a pensar en cuántos podrían llegar a caer.
Bajo su punto de vista, no tenía otra elección.
—Todas las compañías, detened el avance.
Santar se quedó inmóvil, atrapado por la indecisión del mismo modo que sus implantes biónicos habían quedado inmovilizados por la oscuridad que se acercaba.
—Debemos avanzar —le dijo el capitán Attar por el comunicador—. Primer capitán, ¿qué ordenáis?
El cónclave de eldars con túnica aprovechó aquel respiro en el ataque para empezar a reconectar partes del escudo. Creció detrás de los morlocks como una telaraña orgánica de energía. Las andanadas de proyectiles y las descargas de láser disparadas por las unidades pesadas rebotaron contra aquella cubierta en rápida regeneración.
Desaan agarró a Santar por la hombrera.
—Gabriel, no podemos quedarnos aquí. Hacia adelante o hacia atrás, ¿qué va a ser?
Si se quedaban podrían destruir el nodo, o al menos matar a los brujos que estaban rehaciendo el escudo, pero se arriesgaban a morir por su propia mano o por la mano de algún hermano.
Varios zarcillos de humo, una avanzadilla de la negrura, se acercaron a pocos metros de los Manos de Hierro. Se movían retorciéndose como víboras.
«Tan cerca…».
—Ya viste lo que eso nos hizo en el valle desértico —dijo Santar. Ya había tomado una decisión. La palabra le dejó un sabor amargo en la boca antes incluso de pronunciarla—. ¡Replegaos!
La retirada fue lenta y agotadora. Los legionarios se vieron obligados a hacerse obedecer por las partes mecánicas de sus cuerpos, e incluso tuvieron que esforzarse para impedir que se declararan en rebelión abierta. Algunos no lo consiguieron, y a sus hermanos de batalla no les quedó más remedio que sacarlos a rastras de allí. Al menos ninguno se vio envuelto por la tormenta, ya que quedar perdido en su interior equivalía a una sentencia de muerte.
La nube oscura se quedó bullendo en el borde del escudo y envolvió por completo a los eldars que quedaban en el interior, pero no fue más allá.
Santar notó la influencia de la maldición mecánica incluso desde lejos. Se tocó con gesto ausente las hendiduras que tenía en el cuello. La gorguera le había salvado la vida, pero por poco. Todavía sentía el calor abrasador de las cuchillas de energía de su propia arma sobre la piel, y conservaba el hedor eléctrico en las fosas nasales.
—Bueno, entonces, ¿qué vamos a hacer ahora?
Desaan se había quitado el visor y estaba de pie al lado del primer capitán. Los dos mostraban la misma preocupación. El rostro lleno de cicatrices de Desaan tenía peor aspecto debajo de la banda metálica que normalmente llevaba sobre los ojos. En esa zona tenía la piel hinchada y marchita. Acopló de nuevo el visor a un par de implantes craneales que tenía en las sienes, y el artefacto zumbó al activarse de nuevo.
—Funciona a la perfección —dijo, y musitó los ritos de activación y pureza.
—Mientras nos mantengamos fuera de esa nube —contestó Santar.
La tempestad se movía y se ondulaba igual que un océano oscuro, con lentitud y casi una actitud burlona a pesar de su aspecto de aparente inocuidad.
Santar la observó fijamente. Se encontraba en mitad de un semicírculo que formaban sus capitanes y sus segundos al mando, mientras que el resto de la legión se mantenía a la espera a cierra distancia con las compañías de clan, y todos parecían algo consternados.
—Conseguimos abrir una brecha en el escudo, y sólo se ha regenerado en parte —apuntó el capitán Attar.
El bombardeo de las unidades de Ruuman había cesado, y el hierroforjado se reunió con ellos procedente de la zona elevada donde se encontraban desplegadas las unidades de apoyo pesado. Santar se volvió hacia él.
—¿Cuál es tu valoración, Erasmus?
—El escudo está formado por energía cinética, pero lo crean mediante energía psíquica. Sólo puedo establecer como teoría que los alienígenas poseen alguna clase de generador capaz de conectarse a sus habilidades psíquicas, o algún otro tipo de siniestra tecnología semejante. Como ya hemos visto, se puede penetrar el escudo, pero sólo mediante la aplicación de una tremenda fuerza bruta.
Desaan frunció el ceño.
—¿Y qué hay de la nube? ¿Cómo penetramos en algo así?
Ruuman volvió sus ojos helados hacia el capitán.
—No podemos, al menos no sin sufrir la muerte de la máquina.
—¿Crees que serán capaces de mantener eso de un modo indefinido? —preguntó el capitán Meduson.
Desaan miró fijamente la negrura, pero no fue capaz de encontrar un hueco o un punto débil.
—Si nuestro hierroforjado tiene razón, mientras siga esa tormenta no tenemos forma alguna de avanzar.
Los nudillos de Santar crujieron con una resonancia cibernética.
—Me encantaría ponerme en contacto con el Puño de Hierro y arrasar este sitio con un bombardeo orbital.
—Pues hágalo, mi primer capitán —lo apoyó Meduson—. Podemos hacer que nuestras fuerzas se replieguen más y ponernos a cubierto en el desierto profundo.
Ruuman negó con la cabeza.
—Negativo. Los sensores no son capaces de superar los sistemas psíquicos de ocultación que los eldars utilizan. Es más probable que nuestra propia nave nos extermine antes de que consiga destruir el nodo.
Desaan se rascó la barbilla y frunció el ceño de nuevo.
—El escudo está roto, pero no desactivado. Las defensas de los alienígenas han quedado seriamente debilitadas. Si pudiéramos lograr que unos cuantos guerreros pasaran al otro lado del escudo y mataran a lo que sea que esté creándolo…
Henricos dio un paso adelante y lo interrumpió.
—Yo puedo pasar al otro lado de ese escudo.
Desaan soltó un bufido.
—Tienes talento para interrumpir a tus superiores, hermano sargento.
Henricos hizo un gesto de asentimiento como única muestra de disculpa. Santar entrecerró los ojos.
—Te escucho. ¿Cómo vas a poder entrar en esa tormenta, hermano? A menos que lo que quieras sea acabar empalado con tu propia espada.
—Porque un guerrero de carne no tiene nada que temer de esa tormenta.
Henricos dejó a la vista el muñón que le había quedado tras quitarse la mano biónica.
—No hay problema. Puedo combatir sin ella —les aseguró con rapidez.
Una tormenta de miradas de reprobación cayó sobre el sargento.
—Has deshonrado al Credo de Hierro —le recriminó Santar—. Ese implante mecanizado forma parte de las tradiciones y de los ritos. Es lo que nos convierte en lo que somos.
—Y lo que somos es lo que nos está derrotando, mi primer capitán. Lo que yo sugiero es un nuevo enfoque.
—Un enfoque por el que recibirás una severa amonestación.
—Aceptaré cualquier castigo que se considere oportuno imponerme.
Santar lo miró fijamente, y tuvo que contenerse para no infligir el castigo en ese mismo instante.
—¿Aunque sea la muerte?
Henricos se mostró estoico.
—Puedo pasar al otro lado del escudo.
—¿Solo? —le preguntó Attar con un evidente tono de duda.
—No, sólo no.
Fue Santar quien contestó al ver que una unidad de tropas veteranas del ejército se acercaba al cónclave de oficiales de los Manos de Hierro. Parecían tremendamente nerviosos por encontrarse en presencia de aquellos enormes guerreros, y se mantuvieron todo lo juntos que pudieron.
Santar contuvo el desdén que lo invadió y se esforzó por ver soldados en los niños que tenía delante.
El oficial al mando era un coronel de aspecto avejentado de los Masonitas de Savaan, quien se arrodilló delante de los oficiales de los Manos de Hierro igual que si fuera un siervo. A diferencia de sus subordinados, no temblaba.
Desaan lo miró fijamente desde la cima de la armadura de catafracto.
—Di cómo te llamas.
—Mis señores —los saludó con una voz áspera por fumar demasiado o por la propia edad—. Soy el mariscal Vortt Salazarian del 254.º de Savaan, los Masonitas, y he servido en la Gran Cruzada del Emperador y de vuestro señor lord Gorgón durante cuarenta años.
Desaan se llevó los dedos a la tachuela de platino que tenía clavada en el cráneo.
—No me vengas a hablar de años de servicio, anciano. ¿Qué sabrás tu de eso?
Attar cruzó sus enormes brazos biónicos sobre el pecho mientras que Meduson se limitó a mirar fijamente al coronel. Todos ellos llevaban tachuelas de platino y habían participado en campañas que duraban mucho más que la vida de un simple mortal.
El coronel mostró su valor cuando ni siquiera pestañeó ante aquello. Ni siquiera se inmutó.
—No era mi intención ofenderos. Acompañaremos al sargento Henricos y entraremos en la tormenta —dijo, y se pasó la lengua por los labios resecos para humedecerlos. La presencia de los marines espaciales solía provocar aquello en los humanos—. Si nos lo permitís, lo haremos. Será un honor para nosotros.
Desaan soltó un bufido.
—La carne es débil… —empezó a decir, pero Santar levantó una mano para hacerlo callar.
Los soldados veteranos del ejército parecían delgados y débiles, incluso el curtido coronel, pero también lo parecían los eldars, y habían demostrado ser unos adversarios formidables.
Desaan meneó lentamente la cabeza en un gesto negativo antes de hablar.
—Se desmoralizarán, huirán, y habremos perdido a uno de los nuestros por intentarlo.
—Ya basta —declaró Santar sin dejar de mirar al coronel arrodillado. Le indicó con un gesto que se levantara—. No soy un rey, y tú no eres mi súbdito. Ponte en pie. —Señaló a Desaan con un gesto de la barbilla—. ¿Tiene razón? ¿Vais a huir?
Salazarian se cuadró de hombros y alzó el mentón.
—Dejadnos mostrar nuestra valía. No huiremos, mi señor. Hemos resistido hasta ahora.
—Pocos simples mortales pueden decir lo mismo —apuntó Henricos.
Los ojos de Santar eran esquirlas de pizarra cuando miró al sargento.
—Conozco muy bien la afinidad que sientes hacia los humanos. La vi cuando me entregaste el informe sobre las unidades del ejército.
Se calló y miró hacia la tormenta. Luego volvió la vista hacia los veteranos.
«Es mejor actuar y pedir perdón que quedarse paralizado por la indecisión».
Había oído eso mismo de los labios de Ferrus Manus. Santar deseó poder pedirle consejo en un momento como aquél. Puesto que no podía, tomó una decisión.
—¿Respondes por este hombre y por sus guerreros?
—Será mi muerte si fracasan —le contestó Henricos.
—En eso tienes toda la razón —le replicó Santar, dejando muy clara la amenaza—. Encuentra a la cábala o lo que sea que estén utilizando esos eldars para mantener esa tormenta y acaba con sus miembros. Te seguiremos y aniquilaremos lo que haya quedado. El camino está decidido, hermanos. Lo único que hay que hacer es recorrerlo.
Henricos saludó y se dirigió a reunir al resto de los Masonitas.
Desaan negó con la cabeza después de que se fuera.
—La valentía descabellada mata a los guerreros con más rapidez que un bólter o una espada. —Señaló a la nube de tormenta—. Esos hombres morirán ahí dentro. Henricos también.
Santar observó a la ominosa nube negra, y tuvo la sensación de que ella le devolvía la mirada con ferocidad.
Mientras se estaban retirando, cuando los zarcillos de humo negro se les habían acercado con el movimiento delicado e inexorable de un banco de niebla, sintió un peso aplastante en el pecho, como si sus extremidades hubieran quedado enterradas bajo un metro de ferrocemento. Todos sintieron lo mismo, todos y cada uno de aquellos que tenía un número importante de implantes mecánicos.
Toda su fuerza, todo el poder de una legión a su disposición, y lo único que podían hacer era mirar.
—Pues si eso ocurre, espero que tenga una buena muerte y que sea un sacrificio que merezca la pena. Pero te prometo una cosa: de un modo u otro vamos a destruir ese nodo. El Gorgón así lo ha ordenado.
La piedra fría le heló la cara. Un hilo de agua procedente de algún arroyo subterráneo le humedeció los labios y lo despertó.
Todavía aturdido y confuso por el veneno, Ferrus se volvió para tumbarse de espaldas y gruñó.
Jamás en toda su vida se había sentido tan débil.
No recordaba haberse desmayado. Debió de ocurrirle tras salir del matadero.
Intentó levantarse, y eso provocó un crescendo espantoso de sonidos dentro de su cabeza. La sangre le atronó en los oídos. Se agarró la cabeza con las manos y torció el gesto en una mueca de dolor mientras se incorporaba sobre una rodilla.
Las extremidades le pesaban como si fueran de plomo, lo que lo hizo moverse con lentitud y torpeza. Rompeforjas le sirvió de muleta. Ya era la segunda vez desde que había entrado en el laberinto que la utilizaba en un acto innoble. Aquello disgustó al primarca, quien observó sus alrededores en cuanto estuvo de nuevo de pie.
Por suerte, la serpiente, o lo que fuera aquello, se había marchado. Hasta el silbido había desaparecido, y lo que lo había sustituido era un terrible silencio. Ferrus dudaba mucho de que fuera capaz de sobrevivir si se tenía que enfrentar de nuevo a ella en ese momento. Apenas era capaz de mover los pies, mucho menos un arma.
Dio un par de golpecitos al pomo de Draken.
—Gracias, hermano.
El camino que se extendía a su espalda era la oscuridad. Ni siquiera era capaz de ver el matadero, y se preguntó cuánto tiempo y hasta dónde habría llegado en su delirio. Delante de él no había más que oscuridad, pero se veía un diminuto punto de luz, algo parecido a un faro que pudiera guiar en mitad de una tormenta. La turbulencia de sus propios pensamientos tiraba de él en todas direcciones.
¿Qué era lo que había dicho aquella criatura?
«Angel Exterminatus».
Ferrus comprendió las palabras, pero no su significado. Le dolía pensar en ellas, y una vaga sensación de quemadura se apoderaba de los bordes de su conciencia cuando lo hacía.
Al moverse, comenzó a recuperar las fuerzas. El brazo todavía le dolía en el punto donde la plata se había fundido, pero la quemazón no era tan intensa. Sin embargo, tenía el cuello terriblemente irritado, y durante unos momentos sospechó que la criatura le había infligido otra herida de la que no se había percatado hasta ese momento, pero cuando se tocó la piel bajo la gorguera comprobó que no había herida alguna.
Ferrus contuvo la irritación y caminó lentamente hacia el punto de luz.
Lo más probable era que se tratara de otro truco, alguna nueva clase de tortura con la que ponerlo a prueba. Ferrus todavía no sabía a qué se debería todo aquello. Llegó a la conclusión de que si sus enemigos quisieran matarlo, ya lo habrían hecho, o al menos lo habrían intentado con más fuerzas y de un modo más evidente. Los alienígenas, sobre todo los eldars, eran criaturas crípticas y caprichosas, incluso para alguien con la formidable agudeza mental de un primarca. No veía sentido alguno a su lógica. La criatura que lo perseguía no era una serpiente, era algo más siniestro, algo primigenio y, eso también lo sospechaba, algo que no era del todo obra de sus captores. Aquello había intentado matarlo de verdad. Había sentido toda su rabia, su hostilidad, su anhelo sádico, y Ferrus era el objetivo de todo eso. Lo había sentido cuando combatieron, pero fue algo incompleto, como si la criatura no estuviera materializada del todo.
Ferrus no tenía la menor idea de qué significaba todo aquello. De lo que sí podía estar seguro era de que la criatura no había muerto y de que volvería a por él. Fuera cual fuese el plan original de los eldars, sabía que tendría que matar a la criatura para escapar.
Pasó a través del punto de luz, que había aumentado de tamaño hasta convenirse en una fisura luminosa que por la que cupo sin problemas, y se preparó para la batalla que se avecinaba.
No tendría que esperar mucho.
Delante de él, una serie de grandes arcos triunfales llevaban hasta una gran avenida procesional. Tenían el aspecto de grandes portales con las puertas abiertas y destrozadas, listas para permitir el paso a cualquier posible invasor. Las piedras ennegrecidas por el fuego se alzaban a ambos lados de las puertas, y de todas ellas se habían desprendido grandes trozos.
La fisura de luz se había cerrado a su espalda, lo que no dejaba ninguna vía de salida visible.
Tal y como había sospechado, aquél iba a ser el escenario de su último enfrentamiento.
Ferrus se sintió igual que un gigante que estuviese dando un paseo por un palacio grandioso pero destrozado. Dejó atrás varias puertas mientras recorría la avenida procesional hasta que entró en una cámara anexa. Incluso reducida a escala, la gran sala era inmensa. Un gigante habría quedado empequeñecido allí. Los elementos arquitectónicos góticos dominaban el conjunto, pero tenían un aspecto desolado y austero, lo que sugería la existencia de glorias pasadas y de un estancamiento cultural. Los cráneos tallados se alineaban a lo largo de las paredes como si el lugar fuera un enorme osario, y un ánimo sombrío impregnaba todas sus líneas lúgubres. Era un monumento a la decadencia y al declive imparable, donde la opulencia había dejado paso hacía ya mucho tiempo a la decrepitud.
Ferrus se dio cuenta mientras pisaba las losas del suelo que aquello no era una gran sala, y que jamás lo había sido.
Era una tumba.
Y al final de la explanada agrietada, envuelto en finas telas de gasa y cubierto por la gruesa pátina del paso del tiempo, se encontraba un inmenso trono, a una escala desproporcionada con el resto del palacio.
Desplomado sobre el trono, en un reposo descarnado, estaba sentado un rey.
El rey del anquilosamiento, el señor de un imperio que se pudría, con la túnica hecha harapos y un cuerpo carente de carne, un despojo esquelético. No llevaba corona, y su rostro sólo mostraba la mueca de un rictus, una última expresión dolorida a causa de un sueño sin cumplir.
Se alzaba muy por encima de Ferrus, y lo miraba a través de unas cuencas oculares del color de la arpillera.
Una respiración sibilante, la última, se escapó de la boca del rey no muerto y provocó un temblor consternado en el rostro del primarca.
Dio un paso atrás, ya que casi esperaba que el cadáver volviera a la vida.
Sólo cuando la respiración continuó, se dio cuenta Ferrus de que no se trataba del rey, sino de algo que le proporcionaba al cadáver aquel sonido prestado.
Surgió desenroscándose del escondite que había buscado detrás del trono desgastado del rey muerto.
El cuello y la cabeza sobresalieron erguidos mientras que el resto del enorme cuerpo se movía ondulante proporcionándole apoyo. Plata reflectante le cubría los costados. Sus ojos eran estanques corruptos de color amarillo sulfuroso, atravesados por unas pupilas negras y estrechas como dagas. Exhalaba un odio que se propagaba igual que un almizcle embriagador que alteraba los sentidos del primarca de forma vertiginosa.
Alargó una mano para empuñar a Rompeforjas, pero la serpiente saltó hacia él con la velocidad de un rayo, y Ferrus se vio obligado a agarrarla por las fauces antes de que se le cerraran alrededor de la garganta.
Una saliva caliente, hedionda y cargada de ácido salpicó la cara del primarca, que gruñó de dolor. Luchar contra aquella bestia era algo parecido a intentar aferrar algo líquido, pero Ferrus logró derribarla y rodearle el cuello con los brazos antes de que tuviera ocasión de escaparse. La serpiente se sacudió con fuerza y lo levantó del suelo para luego estrellarlo contra el mismo. El primarca sintió unas lanzadas de dolor agónico en la espalda y en los hombros. Le pareció que tenía el cuello a punto de partirse cuando la herida ardiente que no era una herida alrededor de la garganta le ardió como un fuego infernal.
—¡Soy el Gorgón! ¡Soy un primarca! —aulló.
Su cabeza chocó contra algo duro, y en los ojos le bailaron motas negras. Después, la visión le quedó cubierta por una capa rojiza, pero Ferrus se mantuvo agarrado.
Se mantuvo agarrado y apretó más todavía.
A pesar de los esfuerzos febriles de la serpiente, Ferrus fue apretando más y más, poco a poco. La estrangularía, aniquilaría cada pizca de vida que tuviera aquella criatura hasta que se quedara fría e inmóvil, y después le aplastaría el cráneo hasta convertirlo en una pasta rojiza.
—Has vuelto del submundo… —le espetó—. Deberías haber seguido muerto, Asirnoth.
¿Qué podía ser aquello sino una manifestación de esa temible criatura?
La serpiente giró la cabeza… La giró de un modo que debería haberle partido el cuello bajo la presa implacable del primarca. Unos labios que no deberían ser labios se separaron. Unos ojos humanos que le resultaron familiares lo miraron. A lo largo de la espalda le creció de repente una larga melena al mismo tiempo que un rostro noble y hermoso se configuraba sobre los rasgos antes reptilianos.
—Yo… —dijo sin un solo tono sibilante en la voz—… yo no soy… —las palabras eran musicales, líricas, hermosas—… Asirnoth…
Ferrus lo supo, lo supo al reconocer la voz y el rostro que tenía delante.
Era el asesino perfecto, con una velocidad sobrenatural y una fuerza sobrehumana. Sólo otro primarca podría haberlo derrotado.
Sólo «otro» primarca…
Relajó por un momento la presa, y el proceso de transformación combinó el rosto humano y el de la criatura. Una fila de colmillos cubiertos de saliva le atravesó las encías, y la violenta metamorfosis abrió una serie de heridas sangrantes. Los ojos que un momento antes eran cálidos y fraternales se estrecharon hasta convertirse en manchas amarillas con un tajo negro. La piel cubierta de escamas se asomó en la parte inferior del cuello y en las mejillas como si se tratase del contagio de una plaga.
Ferrus contuvo las ganas de vomitar y apretó con más fuerza. Abrió los ojos de par en par en una sincronía espeluznante con los de la criatura a medida que le aplastaba lentamente la garganta. El monstruo forcejeó. Quería vivir, quería manifestarse en aquel plano, pero Ferrus la mataría. Acabaría con ella con sus propias manos.
—Tú no eres él —le dijo a través del muro que formaban sus dientes apretados.
De la boca de la serpiente surgió un último estertor, mitad reptiliano, mitad humano, y se quedó quieta, sin vida.
Ferrus apretó con fuerza una última vez hasta que le dio la impresión de que se le iban a partir los nudillos, y luego la soltó. La criatura se deslizó hasta desplomarse muerta en el suelo.
De la garganta del primarca escapó una larga exhalación temblorosa y se frotó los ojos como si quisiera borrarse de la cabeza un mal sueño.
La inquietud se transformó en furia. Ferrus empuñó a Rompeforjas e hizo lo que había prometido. Siguió golpeando durante todo un minuto antes de que el dolor en los brazos y en los hombros lo hiciera parar. Cuando acabó, poco quedaba ya de la criatura, que había quedado convertida en una espesa mancha roja. Se quedó jadeante y con la frente cubierta de gotas de sudor que caían al suelo. Notó el fresco de la evaporación en la piel enfebrecida y siguió esa sensación hasta el propio trono.
Ferrus se sintió enfurecido y se abalanzó contra el rey cadáver. Lo sacó con una sola mano del trono y lo lanzó al suelo, donde se destrozó convertido en una lluvia de huesos.
—Se acabó tu reinado —le dijo antes de enfundar el martillo.
Luego agarró cada uno de los reposabrazos con una mano y tiró hasta arrancar el trono de sus fijaciones. Eso dejó a la vista un portal de luz. Ferrus arrojó a un lado el trono destrozado y cruzó el portal mientras se preparaba para enfrentarse a sus atormentadores.
No fue lo que se esperaba.
Ante él giraba un enorme planetario rebosante de planetas y estrellas encerrado en un espacio infinito que no tenía dimensiones ni límites ni bordes discernibles. El efecto fue desconcertante.
La mirada del primarca se vio atraída hacia un mundo principal dominante, que formaba parte de un sistema de otros cuatro planetas con varias estrellas y lunas desoladas. El mundo era negro, y Ferrus se acordó de la arena negra que había pisado durante buena parte de ese viaje. Un momento después, como si alguien hubiera encendido una cerilla en su superficie, o ésta hubiera recibido el choque de la cola de un cometa, el planeta principal estalló en llamas. Se convirtió en un incendio que devoró todos los continentes y los mares y envolvió al planeta hasta convertirlo en un sol maligno. Sólo cuando la transformación fue completa se dio cuenta Ferrus de que no se trataba de un sol, sino de un ardiente ojo de color rojo con la pupila negra.
La escena se siguió desarrollando y vio cómo crecía un anillo de hierro negro que se movía lentamente alrededor del planeta rojo. El anillo contuvo al planeta rojo hasta que un segundo anillo de color cobalto se unió al primero. Aunque ardió con ferocidad, el ojo no fue capaz de escapar de la unión de ambos anillos enviados para contenerlo. El sol se apagó poco a poco hasta desaparecer, lo que dejó al planeta negro inmóvil de nuevo.
Ferrus alargó una mano para tocar el planetario, pero su mano plateada lo atravesó, lo que reveló que era una ilusión. Se desvaneció como el humo en un instante.
—¿Qué es esto? —exclamó—. ¿Más señales, más juegos?
—No es un juego —le dijo una voz profunda y levemente musical.
Ferrus se volvió para encararse con su captor con Rompeforjas ya en las manos.
—Es el futuro. Tu futuro —le explicó el eldar—. Si es el que tú quieres que sea.
El alienígena llevaba una túnica de numerosos colores apagados. El tejido iridiscente tenía bordados símbolos arcanos, pero también llevaba algunas runas colgadas de cadenas finas como gasas o de relucientes hilos de diamantes. No se cubría la cabeza con un casco ni con una máscara, lo que dejaba a la vista su rostro alargado de pómulos salientes y una barbilla prominente que casi parecía una daga. Tenía la piel cubierta de extraños tatuajes, y llevaba afeitados los lados de la cabeza, desde la que caía una larga melena de cabellos dorados. Una sabiduría insondable y un intelecto caprichoso brillaban en los ojos almendrados que miraban fijamente al primarca. Pero en ellos también había miedo.
—Has llegado a un cruce en el camino, Ferrus Manus. La senda por la que caminas lleva a la muerte, pero otra lleva a la supervivencia y al cambio de muchas cosas en la galaxia —le explicó el eldar—. No eres consciente de la importancia que tienes.
El alienígena abrió las manos en un gesto de paz y de solidaridad.
Lo único que Ferrus vio fue un alienígena embustero.
—¿Y esperas que me lo crea, criatura?
El primarca habló con tranquilidad y sosiego. No había rastro alguno de la rabia incontenible que lo había embargado momentos antes.
—Te ofrezco esperanza. Se la ofrezco a la galaxia —declaró—. Tú puedes cambiarlo todo.
Ferrus le sonrió, pero fue un gesto falso. El eldar se envaró al verlo.
—Sé que moriré —le respondió el primarca—. Lo mismo que sé cuál es mi lugar y mi deber. No importa si muero sobre un planeta ennegrecido que jamás había visto o sobre los peñascos de Medusa. Soy un rey guerrero, alienígena, pero también soy otra cosa. Soy humano. A diferencia de vosotros, eldars, los humanos no nos rendimos al destino. —Los ojos de Ferrus se iluminaron llameantes—. Nosotros le damos forma al destino.
—Te equivocas…
—No, eres tú el que ha cometido un tremendo error al encerrarme aquí —lo interrumpió Ferrus, al mismo tiempo que blandía a Rompeforjas. Parte de los restos de la serpiente salieron despedidos por el aire, un aviso de lo que estaba a punto de ocurrir—. Un error sólo superado por haberte mostrado ahora ante mí.
—Por favor, ofrezco vida… —suplicó el alienígena.
—Ofreces una jaula de predestinación —volvió a interrumpirlo Ferrus, esta vez con un gruñido—. Es tu último gambito desesperado —le dijo antes de lanzarse a la carga.
—¡Escúchame! —le gritó el eldar. El alienígena retrocedió al mismo tiempo que alzaba un escudo psíquico para protegerse—. No tiene por qué ser así. No cedas ante la furia.
—¡Furia es lo que yo soy! —rugió Ferrus—. ¡Soy un rey guerrero nacido de la sangre de la batalla!
Ningún escudo creado mentalmente podría resistir la furia destructiva de Rompeforjas, y menos cuando la empuñaba su dueño. Las defensas quedaron destrozadas y los fragmentos psíquicos se clavaron en el eldar tan dolorosamente como si fueran dagas. El alienígena retrocedió al tiempo que lanzaba una descarga de energía que rebotó en la hombrera del primarca. El hedor a ozono le llenó las fosas nasales, pero no estaba dispuesto a detenerse ante nada.
Su aullido sacudió el propio tejido del mundo construido a su alrededor. El eco psíquico de su furia deshilachó algunas de las costuras que lo mantenían de una sola pieza.
—¡Libérame ya!
Sudoroso, sangrante y encogido por el miedo, el eldar huyó a través de una fisura de aquella realidad fingida.
Ferrus se lanzó en su persecución e intentó deslizarse por el mismo portal por el que había salido el brujo alienígena, pero un aura de luz perfecta lo repelió.
—¡Libérame!
Las palabras resonaron hasta el infinito mientras la luz lo envolvía y le ahogaba los sentidos hasta fundirlos en uno solo, hasta que la oscuridad lo sobrepasó por completo y tuvo la sensación de que estaba cayendo para toda la eternidad.
El cuerpo del último brujo de la cábala cayó deslizándose por la hoja de la espada y dejó un rastro de sangre alienígena en el arma. Incluso después de la muerte de ese enemigo y la lenta desaparición de la tormenta, Bion Henricos sabía que estaba muerto.
De los seis mil veteranos que había encabezado en el avance hacia la oscuridad apenas quedaban ochocientos. Todos rodeaban al sargento de los Manos de Hierro. El coronel Salazarian luchaba con ferocidad a su lado a pesar de estar herido y de tener los pulmones encharcados de sangre. El comandante del ejército entrecerró sólo un ojo, ya que el otro lo había perdido arrancado por la punta de un cuchillo eldar, y también se dio cuenta de que estaban perdidos.
Por primera vez después de una hora, Salazarian dejó de gritar órdenes a sus soldados.
Henricos reconoció aquel fatalismo repentino.
—Nos habéis devuelto nuestra dignidad y nuestro honor —le dijo el coronel—. Y os doy las gracias por ello, mi señor.
Se oyó un zumbido agudo. El rápido desplazamiento del aire y la salpicadura de un fluido tibio en la cara le dijeron a Henricos que el viejo guerrero estaba muerto antes de ver el tremendo agujero en el pecho del coronel.
Salazarian se desplomó con una mirada muerta en los brazos del sargento, que lo dejó con suavidad en el suelo.
La tormenta se estaba desvaneciendo, pero la oscuridad que albergaba tardaba más en disiparse. Sus hermanos no llegarían a tiempo hasta él. Los soldados morían a mansalva bajo los últimos esfuerzos de los eldars. Los alienígenas también morían, pero no querían hacerlo solos. Querían la cabeza del marine espacial. Querían matar a Bion Henricos.
—¡Por el Gorgón! —gritó, al mismo tiempo que clavaba su espada de acero de Medusa en la tierra para poder empuñar la pistola bólter. Los proyectiles salieron despedidos en un arco ardiente que dejó una lengua de fuego en el aire. Los cuerpos de los alienígenas recibieron los impactos y murieron en una agonía explosiva. Un disparo a través de la oscuridad impactó en la cabeza de uno de los jefes guerreros, el cual empuñaba un alfanje que parecía tan ansioso de combatir como su portador.
—Por el Gorg…
Algo impactó en el cuello de Henricos, probablemente un proyectil shuriken de algún arma eldar. Gruñó al notar una sensación ardiente. Un rayo láser le atravesó el muslo medio segundo después. Trastabilló, se soltó el escudo de combate del antebrazo y se llevó el muñón de la muñeca a la garganta, pero no fue suficiente. Otro rayo le atravesó el torso en un punto entre el hombro y el pecho. Se desplomó sobre una rodilla y disparó una ráfaga sin ni siquiera apuntar.
Los iconos de alarma destellaban de un modo insistente y ruidoso en la pantalla retinal, así que se quitó el casco para no verlos ni oírlos.
Henricos cerró los ojos y se preparó para el final, y en ese momento una mano lo tocó en el hombro. Abrió de nuevo los ojos.
—La guerra todavía no ha acabado contigo, hijo de los Manos de Hierro —le dijo una voz de hielo y fuego.
El gigante que se alzaba delante de Henricos llevaba puesta una armadura de color negro carbón. Sus poderosos brazos relucían recubiertos de una plata lustrosa que fluía como el mercurio. Unos ojos de pedernal tallado lo miraron con expresión ceñuda, y el martillo que empuñaba era capaz de derribar montañas.
Ferrus Manus había regresado y los eldars estaba huyendo.
—La tormenta ha terminado, hijo mío —le dijo el primarca, al mismo tiempo que alargaba una mano hacia él—. Ponte en pie para ver cómo acaba todo.
Henricos oyó al resto de la legión acercarse a través del fuego y del humo de la batalla.
Santar y los morlocks fueron los primeros en llegar al lado del primarca. Les resultó difícil contener la alegría que sintieron al ver de nuevo a su padre. Los bólters y las espadas cantaron.
El nodo cayó con rapidez, aunque buena parte de lo que se produjo después casi pasó inadvertido para Henricos. El sargento llevó en brazos a Salazarian de regreso a sus propias líneas. Apenas trescientos soldados veteranos consiguieron volver con vida a su lado.
Más tarde serían honrados por su participación en la batalla y se los nombraría hijos adoptivos de Medusa. Fueron los primeros miembros del Muro de Cadena, y se convirtieron en sus capitanes y en una prueba viviente a partir de ese día de que no toda la carne era débil.
Santar lo encontró en el borde del campo de batalla, montando guardia al lado de Bion Henricos.
Tras devolver el cuerpo del coronel Salazarian, el sargento cayó inconsciente a causa de sus heridas.
—Sobrevivirá, pero necesitará más implantes —le comentó el primarca.
—Como es su derecho. Los Padres de Hierro se ocuparán de él —le contestó Santar—. Había pensado castigarlo por desobedecer el Credo de Hierro.
—Deberías hacerlo.
Santar pensó en ello, pero en esos momentos tenía otros pensamientos que lo preocupaban más.
—¿Qué ocurrió?
—No tiene importancia —le contestó Ferrus en voz baja. Su humor cambió de repente y devolvió con dureza la mirada a los ojos interrogantes del primer capitán—. Nada ha cambiado.
El primarca llamó con un gesto a uno de los legionarios, quien colocó un proyector hololítico en el suelo. Los Manos de Hierro habían recibido un informe que comunicaba el descubrimiento por parte de los Salamandras de un segundo nodo «primario» en la jungla. Una vez conseguida la victoria en el desierto, Ferrus estaba decidido a reunirse con su hermano.
—¿Nos vamos? —le preguntó Santar cuando el hololito se activó formando un cono de luz granulosa y gris.
—Así es. Reúne a los morlocks y diles que nos dirigimos a la jungla. —Una leve sonrisa mostró el placer que sentía el primarca—. Mi hermano nos necesita.
Mientras Ferrus comenzaba a hablar con su hermano, Santar se dispuso a cumplir la orden que le habían dado, pero a pesar de que su señor había regresado, no fue capaz de quitarse de la cabeza la sensación de que no todo iba bien. Fuera lo que fuese lo que le hubiera ocurrido al Gorgón durante su ausencia, le había dejado una marca indeleble, una que resonaría en su futuro. Quizá en todos sus futuros.
Las avenidas osificadas que salían de su santuario protegido eran peligrosas, pero no les quedaba más opción que enfrentarse a esos peligros. El fragmento de consciencia maligna que había encontrado el modo de entrar en el falso mundo de Lathsarial había muerto, y lo había matado el propio Gorgón.
Pasarían milenios antes de que pudiera regresar.
Lathsarial trastabilló y el adivinador tuvo que ayudarlo a caminar. La criatura ignorante a la que había tratado de salvar lo había herido. La desesperación y la angustia salían a chorros de su interior formando un rastro psíquico que atraería a otros depredadores. Tenían que encontrar otro lugar seguro, y pronto.
—He fracasado —gimió, absolutamente desolado—. He permitido que ocurra una guerra, una guerra que diezmará a nuestra raza cuando ya quedamos tan pocos.
El adivinador tenía puesta la atención en la telaraña que rodeaba la senda por la que caminaban. Se mantuvo alerta ante la aparición de cualquier posible grieta, de cualquier fisura, aunque pareciera insignificante. Muchos subplanos ya habían sido devorados, y muchos más lo serían cuando tuviera lugar el conflicto que Lathsarial tanto se había esforzado por evitar.
Esas cosas eran inevitables, por lo que el estado de ánimo del adivinador era optimista.
—No estabas destinado a evitarla —le dijo mientras abría un canal nuevo en el camino de hueso, uno que apenas nadie recorría y que por lo tanto era más seguro—. Ya estamos cerca de un lugar de curación.
Lathsarial no le contestó. El vidente se mostraba inconsolable.
—Los humanos son tan cerrados de mente… —añadió el adivinador—. Hasta los que se consideran superiores, como el Gorgón. Tiene pies de hierro, que están fijados a su destino y a su condenación.
—Pero no se condena sólo a él, sino a toda una galaxia. Una galaxia que está destinada a ser devorada por las llamas.
Una luz fresca los envolvió cuando por fin llegaron al lugar de curación. El adivinador tendió a Lathsarial sobre una losa y le ordenó que descansara.
El otro vidente se hundió en la inconsciencia, y el adivinador volvió a visitar su propia visión de la presciencia. Había visto tres veces desplegarse exactamente la misma eventualidad. Eso en sí mismo ya era extraordinario.
—Todavía hay esperanza —murmuró—. En el imperio del Rey Guerrero, él nombrará a un heredero. Incluso si el Gorgón cae y no presta atención a nuestros avisos, habrá otro que sí nos escuchará, uno que estaba perdido.