OCHO

aquila

OCHO

Inspiró una profunda bocanada de aire estancado cuando la oscurida lo envolvió como un amante a medianoche. Tenía un regusto a metal y a carne, a polvo y a paso del tiempo. La Fenice fue antaño un lugar lleno de magia, pero sin el aliento de la vida para sostenerlo, el teatro era poco más que una cáscara vacía, carente de toda posibilidad de alegría. Lucius se esforzó por recordar la maravillosa anarquía que en aquel momento del pasado había llenado el lugar, la violencia sin sentido y las cópulas enloquecidas que llenaron el escenario y los palcos con una celebración de todo lo que era pasional y visceral.

Los recuerdos que conservaba de lo ocurrido eran vagos y confusos, algo parecido a un eco apagado más que al glorioso momento de despertar que él quería recordar. El escenario estaba astillado y cubierto de sangre, con las paredes llenas de manchas de fluidos apestosos de donde colgaban manojos de vísceras podridas que no deberían encontrarse fuera de un cuerpo humano. Los pájaros cantores que emocionaban con sus trinos desde sus jaulas doradas habían desaparecido, las luces también doradas estaban apagadas, pero los cuerpos medio descompuestos que se había esperado encontrar no se veían por ningún lado.

¿Quién se los habría llevado, y para qué?

Se le ocurrieron unas cuantas respuestas: por placer, para una disección, como trofeos. Sin embargo, ninguna de ellas le parecía probable. Lucius no vio señales de que hubieran arrastrado los cuerpos, tan sólo las manchas de los lugares donde habían caído los cuerpos. Daba la impresión de que algo que se encontrara en esa cámara les hubiera absorbido toda la sustancia, algo que fuera capaz de sacar fuerzas de la presencia de tanta muerte.

Lucius avanzó a lo largo de la vastedad resonante del teatro desierto. Sus pasos lo llevaron de un modo inevitable hacia el centro del escenario. Más arriba se encontraba el Nido del Fénix, y lanzó una mirada cautelosa por encima del hombro cuando notó que se le erizaba la piel de la nuca ante la posible presencia del peligro. Tuvo la sensación de que unos ojos malignos lo estaban mirando, pero todos sus sentidos le decían que estaba a solas.

Su mirada se vio atraída hacia el único punto de luz de La Fenice, y Lucius no se sintió sorprendido al ver que el retrato de lord Flugrim no se parecía en absoluto a la magnífica obra de arte que había presidido el renacimiento de la legión. Tal y como aparecía en sus sueños, el retrato era una obra de una insipidez insulsa. Para los sentidos prosaicos y vulgares de cualquier mortal habría sido una obra maestra, pero para un guerrero de los Hijos del Emperador era una pieza sin vestigios de alma.

Al menos eso era lo que creía Lucius hasta que se fijó en los ojos del Fulgrim que tenía frente a él.

Fue igual que mirar en las profundidades de un abismo que te devolvía la mirada. Lucius vio allí una angustia terrible, un pozo insondable de agonía y de tormento que lo dejó sin aliento. La boca se le quedó abierta en un gesto de mudo asombro y se llenó de alegría al sentir un dolor tan exquisito. ¿Qué clase de ser era capaz de sentir semejante desesperación? Ningún mortal y ningún guerrero del Adeptus Astartes podría lanzarse a una profundidad de desdicha tan inconmensurable.

Tan sólo un ser podría conocer semejante horror.

Lucius fijó la mirada en los ojos del retrato y reconoció en un instante la naturaleza del ser atrapado en aquella prisión dorada.

—Fulgrim. Mi señor… —musitó.

Los ojos lo miraban suplicantes, y se le estremeció todo el cuerpo al darse cuenta del conocimiento que sólo él poseía. El corazón principal le latió con fuerza en el pecho, y una mareante sensación de vértigo lo hizo tambalearse mientras se esforzaba por comprender la enormidad del engaño en el que habían caído los Hijos del Emperador.

Aturdido por la emoción, Lucius se dirigió hacia las puertas de La Fenice en un estado de fuga mental, apenas consciente de todo lo que lo rodeaba. La inmensa importancia de lo que acababa de descubrir lo llenaba igual que la luz de una supernova, y la fuerza de esa luminosidad hacía que los labios le temblaran igual que si una descarga eléctrica le recorriera todas las venas y arterias.

Atravesó las puertas del teatro tambaleándose igual que un borracho, y se desplomó de rodillas cuando comenzó a recuperar parte del control de su cuerpo. Lucius parpadeó para despejar la vista de la masa de luces y de colores que se la enturbiaba, y el mundo que lo rodeaba se volvió más real, más sólido, y más lleno de posibilidades emocionantes.

Había algo que sólo él, en toda la galaxia, conocía.

Pero hasta Lucius sabía que no podría hacerlo sólo.

Por mucho que lo irritara admitirlo, necesitaría ayuda.

—La orden silenciosa —susurró—. Convocaré a la Hermandad del Fénix.