CINCO

aquila

CINCO

Allí había belleza, una auténtica belleza, y tuvo ganas de llorar ante semejante espectáculo.

Sus guerreros sólo eran capaces de ver las propiedades físicas del bosque de cristal, pero Fulgrim vio la verdad que albergaba aquel lugar, una verdad que nadie más que él podía llegar a contemplar.

Las torres de cristal centelleantes, con una superficie que recordaba al diamante, surgían como columnas del suelo negro. Constituían un enorme monumento a las infinitas maravillas geológicas que existían en la galaxia. Ninguna de aquellas torres medía menos de cien metros, e incluso la más delgada tenía más de diez metros de diámetro. Cientos de miles de aquellas columnas se extendían hasta el horizonte, y cubrían toda aquella vasta extensión de terreno con su majestuosidad reluciente.

Surgían del suelo en formaciones espesas, donde crecían igual que los bosques orgánicos, creando sendas serpenteantes entre ellas. Fulgrim cambió de dirección al azar continuamente mientras se adentraba cada vez más y más en el centelleante bosque de cristal sin importarle hacia dónde iba. No resultaría difícil perderse en aquella selva cambiante de espejos. El primarca recordó una narración apócrifa sobre un guerrero perdido que quedó atrapado en un laberinto invisible que se alzaba en la meseta de Érice de Venus.

El muy estúpido había muerto prácticamente al lado de una salida, pero Fulgrim no temía que le ocurriera algo parecido. Él sería capaz de volver sobre sus propios pasos en mitad de aquel territorio desconocido sin ni siquiera tener que abrir los ojos.

Alargó una mano y paseó los dedos sobre los pulidos lados de las torres, y disfrutó de las diminutas imperfecciones de su superficie de silicato. Algunas tenían un aspecto lechoso y translúcido, mientras que otras eran completamente opacas, pero la mayoría mostraban un acabado semejante al de un espejo, y parecían un millón de lanzas que pertenecieran a un ejército de gigantes que había decidido dejarlas clavadas en la arena negra.

Fulgrim había leído sobre la existencia de un ejército enterrado en la antigua Terra. Se trataba de un ejército de soldados de arcilla dispuesto a proteger a un emperador muerto que temía la venganza de las incontables almas que había enviado al otro mundo en sus guerras de conquista. Aquello no era nada parecido, pero le divirtió imaginarse que caminaba entre las tumbas de un enorme ejército de colosos, y trazó un saludo imaginario e informal a los guerreros muertos sobre cuyas tumbas paseaba.

La batalla que habían librado para apoderarse de las instalaciones del Mechanicum lo había divertido un poco, pero había sido algo demasiado breve. Luchar contra un enemigo que no sentía desesperación alguna ante su destrucción total o que no suplicaba misericordia era una tarea aburrida y sin emoción alguna, y Fulgrim se sintió decepcionado por la incapacidad del Mechanicum de experimentar el éxtasis que tanto él como sus guerreros les habían concedido. Por supuesto, ya sabía que algo así ocurriría, pero le irritaba que sus oponentes le hubieran negado de un modo tan egoísta la emoción de oír sus gritos y de sentir el gozo de sus muertes.

Se le ensombreció el ánimo al pensar en el comportamiento tan zafio que había mostrado su enemigo, y alargó la mano de forma instintiva hacia la espada laer antes de recordar que se la había regalado a Lucius. Fulgrim se echó a reír ante la idea de que Lucius pudiera convertirse en alguien como él. Sin duda, el espadachín estaba tocado por los dioses, pero ningún mortal podría lograr lo que él había logrado, convertirse en lo que se había convertido.

Fulgrim se detuvo en mitad del paseo y se volvió con lentitud mientras contemplaba y valoraba la verdadera belleza que lo rodeaba. No se trataba del poder para esculpir que tenían los planetas. Eso no era más que un simple accidente geológico. Tampoco se trataba del cielo resplandeciente que se extendía sobre él. Aquello no era más que un efecto pintoresco producido por la contaminación y los elementos químicos de la atmósfera. No. La verdadera belleza de aquel lugar no era algo accidental, no era un hecho casual. Al contrario, se trataba de una maravilla única de concepto, de voluntad y de perfección.

Sus múltiples reflejos lo rodeaban, la perfección más increíble condensada en una forma viviente.

Fulgrim contempló cómo su imagen aumentaba o se alejaba con cada vuelta al azar que daba. Estaba embelesado con sus rasgos exquisitos, su rostro noble, su porte regio. ¿Quién podría rivalizar con él en perfección? ¿Horus? Difícilmente. ¿Guilliman? Ni por asomo.

Sólo Sanguinius se le acercaba algo en el plano estético, pero incluso su maravilloso aspecto era defectuoso. ¿Qué clase de ser perfecto podría verse maldecido con una mutación que lo marcaba convirtiéndolo en un recordatorio de unos mitos y unas creencias antiquísimas?

Y Ferrus Manus… ¿qué hay de él?

—¡Está muerto! —rugió Fulgrim.

Su voz resonó con un eco extraño a través de las densas capas del bosque de cristal.

MUERTO, MUERTo, MUERto, MUErto, MUerto, muerto…

Fulgrim giró sobre sí mismo a medida que los gritos distorsionados volvían a él como acusaciones. Se enfureció y desenvainó la espada. Empezó a propinarle tajos a la columna más cercana, lo que provocó una lluvia de fragmentos de cristal afilados como cuchillas que cayeron por doquier. Lanzó una serie de mandobles contra su propio reflejo, como si lo desafiara a que le respondiera. Atravesó la estructura cristalina con unos golpes terribles de un poder tremendo.

La hoja tallada en pedernal cortó igual que el hacha de un leñador, pero no perdió filo en absoluto a pesar de un manejo tan descuidado. Una conciencia muy superior a la humana la había creado, y dentro de su aspecto primitivo albergaba el poder de matar dioses.

—¡Todos mis hermanos son crueles y magníficos a su manera! —aulló Fulgrim, subrayando cada palabra con un fuerte tajo—. Pero todos y cada uno de ellos son una creación defectuosa, estropeada para siempre por una maldición que algún día será el fin para ellos. Sólo yo soy perfecto. ¡Sólo yo he sido templado en la forja de la pérdida y de la traición!

Por fin, su rabia intempestiva y caprichosa se disipó y retrocedió apartándose de la columna destrozada. Cegado por la furia, había cortado hasta la mitad de la base, y la torre de cristal empezó a tambalearse al perder la estabilidad estructural. El cristal crujió con un sonido semejante al de los disparos cuando la columna se partió a la altura de los cortes efectuados por Fulgrim. Luego se desplomó igual que un árbol derribado a hachazos y se estrelló contra el suelo, donde se convirtió en una tormenta de fragmentos cristalinos. Con su caída provocó el desplome de otra docena de columnas, y una amplia sección del bosque cayó contra el suelo con un estruendo retumbante y sonoro de cristales rotos.

El trueno de las torres derribadas resonó alrededor de Fulgrim, convertido en un crescendo interminable de destrucción musical. El dolor provocado por un sonido tan agudo y quebradizo le atravesó el cerebro, y fue un inmenso placer. Sus guerreros sin duda oirían aquel ruido, pero si acudían a ese lugar, no sería por temor a que le hubiese ocurrido algo a su primarca, sino para disfrutar del sonido sublime producido por una devastación tan caprichosa. Se preguntó cuánto tiempo habrían tardado aquellas columnas en alcanzar esa altura titánica. Miles de años. Quizá más.

—Tardaron milenios en crecer, y sólo ha hecho falta un instante para destruirlas —dijo con un tono de voz bastante desdeñoso—. Eso es toda una lección.

El eco del derrumbe de la columna se apagó y Fulgrim permaneció a la escucha de cualquier otra voz que sonara en el bosque. ¿Había oído a alguien pronunciar el nombre de su hermano, o había sido algo producto de su imaginación? Sostuvo la espada por delante de él y se quedó contemplando el reflejo pulido de su superficie pétrea mientras un recuerdo persistente pero que no lograba concretar le aguijoneaba la consciencia.

Ya había oido con anterioridad una voz sin cuerpo, ¿verdad?

Le había contado cosas terribles y secretas. Cosas insoportables. Fulgrim cerró los ojos y se llevó una mano a la cara para taparse las sienes con los dedos mientras intentaba recordar.

Estoy aquí, hermano. Siempre estaré aquí.

Fulgrim alzó la vista sorprendido, y una emoción que había dejado a un lado mucho tiempo atrás durante su ascenso a la gloria le atravesó el pecho como la punta de una lanza empuñada por el propio Khan en persona.

En la profundidad del bosque de columnas de espejo vio la figura de un guerrero poderoso equipado con una gastada armadura de combate del color del ónice pulido. Un rostro tallado en granito le devolvió la mirada a Fulgrim, y el primarca de los Hijos del Emperador gritó al ver la expresión de dolorosa pena infinita que se veía en las gruesas pepitas de color plateado que eran sus ojos.

—¡No! No puede ser… —susurró Fulgrim.

El primarca avanzó a través de los grandes colmillos de cristal que sobresalían del suelo. Se abrió heridas en las manos y arañó las placas impolutas de su armadura en su prisa por avanzar. Se tambaleó igual que si estuviera borracho, sin dejar de golpear a izquierda y derecha para romper o apartar los fragmentos de cristal todavía en pie o los trozos caídos que se mantenían en vertical y que antaño se habían elevado hacia los cielos.

—¿Tú qué eres? —chilló.

El eco de su grito rebotó a su alrededor de tal manera que dio la impresión de que una hueste de voces enfurecidas le exigía una respuesta. Perdió de vista al guerrero de negro mientras corría y se adentraba todavía más en aquel laberinto de espejos sin importarle otra cosa que desenmascarar la identidad de aquel invasor de su soledad.

Lo único que veía cada vez que levantaba la mirada era su propio reflejo con gesto de desesperación, con el rostro de rasgos aquilinos retorcido hasta mostrar un aspecto desagradable a causa de los ángulos desiguales y enloquecidos de las columnas. Ver su maravilloso rostro deformado por un capricho de la geometría reflectante lo enfureció, y se detuvo en un claro desigual que se abría entre aquellas torres.

Giró sobre sí mismo y desafió a sus reflejos a que mostraran algo que no fuera su verdadera belleza.

Más de un centenar de Fulgrims le devolvieron la mirada con la misma expresión de rabia, aunque sólo en ese instante, quieto y enfurecido, fue capaz de captar el dolor y el pánico en aquellos ojos tan negros.

—¿Dónde estás? —exigió saber.

Aquí estoy, le respondió uno de los reflejos.

Estoy donde me abandonaste para que me pudriera, le contestó otro.

La ira de Fulgrim se desvaneció igual que una gota de agua que hubiera caído sobre la cubierta ardiente de una máquina. Aquello era nuevo, aquello era inesperado, y por lo tanto, había que disfrutarlo. Recorrió todo el claro en una lenta circunferencia fijando la mirada en cada uno de los reflejos, pero procurando no perder de vista a los demás. Aquellos reflejos, ¿eran de él, o tenían vida propia y simplemente estaban imitando todos sus movimientos? No sabía cómo podría ser posible algo así, pero se trataba de una diversión fascinante.

—¿Quién eres? —preguntó en voz alta.

Ya sabes quién soy. Me robaste lo que era mío por derecho.

—No. Siempre fue mío —lo contradijo Fulgrim.

No es así. Tú sólo tomaste prestada la carne en la que caminas. Siempre ha sido mía y siempre lo será.

Fulgrim sonrió al reconocer la consciencia que se ocultaba tras la miríada de voces y de reflejos en los cristales rotos. Ya se había esperado algo así, y saber con quién estaba conversando le proporcionó una sensación de fraternidad muy agradable. Fulgrim envainó el anatam, seguro ya de que él no era el origen de las voces.

—Me preguntaba cuándo lograrías comunicarte con el exterior de la jaula dorada que tienes por prisión. Has tardado más de lo que me esperaba.

Su reflejo le sonrió.

Estar confinado es toda una experiencia nueva para mí. Me ha llevado cierto tiempo acostumbrarme. Una libertad como la que yo poseía es difícil de olvidar.

Fulgrim se echó a reír ante la petulancia que sonaba en la voz del reflejo.

—¿Y por qué me has mostrado a Ferrus Manus? —le preguntó al millar de reflejos.

¿Qué mejor espejo existe que el rostro de un viejo amigo? Sólo aquellos a los que amamos tienen el poder de mostrarnos nuestro verdadero yo.

—¿Se trata de la culpabilidad? ¿Crees que puedes lograr que te devuelva este cuerpo haciendo que sienta vergüenza? —inquirió el primarca.

¿Vergüenza? No, tú y yo hace mucho tiempo que dejamos la vergüenza atrás.

—Entonces, ¿a qué viene mostrarme al Gorgón? —insistió Fulgrim—. Este cuerpo es mío, y ningún poder del universo podrá obligarme a abandonarlo.

Pero sería mucho lo que podríamos conseguir si yo lo controlara de nuevo.

—Yo conseguiré mucho más —le prometió Fulgrim.

Tú síguete diciéndote eso para convencerte —le respondió su reflejo, riéndose—. No puedes saber las cosas que yo sé.

—Sé todo lo que tú sabías —le replicó Fulgrim, al mismo tiempo que levantaba los brazos y curvaba los dedos como si fuera un virtuoso del piano preparándose para tocar—. Deberías ver lo que soy capaz de hacer ahora.

Trucos de salón —se burló el reflejo, y apartó la mirada hacia otro de los espejos.

—Eres muy mal mentiroso —se rió Fulgrim—. Pero no debería esperar menos. Antaño engañaste a aquellos de mente débil con promesas de poder, pero lo que realmente les ofrecías era la esclavitud.

Todos los seres vivos están esclavizados a algo, ya sean las ansias de riquezas y poder o el deseo de posesiones materiales y de nuevas experiencias. O el deseo de formar parte de algo más grande que uno mismo…

—No soy el esclavo de nadie —declaró Fulgrim, y todos sus reflejos se echaron a reír. Aquel centenar de esos burlones lo atravesaron más profundamente de lo que podría lograrlo ninguna espada.

Ahora eres más esclavo que nunca —le contestó con voz sibilante su relejo—. Existes atrapado en un cuerpo de carne y hueso, encerrado en una máquina rota que te machacará hasta convertirte en ceniza. No puedes saber lo que es la verdadera libertad hasta que hayas conseguido un poder más allá de lo imaginable. Es decir, conocer el poder de un dios. Libérame y te mostraré cómo podemos ascender juntos para lograrlo.

Fulgrim meneó la cabeza en un gesto negativo.

—Sería mejor todavía someter ese poder y obligarlo a cumplir tu voluntad.

Juntos podremos experimentar maravillas increíbles —le ofreció el reflejo que tenía a su izquierda.

Un universo de sensaciones —dijo otro.

Está ahí para que lo poseamos —añadió un tercero.

—Di lo que quieras. No tienes nada que ofrecerme —le replicó Fulgrim.

¿Eso crees? Entonces es que no comprendes nada de ese cuerpo que reclamas como tuyo.

—Ya me he cansado de tus juegos —dijo Fulgrim, al mismo tiempo que se daba media vuelta, pero se encontró cara a cara con más reflejos—. Te quedarás donde estás y no volveremos a hablar.

Por favor —le suplicó uno de los reflejos, que de repente mostró una expresión de arrepentimiento—. No puedo seguir existiendo de este modo. Aquí hace frio y está oscuro. La oscuridad me asfixia por todos lados, y tengo miedo de desaparecer pronto.

Fulgrim se inclinó para acercarse a la superficie reflectante de una de las columnas de cristal y le sonrió.

—No temas a ese respecto, hermano —lo tranquilizó—. Pienso mantenerte mucho, mucho tiempo, tenlo por seguro.