CUATRO

CUATRO
Los guerreros del Mechanicum eran unos enemigos poderosos, modificados y potenciados más allá de las normas habituales entre los seres humanos normales, pero Lucius se preguntó si alguien se había molestado siquiera en enseñarles a aquellos guerreros el arte del combate cuerpo a cuerpo. Atravesó con la agilidad propia de un baile la vorágine del combate y movió las dos espadas en una serie de arcos vertiginosos que abrieron yugulares, amputaron miembros y cortaron la parte superior de varios cráneos.
Aquellos individuos no eran más que unas simples bestias, modificadas de un modo primitivo para que poseyeran mayor tamaño y fuerza que la mayoría de los humanos normales, pero apenas había sutileza alguna en el poder que poseían. Cualquiera podía llenar a un individuo de compuestos químicos para el crecimiento y acoplarle en el cuerpo sobredimensionado una serie de implantes de combate, pero ¿para qué servía eso si no los entrenaban en el uso de ese armamento?
Lo atacó una de aquellas criaturas, un servidor armado protegido con una armadura de combate de color azur y que mostraba pocas partes orgánicas. El cañón que llevaba acoplado al hombro disparó un chorro de proyectiles que levantaron un torbellino de fragmentos de piedra volcánica vítrea, pero Lucius ya se había apartado del punto de impacto. Rodó sobre sí mismo para pasar por debajo de la ráfaga de proyectiles, cortó con agilidad los rugientes cañones rotatorios del arma mientras se apartaba y clavó su espada terrana a través del estrecho hueco existente entre dos de las placas abdominales de la armadura.
Una espesa sangre negra y aceitosa salió a presión de la herida, igual que si se tratase de fluido hidráulico, y Lucius dio un giro para colocarse fuera del alcance del brazo que le quedaba a su oponente. La garra de transporte recubierta de energía intentó atraparlo, pero con demasiada lentitud, y Lucius la utilizó como trampolín. Se subió de un salto al saliente de una de las placas de la armadura que se encontraba a la altura de la cadera y de allí saltó de nuevo para encaramarse sobre sus anchos hombros. La afilada hoja de la plateada espada laer bajó con rapidez y atravesó el cráneo blindado del artefacto humanoide. Lucius notó que algo húmedo y vivo reventaba en su interior. Se bajó de un salto del cuerpo moribundo del servidor, satisfecho de ver una mancha rojiza en la hoja de la espada.
La biomáquina se tambaleó, pero no llegó a desplomarse, aunque era evidente que estaba muerta.
Lucius se detuvo en mitad de la matanza que estaba provocando para enjugar la sangre de las espadas con un rápido movimiento circular, y en ese mismo instante, el humo de una explosión retumbante comenzó a elevarse hacia el cielo acompañado de una fuerte onda expansiva. El hedor a productos petroquímicos llenó el aire cuando el promethium sin refinar empezó a arder y se mezcló con la atmósfera cargada de fluorocarbonos para formar una combinación que le provocó a Lucius una momentánea sensación de mareo que le resultó muy agradable.
Los guerreros de los Hijos del Emperador lo rodeaban por todos lados y no dejaban de disparar de un modo desenfrenado contra la masa de oponentes. Lo que había comenzado siendo un acto de asesinato masivo cuidadosamente preparado se había convertido en una batalla campal aullante. Cientos de guerreros modificados defendían las refinerías y las plantas de procesamiento principales, pero no tenían ninguna posibilidad de sobrevivir. Sobre los defensores del planeta habían caído tres compañías completas de los Hijos del Emperador, y no habría supervivientes.
Aunque había tenido mucho cuidado de no mostrar cualquier pista sobre lo que realmente pensaba, Lucius se vio obligado a mostrarse de acuerdo con lo que había dicho el comandante Eidolon sobre aquel ataque. La flota, encabezada por el Andronius y el Orgullo del Emperador, sólo había necesitado diez horas para abrirse paso a cañonazos a través de la línea de protección formada por las naves de defensa hasta que por fin aniquilaron la última plataforma orbital artillada. Habían capturado tres inmensas naves pesadas de transporte. Eran unos mastodontes monumentales de varios kilómetros de largo cargados con miles de millones de toneladas de cristales reflectantes.
Una vez asegurado el espacio orbital del planeta, los escuadrones de ataque de Stormbirds descendieron hacia las manufactorías principales situadas en la región septentrional de un enorme bosque de gigantescas torres de cristal, y fue entonces cuando comenzó la matanza. Las instalaciones del Mechanicum estaban envueltas en llamas. Ardían de un extremo a otro mientras los guerreros de los Hijos del Emperador recorrían destrozando con salvajismo los enormes silos de almacenamiento y las estructuras de refino del tamaño de hangares. Unas grandes máquinas de excavación se alzaban por encima de las figuras envueltas en los combates, con sus enormes taladros y brazos serrados perforadores alzados hacia el cielo como si fueran las extremidades de una mantis.
Marius Vairosean dirigía a su compañía de aullantes guerreros de los Kakophoni contra el flanco occidental de las instalaciones y arrasaba de un modo sistemático todos los puestos defensivos con una ortodoxia metódica y cruel. Los sonidos armónicos aullantes de vibraciones disonantes resonaban en los desfiladeros de hierro que se extendían entre las enormes estructuras cada vez que las monstruosas armas sónicas destrozaban las uniones entre los átomos con una serie de frecuencias estrepitosas que retumbaban entre diferentes planos de la realidad.
Los edificios se desmoronaban como si los hubiesen construido con papel, y las oleadas sonoras abrasadoras abrieron enormes brechas en la roca basáltica del planeta. Los chillidos de los moribundos se entremezclaban con el crescendo musical de las ondas sonoras que chocaban entre sí, lo que formaba una sinfonía aullante de destrucción que recordaba a la locura eufórica de la Maraviglia.
Lucius había procurado mantenerse bien alejado de Marius Vairosean, ya que los Kakophoni estaban prácticamente sordos y no captaban más que los sonidos más fuertes y penetrantes, capaces de reventar los tímpanos. Un buen espadachín necesitaba un sentido del oído perfecto y que su oído interno no tuviera defecto alguno. Las descargas capaces de desgarrar nervios de aquellos intensísimos sonidos que además provocaban unas tremendas sensaciones dolorosas eran un placer al que tendría que renunciar.
El propio Fulgrim en persona encabezaba el ataque principal del asalto dirigido al corazón de la resistencia de los defensores del Mechanicum. Avanzaba rodeado por las moles de los exterminadores de la Guardia del Fénix. Julius Kaesoron combatía a su lado abriéndose un sangriento camino a través de las cohortes de servidores armados y las falanges de skitarii que resistían en los lugares de paso más estrechos con una serie de plataformas de armas automatizadas.
No tenían posibilidad alguna frente a la fuerza bruta del Fénix y de los guerreros de Kaesoron. El propio primarca era una fuerza destructiva imparable, y las armaduras de exterminador hacían que su escolta fuese casi invencible. Además, los pocos guerreros que sufrían una herida sentían que lo único que provocaba el dolor era que alcanzaran un grado todavía mayor de éxtasis.
El aspecto de Fulgrim era deslumbrante, un avatar enorme de belleza y de muerte. Llevaba la capa dorada extendida a la espalda, y la prenda reflejaba la disgregada luz solar creando una serie de arcos multicolores de un brillo cegador. Su armadura relucía igual que una baliza luminosa, y allá a donde iba, su espada gris cortaba hierro y carne híbrida sin detenerse en ningún momento. Cantaba mientras mataba, un lamento doloroso de la perdida Chemos en el que se hablaba del fin de la belleza y de un amor perdido que ya no se podría recuperar jamás.
Era algo mucho más hermoso que cualquier otra composición que hubiese cantado Coraline Aseneca, y a Lucius le pareció algo perverso que los hombres mecánicos que morían a su alrededor fueran incapaces de apreciar la belleza que los rodeaba y la gloria que representaba aquel que se agachaba para matarlos. Morían sin saber el honor que recibían, y Lucius los odió por ello.
Del interior de una de las refinerías envueltas en llamas surgieron varias bocanadas de humo, y Lucius aulló de frustración cuando su visión de Fulgrim inmerso en el combate quedó oculta por una capa de negrura y de nubes de color violeta. Le dio la espalda a todos los demás combates que se estaban librando a su alrededor y volvió a su propia lucha mortífera.
Fulgrim le había encomendado el mando del flanco oriental, y había dirigido a sus guerreros en una serie de fintas atrevidas que habían hecho salir a sus enemigos de las posiciones defensivas en las que se encontraban de un modo prosaicamente predecible. Uno por uno, todos aquellos contraataques se habían visto aislados y repelidos hasta que la línea defensiva se había quedado sin efectivos y los guerreros de Lucius habían podido avanzar sin encontrar ninguna clase de verdadera resistencia. Trazó una senda plateada y carmesí a través de las defensas, rodeando cada bolsa de resistencia para luego eliminar al guerrero más amenazador con una estocada elegante paradigma de una habilidad y de un desprecio sobrecogedores.
Se subió de un salto a los restos de una máquina de batalla derribada. Era un bípedo de diez metros de alto que tenía una gran fisura en el compartimento que albergaba al princeps. Del interior de la cabina fluía lentamente un gel amniótico de color rosado. Lucius había visto salir a la máquina dando grandes zancadas del interior de un hangar blindado que se encontraba en el borde de la línea defensiva, y durante un momento consideró la idea de enfrentarse a ella. Su enorme vanidad había hecho acto de presencia, y tras desecharla, se echó a reír ante una idea tan descabellada. Sólo un estúpido se atrevería a enfrentarse en un combate singular a aquella máquina, y el artefacto había caído víctima del fuego cruzado de varios cañones sónicos antes de acabar de dar una docena de pasos.
Lucius alzó la espada hacia el cielo reluciente, adoptando así una postura heroica apropiada para que lo contemplaran sus guerreros.
—¡Adelante! ¡Directos a esos fuegos para demostrar a esos hombres mecanizados lo que de verdad significa el dolor!
Nada más gritar aquello, la nube de humo se dispersó y el retumbar de unas tremendas pisadas hizo que el suelo se estremeciera. Una cabeza bestial y rugiente se alzó muy por encima de Lucius tras surgir de la capa de humo. La cabina de la máquina de guerra estaba fundida en bronce con la forma de un mastín de caza, y de ella colgaban unos cuantos estandartes que se agitaban sacudidos por las vaharadas de aire caliente. En el caparazón marrón y gris que formaba el torso de la máquina se veía el emblema de un águila dorada y un par de espadas cruzadas.
La enorme máquina de guerra surgió de las ruinas de la fábrica, y Lucius sintió un maravilloso e inesperado sobresalto de terror cuando vio que se dirigía hacia él, hacia los restos de su hermano derribado.
—Ahhh, sí. Cazan en pareja —comentó.
Los brazos de la máquina de guerra se elevaron para disparar. Se oyó un tableteo mecánico cuando los cargadores automáticos metieron los proyectiles de gran calibre en la recámara de aquellos cañones de tamaño monstruoso. Lucius se mantuvo en actitud desafiante sobre el caparazón roto del hermano caído del titán, y saltó en el último momento, cuando su enemigo abrió fuego con todas sus armas y provocó un estruendo ensordecedor semejante al de un millar de martillos que golpearan el yunque de un dios de la guerra. Rodó al chocar contra el suelo, y quedó cegado de forma momentánea por el huracán de fragmentos de piedra, de polvo y de gases propelentes.
La pira rugiente en la que quedaron convertidos los restos del titán brilló con intensidad a su espalda. Lucius se puso en pie de un salto al distinguir la silueta ennegrecida de la máquina de batalla recortada contra las llamas. Llevaba la cabeza inclinada hacia adelante, como si estuviera siguiendo su olor, en actitud de caza, y Lucius empuñó con más fuerza sus espadas.
Los cañones rugieron de nuevo, y numerosos guerreros de los Hijos del Emperador desaparecieron al instante arrasados por aquella tormenta de fuego que convirtió el suelo en gravilla. Las armaduras quedaron despedazadas bajo el poder de aquellos proyectiles, los cuerpos se vaporizaron, y los gritos de los moribundos, llenos de dolor, eran musicales y breves.
El fuego de respuesta de los Hijos del Emperador acribilló al titán, y los escudos que lo protegían brillaron y centellearon con unas cegadoras descargas de energía. Los impactos más potentes abrieron grietas en los escudos igual que piedras arrojadas a un estanque de agua fluorescente. Un misil cruzó rugiente al aire en dirección al titán, y la cabeza explosiva estalló convertida en una bola roja de plasma hipercalentado. Una descarga de sonido aullante recorrió el aire, pero los escudos lograron mantenerse. Sin embargo, Lucius sabía que debían de estar a punto de ceder.
—¡Ven aquí, cabrón! —le gritó mientras disfrutaba de la mezcla de emociones salvajes que le recorrían el cuerpo.
Las modificaciones que el apotecario Fabius le había efectuado en el sistema nervioso respondieron a los intensos estímulos que le rodeaban y le proporcionaron toda una serie de activadores del placer y de la producción de hormonas. Un instante después, Lucius fue más veloz, más fuerte e hipersensible a todo su entorno.
La cabeza de mastín se volvió para mirarlo, y la sirena de combate lanzó un aullido desgarrador lleno de rabia y de pena. Lucius respondió a aquel bramido furioso con un rugido de desafío. Todos sus sentidos, agudizados de forma extrema de aquel modo tan repentino, captaron una miríada de detalles insignificantes en un solo instante: la textura pulida de la superficie de la cubierta metálica, las agresivas vaharadas de humo hirviente que surgían de las armas al disparar, el destello de las luces de colores de los paneles de control de la cabina de mando, el goteo de los gases de refrigeración de los mecanismos ocultos bajo el caparazón, y el sabor amargo, a hierro, de la conciencia que albergaba su núcleo.
Todo esto, y un millar de sensaciones más, recorrieron y atravesaron a Lucius en una fracción de segundo. La intensidad del conjunto lo hizo tambalearse, y tuvo que parpadear para librarse de la multitud de puntitos luminosos que se le aparecieron a la vista. La sirena de combate bramó una vez más cuando el titán apuntó con sus armas hacia Lucius. La máquina le guerra iba a desperdiciar toda una andanada en un solo guerrero, pero lo había visto subido al titán caído que había sido su hermano, y eso había lecho que el guerrero quedara marcado para la muerte.
Lucius sabía que no podía enfrentarse a un enemigo tan poderoso como aquél, por lo que se dio la vuelta para huir corriendo. Sin embargo, antes de que hubiera dado un solo paso, la silueta angélica de un guerrero con alas doradas descendió entre el humo. En una mano empuñaba una hoja del color del pedernal, y en la otra una pistola de cañón largo decorada con placas de plata y de ónice. Sus cabellos de color blanco puro se agitaron alrededor de sus rasgos perfectos cuando el chorro de calor procedente del reactor del titán lo alcanzó.
—Creo que éste me toca a mí, Lucius —le dijo el primarca al mismo tiempo que apuntaba con la pistola a la máquina de guerra.
Fulgrim disparó contra el titán con la misma calma de un duelista envuelto por la niebla matutina. Una lanza incandescente de luz casi cegadora cargada con el calor de una estrella recién nacida surgió del arma e impactó en el mismo centro de los escudos del titán. El destello aullante de una sobrecarga resonó con el mismo ruido que una multitud de espejos al romperse, y la poderosa esfera de energía palpitó igual que una tormenta solar.
Lucius salió despedido de espaldas por el aire y se estrelló con fuerza contra uno de los pináculos de cristal que se alzaban en el límite de las instalaciones. Una tremenda oleada de dolor le recorrió todo el cuerpo, y sonrió al notar el sabor de la sangre en la boca.
A pesar de la neblina formada por el humo y por el dolor, vio con total claridad lo que ocurrió a continuación.
Fulgrim estaba de pie, solo, delante de la máquina de guerra. Había dejado caer la pistola, y aunque todavía empuñaba la espada, lo hacía en dirección al suelo. Los cargadores automáticos del titán llevaron las ristras de proyectiles desde los contenedores dorsales hasta los cañones, y las recámaras emitieron un chasquido al recibirlos. Fulgrim alzó la mano que tenía libre en dirección a la máquina de guerra, en un gesto que parecía exigirle que se detuviera.
Lucius se echó a reír ante lo absurdo del gesto.
Pero Fulgrim no lo había hecho como un simple desafío.
Alrededor del Fénix apareció una aureola brillante de luz nebulosa, con la superficie cubierta de unos relámpagos apenas visibles. Sus dedos extendidos se cerraron para formar un puño, y luego giró la mano igual que si tirara de unas cuerdas invisibles.
La máquina de guerra detuvo por completo su avance, y la cabina se alzó hacia el cielo mientras los brazos se agitaban igual que si hubiera sufrido un horrible ataque de espasmos. Fulgrim siguió girando y moviendo la mano en el aire, y la sirena de combate del titán aulló de puro horror. Los paneles de la cabina de mando estallaron y lanzaron una lluvia de cristales a su alrededor al mismo tiempo que la máquina se desplomaba sobre sus patas sibilantes.
Lucius contempló con fascinación horrorizada cómo salían a presión de la cabina de mando una serie de masas de carne, cómo se hinchaban y palpitaban con una vitalidad grotesca. La masa creciente de carne gelatinosa cubrió toda la cabeza de mastín y bajó por el caparazón blindado del titán, formando tentáculos de color rosa intenso, como si fuera un cuerpo mutante en carne viva.
Lucius se puso en pie, asombrado y maravillosamente horrorizado ante la clase de muerte que estaba sufriendo el titán. El fluido amniótico cayó formando una leve llovizna desde el cuerpo reventado de la maquina de guerra. Todos y cada uno de los orificios y de los conductos de ventilación estaban completamente obstruidos por las monstruosas excrecencias de carne en desenfrenado crecimiento que procedían de la tripulación humana. El hedor era terrible, y Lucius inspiró profundamente para saborear la pestilencia a carne quemada, una carne que ya comenzaba a pudrirse.
Se acercó al primarca mientras éste se agachaba para recuperar su pistola.
—¿Qué es lo que habéis hecho? —le preguntó.
Fulgrim fijó en él la mirada muerta de sus ojos negros.
—Un pequeño truco de los poderes que me otorgan sus energías. Una tontería, nada importante.
Lucius levantó una mano y dejó que uno de los goterones de carne reluciente le cayera en la palma. Estaba húmeda y cubierta de manchas negras de necrosis. La textura esponjosa era levemente resbaladiza, y se descompuso ante la mirada del espadachín.
—¿Podría aprender a hacer algo parecido?
Fulgrim se echó a reír y se inclinó sobre Lucius para ponerle una de sus delicadas manos sobre una hombrera. El aliento del primarca era dulzón y empalagoso. Le recordó al incienso de un templo y a la glucosa. El calor que desprendía su piel era semejante al de un arma de plasma peligrosamente cercana al sobrecalentamiento. Fulgrim lo miró intensamente a los ojos, como si buscara algo que ya sospechara que existía allí dentro. Lucius notó el poder de la mirada de su señor, y supo que lo que le devolvía la mirada era mucho más antiguo y malvado de lo que él jamás llegaría a ser.
—Quizá podrías llegar a lograrlo —le respondió Fulgrim con un gesto de asentimiento lleno de diversión—. Creo que tienes el potencial para llegar algún día a ser como yo.
Fulgrim apartó la mirada, lo que fue un alivio para Lucius, cuando el sonido de los combates comenzó a disminuir de volumen.
—Ah, vaya. La batalla se acaba —comentó el primarca—. Bien. Ya empezaba a aburrirme.
Y sin decir una sola palabra más, Fulgrim se encaminó hacia el bosque de columnas de cristal reflectante y dejó a Lucius a solas con la máquina de batalla muerta.