VOLUNTAD DE HIERRO
VOLUNTAD DE HIERRO
—No puede haber muerto.
El tono de voz de Meduson tenía un leve atisbo de duda, lo que hizo que Santar apretara las mandíbulas.
—Apuñalado por la espalda… —murmuró Desaan.
Todos habían quedado expuestos de un modo terriblemente vulnerable en el valle, pero desechó aquella posibilidad de un modo inmediato.
—No se puede matar al Gorgón —declaró en voz bien alta—. Ninguna espada manejada por un cobarde traicionero sería capaz de atravesarle la piel. Es imposible.
—Entonces, ¿dónde está? —inquirió Meduson.
Aunque el valle desértico había recuperado su orografía y luz naturales, seguía estando repleto de abismos, grietas profundas y grandes peñascos diseminados por doquier. Incluso un primer vistazo superficial reveló la existencia de más de dos docenas de zonas posibles en las que el primarca podría haber caído bajo la traición enemiga.
Desaan se dio cuenta de que no tenía respuesta para aquella pregunta.
Santar siguió la mirada del capitán y abrió un canal de comunicación. Sin duda, nada tan corriente como una grieta en el suelo podría haber acabado con el Gorgón.
—¿Hierroforjado?
Ruuman seguía en la cresta del valle, desde donde dirigía a las unidades pesadas hacia el fondo del valle, puesto que ya no era necesario el fuego de apoyo.
—No se podía ver nada, primer capitán. Tampoco pude apuntar contra vuestros enemigos espectrales —admitió con pesar.
—¿Y ahora? —le preguntó Santar, y el grupo de oficiales que tenía a su alrededor escuchó con atención.
—Una extensa llanura dorada, pero no se ve señal alguna de nuestro primarca. Ni de su muerte.
Santar cortó la comunicación. La expresión de su rostro era semejante a la del hierro estriado.
—No se puede matar a lord Manus —confirmó con una mirada a Desaan—. Sin embargo, no pienso abandonarlo. Si los eldars lo han capturado, si han conseguido atraparlo de alguna manera, si ése es el caso, entonces casi me dan lástima los muy estúpidos. Han agarrado una hoja afilada al rojo vivo con las manos desnudas, y arderán por ello.
El primer capitán se volvió hacia Meduson.
—Capitán, quedas al mando de los batallones. Condúcelos hacia la última localización conocida del nodo y confirma su presencia. Yo me quedaré con cincuenta guerreros para comenzar la búsqueda de nuestro señor.
—Podríamos consolidar la posición, esperar a las unidades del ejército y hacerlas participar en la búsqueda —sugirió Meduson.
—No —le respondió Santar con firmeza—. Si nos alcanzan, las utilizaremos para ello. Si no es así, quiero que sigas las órdenes de lord Manus y encuentres el nodo.
Meduson asintió y se dirigió a reagrupar al resto de la legión mientras Santar se acercaba a su camarada capitán y segundo al mando.
—Tráeme a los cincuenta mejores. Incluye a Tarkan y a sus francotiradores. A Henricos también. Los demás que se unan a Meduson y sigan sus órdenes hasta que yo vuelva. ¿Entendido?
—Sí, mi primer capitán.
Desaan titubeó unos instantes.
—¿Hay algo de lo que me haya olvidado, hermano capitán? —le preguntó Santar.
—¿Dónde está, Gabriel?
Santar miró a su alrededor, al desierto interminable, mientras el resto de los legionarios se ponía en marcha.
—Ahí fuera… espero.
—¿Y si no lo está?
—En ese caso, tengo plena confianza en que nuestro señor podrá salir de cualquiera que sea el problema en el que se encuentre. Y tú deberías hacer lo mismo.
—Fue la tormenta, Gabriel. Eso a lo que nos enfrentamos no fue nada natural. En esa arena hay enemigos invisibles.
—El mundo que nos rodea está cambiando, Vaakal. Tú y yo ya lo hemos visto.
—Hay cosas que se deberían dejar en la oscuridad. No deseo que aparezcan de nuevo.
El silencio de Santar indicó que estaba de acuerdo.
El mundo, toda la galaxia, estaba cambiando. Ambos lo sentían, lo mismo que todas las Legiones Astartes. Santar se preguntó si ése sería el motivo por el que el Emperador había regresado a Terra. También se preguntó cómo afectaría eso al futuro de todos ellos. Ni siquiera sus hijos predilectos sabían qué ocurría, y Gabriel vio el trauma que les había supuesto a todos reflejado en su propio padre.
Se tocó los surcos que él mismo se había abierto en la armadura mientras esperaba a que volviera Desaan de reunir al grupo de búsqueda. Tuvo tiempo de reflexionar sobre la confianza y la dependencia que los Manos de Hierro tenían respecto a los implantes biónicos. Fueran quienes fuesen aquellos enemigos, conocían los puntos fuertes de la legión y cómo contrarrestarlos. La carne y el hierro eran una combinación poderosa, pero al igual que ocurría con cualquier aleación, el equilibrio debía ser el correcto para conseguir una forja perfecta. El metal que albergaban en el cuerpo les había fallado en aquel momento. Quizá Meduson estaba en lo cierto respecto a la consolidación.
Ya no importaba. Estaban sufriendo bajo aquel ataque, pero vencerían. Así eran los Manos de Hierro.
Delante de él tenía ya cincuenta guerreros ansiosos por empezar la tarea, y los miró a los ojos.
Algo o alguien se había llevado al primarca. Santar necesitaba saber adónde se lo habían llevado y el motivo para hacerlo. Si para ello tenían que matar a todos y cada uno de los alienígenas que se escondían debajo de las piedras del desierto, que así fuera.
—Quiero una búsqueda cuadrante por cuadrante —gruñó—. No dejéis piedra sin levantar, hermanos. Sois los pretorianos del propio primarca. Actuad como tales. Encontradlo.
Ferrus Manus no se sentía realmente perdido, pero aquel lugar le resultaba completamente desconocido.
Se trataba de una caverna, un lugar enorme lleno de ecos cuyo interior se perdía en una oscuridad infinita. Una larga grieta desigual partía el techo abovedado que se extendía sobre él, y supuso que había caído en el interior de una sima oculta en el suelo del desierto.
La débil luz del sol entraba por la grieta, pero no era capaz de disminuir la sensación de penumbra.
Había intentado varias veces ponerse en contacto con los morlocks a través del comunicador, pero todos los canales estaban completamente mudos. Ni siquiera se oía el sonido de la estática. Los visores del casco tampoco fueron de mucha ayuda, ya que sólo captaba señales vacías, por lo que se lo quitó.
—¿A cuánta profundidad estaré? —se preguntó en voz alta.
Sus palabras no produjeron eco alguno a pesar de la amplitud de la caverna. El aire era limpio y fresco. Lo notó en la piel igual que una caricia, pero también mostraba restos de combustible y de algo más… Perfume. El olor era empalagoso, algo completamente contrario a lo que él estaba acostumbrado. Implicaba decadencia y hedonismo, todo lo opuesto a la solidez y disciplina de la funcionalidad.
Captó lentamente más detalles de su entorno a medida que su sentido de la visión superior se acostumbraba al mismo tiempo que los demás sentidos. Distinguió columnas, los restos descoloridos de unos frescos y los arcos triunfales tallados en la propia roca. También vio estatuas monolíticas. Todos los individuos eran humanos, pero no reconoció ningún rostro, ni tampoco los atuendos. Los desconocidos pétreos lo miraban desde lo alto con unos rostros desgastados por el paso del tiempo. Uno, un guerrero noble al que le faltaba la cabeza, lo señalaba con un dedo acusador.
—No fui yo quien te cortó el cuello, hermano —le dijo Ferrus, y comenzó a caminar.
Al igual que su voz, los pasos de Ferrus no despertaron ninguna clase de eco, y supuso que se trataba de algún capricho de la geología. Ferrus había pasado algún tiempo con su hermano Vulkan, quien lo había iluminado, a menudo de forma extensa, sobre las virtudes y las variaciones de la tierra y de la roca.
«Enséñame a utilizar todo eso para crear algo útil y que tenga alguna función. Si no, ¿para qué sirve?», le había contestado, para disgusto del otro primarca.
El Gorgón y el Dragón eran parecidos, pero muy distintos.
Ferrus siguió la corriente de aire con la esperanza de que lo llevara hasta alguna fisura que pudiera ensanchar para salir y reunirse con su legión. La brisa lo llevó desde la amplia caverna hasta una galería que todavía conservaba la esencia de un reino sumergido de la antigua Tierra. Las columnas se extendían a través de una oscura avenida y se elevaban hacia un techo alto que se perdía en las sombras. El suelo era oscuro. El lugar todavía estaba cargado con el olor a cenizas mortuorias y a carne quemada. Cualquier mortal se habría sentido inquieto por aquello, pero Ferrus estaba muy por encima de ese tipo de debilidades nacidas de la carne.
«Arena negra…».
La idea lo asaltó de improviso cuando bajó la mirada al suelo.
«Igual que en el valle».
—Quizá es una tumba o un mausoleo —se planteó en voz alta.
Sin embargo, no había criptas, ni siquiera un lugar que sirviese de relicario. A pesar de ello, la galería apestaba a muerte.
Los trozos de obsidiana reflectante negra como la tierra titilaban bajo la luz de los cristales luminosos mientras recorría la galería. Divisó algo, un trozo de imagen en la roca vítrea. Una gigantesca explosión ardía en su oscuridad sin fondo, y algo más… Era algo familiar, pero también desconocido al mismo tiempo.
Ferrus pensó que era igual que intentar unir los fragmentos dispersos de un sueño, y no fue capaz de mantener la imagen en la cabeza el tiempo suficiente como para verla con claridad. Cuando se detenía para observar más atentamente, la obsidiana tan sólo reflejaba su cara, de expresión ceñuda y descontenta.
Quizá se trataba de otra característica extraña de la luz y de la geología de aquel lugar. Desde luego, había algo único al respecto.
Ferrus se contuvo para no ceder al impulso de empuñar a Rompeforjas y destrozar las piedras. Sabía que con eso no conseguiría nada, así que hizo caso omiso al deseo de desahogar la rabia.
No lo provocarían con tanta facilidad, y siguió avanzando tenazmente.
Estaba a punto de salir de la alargada galería cuando algo llamó su atención.
Ferrus oyó… llorar.
Quizá se trataba de un sonido provocado por el viento. No notó corriente alguna, pero el sonido le llegó con facilidad.
Era un lamento fúnebre, algo tan triste y sombrío que se le infiltró en la médula de los huesos e hizo que le pesaran las extremidades. El primarca jamás había sentido congoja. Lo apenaba perder a sus hijos en combate, pero eso era un riesgo inherente al objetivo para el que se los había creado. Eso era algo que podía aceptar. Jamás había sentido una verdadera pérdida, pero allí estaba el sentimiento. Aquella imitación lo invadía poco a poco. La mente se le llenó de imágenes en las que veía a sus hermanos muertos, o cerca de la muerte, y el cadáver esquelético de su padre.
—¿Qué es esto?
La ira sustituyó a la congoja cuando Ferrus se dio cuenta de que nuevamente era víctima de la brujería alienígena. Se enfrentó a aquel sentimiento y recuperó la fuerza en las extremidades, pero entonces el lamento gemebundo se metamorfoseó en otra cosa, en algo mucho peor. Una serie de gritos agónicos atormentaron el propio aire, como si los espectros que todavía permanecían en aquel lugar siniestro estuvieran reviviendo sus últimos momentos de vida.
—¡Sal de una vez! —exigió Ferrus, mientras miraba a su alrededor en busca del hechicero que lo estaba acosando con aquella brujería—. Muéstrate a la vista o desmontaré este sitio trozo por trozo hasta encontrarte.
La respuesta a aquel grito de desafío fue el gruñido bajo de unos motores lejanos, el crescendo ensordecedor de las brutales andanadas de disparos y los gritos feroces de los guerreros. Miles de sonidos producto de la guerra sonaron al mismo tiempo en una cacofonía terrorífica centrada en el asesinato y la muerte. Alrededor del primarca se libraba una batalla que sólo podía oír, y únicamente de lejos, quizá a través incluso del propio tiempo. Ferrus no necesitó verlo para saber que fuera donde fuese aquello, y cuando fuese, era el infierno.
La guerra imaginaria siguió, y entonces captó una voz que le heló la sangre.
El sonido que escapó de los labios del primarca fue un susurro ronco, algo poco apropiado para un caudillo guerrero.
—Gabriel…
Se detuvo e intentó escuchar con más atención con la esperanza de que conseguiría desmentir sus sospechas, pero el estruendo se apagó y lo sustituyó un silencio que llenó el lugar.
El primarca se quedó respirando con rapidez pero de forma superficial.
El pecho le bajaba y subía pesadamente dentro de la placa pectoral de la armadura forjada por la propia mano del semidiós. El repentino silencio que lo rodeó hizo que Ferrus se inquietara de nuevo, algo que no le gustó.
Dio un pequeño paso cauteloso, casi indeciso, y aquello fue la causa de que el infierno regresara a su mente. Dio otro, y los gritos resonaron con más fuerza. Otro más, y se volvieron casi ensordecedores.
—¡Gabriel!
Ferrus miró ávidamente hacia la oscuridad y buscó en cada columna, en cada sombra, atento a cualquier posible señal de la presencia de su primer capitán. Actuó de un modo frenético, incrédulo, un comportamiento en el que no se reconoció a sí mismo… Lo que veía en su mente torturada era a Gabriel Santar asesinado de un modo brutal.
Aparecieron otros… Desaan, convertido en ceniza por una llamarada atómica; Ruuman, acuchillado hasta morir por media docena de espadas; incluso Cistor, el señor de los astrópatas adscritos a la legión, se le apareció escupiendo sangre y sumido en un ataque de espasmos… Un millar de voces moribundas que gritaban como una sola.
Ferrus alargó la mano, y se dio cuenta de que había caído de rodillas. Asaltado por aquellas visiones apocalípticas, se llevó las manos plateadas a la frente en un intento por sacárselas de la cabeza.
—Es imposible…
Había visto algo en su ensoñación despierta, algo tan terrible que apenas se podía soportar, y mucho menos expresar.
Un ser inferior se habría venido abajo por completo en ese instante, pero él era el Gorgón y poseía una fuerza mental que pocos le reconocían. Guilliman sí que la veía, y así se lo había dicho cuando los dos tuvieron ocasión de charlar a solas. El cobalto y el negro eran una combinación poderosa, una aleación inflexible.
Se irguió con obstinación, primero un pie y luego el otro. Sólo una fuerza de voluntad capaz de ver montañas enterradas y vencer monstruos sin ayuda alguna podría derrotar a una hechicería tan poderosa. Le pesaba la espalda, y también los brazos.
«He soportado pesos peores».
La furia le proporcionó fuerzas. Se convirtió en la fuente de lava fundida de la que Ferrus consiguió el impulso necesario. Con los puños cerrados y llenos de rabia le rugió a las sombras.
—¡Mentiras! Me mostráis todas esas falsedades y esperáis que me las crea. ¿Qué pretendéis conseguir con eso? ¿Intentáis empujarme hasta la locura?
El eco le devolvió sus últimas palabras una y otra vez.
«Lo resistiré todo. Mi voluntad está forjada en hierro».
Ferrus apretó los dientes mientras soportaba el horror de ver a Gabriel morir torturado una y otra vez. Le pasó por encima como una ola cargada de desolación. Todos y cada uno de los morlocks muertos en una matanza interminable.
El primarca casi arrancó a Rompeforjas de sus cierres, y el arma zumbó en las manos de Ferrus con una agresividad apenas contenida. Quería que su dueño la utilizase, y al igual que él, estaba frustrada. No se veía ni un solo enemigo tangible al que atacar.
—¿Tenéis miedo de enfrentaros a mí?
La oscuridad no respondió al desafío, aparte del zumbido de aquella guerra interminable.
El Gorgón captó el brillo del fuego con el rabillo del ojo. Las vetas de obsidiana refulgían. No entendió lo que significaba aquello.
Sólo le quedaba una salida para aquella situación.
Parte de la pared se desintegró, destrozada por la furia del golpe de Ferrus. La roca vítrea se partió en mil pedazos al chocar contra el suelo, pero no hubo fuego, ni de aquella destrucción surgieron gritos moribundos.
Un segundo golpe partió por la mitad una de las columnas, y el primarca se echó a un lado para evitar su caída, semejante a la de un árbol cristalino talado que se desplomara. No fue un ataque enloquecido, sino una destrucción precisa y con un objetivo claro. Ferrus se movió de un lado a otro con decisión, escogía con cuidado dónde dar los golpes y observaba el resultado. Estaba buscando una brecha en aquella ilusión, algo que pudiera aprovechar. Tras pasar toda una vida procurando sacarlas de su mente y de su cuerpo, el Gorgón era un experto en encontrar debilidades. Así pues, siguió adelante y dejó atrás poco a poco la galería y los horrores que albergaba.
Al acercarse al extremo de la cámara, otro sonido se unió a los ruidos del combate acechando desde una frecuencia que sólo el primarca era capaz de captar. Era un sonido sibilante, parecido al susurro bajo de algo serpentino y venenoso.
«Unos ojos que me observan, unos ojos fríos, de reptil…».
Algo lo estaba acechando. Captó el destello de una cola, la visión fugaz de unas escamas en las que se reflejaban las llamas de las vetas de obsidiana.
«Soy el Gorgón. Soy Medusa».
El susurro sonó de nuevo con más fuerza. Detrás de él. Los latidos del corazón de Ferrus se ralentizaron mientras se esforzaba por localizar su origen. No logró determinarlo, sonaba en todos sitios a la vez. Giró mentalmente sobre sí mismo para enfrentarse a su némesis y partir otro trozo de galería con todo el poder de Rompeforjas.
En vez de ello, bajó al martillo y dejó que la cabeza del arma reposase en el suelo con un chasquido metálico sordo.
—¿Ves que tenga atados unos hilos a mis extremidades? —preguntó a las sombras, al mismo tiempo que se echaba a Rompeforjas al hombro.
Se produjo una pausa.
—Ya me parecía a mí que no —añadió Ferrus al cabo, y luego salió caminando lentamente de la galería.
Las imágenes sangrientas y el rugido de la batalla no lo siguieron.
La luz granulosa del lumen hizo a un lado a la negrura, pero apenas reveló nada del abismo aparte de la fauna nativa, que se alejó de la luz correteando sobre múltiples patas.
Santar había descubierto una abertura en la roca del desierto que tenía la anchura suficiente como para dejar pasar su enorme volumen. Era una grieta ancha que daba paso a un mundo subterráneo que, al parecer, se había tragado por completo a su padre. Pero no vio señal alguna de él. Su voz resonó con frialdad por el canal de comunicación.
—Negativo.
Era uno más de otros muchos callejones sin salida.
Sabía que cincuenta legionarios, divididos en escuadras de búsqueda de menor tamaño, estaban rastreando todo el suelo del valle y el desierto que se extendía más allá. Hasta ese momento no habían encontrado nada en absoluto. A pesar de todos sus esfuerzos, no habían avanzado en la tarea de encontrar al primarca.
Santar miró al sol medio distraído por el chorro de datos que pasaban por la pantalla retinal procedentes de sus sentidos automáticos. El orbe ardiente brillaba con más fuerza todavía desde que se disipó la nube de brujería. El recuerdo de aquel ataque psíquico contra la legión tardaba en desaparecer. Abrió y cerró la mano biónica, y casi se esperó que el artefacto desafiara sus órdenes neurales. No lo hizo.
Se quitó el casco de combate y dejó que el calor lo golpeara.
—Un mundo cambiante… —pensó en voz alta. Abrió el canal de comunicación y se puso en contacto con Desaan—. Hermano, ¿cómo es posible que alguien como el Gorgón desaparezca sin más?
Santar paseó la mirada por la llanura. Era enorme y ondulada, pero estaba llena de rocas y de cavernas. Dudaba mucho de que incluso con una flota de Stormbirds fueran capaces de encontrar a quien buscaban.
—Cada metro cuadrado de esta cuenca ha sido cartografiado y registrado. ¿Qué es lo que se nos escapa?
—¿Has captado algo a través de los sensores del visor?
Se oyó un chasquido cuando Desaan volvió a comprobar los datos que había recibido.
—Lecturas de energía residual, pero nada que podamos seguir. Nada que tenga sentido. —Esperó unos momentos antes hacer la pregunta—. De verdad crees que puede haber… ¿caído?
Santar había ordenado la búsqueda sin tener muchas esperanzas de que tuviera éxito. En lo más profundo de su fuero interno sabía que su señor ya no estaba allí, y que sólo lo encontrarían cuando él quisiera, o más bien, cuando lo quisiera su voluntad.
La impotencia no era un sentimiento que le gustara al primer capitán.
—No. Lo han capturado, y quiero saber el motivo.
Santar estaba a punto de seguir cuando activó el comunicador en modo de recepción. Meduson acababa de pedir un informe de situación a la vez que notificaba la actualización del estado operativo del grupo de combate bajo su mando.
Las primeras unidades del ejército en llegar aparecieron en la cresta con forma de guadaña del valle. Avanzaban con lentitud pero con decisión, con las tropas de infantería marchando por delante de las columnas de tanques. Los vehículos de exploración del Mechanicum estaban desplegados al lado de los Sentinels que todavía funcionaban.
Era más tarde de lo que el primer capitán había pensado.
—Confirmado —le comunicó a Meduson. Tuvo la sensación de que se estaba atragantando con gravilla—. Nos dirigimos hacia allí con las unidades del ejército. Mantén la línea de combate y espera los refuerzos.
Cambió de canales de nuevo y gruñó por el comunicador.
—Reagrupamiento.
Desaan fue el primero en regresar.
—¿Meduson?
Santar hizo un gesto de asentimiento.
—Han encontrado el nodo.
Desaan soltó un bufido de burla.
—Un día glorioso. ¿Nos vamos?
—Ya sabes la respuesta a esa pregunta, hermano capitán.
—¿Por qué me siento como si lo estuviéramos abandonando?
Los demás legionarios se fueron uniendo a ellos a medida que el destacamento de cincuenta guerreros se iba reagrupando. Sólo faltaban Tarkan y otros tres francotiradores.
—Porque es lo que estamos haciendo.
Desaan torció el gesto, pero tuvo la sensatez suficiente como para no decir nada.
—Hermano Tarkan… —llamó Santar. El primer capitán miró más allá del reborde del valle y su confluencia con la extensa llanura, donde se encontraban desplegados los guerreros de la Décima—. Nos vamos.
La respuesta de Tarkan fue inesperada.
—Mi primer capitán, hemos encontrado algo.
Había otra caverna al otro lado de la arcada de la galería.
Se trataba de un enorme auditorio subterráneo, de un tamaño mucho mayor que la cámara anterior, el que se abría ante Ferrus. El techo abovedado también se perdía en la oscuridad, aunque divisó una grieta estrecha en la parte superior. Las dos mitades que la componían permanecían unidas por un estrecho puente de piedra, y sus soportes naturales estaban envueltos en sombras. Una negrura interminable se extendía debajo. Una caída letal.
Ferrus soltó un bufido de desprecio ante semejante insulto.
Siguió la senda de piedra con la mirada y recorrió la trayectoria serpenteante a través de la oscuridad hasta que llegó a un altiplano más ancho. Desde allí partía una escalera de peldaños estrechos y empinados.
Antes de que se diera cuenta, Ferrus estaba al pie de esa escalera mirando hacia arriba.
Unas estatuas monolíticas se alineaban a lo largo del ascenso, como las que había visto en la primera caverna, sólo que éstas eran mucho, mucho más grandes. Todas ellas mostraban túnicas de aspecto noble y tenían las manos cruzadas sobre el pecho, con los dedos entrelazados para formar el signo del aquila. Sólo las caras los diferenciaban. Unas máscaras totémicas ocultaban su verdadero carácter, o quizá lo revelaban. Ferrus tuvo la sensación de que ambas posibilidades eran ciertas.
Su mirada plateada se vio atraída por una de ellas cuando puso el pie en el primer peldaño. Su cuero cabelludo lo formaban serpientes enroscadas sobre sí mismas, como la Gorgona del antiguo mito de Mykenas. Alargó una mano, aunque la estatua se encontraba demasiado lejos como para que pudiera tocarla.
Otra tenía el aspecto esquelético de la propia Muerte. Iba encapuchada y empuñaba una guadaña que se apoyaba en su frente huesuda. El rostro de la tercera estaba partido por la mitad, como el Jano de las antiguas leyendas de romanii. Dos máscaras, y no una sola, miraban al primarca. Sin embargo, era un error muy común pensar que Jano sólo tenía dos caras, ya que tenía muchas.
Ferrus vio la efigie de un mastín enorme con la boca abierta en un rugido, y sintió que su ira aumentaba al pasar al lado de la estatua.
Detrás de ésta se veía un dragón con una cresta de llamas rugientes. Un caballero heráldico se alzaba al lado de un gemelo mucho más siniestro; uno iba equipado con un escudo, el otro, con una maza.
Unas alas correosas se extendían a la espalda de otra de las estatuas. Era difícil diferenciar su máscara con aspecto de quiróptero de un rostro, que sugería una particular falta de humanidad.
Había más: un caballo con una crin de pelo largo agitada por el viento; una ave de presa; un rostro humano de apariencia noble con la cabeza adornada con una corona de laurel; un león con la cabeza tapada por una capucha…
En la avenida había veinte estatuas en total. Algunas le resultaban familiares, otras mucho menos, y no tenían el aspecto que él esperaba. Mostraban diferencias muy sutiles, incluso aberraciones que a Ferrus le parecieron inquietantes. Sólo había dos que le resultaban completamente desconocidas, ya que sus máscaras habían sido destrozadas a golpes de martillo hasta quedar borradas casi por completo.
Una, la última, se encontraba en el otro extremo de la escalera y tenía la mirada bajada hacia él. Ferrus levantó la vista para contemplarla mejor.
A diferencia de las otras, ésta tenía los brazos abiertos, como si fuera una invitación para que lo abrazase. Llevaba puesta una túnica, pero la talla del escultor mostraba que era de mayor calidad, más ostentosa. La máscara era hermosa, casi perfecta, de no haber sido por las rendijas oculares en ángulo y la ondulación de los pómulos falsos.
—Fulgrim…
No había querido pronunciar el nombre de su hermano en voz alta, pero al hacerlo, Ferrus reconoció al enorme titán que tenía delante de él.
Los recuerdos de Narodnya le volvieron a la mente en un torrente nostálgico, pero también había amargura en ellos, incluso burla. ¿Esta sonriendo la estatua? La máscara no parecía haber cambiado, pero se veía una levísima curva en las comisuras de los labios. El deseo de administrar un castigo justo hizo que las manos plateadas se cerraran por voluntad propia hasta formar puños. Ese sentimiento se apoderó de él sin razón, sin motivo aparente alguno, pero le provocó tal ira, tal sensación de haber sido… ¿traicionado?
Ferrus sacudió la cabeza, igual que si quisiera despejarse de un mal sueño que todavía flotara en su interior.
«Más brujerías», pensó con rabia. Decidió que causaría un dolor especial a sus acosadores alienígenas, y en ese momento la sombra sibilante regresó.
Esta vez no fue tan obvio. Llegó envuelta en la brisa, o por la abertura dejada por las viejas piedras que se asentaban en sus cimientos. Había algo más, algo que sólo un ser como él podría ser capaz de captar, algo entrelazado a lo largo de las distintas capas del susurro. El significado era difícil de descifrar debido a los incongruentes elementos en colisión codificados en la cadencia sibilante de la sombra.
Era una palabra o una frase, algo que se mantenía como un enigma, al menos de forma momentánea.
El cazador estaba a su espalda. Ferrus oyó el sonido rasposo de sus escamas al rozar con los peldaños inferiores. La zona estaba completamente envuelta en las sombras, por lo que no podía ver nada, pero estaba allí abajo. Ferrus se lo imaginó esperando, con el cuerpo elevándose y bajando con lentitud, la lengua captando en el aire su olor y su sabor. Se trataba de un cazador paciente pero veloz. Atacaría cuando llegara el momento apropiado, cuando su presa no fuera consciente de su presencia.
—Yo también puedo ser muy paciente, mi hostil viajero —dijo en voz baja, y se sorprendió de la calma que sentía.
Ferrus suspiró con cierto pesar. Quizá se le estaba contagiando parte del pragmatismo de su hermano Vulkan.
La escalera seguía, y él no tenía tiempo que perder. Tampoco quería perderlo. La muerte acechaba en aquel lugar. Lo sentía en la frialdad del aire y en la lenta osificación de sus propios huesos. Si se quedaba demasiado tiempo, la muerte lo encontraría.
Ferrus subió con rapidez los peldaños que quedaban, y mientras lo hacía se esforzó por sacarse de la cabeza la imagen de Fulgrim, el modo en que la estatua le había hecho pensar en una traición y en el cazador que le seguía los pasos. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no había caído en ninguna sima.
No estaba en el desierto.
No era el mismo lugar, era «otro» lugar.
—¿Qué es eso, Tarkan?
Santar y Desaan estaban junto al francotirador y otros dos guerreros le la Décima. Los hermanos de batalla de Tarkan se mantenían en silencio, y apuntaban hacia el suelo sus bólters con mira telescópica.
El francotirador se encontraba en cuclillas, y señaló con un dedo una marca en el suelo arenoso.
—Un rastro —le explicó, y recorrió el perfil de la marca—. Esto.
—Una pisada —apuntó Desaan, quien pasó la huella por todos los espectros de su visor.
Para el ojo inexperto, no era más que otra ondulación en la arena del desierto.
—Varias —lo corrigió Tarkan a la vez que señalaba una serie de marcas que precedían a la primera—. El rastro se acaba aquí —añadió al mismo tiempo que levantaba la vista hacia Santar.
Las lentes del francotirador tenían un aspecto frío y preciso, lo mismo que su puntería. Su ojo biónico chasqueó y zumbó a medida que se reajustaba.
—¿Dónde comienza el rastro? —quiso saber Santar mientras intentaba seguir con la mirada las huellas hasta su punto de origen.
—Calculo que en el valle desértico.
—¿Son las huellas de nuestro padre?
Tarkan asintió con lentitud.
La huella de bota que habían descubierto era grande y profunda. Sólo debido a ese tamaño y a su peso la arena no se había movido para quedar más allá de la capacidad de reconocimiento del veterano francotirador.
—Fíjense en la profundidad de la parte de los dedos —les señaló Tarkan, quien desenvainó su cuchillo de combate para explicarlo mejor. Clavó la punta monomolecular centelleante en el extremo de la huella.
—Estaba corriendo —dijo Desaan.
Santar frunció el entrecejo y miró hacia el horizonte abrasado por el sol, como si esperase encontrar allí la respuesta al enigma.
—Pero ¿por qué corría?
—¿O hacia dónde corría? —sugirió Desaan.
No había sangre, ni marcas de quemaduras, ni pruebas de que se hubiera producido un combate. El rastro simplemente se desvanecía.
Santar frunció el entrecejo de nuevo, descontento con aquella situación.
—Buen trabajo, hermano Tarkan —le dijo, al mismo tiempo que se daba la vuelta.
Desaan se quedó desconcertado.
—¿No vamos a seguir buscándolo?
—No tiene sentido hacerlo —le contestó Santar—. Donde quiera que esté lord Manus, no podemos llegar hasta él, y Meduson nos necesita.
Desaan respondió en voz baja para que sólo lo oyera Santar.
—No podemos abandonarlo, hermano.
El primer capitán se detuvo para mirarlos a todos. Tarkan ya se había puesto de nuevo en pie.
—La posibilidad de elegir es un lujo que ahora mismo no nos podemos permitir, Vaakal. Todavía tenemos una batalla que librar. Al menos, a ese respecto sí que podemos hacer algo.
Desaan admitió a regañadientes que tenía razón. Lógicamente, poco más podía hacer. Ninguno de ellos podía.
Los cincuenta legionarios siguieron a las unidades del ejército y salieron del valle desértico dejando a su primarca en manos de su propio destino.
Un pájaro. No, no era simplemente un pájaro, sino una enorme bestia alada que había perdido hacía ya mucho tiempo su magnífico aspecto. Tenía el tamaño y la envergadura de una cañonera, pero los inmensos músculos se habían atrofiado casi por completo. Las alas que antaño quizá habían sido doradas estaban sucias y rotas. El pellejo le colgaba del cuerpo igual que una túnica emplumada que le quedara demasiado grande. Los huesos le sobresalían como un montón de inflamaciones de feo aspecto. Era un pájaro carroñero, cuya última comida no era más que un recuerdo lejano.
Los mitos narraban muchos relatos sobre los grifos, las cocatrices y las arpías. Si había que creerse lo que contaban los bardos y los trovadores, civilizaciones enteras habían quedado arrasadas por aquellas bestias. Incluso en aquel estado de debilidad, ese monstruo sería capaz de matarlos a todos con facilidad. Ferrus caminó con más lentitud mientras se acercaba a la criatura.
«Vas a descubrir que soy una comida difícil de tragar», le prometió en silencio sin dejar de caminar hacia el remate de la escalera.
Al subir los últimos peldaños se dio cuenta de que no era un pájaro, sino dos, y que no eran pájaros carroñeros. Era una pareja de águilas, aunque enflaquecidas y consumidas. Cada una de ellas lo miraba con curiosidad, pero con sólo un ojo, ya que el otro lo tenían cegado por alguna desgracia que les había acontecido. Parecían poseer una presciencia a la que el primarca no tenía acceso.
Cuando alargó la mano hacia ellas, ambas lanzaron un chillido quejumbroso, un sonido desgarrador y agudo. El Gorgón echó una mano atrás para empuñar a Rompeforjas, pero no llegó a tocar la empuñadura del arma, ya que se dio cuenta de que las dos águilas no tenían intención de atacarlo. En vez de eso, las aves desplegaron sus grandes alas antaño majestuosas y salieron volando.
Habría sido una pena matarlas, aunque quizá eso habría acortado su sufrimiento, lo que habría sido un acto piadoso. Ferrus se sorprendió de lo agradecido que se sentía por no haber atacado a las aves, y siguió el vuelo de la primera mientras se elevaba hacia la oscuridad abovedada de la caverna. Al llegar a la grieta del techo, desapareció. El primarca sintió envidia de sus alas, a pesar de lo decrépitas y maltrechas que estaban. Incluso en el estado en que se encontraban, la habían llevado hasta la luz dorada.
Sus hijos estaban allí arriba, separados por esa grieta dorada de su padre, que permanecía en el vientre del planeta. La sombra del águila se mantuvo allí durante unos momentos, y a Ferrus le pareció que casi podía alargar una mano y tocarla…
La otra águila voló adentrándose en las profundidades de la caverna. Ferrus se dio cuenta de que se había equivocado: las dos aves no eran idénticas. Mientras que la primera daba la impresión de ser sabía y austera, la segunda ave de presa tenía una apariencia más noble, incluso con aquel aspecto decadente.
«Parece desafiante. Me parece incluso familiar», pensó el primarca.
El ave atravesó planeando un portal abierto en la pared de piedra de la caverna. La arcada tenía un aire militar que recordaba a una cultura civilizada por su tono arquitectónico, semejante al viejo imperio de los antiguos romanii. Conducía a otra cámara iluminada por un firmamento de estrellas.
—Más piedra fría —pensó en voz alta al fijarse en los riscos de granito oscuro.
Ferrus se sintió frustrado por la impotencia que lo invadió, y comenzó a pensar que se encontraba recorriendo un camino sin final, que las distancias no significaban nada en aquel laberinto.
No tenía sentido luchar contra aquello a lo que no podía vencer. Aunque iba contra todos sus instintos, Ferrus se rindió ante el destino. De momento. Llegaría al final de su camino cuando lo considerase conveniente aquel que lo había atrapado, fuera quien fuese ese alguien.
Entonces aplastaría a ese ser con toda la furia de Medusa.
Fuera lo que fuese aquello que se escondía en el centro del laberinto, no era un monstruo invencible.
«He matado a gigantes de hielo, he matado a dragones de hielo con mis propias manos. Si atrapas a un gorgón, no sabes el peligro que corres…», se dijo a sí mismo.
Las constelaciones celestiales que iluminaban la galería que llevaba a la siguiente cámara no la formaban estrellas. Grupos de piedras preciosas salpicaban las paredes y centelleaban bajo la luz ambiental. No había nada excepcional en el umbral, ya que sólo eran rocas con vetas de diamante. Le llegó el sonido de un aleteo lánguido como un eco lejano que resonó en sus oídos. Puesto que no podía volar, Ferrus siguió a pie a la segunda águila hacia las profundidades de la oscuridad estrellada.
Ferrus captó el olor a carne muerta y a frío. Notó la punzada de un sabor metálico en la lengua.
La rozadura alrededor del cuello comenzó a escocerle.
El aliento de una serpiente siseó en la brisa.
Su hostil compañero de viaje había vuelto.
«¿Vas a venir a por mí esta vez?».
Ferrus sacó a Rompeforjas y empuñó el arma con una mano, aunque sin adoptar una posición de guardia. El martillo zumbó impaciente.
«Voy a partirte la cabeza como si fuera un huevo, monstruo».
La serpiente se mantuvo a distancia, justo en el borde de su consciencia. Sabía que el primarca no se lanzaría a la oscuridad para atacarla de un modo alocado. Ferrus tenía que esperar. Era algo exasperante, y la criatura lo sabía. Aparte de sacarlo de quicio, tenía otro motivo para retrasar todo lo posible el enfrentamiento. Quería que antes viera algo, algo que había creado para el primarca.
La luz de las falsas estrellas se apagó en la parte posterior de la caverna como si alguien hubiera bajado una serie de lienzos de tela negra para ocultarlas. Ferrus se quedó de pie en el borde, a punto de entrar en un reino de sombras. Incluso su silueta, recortada por la luz cristalina, parecía empequeñecida en aquel lugar.
Y entonces, todo cambió.
La oscuridad se separó igual que un velo.
Una por una, el resto de las gemas se apagaron. Un brillo rojizo lo invadió todo, como si delante de una lente hubieran cortado una arteria y la hubiera cubierto de sangre. Ante él apareció una escena propia de un matadero, y Ferrus torció el gesto ante lo desagradable de la imagen.
El aire quedó saturado del olor a sangre y cargado de un regusto amargo. Formó costras oscuras en las esquinas del suelo de losas de piedra y subió por las paredes húmedas como si fuera una enfermedad micótica. Las superficies de color blanco porcelana del lugar quedaron cubiertas de manchas, donde las manos y los pies habían resbalado con el fluido. Allí habían muerto hombres y mujeres, de rodillas, suplicando por sus vidas con la cuchilla del torturador apoyada en la garganta o en el vientre. Algunas paredes estaban repletas de cadenas con ganchos, cubiertas de trozos pegajosos, listas para recibir el siguiente festín de carne.
En la mente de Ferrus aparecieron cuchillas de carnicero, cuchillos despellejadores y sierras de amputar con pedazos de carne pegados, aunque ninguna de esas herramientas estaba a la vista.
Lo que sí se veía eran cabezas colgando del techo. Se balanceaban de tiras de tendones impulsadas por una leve brisa. Eran un centenar de cabezas decapitadas que se mecían con lentitud al mismo tiempo que giraban sobre sí mismas para revelar todo su horror. Los rostros estaban inmóviles en una serie de expresiones de angustia, algunos de ellos con las bocas abiertas de par en par en un grito silencioso. Otras tenían las mandíbulas apretadas por el dolor de la agonía.
Ferrus se rascó la irritación que tenía bajo la gorguera y notó de nuevo la sensación fantasmal del cuchillo del verdugo en una herida que jamás había recibido.
«O quizá, que todavía no he recibido…».
La idea le surgió de forma inconsciente, como si alguien se la hubiera implantado. Ferrus estaba demasiado conmocionado como para resistirse a ella.
Una revelación siguió a otra cuando por fin reconoció al guerrero en los rostros agonizantes de las cabezas que colgaban delante de él.
Torturado, desencajado por un dolor más allá de lo que sería capaz de resistir cualquier mortal, Ferrus jamás había contemplado algo tan terrible.
Todas las caras eran suyas.