SEIS
SEIS
Una vez que la Razón Invencible hubo efectuado la traslación completa a la disformidad, protegido por el remolino de energía de su campo Geller los Ángeles Oscuros tomaron la ofensiva. Como había supuesto lady Fiana, los nephillas quedaron muy debilitados, ya que fueron incapaces de utilizar la energía de su dimensión, lo que los hizo vulnerables a las armas de los Ángeles Oscuros. Con los bibliotecarios recién restaurados a sus antiguos puestos y poderes, y el León liderando la purga, se registraron todos los rincones de la barcaza de batalla, y el resto de los atacantes fueron sacados de sus escondites para ser abatidos a tiros. La limpieza continuó durante dos días, y por todos los pasillos y las cubiertas de al armamento, las salas de motores y los comedores, los camarotes y las cubiertas de entrenamiento resonaron los rugidos de los bólters y los vengativos gritos de batalla de la I Legión.
Casi trescientos legionarios de los Ángeles Oscuros cayeron en combate, la mayoría de ellos en las primeras horas del asalto. También cayeron más del doble de esa cantidad de siervos de la legión y de tripulantes de la nave. El apothecarion quedó abarrotado con los legionarios que habían sobrevivido, algunos de ellos con heridas horribles infectadas por una descomposición antinatural, o que continuaban sangrando y con unas ampollas tremendas a pesar de todos los esfuerzos de los apotecarios.
Entre aquellos que estaban siendo tratados se encontraba Fiana, quien sobrevivió a duras penas a la descarga que había sufrido de su tercer ojo. Parecía estar marchita, envejecida, postrada en un camastro, pero, por otro lado, con el cuerpo ileso. Sin embargo, su mente estaba trastornada por el asalto psíquico sufrido con el ataque del nephilla. A pesar de todo, tanto ella como sus compañeros navegantes hicieron lo posible por ayudar a los legionarios. Aislados de la disformidad por el campo Geller, la presencia de los nephillas era fácilmente perceptible para su otra visión, y guiaban de un modo infalible a las escuadras de eliminación de los Ángeles Oscuros hasta sus objetivos, sin importar lo oscuros y aislados que estuvieran sus escondites. Además de todo esto, los navegantes tuvieron que seguir guiando a la Razón Invencible hasta Perditus, presionados para encontrar las rutas más rápidas por la insistencia del primarca de los Ángeles Oscuros.
Pasaron ocho días más de viaje antes de que los navegantes anunciaran que estaban cerca de Perditus. Lady Fiana se había recuperado un poco más de sus heridas y fue capaz de ocupar su lugar en los turnos de los navegantes que dirigían la nave. Al llegar a su destino, solicitó que el León la recibiera antes de que permitiera a la Razón Invencible regresar al espacio real. Como ya hiciera anteriormente, el León se reunió con ella en su salón del trono, acompañado por Stenius y Corswain. Fiana sabía que el senescal se había interesado por su condición física varias veces mientras ella estaba en la enfermería, pero no habían tenido la oportunidad de hablar de aquello a lo que se habían enfrentado. Ése tampoco era el momento más oportuno, ya que era más que evidente que el León estaba irritado por el retraso en la traslación.
—Algo va mal, alabado primarca —le explicó Fiana al León cuando éste quiso conocer la causa de su indecisión.
La navegante se vio obligada a apoyarse en un bastón que uno de los tecnomarines le había construido con un trozo de tubería acanalada. La empuñadura la formaba un trozo de piedra de color negro azabache. La contera la había fabricado con una sección cuidadosamente recortada del material utilizado en las articulaciones de las servoarmaduras. Su voz se había convertido en un susurro sibilante y sus palabras quedaban interrumpidas por fuertes jadeos.
—Según todos los cálculos y observaciones, hemos llegado a Perditus —le confirmó Fiana—. Sin embargo, durante las tres últimas horas no hemos sido capaces de divisar un faro de disformidad que nos lo confirme categóricamente.
—¿Las tormentas? —sugirió Corswain.
—Al contrario, la disformidad es increíblemente plácida en este lugar, lo que resulta muy desconcertante. Casi no hay movimiento alguno, como si las corrientes se hubieran allanado hasta resultar imperceptibles. Es este efecto de amortiguación lo que creo que obstruye las señales del faro.
—No hay ningún misterio —dijo el León con una expresión un poco menos preocupada—. Observamos el mismo efecto la primera vez que vinimos aquí. Este fenómeno de estancamiento es, o al menos eso me hizo creer el Mechanicum, un efecto colateral de los trabajos de investigación que se están llevando a cabo en Perditus. Eso confirma que hemos llegado. Que se tomen las medidas necesarias para realizar la traslación tan pronto como sea posible, capitán Stenius.
—Hay algo en la disformidad que está causando este hecho tan extraño, alabado primarca —insistió la navegante, al mismo tiempo que daba un paso fatigado hacia el León—. Mis compañeros y yo podemos sentir su presencia, sentir la presión que está ejerciendo sobre la disformidad. La estabilidad que hay aquí está ocultando una corriente mucho más turbulenta.
—Todas tus observaciones han quedado anotadas, lady Fiana —dijo el primarca, quien se puso en pie dando fin a la conversación—. Por favor que los navegantes continúen enviando sus informes al respecto al capitán Stenius.
Fiana se irritó ante la desestimación tan despreocupada del problema. Fue incapaz de librarse de la inquietud que sintió al realizar aquel siniestro descubrimiento, pero sabía que no debía debatir el asunto con el primarca, que ya estaba dirigiendo su atención hacia Corswain. Bajó la cabeza en señal de conformidad, sabiendo que el misterio tendría que ser resuelto otro día.
Varias naves de los Ángeles Oscuros habían efectuado ya la traslación al sistema Perditus cuando la Razón Invencible se abrió paso hacia el espacio real y estableció contacto, aunque casi una docena de naves continuaban navegando por la disformidad. Los movimientos de las flotas a través de la disformidad nunca habían sido fáciles, y las tormentas habían agravado considerablemente el problema. Ésa era una de las principales razones por las que los Ángeles Oscuros habían sido incapaces de forzar un encuentro decisivo con los Amos de la Noche en Thramas; para cuando llegaban suficientes naves a un sistema como para enfrentarse al enemigo, los esquivos Amos de la Noche ya habían tenido tiempo de escapar de un enfrentamiento directo.
El León sopesó sus opciones: esperar a que llegaran más naves de su flotilla o seguir adelante hacia la base del Mechanicum en Perditus Ultima. Supuso que las fuerzas de los Manos de Hierro y de la Guardia de la Muerte ya estarían al tanto de su llegada, por lo que el primarca no vio ningún motivo para demorarse más y ordenó a las cinco naves presentes de su flota que avanzaran por el sistema a toda velocidad.
Tras pasar de largo por delante de los inhóspitos gigantes gaseosos de los confines del sistema, los Ángeles Oscuros captaron lecturas de los sensores que indicaban la presencia de dos flotas ocupadas en una maniobra de posicionamiento alrededor de Perditus Ultima, el planeta más cercano a la estrella, en el mismísimo límite de la zona habitable. Los códigos de identificación y las señales entre las flotas indicaban las naves como pertenecientes a las legiones de los Manos de Hierro y de la Guardia de la Muerte. Cada flotilla contaba con no más de media docena de naves; incluso unidos no serían rival para el poder de los Ángeles Oscuros que estaban por llegar. A pesar de varios intentos, no se pudo establecer comunicación con ninguna de las flotas ni con la base terrestre de Ultima.
Tras cruzar la órbita de Perditus Secundus, a sólo cinco días de su destino, los guerreros de la I Legión ya estaban a la distancia adecuada para detectar las fuerzas desplegadas sobre la superficie de Perditus Ultima. Los interceptores de comunicaciones indicaron que persistía un estancamiento tanto en los combates de superficie como en los del espacio. Las naves de los Manos de Hierro y de la Guardia de la Muerte estaban llevando a cabo un baile fuera de órbita en el que cada una de las flotillas trataba de ganar posición sobre el planeta para apoyar a sus tropas en una acción ofensiva, pero ninguno de ellos era capaz de conseguir cierta ventaja sin arriesgarse a un enfrentamiento decisivo y potencialmente devastador; así pues, los dos bandos estaban atrapados en aquella situación y se mantenían a la distancia suficiente. Ninguno de los dos estaba preparado para apostarlo todo frente a una posible derrota en un intento de alcanzar la victoria.
El León convocó un consejo de sus capitanes y determinó el plan de acción para los Ángeles Oscuros.
—Posicionaremos nuestra flota directamente entre los Manos de Hierro y la Guardia de la Muerte y anunciaremos el cese de todas las hostilidades —dijo a la asamblea de oficiales reunidos en su salón del trono a bordo de la Razón Invencible—. Si ninguna de las partes está dispuesta a arriesgarse a un enfrentamiento con la otra, seguro que no estará dispuesta a asumir un nuevo enemigo.
—Una propuesta muy arriesgada, mi señor —opinó el capitán Masurbael, al mando de la fragata Intervención—. ¿Qué ganaremos colocándonos en una situación de peligro? Ambos lados conocerán de antemano nuestra llegada y nuestras fuerzas, no hay razón alguna para que nos expongamos al peligro de un ataque directo.
—Propósito y amenaza —le contestó el León, sonriendo con frialdad—. Tenemos que dejar claras nuestras intenciones y nuestra determinación para que nuestros enemigos no piensen que lanzamos amenazas falsas. Perditus se encuentra bajo la protección de los Ángeles Oscuros, y cuanto antes establezcamos ese hecho, antes concluiremos aquí nuestro trabajo y volveremos a nuestra lucha con los Amos de la Noche.
—¿Y qué pasa con la Guardia de la Muerte, mi señor? —quiso saber Corswain—. ¿No deberíamos simplemente atacarlos, con la ayuda de los Manos de Hierro? Es notorio que se declararon partidarios de Horus desde los primeros días de la rebelión.
—Hasta que podamos establecer la lealtad de ambas facciones aquí, y la del Mechanicum también, no deberíamos considerar ninguna ayuda de cualquiera de los dos lados. Los Manos de Hierro han carecido de líder desde que Manus fue asesinado en Istvaan. ¿Quién puede decir cuál es su plan actual o hacia dónde se inclina su verdadera lealtad? Del mismo modo, se nos ha informado de que aquellas legiones que se pusieron del lado de Horus no lo hicieron por completo. Existen compañías y flotas enteras que han sido desplegadas por toda la galaxia, y con las tormentas de la disformidad asolando muchos de los sectores no deberíamos apresurarnos a prejuzgar cualquier situación, hermano. Podría darse el caso de que en Perditus sean los legionarios de la Guardia de la Muerte los leales al Emperador y los Manos de Hierro los que se hayan alejado de la causa imperial.
Corswain asimiló la sabiduría de su primarca con una señal de asentimiento mientras el capitán Stenius tomaba la palabra.
—¿Es vuestra intención que también ganemos posiciones para colocar tropas en Perditus Ultima, mi señor? —preguntó Stenius—. ¿Vamos a atravesar los cordones de órbita baja de los Manos de Hierro y de la Guardia de la Muerte?
—Ésa es exactamente mi intención, capitán Stenius —le confirmó el León—. La Razón Invencible liderará el ataque a Perditus Ultima pasando entre los elementos principales de las dos flotas enemigas. Emitiremos advertencias de que cualquier acción hostil será inmediata y decisivamente combatida con una fuerza arrolladora. Daré las instrucciones a la flota en cuanto acabemos aquí. ¿Alguna pregunta más?
El tono del León indicaba que no esperaba ninguna discusión más al respecto, y los capitanes allí reunidos se arrodillaron para aceptar las órdenes de su primarca. Cuando los demás se marcharon, Corswain se quedó rezagado en la sala de audiencias, deseoso de hablar con su señor en privado. El León le hizo un gesto para que hablara y dijera todo lo que pensaba.
—Es posible que todo lo que habéis dicho sea cierto, mi señor, pero lo más probable es que la situación sea que los guerreros de los Manos de Hierro sean leales a Terra y los de la Guardia de la Muerte hayan jurado fidelidad a Horus —dijo el senescal—. Deberíamos organizar nuestro avance para favorecer la defensa en previsión de un ataque de la Guardia de la Muerte.
—Como digas, hermano —asintió el León—. Sin embargo, no estés tan seguro de la lealtad de los Manos de Hierro. Vivimos en tiempos complicados, Cor, y no existe una división clara entre aquellos que luchan de nuestro lado y los que luchan contra nosotros. La oposición hacia Horus y sus legiones ya no garantiza la fidelidad al Emperador. Existen otros poderes ejerciendo su derecho al dominio.
—No lo entiendo, mi señor —contestó Corswain—. ¿A quién más se le podría jurar lealtad que no sean Horus o el Emperador?
—¿A quién sirves? —le preguntó el León en respuesta a su pregunta.
—A Terra, mi señor, y a la causa del Emperador —contestó Corswain inmediatamente, irguiéndose como si estuviese siendo acusado.
—¿Y qué hay de los juramentos que me hiciste a mí, hermano? —La voz del León era tranquila, contemplativa—. ¿No eres leal a los Ángeles Oscuros?
—¡Por supuesto, mi señor! —Corswain se sorprendió ante la posibilidad de que su primarca pudiera pensar de otro modo.
—Pues del mismo modo hay otras fuerzas cuyo principal interés es su primarca y su legión, y para algunos tal vez ni eso —explicó el León—. Si yo te dijera que íbamos a abandonar cualquier pretensión de defender Terra, ¿qué dirías?
—Por favor, no bromeéis con ese tipo de cosas —replicó Corswain moviendo la cabeza en un gesto de negación—. No podemos permitir que Horus triunfe en esta guerra.
—¿Quién ha mencionado a Horus? —preguntó el primarca. Cerró los ojos y se frotó la frente durante unos instantes. Luego miró a Corswain como midiendo su entereza—. No tienes de qué preocuparte, hermano. Prepara la fuerza especial para el ataque, y deja que cargas mayores descansen sólo sobre mis hombros.
Desde su punto de vista aventajado detrás de las ventanas blindadas que atravesaban la torre central de la base Magellix, el capitán Lasko Midoa tenía una vista completa de todo el complejo del Mechanicum. Su atención se centraba en ese momento al sur y al este, hacia los puestos de avanzada siete, ocho y nueve, ocupados por adversarios de la Guardia de la Muerte. Detrás de las estructuras bajas octogonales se extendían las pantallas reflectantes que recorrían la circunferencia de toda la instalación, creando un microclima de corrientes térmicas ascendentes que ayudaba a mantener baja la temperatura de Magellix, lo que lo convertía de un lugar inhabitable en uno tolerable. Más allá estaban las elevadas montañas de Perditus Ultima, con sus laderas ocultas tras una densa capa de niebla de color verde de un millar de kilómetros de diámetro y las cimas a muchos kilómetros por encima de la brillante llanura de dorados materiales refractarios que cubrían la roca.
La eterna capa de niebla distorsionaba las distancias, de modo que aunque los tramos exteriores de la instalación se encontraban a varios kilómetros, su tremendo volumen hacía que parecieran estar casi a tiro de bólter. El calor que se desprendía de la pared de espejo agravaba el problema. Esto no ayudaba al sentido de la perspectiva del capitán a saber si sus enemigos estaban dentro de los enormes torreones, preparados y listos para lanzar un ataque en cualquier momento.
Con Midoa se encontraba el capitán Casalir Lorramech, comandante de la 98.ª Compañía. Los dos oficiales de los Manos de Hierro no llevaban los cascos para intentar aprovechar al máximo la atmósfera procesada del interior de Magellix; durante la mayor parte del tiempo desde que llegaron a Perditus Ultima habían llevado puesto el equipo de combate al completo. Los dos eran casi idénticos, con el cabello plateado muy corto, unas caras anchas y la piel curtida. Sólo los distinguían dos características. Lorramech tenía ojos de color azul naturales mientras que Midoa tenía implantadas unas lentes de color plateado. Midoa también llevaba un respirador traqueal en sustitución de la mandíbula inferior y la garganta que siseaba rítmicamente con la respiración. Cuando hablaba, su voz salía de una pequeña unidad de comunicaciones con un altavoz insertado en el hueso de su mejilla derecha. El dispositivo de voz transmitía las palabras de Midoa en una secuencia cantarina ciertamente desacorde con su apariencia mecánica.
—¿Y estás seguro de que se dirigen directamente a la órbita? —preguntó Midoa, respondiendo al informe de Lorramech, en el que indicaba que los Ángeles Oscuros habían continuado hacia Ultima a toda velocidad.
—Sí, padre de hierro —le confirmó Lorramech con voz profunda y grave. Cada palabra era pronunciada con los dientes apretados y sin apenas mover los labios. Midoa era incapaz de sonreír al uso del antiguo rango honorífico, pero era un motivo de orgullo que sus compañeros capitanes lo hubieran elegido a él para ponerlo al mando de esta expedición—. Rumbo y velocidad son compatibles con una denominación orbital. Estarán en órbita alta en menos de tres horas.
—Pero ¿aún no han traspasado el escudo de amortiguación de comunicaciones?
—Aún no podemos comunicarnos directamente con los Ángeles Oscuros.
—¿Y qué pasa con ellos? —inquirió Midoa, señalando a través de la ventana a las posiciones de la Guardia de la Muerte—. ¿Qué están haciendo?
—El enemigo parece tener intención de tomar un rumbo de intercepción —le contestó Lorramech—. Con vuestro permiso, ordenaré a la flota que realice una contramaniobra. Nos enfrentaremos a las naves de la Guardia de la Muerte para proporcionar una pantalla protectora a la llegada de los Ángeles Oscuros. Cuentan con dos barcazas de batalla entre su flotilla, lo que sería un valioso apoyo orbital.
—Tienes mi permiso —asintió Midoa—. Se nos presenta una imprevista y fortuita oportunidad, Casalir. Saca a nueve de cada diez escuadras de sus misiones de patrulla y de sus acantonamientos y que se reúnan en el depósito principal de vehículos. Tengo la intención de lanzar un ataque.
—Será como digáis, padre de hierro —respondió Lorramech—. Con la ayuda de los Ángeles Oscuros expulsaremos a la Guardia de la Muerte de Perditus y aseguraremos el motor de Tuchulcha.
Midoa tardó la mayor parte de la hora siguiente en reunir las fuerzas que necesitaba para el contraataque. Los escuadrones y las compañías se colocaron en sus posiciones a través de Magellix y la meseta rocosa que la rodeaba tras avanzar en secreto por los caminos subterráneos excavados bajo la superficie de Perditus Ultima mucho antes de que llegara la flota de sometimiento del Emperador.
Los Manos de Hierro salieron por la puerta principal de la Torre Dos.
Los tanques de combate Predaror y los Land Raiders blindados encabezaban el ataque, mientras que las fuerzas de Rhinos y los enormes transportes Mastodonte seguían detrás de la pantalla más fuertemente armada.
Casi inmediatamente, el fuego defensivo procedente de la Torre Ocho perforó la oscuridad de la atmósfera de Perditus con el centelleo de los rayos láser y las llamaradas de los cañonazos. La columna de vanguardia se desplegó poniéndose a cubierto. Los tanques ocuparon posiciones detrás de las enormes rocas dispersas, de los escarpados acantilados y de los bloques de ferrocemento que albergaban los ventiladores para la filtración de la atmósfera de la base. Tras muy poco tiempo, el fuego de respuesta de los Manos de Hierro golpeaba las paredes de losa de los muros de las torres exteriores, donde arrancó trozos de ferrocemento y agrietó las enormes plataformas de observación de vitraleo.
Detrás de la tormenta de fuego, la siguiente oleada de ataque se lanzó al asalto montada en sus Rhinos, con las escotillas y las compuertas cerradas mientras los transportes rugían a través del rocoso y ondulado terreno a toda velocidad. Midoa iba en el primer vehículo, dispuesto a dar ejemplo a sus guerreros para que lo siguieran. Los más lentos, los voluminosos Mastodontes, de tracción de oruga y más imponentes que los propios Land Raiders, se abrían paso como podían a través del polvo y la niebla, y sus pesadas cadenas abrían nuevos surcos en la ardiente superficie de Perditus Ultima.
Antes de que llegaran a la Torre Ocho, los Manos de Hierro entraron en el área de alcance de los cañones de la Torre Nueve. Midoa lo sabía desde el principio, y también sabía que la velocidad era la mejor defensa contra el tremendo fuego cruzado. Había unos trescientos metros de tierra que recorrer en la zona donde ambas torres podían disparar con la máxima intensidad antes de que la masa de la Torre Ocho tapara las líneas de tiro de las posiciones defensivas vecinas.
Ser los primeros en atravesar aquella zona mortífera tenía sus ventajas. Los artilleros eran incapaces de ajustar su puntería con la rapidez suficiente como para apuntar al Rhino de Midoa, pero diez metros detrás de él, el transporte del sargento Haultiz fue alcanzado de lleno por el rayo de un cañón láser. Salió humo hirviente del motor, y el destrozado Rhino se detuvo de golpe, los guerreros de armaduras negras y plateadas del interior caían sobre la polvorienta roca mientras más transpones pasaban junto a ellos. Las órdenes de Midoa habían sido muy claras y tajantes: no detenerse por nada. Los Manos de Hierro de los otros transportes pasaron a toda velocidad junto a sus desamparados hermanos, sabiendo que la forma más segura de proteger a sus compañeros era finalizar el asalto contra las posiciones defensivas ocupadas por los legionarios de la Guardia de la Muerte.
Los cincuenta segundos que tardaron en atravesar la abrasadora zona mortífera fueron los más largos de toda la vida de Midoa. Se encontraba agachado en el compartimento trasero con la escuadra bajo su mando, y todos ellos estaban en tensión y preparados para salir si un impacto los obligaba a saltar del transporte incluso en movimiento. Midoa se enteró a través del intercomunicador de que un segundo Rhino había sido alcanzado, y después un tercero, pero para cuando los transportes principales estaban a unos cien metros de la puerta secundaria de la Torre Ocho, siete de los Rhinos y tres Land Raiders habían atravesado el cordón de fuego. Otros ocho Mastodontes los seguían detrás, cada uno de ellos con cuarenta guerreros de los Manos de Hierro en el interior. Sus campos de energía absorbían los proyectiles de los cañones automáticos y los rayos de los cañones láser con destellos de energía actínica.
Cuando los Rhinos se detuvieron bajo los cañones de la Torre Ocho, el capitán Tadurig y su escuadrón desembarcaron rápidamente, acercándose al muro de la torre que tenían delante. Con ellos llevaban un generador de campo de fase; un dispositivo cuya creación había supervisado Midoa con la ayuda de sus aliados del Mechanicum. Los legionarios de los Manos de Hierro sólo tardaron unos segundos en montar la plataforma de cuatro patas e instalar el generador de campo de fase. La mayor parte del artefacto estaba formado por una antena de destilación de energía en el centro de la cual había cientos de espirales de alambre para transferir el campo de fase a su lugar.
Cuando se reunió con sus guerreros, Midoa hizo unos últimos ajustes a la máquina que tan cuidadosamente había montado con restos de viejas tuneladoras y piezas de maquinaria tecnológica de disformidad abandonadas por los antiguos pobladores de Perditus. Éstos habían usado la energía canalizada de la disformidad tan libremente como en el Imperio usaban el plasma y la electricidad, para asombro de Midoa.
Tras oír un repiqueteo de actuadores magnéticos deslizándose en sus posiciones, Midoa tiró de la palanca de activación y dio un paso atrás. Aún no había tenido tiempo de probar el dispositivo, ya que planeaba usarlo durante un asalto subterráneo a la Torre Nueve unos cuantos días más tarde, pero sabía que en teoría debería funcionar. Murmurando un viejo proverbio de Medusa, esperó a que los condensadores de energía alcanzaran su máxima potencia y después conectó las bobinas conductoras.
El campo de fase se puso en marcha, y su aspecto era semejante al de un cono de energía nacarada. Todo lo que había en el interior del campo desapareció, incluido un círculo del muro de la Torre Ocho de unos tres metros de diámetro. Después de unos segundos, Midoa hizo una señal para que apagaran la máquina, y con su escuadra pegada a los talones pasó a través de la brecha que acababan de abrir.
En el interior, el campo de fase había desplazado a otra dimensión una franja de la habitación dentro de la torre, junto con otra pared interior y el techo, veinte metros más adelante, lo que dejó al descubierto el piso superior y un sótano que había debajo. Los cables perfectamente cortados soltaban chispas mientras que los tubos de reciclaje de atmósfera seccionados arrojaban al aire vapor cargado de contaminantes. Las lámparas de sus armaduras perforaron la oscuridad del interior de la torre, y los Manos de Hierro avanzaron con las armas preparadas.
—¿Qué quieres decir con eso de que la Torre Ocho ha sido asaltada?
Calas Typhon, primer capitán de la legión de la Guardia de la Muerte, comandante de los Guardianes de Tumbas, estaba ya de muy mal humor, y las noticias del triunfo de los Manos de Hierro no sirvió para mejorarlo.
—Un generador de campo de fase, comandante —contestó su segundo, el capitán Vioss, que se vio forzado a dar un paso atrás cuando su superior se volvió; Typhon y las enormes armaduras de exterminador de sus subordinados llenaban el espacio de mando de la parte superior de la Torre Siete. La voz de Vioss era un silbido amortiguado y difícil, ya que estaba afectado por una horrible herida supurante en el lado izquierdo de la mandíbula—. Sarrin se había centrado demasiado en las puertas de entrada y la brecha a través del muro lo ha desbordado.
—¿Por qué ahora? —preguntó Typhon. Su moño de pelo negro se agitó como la cola de un caballo mientras negaba con la cabeza con enfado—. ¿Han recibido alguna señal de los Ángeles Oscuros?
—Imposible, comandante —dijo Vioss—. El campo de vacío del Terminus Est todavía está en funcionamiento, no se puede establecer ningún tipo de comunicaciones desde la superficie a la órbita exterior.
—¿Y los Ángeles Oscuros continúan con su rumbo directo hacia Perditus Ultima?
Vioss asintió, su pálida cara profundamente arrugada por la preocupación.
—Estarán en órbita en menos de dos horas, comandante.
—Entonces tenemos menos de dos horas para castigar a nuestro estúpido enemigo por su insensatez. Debería haber esperado hasta tener garantizada la supremacía orbital. Haz una señal a la flota y ordénales que eviten el enfrentamiento el mayor tiempo posible. Eso nos debería proporcionar al menos una hora más mientras los Ángeles Oscuros se ven obligados a estudiar sus opciones.
—¿Planea adelantar el próximo ataque, comandante?
—Sí, ahora mismo, ¡así el Gran Padre se lleve tus ojos! —Typhon le lanzó un puñetazo a Vioss en el hombro y lo envió tambaleándose contra la pared de la abovedada cúpula de vitraleo. Una nube de motas de herrumbre quedó florando en el aire por el impacto, desprendidas de los bordes oxidados de la armadura de Vioss—. Debemos liberar a Tuchulcha mientras tengamos la oportunidad. De nuestro éxito aquí dependen muchas cosas. Dile a Ghrusul que ataque desde la Torre Nueve, acorralaremos a nuestro enemigo entre nosotros y lo obligaremos a dirigirse hacia adelante a la instalación central.
—Por el Padre —respondió Vioss, agachando la cabeza—. Los Guardianes de Tumbas no fallarán.
El pasaje subterráneo tenía cinco metros de alto y el doble de ancho, y estaba iluminado por unas finas franjas de color amarillo cubiertas de polvo a lo largo del suelo y el techo. Los rieles oxidados de un antiguo sistema locomotor en el centro del túnel y unas plataformas elevadas recorrían las paredes a cada lado. Normalmente era un lugar sombrío, pero la llegada de los Manos de Hierro y de la Guardia de la Muerte lo habían convertido en un sitio lleno de resplandores pirotécnicos.
El sonido del fuego de bólter resonaba a lo largo de los quinientos metros de longitud del cruce. Los proyectiles que llenaban el aire en aquel intercambio de disparos se entrecruzaban a toda velocidad en ambas direcciones formando una intersección de llamaradas brillantes. De vez en cuando se veía la diminuta estrella de color azul creada por un disparo de plasma que recorría la distancia que separaba a ambos bandos, o la llamarada roja de la estela de un misil que iluminaba la oscuridad. Las nubes provocadas por las explosiones de los misiles de fragmentación aparecieron entre la línea de veinte exterminadores de la Guardia de la Muerte que avanzaban hacia la Torre Ocho.
A la cabeza, el comandante Typhon gritaba a sus guerreros para que continuaran avanzando hacia el enemigo. Al igual que sus guerreros, estaba protegido por la enorme masa de su armadura de catafracto pintada de color blanco y con los emblemas de la Guardia de la Muerte.
Las placas redondeadas que se solapaban una sobre otra hasta llegar por encima de su yelmo le protegían los hombros, mientras que el pecho y el vientre estaban recubiertos por placas segmentadas de ceramita, con los brazos y las piernas enfundados en gruesas grebas y avambrazos. La malla de adamantita colgaba en láminas a través de las uniones de su armadura. El brazo izquierdo de la armadura llevaba incorporado un cañón automático segador, y sus dos cañones gemelos no cesaban de escupir una lluvia de fuego rápido hacia los Manos de Hierro. El arma engullía la cinta de munición como un perro hambriento devora una tira de carne. En el brazo derecho, Typhon llevaba una segadora de humanos, una guadaña con aspecto letal, símbolo de su rango, y una copia más pequeña del arma empuñada por su primarca, Mortarion. El resplandor de su campo de energía brillaba con una enfermiza luz de color amarillo sobre los blancos exterminadores que lo rodeaban.
Los exterminadores de apoyo respaldaban a los veinte guerreros que iban en vanguardia, y sus lanzamisiles ciclón enviaban una lluvia de cohetes por encima de las cabezas de sus compañeros. Las explosiones agrietaban el recubrimiento de plastiacero de los muros del túnel y lanzaban por los aires a los legionarios de armaduras negras y plateadas. Los bólters de asalto escupían rápidas andanadas de proyectiles mientras los Guardianes de Tumbas continuaban acercándose, marchando ilesos hacia las fauces del fuego enemigo.
Los Manos de Hierro retrocedieron, incapaces de competir con las pesadas armaduras y el armamento de los Guardianes de Tumbas, pero su avance era lento. Ghrusul había informado de su entrada en la Torre Ocho hacía veinte minutos, sin embargo, a Typhon aún le quedaban dos cruces que conquistar para asaltar la torre desde abajo. Esperaba noticias de Vioss en cualquier momento, que le dijeran que los Ángeles Oscuros estaban en órbita, pero mientras llegaban, estaba decidido a seguir adelante con el ataque.
Las escuadras de vanguardia de los Guardianes de Tumbas estaban a menos de cincuenta metros del final del intercambio, detenidos por los Manos de Hierro, cuando el casco de Typhon crujió con una comunicación entrante. En vez del sibilante susurro de Vioss, oyó una voz grave y llena de autoridad que lo obligó a detenerse en seco de forma involuntaria. A su alrededor, el resto de la Guardia de la Muerte quedó igualmente inmovilizada y el fuego de los Manos de Hierro cesó en cuestión de segundos.
—El mundo de Perditus Ultima está bajo la protección de Lion El’Jonson de la I Legión —retumbó el mensaje—. Debéis cesar inmediatamente toda actividad bélica y abandonar este planeta. Cualquier tipo de resistencia será combatida con la mayor dureza y no se tomarán prisioneros. El incumplimiento de mis exigencias supondrá vuestra destrucción inmediata.
Como si saliera de un trance, Typhon se tambaleó hacia adelante y casi perdió el equilibrio. Sólo ante la presencia de Mortarion había experimentado alguna vez la reacción que acababa de sentir, y rápidamente se dio cuenta de que no eran únicamente los Ángeles Oscuros los que ocupaban el planeta: su primarca estaba con ellos. Notó la inquietud de sus guerreros cuando éstos llegaron a la misma conclusión, y el avance que se había detenido se fue convirtiendo lentamente en una retirada. Por delante, los Manos de Hierro también estaban regresando a sus posiciones, intimidados por el mismo tono autoritario que había perforado las mentes de los guerreros de la Guardia de la Muerte.
Typhon apretó los dientes y sacudió la cabeza para librarse del estado mental que había descendido sobre él tras la declaración del León. Sabía que allí había algo más en juego, no sólo la orden de un primarca. Typhon abrió su mente a la disformidad y sintió las oleadas de energía que formaban parte de todo el universo inmaterial. Cuando era un miembro del Librarius, sus poderes eran considerables. El odio que Mortarion sentía hacia los poderes de la disformidad acabó con la exploración de la otra faceta de Typhon cuando los Incursores del Crepúsculo se convirtieron en la Guardia de la Muerte, por lo que se dedicó con todas sus fuerzas a convertirse en primer capitán. Después, ya con la protección de unos oscuros tutores, Typhon había vuelto a abrazar una vez más el lado de sus poderes nacidos de la disformidad, y había aprendido mucho más de lo que él nunca hubiera creído posible sobre el universo y sus misteriosos caminos.
Eso fue lo primero que lo puso en contacto con el Padre, y fue su ser de la disformidad el que detectó la suave interacción de las energías que se dirigían hacia la superficie de Perditus Ultima. Parecía que el León ya no estaba impresionado por la decisión del Consejo de Nikea y había permitido que sus bibliotecarios reclamaran sus derechos de nacimiento.
Al darse cuenta de aquello, Typhon fue capaz de utilizar parte de su voluntad buscando un medio para bloquear la presencia debilitadora de los bibliotecarios de los Ángeles Oscuros. A pesar de su destreza personal, se enfrentaba a varias mentes entrenadas, lo que lo obligó a recurrir a esa fuerza oscura que lo había acompañado durante estos últimos años. Pidió ayuda al Padre, y la ayuda le fue concedida.
Con una oleada de energía psíquica borboteando en su interior, como las pisadas de un millar de diminutos insectos recorriendo su mente, Typhon arrojó una nube de sombras sobre los Guardianes de Tumbas, protegiéndolos del ataque de los psíquicos de los Ángeles Oscuros. Casi inmediatamente cesaron en su retirada y se volvieron hacia él, a la espera de sus órdenes.
—¡Estúpidos! —les gritó al mismo tiempo que apuntaba con su segador de humanos a los Manos de Hierro en retirada—. ¡Ahora no es el momento de retroceder, ahora es el momento de atacar! Matadlos a todos.
En una oscura sala en las entrañas de la Razón Invencible, el León estaba en pie entre cuatro de sus bibliotecarios y escuchaba sus voces susurrantes. Todos los psíquicos vestían sus antiguas túnicas ceremoniales de color azul, con los rostros ocultos tras las sombras de las capuchas que les cubrían la cabeza. Era preferible que se mantuvieran a salvo de la vista de sus hermanos de batalla normales. La confusión y los rumores podrían alimentar la superstición antes de que cualquier explicación pudiera impedirlo.
Corswain se encontraba a un lado. Su nerviosismo era claramente perceptible, ya que depositaba su peso de una pierna a la otra y viceversa, y la armadura crujía con cada movimiento. El León hizo caso omiso de la angustia de su senescal. De esa forma era mejor, más fácil. Si se pudiera obligar a la Guardia de la Muerte y a los Manos de Hierro a dialogar sin luchar, sería lo mejor para que los Ángeles Oscuros consiguieran lo que les interesaba.
El León percibió la rigidez de Corswain y volvió la mirada hacia el senescal.
—No está funcionando, mi señor —dijo Corswain—. Los sensores muestran que los Manos de Hierro están retrocediendo debido a un nuevo ataque de la Guardia de la Muerte. Los están empujando de nuevo hacia la instalación principal.
—Ya se lo advertí —gruñó el León—. Nadie pondrá en duda mi autoridad.
—¿Le envío un mensaje al capitán Stenius, mi señor?
—Sí. Puesto que la Guardia de la Muerte no acata mis órdenes, la estación de Magellix será destruida. Dile a Stenius que lance el torpedo.