CUATRO

aquila

CUATRO

—Mantened la calma.

El León habló sin prisa, pronunciando aquellas tres palabras con tranquilidad mientras sentía como el pánico se apoderaba de las decenas de tripulantes que manejaban el estrategium. No había ni un solo hombre o mujer a bordo del barco que no se hubiera enfrentado con la muerte más de una vez, pero ser engullido por una grieta de la disformidad era una prueba a la que ninguno de ellos se había enfrentado antes.

Activó el sistema de comunicaciones interno con el movimiento de un dedo.

—A todos los capitanes y demás oficiales, mantengan la disciplina en sus secciones. Estamos experimentando una situación temporal que será resuelta rápidamente. Tienen sus órdenes, obedézcanlas.

El primarca sintió que su corazón latía con más rapidez de la normal, pero era simplemente una respuesta esperada frente a una emergencia. Se tomó un momento para revisar la situación.

La Razón Invencible estaba atrapada entre la disformidad y el espacio real, aprisionada en una grieta provocada por la detonación de los motores de disformidad de la nave de los Amos de la Noche. El León sentía la energía de la disformidad latiendo a través y alrededor de él, inundando la materia de la nave, el aire, su cuerpo. Sólo habían transcurrido unos segundos desde que la marea de la disformidad los envolviera y todo pareciera ligeramente distorsionado, como si estuviera de pie en un ángulo de la normalidad, mirando desde un lugar ligeramente distinto.

Las luces de los paneles de control parpadearon de forma extraña y titilaron a un ritmo aberrante que no representaba a ningún sistema de la nave. Las voces mudas de la tripulación se oían dislocadas, sonaban como si vinieran de muy lejos. Las pantallas visuales se habían quedado en blanco, incapaces de reproducir el torbellino de energía que daba vueltas alrededor de la nave. El capitán Stenius se colocó al lado del primarca, dejó a su paso un tenue resplandor y un rastro de chispas brillantes que cayeron de su armadura mientras se movía.

—Informe sobre la situación —dijo el León—. Escudos de vacío. Campo Geller. Motores de disformidad.

—Sí, mi señor —contestó Stenius, y su voz resonó por un momento en el interior de la cabeza del León. Otros rastros ardientes revolotearon en el aire cuando el capitán elevó el puño hasta el pecho en señal de saludo.

—¡Nos llegan informes de combates! —avisó Corswain, quien se había desplazado a una de las consolas de mando principales. Su voz sonaba como un grito lejano aunque se encontraba a menos de diez metros de distancia—. Cubiertas de armamento de estribor, niveles ocho y nueve.

—¿Es el enemigo? —gritó el León—. ¿Un ataque teletransportado de los Amos de la Noche?

—El informe no es claro, mi señor —respondió Corswain—. Es muy confuso.

—Baja hasta allí y pon un poco de orden, hermano. Mente despejada, disciplina y coraje.

Corswain hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se dirigió hacia las puertas mientras el León dirigía su atención de nuevo a Stenius, con una ceja levantada en señal de duda.

—La interferencia de la disformidad nos impide aumentar los escudos de vacío, mi señor. Sufriríamos el mismo destino que los Amos de la Noche. Lo mismo sucede con el campo Geller; no hemos completado la traslación, y al activarlo se correría el riesgo de provocar un bucle de retroalimentación masiva. Los motores de disformidad continúan recuperando potencia después de la maniobra de traslación. —Aunque la cara del capitán estaba inmóvil, se encogió de hombros—. Estamos atrapados aquí por el momento, mi señor.

El León escuchó sin hacer ningún comentario. Las duras palabras del capitán le hicieron darse cuenta de la realidad de la situación. Estableció un plan de acción.

—No podemos liberarnos de esta tormenta, así que lo que haremos será cabalgada hasta su corazón. Que los motores de disformidad estén preparados lo antes posible. Haremos una traslación completa de vuelta al espacio disforme y activaremos el campo Geller para restablecer la normalidad. Que lady Fiana me informe inmediatamente. ¿Entendido?

—Sí, mi señor.

Las puertas principales se abrieron con un siseo y quince guerreros de los Ángeles Oscuros vestidos con armadura de exterminador entraron, con los bólters de asalto y los puños de combate preparados. Sus enormes armaduras eran tan negras como la noche y estaban adornadas con plata, una negrura sólo rota por los símbolos de la legión sobre las hombreras y los emblemas en forma de calavera de color escarlata de sus enormes placas pectorales, el símbolo personal del hermano redentor Nemiel, que estaba allí para recibirlos.

—Mantened el orden, hermanos —dijo el capellán a sus guerreros de escolta—. Estad atentos y no vaciléis.

Cuando se bajó de la cinta transportadora que llevaba hasta la cubierta de armamento número nueve, con su séquito de diez legionarios detrás de él, Corswain aún no tenía una idea clara de lo que estaba sucediendo ni de quién había atacado la nave. El canal de comunicaciones estaba rebosante de informes sobre los asaltantes desconocidos que atacaban un bastión tras otro, y hasta él llegaba el eco de los disparos de bólter y de armamento pesado que resonaba por todo el corredor desde las plataformas de armamento hacia la proa. Era posible, aunque sumamente improbable, que los Amos de la Noche hubieran conseguido alguna forma de teletransporte a larga distancia como un acto desesperado antes de que su nave fuese destruida; no sería la acción más increíble que los Amos de la Noche hubiesen llevado a cabo en los últimos tiempos.

La cubierta de armamento estaba compuesta por un pasillo principal de casi un kilómetro de largo, con pasajes de acceso cada doscientos metros que conducían a las torretas, que a su vez eran independientes y contenían en su interior los macro cañones y los tubos de lanzamiento de los misiles usados para el ataque a corta distancia de las naves enemigas. Estaban diseñados para resistir un abordaje, y Corswain vio que los mamparos de defensa estaban cerrados en las plataformas más cercanas, lo que las aislaba del resto de la nave. No podía comprender cómo un atacante había conseguido destruir varias plataformas de una vez en un espacio de tiempo tan corto.

Varias docenas de miembros de la tripulación desarmados, vestidos con libreas de color negro, pasaron corriendo hacia popa, huyendo de la batalla. Tenían una mirada desquiciada en los ojos y no le prestaron atención cuando les pidió que se detuvieran y le explicaran lo que estaba sucediendo. Corswain nunca antes había visto tanto terror en los ojos de unos hombres tan veteranos.

A lo lejos se oyó otra salvaje ráfaga de disparos mientras el senescal y sus guardaespaldas bajaban por el pasillo hacia el lugar del combate. Se suponía que quien estaba al mando era el capitán de cubierta Isaases, pero no respondía a las llamadas de Corswain por el intercomunicador; probablemente ya estaría muerto.

En medio de las detonaciones de granadas, un puñado de guerreros de los Ángeles Oscuros retrocedió hasta el pasillo principal sin dejar de disparar con los bólters hacia la puerta de la torreta de armamento número cuatro. Dos de ellos empuñaban lanzallamas que escupían promethium ardiente hacia esa entrada.

Los sentidos automáticos de la armadura de Corswain oscurecieron su visor durante un momento cuando un destello de energía brillante surgió de allí; un chorro de llamas de color rosa y azul explotaron en el pasillo llevándose con ellas los cuerpos calcinados de otros dos ángeles oscuros más. El senescal nunca había visto un arma como ésa y echó a correr, con la pistola y la espada de energía preparadas mientras se acercaba con el grupo de legionarios. Los dos guerreros que habían sido alcanzados se agitaban en el suelo mientras las llamas multicolores les atravesaban las armaduras y derretían las placas de blindaje como si hubieran sufrido una explosión de plasma.

Una petición de informe murió en los labios de Corswain cuando llegó a la altura de la puerta de la torreta y vio lo que había en su interior. No pudo pensar en nada por un momento.

El interior de la torreta estaba recubierto de llamas multicolores, y dentro de ese infierno cegador se retorcían unas extrañas figuras. No se parecían a nada que Corswain hubiera visto antes, y se había enfrentado con muchos enemigos extraños a lo largo de los años que llevaba al servicio de la I Legión. Las criaturas alienígenas parecían estar hechas del mismo fuego; no tenían cabezas, eran cuerpos sin patas con la cara en el pecho y unos brazos largos y desgarbados que escupían fuego desde unas aberturas con forma de fauces en los extremos. Sus torsos ardían hasta los bordes chorreantes donde deberían estar las piernas, y saltaban de un lado a otro retorciéndose. Las criaturas lo quemaban todo con total desenfreno. El crepitar de los fuegos iba acompañado de gritos y lamentos inhumanos.

Corswain sintió el peso de la pistola en la mano mientras la levantaba, y por primera vez desde que tuvo edad suficiente para empuñar un arma, la mano le tembló mientras apuntaba. Aquellos ojos de puro fuego blanco lo miraron diabólicamente desde el corazón del infierno, quemando su psique de la misma forma implacable que las llamas habían derretido la armadura de los ángeles oscuros muertos. Corswain tuvo la sensación de que estaba mirando hacia un abismo sin fondo de llamas, y aquella visión se le grabó en la memoria como la marca de un hierro al rojo.

Comenzó a disparar, pero los proyectiles explosivos estallaron antes de alcanzar sus objetivos.

Las criaturas estaban en la puerta, las llamas lamían ya el suelo del pasillo principal. Corswain cambió de objetivo y disparó dos veces contra los controles de desbloqueo de emergencia. El mamparo cayó justo delante de los alienígenas enloquecidos, apagando el infernal fuego y provocando un espeluznante silencio en el lugar.

Mientras trataba de comprender todo lo que había visto, Corswain se dio cuenta de que el centro del mamparo comenzaba a brillar. Las antinaturales llamas de los atacantes se dedicaron a la tarea de abrasar la compuerta, de varios metros de espesor. Mientras observaba cómo se extendía el brillo, comenzaron a caer gotas de material fundido sobre el plastiacero como el sudor por su frente. El senescal estimó que las criaturas sólo tardarían unos cuantos minutos en liberarse de su prisión temporal.

En el silencio que los rodeaba, miró a los otros ángeles oscuros, pero al igual que ellos, no se le ocurría nada que decir. Fue incapaz de dar órdenes, ya que se había quedado paralizado por la impresión de lo que se habían encontrado.

—¡Senescal!

La voz de alerta la dio el hermano Alartes, uno de sus guardias personales.

Corswain se volvió para mirar hacia popa, y vio el aire atorbellinado cargado de energía, como cuando la brecha de la disformidad se tragó la nave por primera vez. Se formaron unas siluetas en aquellos vapores malsanos. Parecían unos monstruosos perros de caza de color rojo de carne escamosa y colmillos de hierro, con unas colas llenas de afiladas púas venenosas y la cabeza rodeada por un reborde blindado. Los perros de caza infernales estaban ya casi formados, y sus gruñidos resonaban por todo el pasillo. Tardarían muy poco tiempo en lanzarse contra ellos.

Las apariciones le recordaron a los antiguos cuentos de Caliban, y una palabra cargada de odio y miedo le vino a la cabeza: nephilla. Corswain se encontró hablando solo, dando una orden por instinto que creyó que nunca tendría que dar como oficial de los Ángeles Oscuros.

—¡Retroceded! Replegaos y sellad la cubierta de armamento.

Retrocedió hacia la cinta transportadora más cercana sin dejar de disparar con su arma contra los monstruosos perros, aunque sabía que sus disparos no tendrían mucho efecto. Los otros ángeles oscuros lo imitaron y llenaron el corredor con el rugido de los proyectiles explosivos.

El chasquido de las puertas del mamparo abriéndose detrás de él llenó de alivio al senescal de una forma que nunca había creído posible. Agradecido, retrocedió a la cámara principal mientras los enormes e infernales perros de caza corrían por el pasillo hacia él.

Quedarse allí sería morir.

Las paredes de la sala del navegante brillaron con los ecos previos de lo que estaba a punto de suceder. Fiana visualizó las imágenes de las criaturas monstruosas que arañaban la propia sustancia de la nave. Su tercer ojo le otorgaba una visión de lo que iba a suceder. Coiden estaba de pie al lado de la puerta con una pistola láser en la mano izquierda, aunque fuera un gesto inútil, y tenía la mano derecha apoyada en el marco de la puerta abierta mientras miraba fijamente la antesala, aunque observaba no tanto con los ojos como con sus demás sentidos.

—Está despejado —dijo, y se volvió para mirar a Fiana por encima del cuello alto de su largo abrigo de color bermellón.

—Kiafan, sigue a Coiden; Aneis, quédate conmigo.

Fiana condujo a sus hermanos hacia la puerta y echó un último vistazo a las escaleras en espiral que conducían a la pilastra de navegación. Algo grande y con forma de babosa arrastraba su cuerpo por el metal de la escalera mecánica, haciéndose más sólido a medida que se abría paso a través de la disformidad.

Fiana levantó la banda de metal que bloqueaba su tercer ojo y abrió el párpado correoso que le cubría el globo ocular. Se concentró en la aparición solidificada y canalizó el flujo de energía que le permitía atravesar los dos velos de la disformidad. Allí, en el espacio real, ese flujo surgió como un rayo purificador de luz negra que golpeó a la bestia entre las sinuosas frondas que rodeaban sus fauces. El ser se debilitó bajo la penetrante mirada psíquica de Fiana. Su insustancial forma se desvaneció convertida en bruma cuando la energía que la unía al plano material fue devuelta al espacio de la disformidad.

Un grito de Kiafan la alertó de que había más criaturas en el pasillo exterior, y salió corriendo para unirse a los demás. Unos espectros alados con garras en forma de gancho colgaban de las rejillas de ventilación del techo y habían conseguido atrapar la capucha de la túnica de Kiafan para arrastrarlo hacia arriba. Lo que Fiana vio con sus ojos normales fue una mancha de movimientos sobre Kiafan mientras el desesperado navegante trataba de apuntar su tercer ojo hacia las dos criaturas que lo tenían agarrado por detrás; con su otro sentido, ella miró a las criaturas con forma de gárgola de largas y huesudas extremidades y carne parecida a la piedra.

Coiden y Aneis unieron el poder de su tercer ojo para hacer estallar a las horribles criaturas y devolverlas a su reino inmaterial, lo que hizo que Kiafan cayera al suelo violentamente. Se agarró el tobillo y miró a Fiana con los ojos llenos de lágrimas.

—Creo que está roto —gimió.

—Vienen a través de las paredes —advirtió Aneis.

Unas criaturas humanoides y otras con formas horribles se materializaban a través de los desnudos mamparos de plasticero que rodeaban a los navegantes; eran demasiados como para poder destruirlos a todos.

—Ayuda a tu hermano —le dijo Fiana a Coiden.

Ella agarró a Aneis por el hombro y arrastró a su hermano más allá de los otros dos. Lo empujó hacia la puerta que conducía hasta el siguiente mamparo. Un ser ciclópeo y con una enorme panza se estaba formando sobre un oscuro charco de óxido y fango, esparciéndose por el suelo de corredor.

—Despeja el camino —le ordenó Fiana.

—¿Hacia dónde? —preguntó Aneis, con su joven rostro casi blanco a causa del miedo.

—Al estrategium —contestó Fiana—. Tenemos que llegar hasta la protección del León.

Después de haber recuperado parte de su equilibrio mental, Corswain hizo todo lo que pudo para organizar la defensa de las cubiertas de armamento, pero los misteriosos invasores resultaban prácticamente imposibles de combatir. Por los focos dispersos a lo largo de la Razón Invencible, estaba claro que el ataque no se limitaba a las baterías de armamento, ni a las cubiertas de estribor. Los grupos de enemigos aparecían por toda la nave en gran número, aparentemente con la intención de apoderarse de la sala de disformidad. Con los enemigos materializándose detrás de las líneas de defensa, burlándose de cualquier barrera física que se levantara ante ellos, Corswain había movilizado las compañías de la nave en patrullas de cien guerreros.

No muy lejos del estrategium, sus guardaespaldas y él se encontraron con lady Fiana y su familia. Los escoltaba el sargento Ammael y su escuadra, y aunque los navegantes se veían angustiados y demacrados, ninguno de ellos parecía estar gravemente herido. El senescal relevó a Ammael de su obligación y lo envió a las cubiertas de motores donde la batalla se estaba prolongando.

Cuando el grupo llegó al estrategium, se encontraron con algo inesperado. Allí no había ningún signo de lucha; los técnicos se dedicaban a sus tareas con tranquilidad, ignorando la escena que se estaba desarrollando entre ellos.

El León estaba de pie en el centro de la cámara principal, y delante de él había un ángel oscuro arrodillado. El legionario llevaba puesto un tabardo blanco sobre la armadura de color negro, y tenía la cabeza inclinada en señal de sumisión. Rodeado por su guardia personal, el hermano redentor Nemiel se inclinó hacia el legionario arrodillado con su pistola y su crozius en las manos.

—Esperad aquí —les dijo Corswain en voz baja a los navegantes, haciéndoles un gesto para que se quedaran a un lado.

El León oyó las palabras que el senescal había murmurado y lo miró.

—Tu elección del momento oportuno para llegar es involuntariamente impecable, hermano —le dijo el primarca—. Me enfrento a un dilema.

—Mi señor, no sé lo que está sucediendo aquí, pero estoy seguro de que puede esperar un momento. Necesitamos vuestra guía. La nave está sufriendo un ataque en toda regla, y lo llevan a cabo unas criaturas que son casi invulnerables a nuestras armas.

—El castigo por perjurio no admite demora —intervino Nemiel.

Mientras se aproximaba, Corswain reconoció al legionario que estaba arrodillado. Tenía el casco bajo el brazo y la cara medio escondida detrás de largas ondas de pelo negro. Era el hermano Asmodeus, un antiguo bibliotecario.

—¿Perjurio? —se extrañó Corswain—. No comprendo…

—Mi pequeño hermano se ha excedido —dijo el León, aunque no parecía haber ira en su voz—. Al verse atacado, incumplió el Edicto de Nikea y desató los poderes de su mente.

—Realizó actos de brujería —insistió Nemiel—. ¡Las mismas vilezas perpetradas por los Amos de la Noche que ahora amenazan nuestra nave!

—Eso ya se decidirá, hermano redentor —dijo el León—. Aún no tengo mi veredicto.

—El Edicto de Nikea es incuestionable, mi señor —insistió Nemiel—. Los guerreros del Librarium no debían utilizar sus poderes. Asmodeus ha roto el juramento que hizo.

—¿Funcionó? —preguntó Corswain.

—¿Qué? —exclamó Nemiel, volviéndose en dirección al senescal.

—Asmodeus, ¿has podido destruir al enemigo con tus poderes?

El antiguo bibliotecario no dijo nada pero miró al primarca e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Interesante —comentó el primarca, y sus ojos verdes se fijaron en Corswain como si quisiera ver sus pensamientos.

—He podido comprobar de primera mano lo que pueden hacer estas cosas. Son… —se interrumpió el senescal, dudando en usar la palabra. Respiró hondo y continuó—: Nos enfrentamos a nephillas, mi señor, o a algo parecido. No están formados íntegramente por materia física y nuestras armas no hacen ningún daño a su carne antinatural.

—Son criaturas de la disformidad, alabado primarca. —El grupo de ángeles oscuros se volvió mientras lady Fiana se aproximaba—. Están hechos de materia de la disformidad, y la grieta les ha permitido manifestarse en nuestro mundo. No pueden ser destruidos, sólo enviados de vuelta. La mirada de nuestro tercer ojo puede dañarlos.

—¿Es eso cierto? —preguntó el León, agachándose para poner una mano en el hombro de Asmodeus—. ¿Tus poderes fueron capaces de herir a nuestros atacantes?

—De la disformidad provienen, y con el poder de la disformidad pueden ser expulsados de nuevo —le confirmó el bibliotecario. Se puso en pie cuando el León cambió la posición de la mano y ayudó al legionario a incorporarse. Se encontró con la mirada del primarca durante un instante y luego la desvió de nuevo—. El hermano redentor Nemiel tiene razón, mi señor. He roto el juramento que hice.

—Un grave delito, que me aseguraré de procesar debidamente cuando esta situación se haya resuelto —dijo el León. Entonces miró a Nemiel—. Hay dos bibliotecarios más a bordo: Hasfael y Alberien. Traedlos aquí.

—Esto es un error, mi señor —protestó Nemiel, moviendo la cabeza en un gesto de negación—. Las abominaciones que nos atacan, esos nephillas, son un acto de brujería. Yo también hice un juramento: defender el Edicto de Nikea. Desatar más brujería nos pondrá aún más en peligro. ¡Pensadlo de nuevo, mi señor!

—He dado una orden, hermano redentor —dijo el León, poniéndose en pie.

—Una orden que no puedo acatar —replicó Nemiel con tono firme, aunque Corswain pudo ver que las manos del capellán temblaban del esfuerzo que le suponía desafiar a su propio primarca.

—Mi autoridad es absoluta —le recordó el León, apretando los puños y con los labios entreabiertos dejando ver sus dientes relucientes.

—El Edicto de Nikea fue emitido por el Emperador, mi señor —argumentó Nemiel—. No existe una autoridad superior.

—¡Se acabó!

El rugido del León fue tan poderoso que provocó que los sentidos automáticos del casco de Corswain atenuaran su audición, como habrían hecho si estuviera atrapado en una detonación potencialmente ensordecedora.

El senescal no estaba completamente seguro de lo que sucedió después. El León se acercó, y una décima de segundo después, un destrozado casco con forma de calavera giraba a través de las brillantes luces del estrategium formando un arco de sangre en el aire. El cuerpo decapitado de Nemiel cayó al suelo mientras el León levantaba la mano. Tenía trozos de ceramita incrustados en la punta de los dedos de su guantelete manchado de sangre.

Corswain miró la cara de su primarca, horrorizado por lo que había sucedido. Por un momento tuvo una visión de satisfacción, vio como los ojos del León brillaban mientras contemplaba su obra. Transcurrió un segundo. El León pareció darse cuenta de lo que había hecho y su rostro se retorció en una mueca de dolor mientras caía de rodillas junto a los restos del hermano redentor.

—¿Mi señor?

Corswain no estaba seguro de qué decir, pero como senescal sabía que tenía que actuar.

—Lloraremos por él más tarde —dijo el León. El primarca se puso en pie, con la mirada aún clavada en el cuerpo de Nemiel. Apartó los ojos y miró a lady Fiana, quien se estremeció como si la hubieran golpeado. Tenía tres gotas de sangre sobre la pálida piel de la mejilla derecha—. Di a los bibliotecarios que quedan liberados de sus juramentos de Nikea. Lady Fiana, tú y tu familia dirigiréis cada uno a una compañía de mis guerreros. Cor, reúne ocho fuerzas de contraataque.

—¿Ocho, mi señor? Tres de los bibliotecarios y uno para cada uno de los navegantes, o eso entiendo. ¿Dirigiré yo el otro?

—Yo lo dirigiré —dijo el León—. Ninguna criatura, nephilla o de cualquier otra clase, ataca mi nave sin pagar las consecuencias.