UNO

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UNO

No soñaba, nunca soñaba, pero aquello era, sin duda alguna, un sueño. Tenía que serlo. La Fenice había sido declarada un lugar prohibido, y Lucius sabía muy bien que nadie debía desobedecer las órdenes del primarca. En la época anterior a su despertar, cualquier acto de desobediencia hubiera sido una temeridad. Después se había convertido en una sentencia de muerte.

Sí, sin duda, se trataba de un sueño.

O al menos eso esperaba.

Lucius estaba solo, y no le gustaba estar solo. Era un guerrero que ansiaba la adoración de los demás, y aquel lugar carecía de cualquier clase de admirador, aparte de los muertos. Cientos de cuerpos yacían destripados por doquier igual que formas de vida pisciformes abiertas en canal, en las mismas posiciones retorcidas en las que los dejó el modo en que murieron, y la expresión de cada rostro mostraba el horror de las mutilaciones y las vejaciones que habían sufrido.

Habían muerto experimentando una agonía atroz, pero habían recibido con alegría cada corte de espada, cada golpe de garra que les había reventado las órbitas oculares o les había arrancado la lengua. Aquello era un teatro de cadáveres, pero no era un lugar desagradable por el que pasear. Aunque los muertos lo rodeaban, La Fenice parecía abandonada. Daba la impresión de estar a oscuras y vacía, igual que un mausoleo en la hora más negra de la noche. Antaño, la vida había desfilado por delante de aquella audiencia en el proscenio arqueado, con su gloriosa vitalidad celebrada al máximo, donde se alababa a sus héroes y se burlaban de las absurdidades, pero en ese momento ya no era más que un reflejo sangriento de una época muy lejana.

El maravilloso mural de Serena d’Angelus es prácticamente invisible en el techo. Sus representaciones exóticas de escenas de libertinaje y excesos sacadas de la Antigüedad estaban ocultas bajo una capa de hollín y de manchas de humo. En el lugar se habían producido varios incendios, y en el aire todavía flotaba como un leve aroma el olor a grasa y cabellos quemados. Lucius apenas se fijó en ello. Era un olor demasiado débil, y ya estaba demasiado disipado como para que le llamara la atención.

Lucius caminaba desarmado, y era muy consciente de esa carencia. Era un espadachín sin espada, y tenía la sensación de que sus extremidades superiores estaban incompletas. Tampoco llevaba puesta la armadura. Las placas de colores llamativos de su caparazón protector se habían repintado con tonos más apagados, más agradables a la vista, pero los elementos decorativos se habían exagerado y recargado del modo que correspondía a un guerrero de su rango y habilidad.

Estaba prácticamente todo lo desnudo que podía llegar a estar un guerrero.

No debería estar allí, así que buscó una salida para marcharse.

Las puertas estaban cerradas y selladas desde el exterior. Tal y como quedaron desde que el primarca efectuó una última visita a La Fenice tras la matanza de Ferrus Manus y sus aliados. Fulgrim había ordenado que esas puertas quedaran completamente cerradas para siempre, y ninguno de los Hijos del Emperador se había atrevido a contradecirlo en lo más mínimo.

Entonces, ¿por qué se había arriesgado a acudir a aquel lugar, aunque sólo fuera en sueños?

Lucius no lo sabía, pero tenía la sensación de que lo habían convocado para que se dirigiera a ese sitio, como si una voz inaudible pero insistente lo hubiera llamado. También tenía la sensación de que lo llamaba desde hacía semanas, pero que sólo en ese momento había adquirido la fuerza necesaria para que la oyera y la siguiera.

Si lo habían llamado, ¿dónde estaba aquel que lo había hecho?

Lucius siguió adentrándose en el teatro sin dejar de buscar con la mirada una salida de ese lugar, aunque se sentía intrigado por saber qué había sido del resto de La Fenice. Un par de focos se encendieron con una serie de parpadeos dubitativos en el borde del foso de la orquesta, y su brillo titubeante se reflejó en un espejo de marco dorado que se encontraba en centro del escenario. Lucius no se había fijado hasta ese momento en el espejo, y dejó que sus pasos somnolientos lo llevaran hasta allí.

Bordeó el foso de la orquesta, donde las criaturas entretejidas de carne putrefacta y luz oscura se habían entretenido con las entrañas de los músicos. La piel de los cuales colgaba de los diversos atriles, con las cabezas y las extremidades colocadas de un modo semejante a una orquesta estrambótica de condenados con los miembros apoyados sobre los pocos instrumentos que quedaban.

Lucius se subió al escenario de un salto, en un movimiento a la vez ágil y elegante. Era un espadachín, no un carnicero, su aspecto físico reflejaba precisamente eso. Tenía los hombros muy anchos, pero las caderas estrechas y los brazos largos. El espejo lo atraía, como si del interior de sus profundidades plateadas surgiera una cuerda invisible cuyo extremo estuviera anclado en lo más hondo de su propio pecho.

«Me encantan los espejos —le había oído comentar una vez a Fulgrim—. Te dejan pasar a través de la superficie de las cosas». Sin embargo, lo cierto era que Lucius no quería atravesar la superficie de nada. Su perfección había quedado destrozada por el puño traicionero de Loken, y Lucius había rematado esa tarea con una cuchilla afilada y un grito que todavía le resonaba en el interior del cráneosi escuchaba con la atención suficiente.

¿O acaso era otra persona la que gritaba? Era difícil determinarlo en los últimos tiempos.

Lucius no quería mirarse en el espejo, pero sus pasos lo acercaban al objeto a cada segundo que pasaba. ¿Qué sería lo que vería en semejante espejo de sueños?

A sí mismo, o algo mucho peor: la verdad…

Lo que se veía era un solitario punto luminoso que no parecía proceder de ninguna fuente que él pudiera discernir. Le pareció algo un tanto sorprendente hasta que recordó que se encontraba inmerso en un sueño donde no existía ningún sistema lógico inmutable, y que nada de lo que se viera se podía dar como seguro.

Lucius se colocó delante del espejo, pero en vez de contemplar la cara que con tantas fuerzas intentaba olvidar, lo que vio fue un guerrero hermoso con un rostro enjuto, una nariz fuerte y aguileña y unos pómulos altos que acentuaban el color verde dorado de sus ojos. Tenía el cabello peinado hacia atrás y pegado al cráneo, y los labios carnosos mostraban una sonrisa que habría sido arrogante si su habilidad con la espada hubiera sido menor.

Lucius alargó una mano hacia su rostro y notó la suavidad de la piel, y esa perfección sin mácula era semejante a la del acero bruñido de una hoja de espada delicadamente pulida.

—Antaño fui hermoso —dijo, y su reflejo se echó a reír al oír semejante muestra de vanidad.

Lucius cerró un puño dispuesto a destrozar en pedazos su reflejo burlón, pero la imagen no imitó sus movimientos, sino que alzó la mirada hacia un punto situado por encima de su hombro derecho. Lucius vio en las profundidades del espejo el reflejo del fabuloso retrato de Fulgrim, que colgaba sobre el frontón que se extendía sobre los restos destrozados del proscenio.

Al igual que su propio rostro, no coincidía con el recuerdo que tenía del mismo. Mientras que antes era una obra de arte con una energía y un poder increíbles, con unos colores extravagantes y una textura vibrante que estimulaban todos los sentidos con su increíble atrevimiento, lo que veía en ese momento era un simple retrato. Los colores eran insulsos, con unos trazos carentes de toda inspiración y el sujeto del retrato era un individuo cualquiera, alguien sin ninguna importancia, una obra que cualquier simple callejero ambulante habría podido lograr con acuarelas u óleos.

Sin embargo, a pesar de la vulgaridad que mostraba como obra de arte, Lucius se dio cuenta de que los ojos los habían pintado con un nivel de detalle exquisito y mostraban una profundidad de dolor, sufrimiento y agonía casi imposibles de soportar. Era raro que ningún estímulo fuese capaz de atraer la atención de Lucius durante más de un momento desde que el apotecario Fabius le había realizado todas aquellas transformaciones siniestras en el cuerpo, pero se sintió atraído de forma irrefrenable por los ojos del retrato. Oyó un grito lastimero cuyo eco procedía de un tiempo y un lugar que se encontraban más allá de su capacidad de comprensión. Era un gemido sin palabras con una carga de locura que sólo podría proceder de una eternidad de encierro. Los ojos eran una súplica muda que pedía la liberación del olvido.

Lucius notó la atracción irresistible hacia los ojos del retrato al mismo tiempo que algo se agitaba en su interior, una presencia primigenia que había despertado hacía muy poco y que compartía un vínculo con la imagen reflejada.

La superficie vidriosa del espejo se onduló igual que las aguas en el interior de un estanque, como si ella también notara ese vínculo compartido. Unos temblores comenzaron a elevarse desde unas profundidades imposibles desde el interior del propio espejo. Lucius no sentía deseo alguno de enfrentarse a lo que iba a surgir de allí, por lo que se apresuró a empuñar sus espadas, sin sentirse sorprendido en absoluto de que, de repente, estuvieran en las vainas que llevaba en el cinto de la armadura, que ahora lo cubría por completo.

Las espadas estuvieron en sus manos en posición de guardia en un instante, y al siguiente las blandió en dos arcos contrarios que actuaron como una tijera. Destrozaron el espejo y lo convirtieron en un millar de pedazos afilados que centellearon por el aire. Lucius gritó cuando se clavaron en su rostro perfecto, le desgarraron la carne y le cortaron los huesos hasta convertirlo en una masa sangrante.

Por encima de su propio alarido oyó un grito de frustración que empequeñeció por completo el suyo.

Fue el grito de alguien que sabía que el tormento de ambos no tendría fin jamás.

Lucius se despertó de forma inmediata. Su cuerpo modificado genéticamente pasó del sueño al estado de conciencia en menos tiempo del que tardó en parpadear. Alargó la mano hacia las espadas, que siempre dejaba al lado del camastro, y se puso en pie un segundo después. Sus aposentos estaban iluminados con intensidad, como siempre desde hacía tiempo, y giró sobre sí mismo buscando cualquier detalle que estuviera fuera de lugar y que indicara la presencia de algún peligro.

La estancia estaba repleta de cuadros de colores chillones, de sinfonías de sonidos discordantes y de trofeos ensangrentados que había tomado de las arenas más negras de Istvaan V. Al lado de una escultura con una cabeza de toro sacada de la Galería de los Trofeos se encontraba el fémur de una de las criaturas alienígenas que había matado en Veintiocho Dos. La larga hoja afilada de una espadachina aulladora eldar compartía uno de los nichos con la extremidad de borde cortante y puntiaguda de una criatura de clado con la que había acabado en Muerte.

Sí, todo estaba como debía estar, y se relajó un poco.

No vio nada fuera de lo normal, e hizo girar las espadas en una demostración inconsciente de su increíble habilidad con ellas antes de guardarlas en las vainas de oro y ónice que colgaban del borde de su camastro. Respiraba agitadamente, los músculos le ardían y el corazón le palpitaba con rapidez y con fuerza contra las costillas, igual que si se hubiese entrenado en las jaulas de prácticas contra el propio primarca.

La sensación era maravillosamente agradable, pero desapareció con la misma rapidez con la que había llegado.

Lucius notó que lo invadía una dolorosa decepción, algo que casi siempre le ocurría cuando las sensaciones que le despertaban un mínimo interés desaparecían. Se llevó una mano a la cara, y se sintió al mismo tiempo aliviado y repugnado por los rebordes endurecidos del tejido cicatrizado que cruzaban y cubrían sus rasgos antaño hermosos y perfectos.

Se había desfigurado a sí mismo por completo su bien parecido rostro con cuchillos, con cristales rotos y con trozos romos de metal, pero fue Loken quién cometió la primera imperfección, el corte que le había abierto de par en par su fuero interno. Lucius había realizado un juramento sobre la espada de hoja plateada del primarca, y había prometido que el rostro del lobo lunar quedaría convertido en un reflejo del suyo propio. Sin embargo, Loken había muerto y se había convertido en un puñado de cenizas que se movían de un lado a otro empujadas por los vientos gemebundos de un mundo muerto.

Esa espada de hoja plateada era suya ahora, un regalo personal del propio primarca Fulgrim, que había observado cómo se elevaba entre las filas de la legion hasta rivalizar incluso con Julius Kaesoron y Marius Vairosean. El primer capitán le había ofrecido un nuevo aposento, unas estancias más cercanas a las que albergaban al lugar donde se tomaban las decisiones que afectaban a la legión, pero Lucius había preferido seguir alojado en las estancias que le habían asignado hacía ya tanto tiempo.

Lo cierto era que, en realidad, despreciaba a Kaesoron y en el momento de rechazar la oferta notó un escalofrío delicioso al ver el resentimiento recorrer durante un instante todos los rasgos deformados del primer capitán. Lucius disfrutó del breve ataque de ira de Karsoron, y sintió una breve oleada de placer al recordarlo.

No deseaba en absoluto formar parte de la estructura de mando que había establecida en ese momento, y simplemente ansiaba afinar más todavía sus habilidades, ya de por sí increíbles, para llevarlas a unos niveles inimaginables de perfección. Algunos de los guerreros de la legión habían abandonado esa tarea, ya que era un recordatorio de su vida anterior como siervos del imperio. ¿Para qué necesitaban seguir demostrando su perfección a un Emperador al que ya no servían?

Lucius sabía cuál era la realidad.

Aunque pocos comprendían la verdad que envolvía a las criaturas de una seducción repugnante que habían aparecido y se habían saciado hasta el hartazgo con el terror y el sonido de la Maraviglia, Lucius sospechaba que se trataba de diversos aspectos de unos poderes elementales que eran más antiguos y más generosos con los dones que ofrecían que cualquier otra cosa que el Imperio fuera capaz de ofrecer.

Su perfección sería la ofrenda que les haría.

Lucius se sentó en el borde del camastro y se esforzó por recordar las partes fundamentales del sueño que había tenido. En la mente se le formó con claridad el interior destrozado de La Fenice y la mirada terrible de la pintura que se extendía sobre el escenario cubierto de sangre. Excepto por los ojos, el retrato mostraba a Fulgrim tal y como era antes de que la legión diera sus primeros pasos hacia la senda de la sensación. A pesar del tremendo dolor que los embargaba, notó una cierta sensación de familiaridad con ellos, que había estado extrañamente ausente desde la matanza de Istvaan V.

La batalla había cambiado a Fulgrim, pero nadie de la legión parecía haberse dado cuenta de ese cambio a excepción del propio Lucius. Había notado algo «diferente» de un modo que no había sido capaz de determinar en su amado primarca, algo que era imposible de precisar, pero que sin duda estaba allí. Lucius había captado algo que estaba fuera de lugar, del mismo modo que una cuerda de arpa que estuviera desafinada por una simple fracción o una pictografía que no estuviera completamente enfocada del modo correcto.

Si alguno de los demás pensaba lo mismo, se lo callaba, ya que el primarca no aceptaba de buen grado ninguna pregunta o desacuerdo con sus órdenes, y no se mostraba comedido en expresar su disgusto ni en los castigos. El primarca que había regresado de las arenas ensangrentadas del mundo muerto no poseía ni por asomo el ingenio o la sabiduría del Fénix, u cuando hablaba de las batallas que había librado junto a sus guerreros, sus relatos sonaban con el tono hueco de alguien que había oído hablar de la furia de esos combates pero que no había tomado parte en las victorias.

La sensación de que algo lo había invocado a La Fenice y de que lo había hecho con algún motivo, no dejó de rondarle por la cabeza. Lucius levantó la mirada hacia el rostro del cuadro que colgaba en la pared, enfrente del camastro. Era lo último que veía antes de tomarse los cada vez menos frecuentes descansos, y lo primero que veía al despertarse. Era un rostro que lo acosaba y lo inspiraba en igual medida.

Su propio rostro.

Serena d’Angelus le había pintado ese retrato. Había sido la obra de arte que la había hecho adentrarse más y más en las profundidades de su propia alma, más que a cualquier otro ser mortal, en busca de la perfección artística. Sólo los guerreros de los Hijos del Emperador se atrevían a intentar llegar a semejantes cotas de perfección, pero mientras que ellos lograban trascender sus propios límites, Serena había quedado destruida en el proceso.

Sus rasgos destrozados le devolvieron la mirada desde el interior del marco dorado con la misma idea fija que lo carcomía durante las horas de sueño y las de vigilia, igual que una comezón que no desaparecía al rascarse.

Aunque era algo que le parecía imposible, esa idea fija no lo abandonaba.

Fuera lo que fuese lo que mostrara el rostro e Fulgrim y se moviera en el interior del cuerpo del primarca… no era Fulgrim.

El camino a la Heliópolis había cambiado desde lo ocurrido en Istvaan V. La gran avenida de enormes columnas de ónice había sido un paseo procesional que se extendía a lo largo de la espina dorsal de la nave espacial, pero desde entonces se había convertido en un lugar aullante y enloquecido. Los suplicantes y los peticionarios que imploraban ver aunque sólo fuera un instante la magnificencia del primarca acampaban a la sombra de las columnas, donde antaño habían montado guardia guerreros dorados armados con largas lanzas.

En tiempos pasados se habría disuelto semejante marabunta repelente, pero ahora era algo bienvenido, y una marea de miserables infelices gemebundos cuya devoción por Fulgrim alimentaba la propia grandiosidad del primarca llenaba todos los pasillos de la nave. El espadachín los depreciaba, pero en los momentos que era sincero consigo mismo sabía que era porque no cantaban su nombre, Lucius, con tanta devoción.

La Puerta del Fenix había desaparecido. La habían arrancado en el frenesí que siguió a la Maraviglia y a la batalla de Istvaan V. El águila que antaño se veía en el pecho del Emperador se había hecho pedazos y fundido en parte tras recibir el disparo del cañón de fusión que la derribó. La locura de los ataques de desfiguración los símbolos imperiales casi había destruido al Orgullo del Emperador, hasta que Fulgrim puso fin a todos aquellos actos demenciales que sacudieron la nave y restableció cierto orden.

Lucius se echó a reír a carcajadas al recordar de nuevo la burla que suponía e nombre de la nave insignia de la legión. Aquel sonido, semejante al del aullido de un espectro, hizo que los suplicantes desnudos y medio despellejados gimieran de placer. Muchos de los altos mandos de la legión, con Julius Kaesoron a la cabeza, habían reclamado que se cambiaran el nombre de la nave y, por supuesto, el de la legión, tal y como habían hecho los Hijos de Horus. Sin embargo, el primarca se había negado a hacer nada de eso. Todos los símbolos y lazos de lealtad de su pasado debían mantenerse como recordatorios hirientes a sus enemigos de que se enfrentaban a sus propios hermanos. Horus Lupercal había favorecido a los Hijos del Emperador después de la muerte de Ferrus Manus, y durante cierto tiempo la legión se había alzado sobre una ola de euforia y sensaciones similares.

Sin embargo, al igual que todas las olas, la euforia inconstante se había desvanecido y había dejado a los Hijos del Emperador con una tremenda sensación de vacío en sus vidas. Algunos, como el propio Lucius, habían llenado ese vacío entregándose a la búsqueda de la perfección marcial, mientras que otros se habían dedicado a satisfacer deseos y vicios que habían permanecido secretos hasta ese momento. Diversas partes de la nave se habían sumido en la anarquía cuando todos los vínculos de mando y de control desaparecieron, pero no pasó mucho tiempo antes de que se estableciera de nuevo el orden y se instaurara algo parecido a una cierta disciplina.

Sin embargo, se trataba de una disciplina un poco extraña, una que compensaba tanto como castigaba los comportamientos extravagantes y descabellados. En algunos casos se producían al mismo tiempo una cosa como otra. A pesar de que los legionarios se esforzaban con todas sus fuerzas por encontrar un nuevo significado y propósito a su recién descubierta devoción, seguían siendo una fuerza de guerreros que necesitaban una estructura de mando para poder combatir.

Seguían siendo guerreros, aunque sin una guerra que librar.

Desde Istvaan habían llegado órdenes de despliegue para la legión, pero el primarca no había comunicado ninguna de las órdenes del señor de la guerra a los oficiales de los Hijos del Emperador. Nadie sabía hacia qué zona de combate se dirigían ni a qué enemigo se enfrentarían para clavarles sus espadas, y esa falta de conocimiento era algo mortificante. Ni siquiera los comandantes superiores de la legión sabían nada al respecto. Sin embargo, la llamada del primarca para que todos acudieran a la Heliópolis sin duda pondría fin a esa ignorancia.

Lucius se llevó una mano a la empuñadura de su espada laer cuando vio a Eidolon dirigirse hacia él procedente de un pasillo lateral. El comandante general lo odiaba y nunca dejaba pasar la oportunidad de recordarle a Lucius que no era de verdad uno de los Hijos del Emperador. La piel de Eidolon mostraba un aspecto parecido al de la cera, pálida y blanda, aunque estaba tirante a la altura de los globos oculares. Unos tendones tensos como cables le palpitaban en el cuello, y los huesos de la mandíbula inferior se movían con la independencia fluida de una serpiente.

Llevaba decorada la armadura con una serie de franjas estridentes de dos colores en tonos llamativos, el púrpura y el azul eléctrico. Ambos colores se habían pintado de un modo completamente aleatorio y extravagante que no tenía nada que ver con el camuflaje ni cualquier clase de heráldica. Lucius tuvo que forzar un poco los ojos para asimilar lo que estaba viendo. Aquella clase de colores chillones se habían convertido en lo habitual para los guerreros de la legión, y cada uno de ellos se esforzaba por superar a los demás del modo más ostentoso e increíblemente extravagante.

Hacía muy poco tiempo que Lucius había comenzado a decorar su armadura. Las diferentes placas estaban moldeadas de un modo tremendamente llamativo, con rostros aullantes y enloquecidos estirados hasta quedar completamente irreconocibles. El lado interno de cada una de las hombreras tenía engastados una serie de pinchos metálicos que le aguijoneaban y rasgaban la piel con cada movimiento de los brazos. La longitud y el ángulo de cada uno de esos aguijones se había escogido con mucho cuidado para que infligieran el dolor más agudo si decidía blandir sus espadas de un modo que no fuera realizando las maniobras de esgrima más sublimes.

Eidolon inspiró profundamente de una manera que casi pareció sorber el aire, y los huesos de la mandíbula dieron la impresión de retorcerse bajo la piel antes de unirse entre sí. Luego le habló.

—Lucius —dijo, y pronunció la palabra con desprecio, pero con un tono y una cadencia que provocaron una discordancia placentera en el cerebro del espadachín—. Traidor, eres una visión desagradable y nada bienvenida.

—Y sin embargo, aquí estoy —le replicó Lucius sin prestarle mayor atención y sin dejar de caminar.

El comandante se puso a su lado e hizo ademán de agarrarlo, pero Lucius giró sobre sí mismo para apartarse y le colocó el filo de ambas espadas en la garganta en sendos borrones plateados demasiado veloces como para seguirlos con la vista. La hoja laeran y la terrena acabaron cada una de ellas en un lado del cuello de Eidolon. Lucius podría decapitado con un simple giro de las dos muñecas. Vio la expresión de placer en la cara del comandante, el latido palpitante de los tendones semejantes a cables visibles en el cuello y los agujeros negros dilatados de sus pupilas.

—Te arrancaría la cabeza igual que le hice a Charmosian si no pensara que ibas a disfrutar con ello —le advirtió Lucius.

—Recuerdo muy bien ese día —le replicó Eidolon—. Juré que te mataría por eso. Quizá todavía lo haga.

—No creo que llegues a hacerlo —se burló Lucius—. No eres lo bastante bueno. Nadie lo es, ni lo será.

Eidolon se echó a reír. El gesto le abrió la cara igual que si hubiera sufrido un tajo tremendo.

—Eres un arrogante, y algún día el primarca se cansará de ti. Ese día serás mío.

—Quizá se canse algún día, o quizá no, pero no será hoy —le contestó Lucius, apartándose de él con unos pasos tan ágiles y elegantes que casi parecían de baile.

Se alegró de haber desenvainado las espadas de un modo amenazante y real. Era satisfactorio sentir la leve presión de sus filos contra la carne del enemigo. Tenía ganas de matar a Eidolon, porque aquel individuo lo había incordiado como una espina clavada en el costado desde que lo conoció, pero no sería apropiado privar al primarca de su seguidor más devoto.

—¿Y por que no será hoy? —quiso saber Eidolon.

—Es la víspera de una batalla. Es el día que nunca mato a nadie —le replicó Lucius.