DOS

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DOS

Las enormes paredes de piedra de color pálido estaban manchadas con un millar de salpicaduras de pintura y de sangre, y las grandes estatuas de mármol que soportaban el peso del techo artesonado de la cúpula ya no presentaban a los primeros héroes de la Unificación y de la legión. Habían sido sustituidos por las representaciones con cabeza de toro de los viejos dioses de la cultura laer, unas criaturas huidizas que mantenían las cabezas inclinadas hacia el suelo o apartadas hacia un lado como si ocultaran un secreto placentero.

Los estandartes desgarrados colgaban entre las pilastras ahusadas de mármol verde. Estaban rotos y quemados por el fuego del renacimiento de la legión. El suelo de la Heliópolis era de terrazo negro con trozos de mármol y de cuarzo engastados para convertirlo en un cuenco celestial que reflejara el brillo del gran chorro luminoso de resplandor estelar que entraba por el centro de la cúpula. Esa luz brillaba con más fuerza y más intensidad que antes, y el suelo pulido la reflejaba con un destello casi cegador. Antaño, el lugar albergaba una serie de bancadas que seguían la forma en circunferencia de la cámara de consejo, y se alzaban hacia las paredes creando unas gradas semejantes a las de un anfiteatro de gladiadores.

Todos aquellos bancos habían sido demolidos, ya que nadie podía estar sentado a mayor altura que el propio primarca de los Hijos del Emperador, y habían apilado una serie de escombros en el centro de la cámara para formar un pedestal, algo desigual y reluciente parecido al ídolo grabado de un dios primitivo. Sobre esa plataforma elevada habían colocado un trono de color negro y aspecto magnífico, sin parangón alguno, con toda su superficie pulida hasta ser capaz de reflejar la luz como si fuera un espejo.

El trono era lo único que quedaba de la estructura anterior de la Heliópolis, ya que se había considerado que su majestuosidad regia tenía un aspecto lo suficientemente noble para el primarca de los Hijos del Emperador. Una melodía completamente discordante surgía de diversos altavoces forjados en hierro. La cadencia la componían los gritos de los leales al Emperador que murieron en las arenas negras, la cacofonía ensordecedora de cien mil armas al disparar al mismo tiempo y la música del dolor y del placer entremezclados. Era el sonido de la muerte violenta de un imperio, el sonido de un momento fundamental de la historia que sonaría una y otra vez sin cesar, una música de la que los guerreros que se veían obligados a escucharla jamás se cansarían.

Habría aproximadamente unos trescientos legionarios en la estancia. Lucius reconoció a muchos de ellos, que habían participado en la gran batalla de Istvaan V: el primer capitán Kaesoron, a Marius Vairosean, al agrio Kalimos del Decimoséptimo, al apotecario Fabius, al enfurruñado Krysander del Noveno, y a un puñado de otros guerreros a los que ya había bautizado con epítetos denigrantes. Algunos eran caras antiguas de la legión. Otros eran aquellos que habían llamado la volátil atención del primarca, y unos cuantos eran simplemente miembros de la Hermandad del Fénix que habían seguido a sus superiores.

Al igual que el nombre de la legión y de las naves, el nombre de esa discreta orden se había mantenido.

Lucius atravesó la masa de cuerpos en dirección a Julius Kaesoron. Disfrutó al contemplar la hermosa devastación del rostro del primer capitán. Un guerrero de los Manos de Hierro llamado Santar le había destrozado la cara a Kaesoron de un modo más completo de lo que podría haberlo logrado el propio Lucius. Aunque Fabius había reconstruido buena parte de aquel cráneo sin pelo, seguía siendo una visión horrible de piel y carne criada en tanques de crecimiento que le habían cosido al hueso fundido, con unos ojos como orbes llorosos y blanquecinos y el rostro convertido en una masa de tejido cicatrizado del mismo color que el cobre desgastado por el tiempo.

A pesar de lo llamativa que era la bendita transformación sufrida por Julius Kaesoron, era algo sutil comparada con la de Marius Vairosean. Mientras que el primer capitán había recibido el cambio de su rostro a manos de un enemigo, a Marius Vairosean le habían otorgado el don del cambio durante la oleada de energía desencadenada por la Maraviglia. Las mandíbulas del capitán se habían quedado rígidas y abiertas para siempre con una serie de cables cubiertos de pinchos, por lo que su aspecto era el de estar gritando en todo momento. Tenía los ojos enrojecidos y en carne viva, y eran bien visibles las suturas de alambre que los mantenían siempre abiertos. A cada lado del cráneo mostraba una tremenda herida abierta con forma de «V» en el lugar donde antes tenía las cejas.

Los dos capitanes llevaban unas armaduras que habían sido decoradas con pinchos de un modo maravilloso y cubiertas con las pieles curtidas de los cuerpos que sembraban el suelo de La Fenice. Sin embargo, a pesar de las evidentes mutilaciones y de los elementos decorativos chillones, Lucius consideraba que tanto Kaesoron como Vairosean eran unas reliquias del pasado, unos oficiales con una lealtad obstinada que carecían de la ambición y del estilo que haría brillar a un guerrero con mayor resplandor que el de una estrella.

—Capitanes —los saludó Lucius con un tono de voz con el equilibrio justo entre el desdén y el respecto en la pronunciación de cada sílaba—. Parece que por fin marchamos a la guerra.

—Lucius —le contestó Vairosean, al mismo tiempo que hacía un gesto de asentimiento a modo de saludo.

Su mandíbula crujió cuando la enorme circunferencia de la boca pronunció aquella palabra. Cada vez le costaba más formar sílabas, y algunas le resultaban imposibles. La insolencia más que evidente de Lucius le abría hecho merecedor de una feroz reprimenda, pero su carrera estaba en ascenso. Eidolon, un guerrero que siempre era capaz de captar en qué dirección soplaba el viento, se había dado cuenta, y Vairosean, como siempre tan adulador, también lo sabía.

Kaesoron no era tan fácil de intimidar y volvió sus ojos lechosos hacia él. Era imposible determinar qué expresión mostraba su rostro, ya que el destrozado amasijo de su cara convertía en un misterio absoluto el estado de ánimo en el que se encontraba.

—Espadachín —le respondió Kaesoron con voz sibilante a través de la herida abierta en la que se había convertido su boca—. No eres más que un gusano, y además, un gusano ambicioso.

—Me halagáis, mi primer capitán —le contestó Lucius, quien respondió a la mirada hostil de su interlocutor con otra de enorme indiferencia—. Sirvo al primarca lo mejor que puedo.

—Tú sólo te sirves a ti mismo, a nadie más —le replicó Kaesoron—. Me arrepiento de no haberte dejado en la superficie de Istvaan III junto al resto de los imperfectos. Creo que debería matarte y acabar de una vez con tu existencia defectuosa.

Lucius se llevó una mano a la empuñadura de la espada laer e inclinó la cabeza hacia un lado.

—Sería para mí todo un placer que lo intentarais, mi primer capitán —le contestó.

Kaesoron le dio la espalda y Lucius sonrió de oreja a oreja. Sabía que el primer capitán jamás intentaría cumplir su amenaza de un modo directo. Lucius lo destriparía a los pocos momentos de que se iniciara cualquier clase de duelo entre ellos, y la sola idea de matar al primer capitán le provocó un estremecimiento de placer que le recorrió todo el cuerpo.

—¿Se sabe algo de dónde estamos? —preguntó, ya que aunque sabía que ni Kaesoron ni Vairosean tendrían idea alguna al respecto, tenía ganas de hacer evidente la ignorancia de ambos a los que estaban cerca e ellos.

Vairosean meneó la cabeza en un gesto negativo.

—Sólo el Fénix tiene por qué saberlo —le replicó, y el tono abrupto de su voz sonó igual que el bramido del disparo de un cañón sónico.

—¿No os lo han dicho? —inquirió Lucius con una sonrisa al mismo tiempo que aparecía una fila de porteadores encapuchados que llevaban a la espalda grandes barricas de vino. La columna surgió del enorme hueco dejado por la derruida Puerta del Fénix. A Lucius le parecieron hormigas que transportaban comida al hormiguero—. Creí que un guerrero de vuestro rango habría sido de los primeros en conocer nuestro destino. ¿Os habéis hecho merecedor de la ira del primarca?

Vairosean hizo caso omiso del evidente alfilerazo a su orgullo y le hizo un gesto de asentimiento a Eidolon cuando éste se colocó al lado de Kaesoron, un acto propio del individuo ansioso de gloria que era. El primer capitán había sido uno de los compañeros más cercanos al primarca en los viejos tiempos, y aunque al Fénix no parecían importarle mucho los lazos más antiguos en la legión, Kaesoron todavía imponía mucho respeto a la mayoría de los guerreros.

«A la mayoría, pero no a mí», pensó Lucius al mismo tiempo que sonreía al ver el destello de ambición de la mirada del comandante. Era patético ver cómo Eidolon se pegaba a aquellos que el primarca favorecía, y Lucius notó que el desprecio que sentía por ese individuo se acrecentaba hasta alcanzar nuevos límites.

—Por lo que parece, Fulgrim va a abrir lo que queda del vino de la victoria —comentó con una camaradería que no se había ganado—. Eso sólo lo hacemos cuando vamos a entrar en batalla.

—Es una costumbre arcaica de la legión —le replicó Vairosean con una voz como un gorgoteo húmedo y ronco.

—Seguimos bebiendo por la victoria que obtendremos —comentó Lucius a la vez que desenvainaba las espadas con un movimiento elegante y esforzándose al mismo tiempo para que todo el mundo se fijara en la espada plateada que Fulgrim le había regalado—. Da igual que obedezcamos la voluntad de Horus o la del Fénix, a los señores del libertinaje no les importa, así que bebemos.

—No deberíamos honrar a aquellos que éramos antes de nuestra propia ascensión —declaró Eidolon.

—No todo lo que éramos murió en Istvaan —le contestó Lucius, al que le pareció divertido lo evidente de la intención que tenían las obsequiosas palabras del comandante.

Los porteadores depositaron las barricas del vino de la victoria formando una circunferencia alrededor del trono negro situado sobre la columna de luz cegadora. El olor era fuerte, amargo, y recordaba al ácido utilizado por los artesanos grabadores del metal. Los guerreros reunidos en la estancia se acercaron y se inclinaron un poco hacia adelante, casi todos al mismo tiempo, para disfrutar mejor del aroma acre del vino. Todos eran muy conscientes de lo que aquello representaba.

La sangre se aceleró en las venas de Lucius simplemente al pensar que marcharían al combate una vez más. La inactividad forzosa que había sufrido desde que partieron del sistema Istvaan lo había irritado sobremanera en su fuero interno. Ansiaba, no, necesitaba sentir un chorro de sangre caliente que saliera con fuerza de una arteria seccionada, la emoción visceral de encontrarse con un espadachín que quizá demostrara tener la misma habilidad que él.

Se esforzó por recordar los nombres de todos los espadachines de renombre que pertenecían a las filas de las legiones que todavía eran fieles al Emperador, pero no le pareció que ninguno fuera un rival serio para él. Sigismund, de los Puños Imperiales, era un luchador competente, aunque blandía la espada con una ingenuidad propia de una mente simple, y Nero, de la XIII, era capaz de macar con algo parecido a la elegancia, pero en cada uno de sus mandobles se notaba la rutina de movimientos aprendida en los entrenamientos. Por la mente de Lucius pasaron unos cuantos nombres más, pero a pesar de la tremenda habilidad que poseían, ninguno de ellos había logrado alcanzar el sublime pináculo de maestría con la espada que había conseguido.

—Quizá se trata de Marte por fin —se atrevió a conjeturar—. Hemos viajado bastante. Quizá nos estamos preparando para unirnos a las flotas que avanzan hacia el planeta rojo, tal y como ordenó Horus.

—El señor de la guerra —dijo Eidolon, y la piel tensa de su rostro se llenó de arrugas al sonreír en un gesto de adulación infanril—. Me conoce, y me ha alabado en varias ocasiones.

Lucius sabía la verdad, pero antes de que tuviera tiempo de contradecir la fantasía proclamada por Eidolon, una descarga resonante de sonido surgió aullante de las unidades altoparlantes colocadas en los huecos que se abrían entre las pilastras. Un grito magnífico de nacimiento y muerte bramó en una serie de cadencias armónicas contrapuestas, con un sonido semejante al que emitirían un millón de orquestas que tocaran a la vez con todos y cada uno de sus instrumentos desafinados. El sonido fue exultante, clamoroso, una mezcla inconcebible de música estrambótica y de voces aullantes que se alzaban en una muestra de adoración horrenda.

Una cascada de luz cayó sobre ellos procedente de la cúpula, una lluvia resplandeciente que relucía con un brillo tan intenso que le recordó al instante una explosión atómica. Los Hijos del Emperador comenzaron a aullar cuando los aparatos sensoriales implantados mediante mutilaciones por el apotecario Fabius inundaron sus sistemas nerviosos con una serie de potentes descargas bioeléctricas, con respuestas de placer e impulsos de dolor. Los guerreros sufrieron convulsiones bajo aquella cacofonía de luz y de sonido, y se agitaron como bailarines enloquecidos o víctimas de unos tremendos ataques de epilepsia. Algunos se desgarraron la piel, otros comenzaron a golpear a aquellos que tenían más cerca, y algunos incluso se machacaron las manos hasta dejarlas ensangrentadas a base de propinar puñetazos al suelo mientras aullaban maldiciones a medio balbucir.

Lucius logró mantener inmóvil todo el cuerpo, rígido. Luchó contra aquellas sensaciones, y eso multiplicó por diez el placer, ya que la resistencia deliberada que desplegó ante aquella sobrecarga de sensaciones hizo que fueran más placenteras todavía. De las comisuras de los labios le salieron regueros de sangre y de saliva, y notó que los huesos y los músculos le reverberaban en una armonía perfecta con la locura estentórea y chillona de aquel espectáculo.

La legión aulló con el placer delirante de aquella sobrecarga sensorial, pero eso no fue más que el preludio.

Una luz se movió en mitad de aquella luz. Un ángel del exterminio, un dios encarnado en un cuerpo, el ejemplo de todo lo que era perfecto en una expresión de desenfreno absoluto.

Fulgrim atravesó la luz igual que si fuera el cometa más brillante de todo el firmamento, un meteorito compuesto por una armadura de combate tyriana del color de una puesta de sol mortecina. Se estrelló contra el suelo de terrazo, y la capa ondulante compuesta por relucientes escamas doradas se extendió a ambos lados de sus hombros como si fueran un par de alas angelicales. De su frente de aspecto noble caía una melena que se asemejaba a una cascada de nieve. Sus enjutos y aquilinos rasgos faciales eran firmes y delicados, pero poseían una fuerza altiva que ninguno de los apocados huérfanos de Asuryan podría igualar jamás.

Fulgrim había preferido no utilizar en esta ocasión las pinturas faciales llamativas y los ungüentos aromáticos habituales en él, por lo que su rostro mostraba un aspecto pálido, etéreo, igual que si un espectro cadavérico hubiese tomado forma y le hubieran puesto una armadura de combate que relucía con el resplandor del espejo más pulido del universo. Sus ojos eran unos pozos de los que no podía escapar luz alguna, y la línea de su boca formaba una sonrisa que indicaba la posesión de un nivel de conocimientos que abrasaría la mente de cualquiera que no fuera un primarca aunque sólo llegara a conocer una mínima fracción de esa sabiduría.

Lucius se unió con un grito al coro orgiástico de bienvenida que aullaron sus camaradas, un himno al exceso, un coro demencial de alabanza al señor de la legión. El simple hecho de estar cerca del Fénix incendiaba la sangre. Fulgrim se irguió y abrió los brazos de par en par para aceptar la muestra de devoción de sus guerreros. Luego echó la cabeza hacia atrás al mismo tiempo que abría la boca en una enorme sonrisa ante aquel éxtasis de adoración.

La sinfonía discordante que surgía de los altavoces disminuyó de volumen, y Fulgrim por fin se dignó a pasear la mirada entre sus guerreros. La capa dorada que llevaba colgando de los hombros y el brillo de la cota de malla que se adivinaba bajo la placa pectoral de maravillosa manufactura relucieron del mismo modo que lo haría un diluvio de estrellas. Una vaina de ébano, madreperla y marfil ahumado colgaba de un cinto de cuero negro abrochado con una hebilla ámbar y negra.

El anatam.

Lucius conocía muy bien esa arma, y aunque en esos momentos pertenecía al guerrero más sublime imaginable, no pudo resistirse a la idea de calcular lo que sería enfrentarse a un arma semejante. Al sentir aquella mirada, Fulgrim volvió sus ojos de obsidiana hacia Lucius y le sonrió como si admitiera que existía cierto vínculo secreto entre ellos, uno que sólo ellos conocían.

Lucius notó el poder que albergaba esa mirada y se esforzó por no mostrar en el rostro las sospechas que albergaba sobre el primarca. Le devolvió la sonrisa a Fulgrim y se pasó los filos de las dos espadas por la frente. La sangre de los cortes corrió más allá de los ojos, y disfrutó del sabor amargo y rancio mientras el fluido recorría los centenares de hendiduras que se había abierto a sí mismo en la piel del rostro hasta llegar a la lengua, que lo esperaba ansioso.

—Hijos míos, os traigo la dicha —declaró Fulgrim cuando aquella gloriosa locura se desvaneció por fin.