SIETE

SIETE
El sueño seguía aferrado a los bordes desiguales de su consciencia. El miedo todavía persistente y las sospechas asfixiantes le colgaban del ánimo igual que si llevara un albatros al cuello. Los pasillos del Orgullo del Emperador nunca estaban completamente en silencio. El eco de los gritos resonaba de un extremo a otro de la nave formando un coro constante de placeres libertinos sin desenfreno. La mayoría de los gritos eran de dolor, pero muchos indicaban placer.
Cada día gris que pasaba era más difícil notar la diferencia entre ambos tipos de gritos.
Sin embargo, esa zona de la nave estaba abandonada y olvidada igual que un secreto inmundo, con la esperanza de que se desvanecería si no se le hacía caso el tiempo suficiente. En aquel amplio corredor no se veía luz alguna, ni resonaban la música o los gritos. No había danzas descoordinadas llenas de dolor, ni tributos de carne a unas torturas magistralmente dolorosas. Daba la impresión de que aquel lugar no existía, como si no perteneciera al resto de la nave y no estuviera unida a ella.
Lucius dobló una esquina y se encontró delante de las puertas de la enorme arcada que daba a La Fenice. Allí fue donde se desvaneció la impresión de que la zona estaba abandonada. Delante de las puertas vio desplegados a seis guerreros equipados con armaduras pintadas de azul, de rosa y de púrpura. Llevaban puestas unas capas doradas andrajosas que caían igual que cascadas asimétricas de los pinchos incorporados a sus hombreras. En las placas pectorales se veían unas aves rapaces carmesíes que surgían de unas tremendas llamaradas de color rubí.
Los seis estaban armados con alabardas de hojas doradas. El filo de las armas centelleaba levemente con una luz mortífera. Un guerrero con una máscara de piel humana sobre el rostro se le acercó a la vez que giraba la hoja de la alabarda para apuntarlo con ella. Lucius estudió los movimientos del guerrero: eran tranquilos, llenos de confianza y fluidez. Estaba claro que no temía al espadachín, lo que indicaba que era especialmente estúpido.
—La Guardia del Fénix —comentó Lucius con una sonrisa de satisfacción.
—Entrar en La Fenice equivale a una sentencia de muerte —le advirtió el guerrero con la voz apagada por la máscara de piel.
—Sí, eso he oído decir —le contestó Lucius con un tono de voz amistoso—. ¿Tú por qué crees que es así?
El guerrero de la Guardia del Fénix hizo caso omiso de la pregunta.
—Date la vuelta, espadachín. No pases de ahí y seguirás con vida.
Lucius se echó reír, divertido ante la seriedad de la respuesta y por la falta de realidad de aquella amenaza.
—¿De verdad? —dijo, al mismo tiempo que posaba las manos en las empuñaduras de las espadas—. ¿De verdad que tus amigos y tú seréis capaces de impedir que entre ahí?
El resto de los guerreros se desplegaron a su alrededor formando una circunferencia de acero letal.
—Márchate ahora mismo y vivirás —le insistió el guerrero que tenía delante.
—Sí, eso ya me lo has dicho, pero hay un problema. Quiero entrar ahí, y vosotros no me vais a detener. Haz caso de lo que te digo: me producirá un enorme placer mataros a los seis, pero creo que al fin y al cabo se trata de un enfrentamiento demasiado desigualado.
Lucius vio el ataque inminente en la mirada del guerrero de la Guardia del Fénix.
El acero cargado de energía partió el aire, pero Lucius ya se había apartado.
Lucius se agachó por debajo del tajo lanzado por el guerrero y desenvainó la espada terrana en un instante. Clavó la punta del arma en la ingle del guerrero de la máscara y luego la retorció de un modo salvaje para cortarle el fémur y la cadera hasta que le amputó la pierna. La sangre salió a chorros y el guerrero se desplomó con un grito en el que se mezclaron el dolor y la sorpresa. Lucius se echó con rapidez a un lado y la espada laer atravesó el costado del guerrero que tenía a la derecha. La armadura se rajó ante el metal alienígena y las entrañas de su oponente surgieron en tromba, como si quisieran verse libres de la cárcel de su cuerpo.
Sus órganos modificados agudizaban todas y cada una de sus sensaciones, y Lucius se rió ante lo vívido de su entorno. La oscuridad adquirió multitud de tonos. El olor de la sangre fue un cóctel embriagador de productos químicos antinaturales y de agentes biológicos. El relucir de las armas le recordó a la fanfarria explosiva que señaló el final de la ceremonia del Gran Triunfo. Oía su propia respiración como un rugido, y la circulación de la sangre en las venas le sonaba igual que los rápidos de un río. Tenía la impresión de que sus oponentes lo atacaban con una lentitud deliberada.
Una alabarda lo golpeó de refilón en la hombrera, y Lucius rodó siguiendo la dirección del arco del golpe. Se puso en pie de un salto, detuvo el siguiente ataque de la alabarda y luego giró la mano alrededor del astil del arma para clavar la hoja de la espada en el casco de su enemigo. El guerrero de la Guardia del Fénix se desplomó sin emitir ningún sonido, y Lucius se apartó para esquivar un golpe de alabarda dirigido a partirlo de arriba a abajo, desde el cráneo hasta la pelvis.
Lucius contraatacó con una velocidad fulgurante. El primer tajo le arrebató la alabarda, a su oponente y el segundo le rebanó la garganta. El tercer mandoble lo decapitó, y Lucius tuvo que tirarse de inmediato a suelo para esquivar la punta de otra alabarda, dirigida al centro de su espalda. Se puso de rodillas con rapidez girando sobre sí mismo y cruzó las dos espadas por delante para detener la hoja de la alabarda mientras descendía hacia él. La fuerza que impulsaba el golpe era tremenda, muy superior a su propia resistencia, pero lo que hizo fue inclinar ambas espadas para lograr que la hoja cargada de energía se clavara en el suelo del pasillo. Lucius le propinó un tremendo puñetazo en el casco al guerrero de la Guardia del Fénix, lo que le partió el visor y provocó un gruñido de dolor que resonó en el interior del casco. Al guerrero se le escapó la alabarda de las manos, y alzó el antebrazo para detener un centelleante tajo dirigido a su garganta.
La afilada hoja amputó el brazo a la altura del codo, y Lucius giró sobre sí mismo para pegarse a su oponente y clavarle la espada laer hasta la empuñadura en mitad del pecho. Su víctima se derrumbó con un grito gorgoteante, pero lo agarró por la muñeca y lo arrastró al suelo con él. Lucius no pudo zafarse, pero se dejó llevar por la fuerza de su enemigo para esquivar el tajo de la alabarda del último guerrero de la Guardia del Fénix. Dio una voltereta en el aire y aterrizó sobre los dedos de los pies, aunque había dejado atrapada la espada laer en el pecho de su última víctima.
Lucius, armado sólo con la espada terrana, adoptó una posición de ataque un tanto teatral, con la espada en alto y moviendo la punta de la hoja en pequeños círculos. Era un truco muy viejo, pero su oponente no era un guerrero precisamente sutil, y Lucius vio que seguía con los ojos el movimiento de la hoja de la espada. Un instante después, saltó hacia adelante y realizó una finta a la derecha cuando su oponente se dio cuenta de su error. El guerrero de la Guardia del Fénix blandió la alabarda en un torpe arco para detener el ataque, pero Lucius ya había cambiado el ángulo de la estocada. Los clanes terravatios de los Urales habían forjado la espada en una época previa a la Unificación, y su filo jamás le había fallado.
Hasta ese momento.
La punta de la espada se enganchó en el borde roto del ala del ave que decoraba la placa pectoral, y el impacto provocó un tremendo retemblar por toda la hoja, que se partió inesperadamente. La punta salió despedida hacia atrás, hacia Lucius, convertida en un proyectil de acero afilado. Ni siquiera los reflejos y movimientos veloces hasta lo sobrenatural del espadachín fueron suficientes para salvarlo. El fragmento le abrió una profunda herida desde la sien izquierda hasta la mandíbula inferior.
El dolor fue tan repentino, tan exquisito y tan maravillosamente inesperado que eso casi lo mató al tomarse un momento para disfrutarlo.
Al ver que se había librado de la muerte, el guerrero de la Guardia del Fénix atacó a Lucius con la punta de la alabarda. El extremo aguzado del arma rozó el metal de la placa pectoral del espadachín, pero ya no pudo acercarse más a su piel. Lucius partió el astil del arma con la espada rota y movió el índice de la otra mano en un gesto negativo de reprimenda.
—Eso ha sido todo un descuido por mi parte —dijo, y dejó escapar un suspiro levemente avergonzado—. Imagínate que me mata un patán como tú. Jamás lo superaría.
Antes de que el guerrero tuviera tiempo de contestarle o de lamentar la pérdida de su arma, Lucius se le echó encima y lanzó un tajo ejecutado de un modo exquisito que decapitó a su oponente, cuya cabeza salió volando por la cámara.
Lucius se agachó para recuperar la espada Laer. Tuvo que mover a un lado y a otro la empuñadura para lograr sacarla del cuerpo. La hoja salió por fin, y se acercó a arrancarle la máscara de piel humana al primer guerrero, al que se había creído capaz de detenerlo. Sentía curiosidad por ver qué aspecto tenía la cara de aquel que había pensado que tenía posibilidades de derrotarlo.
Era un rostro normal y corriente, y en los rasgos sencillos de esa cara vio la sonrisa burlona de Loken. El buen humor de Lucius desapareció de inmediato, y se puso en pie con el gesto torcido en una mueca de disgusto. Luego pisoteó la cara del guerrero. Al primer pisotón se rompieron los huesos, al segundo se partió el cráneo, y al tercero la cabeza reventó y a su alrededor se formó un charco de materia gris aplastada y trozos de hueso.
Lucius, enfurecido, limpió la hoja de la espada en el trozo reseco de piel de la máscara. Su humor cambió de nuevo de repente, igual que el viento, y sostuvo el rostro despellejado ante él, como si fuera un actor en un escenario.
—Hazme caso, estarás mejor separada de él —le dijo a la máscara al tiempo que señalaba el cráneo roto del guerrero al que se la había arrancado—. Era un cabrón muy feo, en serio.
Arrojó a un lado la máscara y se dirigió hacia la arcada que daba acceso La Fenice.
Antaño las puertas habían estado decoradas con pan de oro y plata, pero ahora se mostraban desprovistas casi por entero de esos adornos. Las bandas de locos frenéticos, desesperados por revivir los hermosos horrores de la Maraviglia, habían arañado las puertas hasta dejar los huesos de los dedos al aire en sus esfuerzos por entrar. Lucius vio trozos de uñas clavadas en la madera y extrajo unos cuantos. Disfrutó al pensar lo que se debía sentir cuando te las arrancaban de la carne.
—¿Qué es lo que esperas conseguir? —se preguntó a sí mismo.
No tenía respuesta para esa pregunta, pero a lo largo de los días que habían transcurrido desde que la legión partió del Racimo Prismático había aumentado su deseo, no, su necesidad, de saber qué había detrás de las puertas selladas de aquel teatro abandonado. Aquello era una desobediencia gravísima, y la propia transgresión que suponía aquel acto era razón suficiente para llevarlo a cabo.
La muerte de todos aquellos guerreros de la Guardia del Fénix hacía que fuera una estupidez pensar en cualquier posibilidad de dar marcha atrás.
Lucius abrió las puertas de par en par y entró en el teatro abandonado.