SEIS

aquila

SEIS

La flota permaneció en órbita alrededor del planeta durante seis días. Dedicaron ese tiempo a sacar los bosques de cristal que el Mechanicum tenía almacenados en sus silos y llenaron con aquel material centelleante las bodegas de carga de las cinco naves de transporte pesado que habían capturado. Fulgrim exigió que se llevaran cada trozo, cada fragmento pulverizado y cada columna que pudieran sacar del planeta, aunque no dio explicación alguna sobre el uso que pensaba darle a todo aquel botín de mineral.

Los Hijos del Emperador se divirtieron a lo largo de esos seis días con los pocos prisioneros que habían hecho. Los utilizaron de un modo demasiado terrible como para describirlo antes de pasárselos a la siguiente compañía de guerreros. Lucius libró una serie duelos solitarios en los últimos restos de las torres de cristal, enfrentado a sus propios reflejos y contrarrestando cada estocada, cada tajo y cada bloqueo con otro movimiento brillante y veloz. Estaba a las puertas de ser todo lo buen espadachín que podía llegar a ser un mortal. Poseía el equilibrio ideal entre las estocadas de ataque y de defensa, una habilidad impecable con los movinientos de los pies y una necesidad patológica de sentir dolor.

Ésa era la debilidad de la mayoría de sus oponentes: temían sentir dolor.

Lucius no albergaba ese temor, y sólo los guerreros poseídos por la furia de combate más enloquecida eran capaces de tener alguna oportunidad al enfrentarse a él. A un guerrero preso de ese estado no le importaba en absoluto su propia vida, por lo que sólo dejaba de luchar cuando estaba muerto. Lucius recordó a un capitán de los Devoradores de Mundos que vio combatir en Istvaan III. Todavía tenía grabado en la mente cómo atravesó las líneas de sus propios guerreros como si fuera un poseso enloquecido.

Enfrentarse a un guerrero como ése sería la verdadera prueba de la habilidad de Lucius, y por mucho que a éste le gustara creer que era invencible, sabía que no era así. No existía un solo guerrero que fuera invencible. Siempre habría alguien más veloz, o más fuerte, o más afortunado. Sin embargo, en vez de temer a un oponente así, Lucius ansiaba enfrentarse a él.

Su reflejo avanzó y retrocedió a la par que él, igualando todos y cada uno de sus movimientos. No importaba lo veloces que fueran sus ataques lo vertiginosas que fuesen sus estocadas de respuesta, no era capaz de romper la defensa de su reflejo. Movió las espadas con más rapidez, y los ataques se sucedieron de forma imparable, cada uno más veloz que el anterior. Lucius se movía ya más rápidamente que ningún otro espadachín vivo, y sus armas formaron una esfera plateada y reluciente a su alrededor, un intrincado baile de espadas que habría sido una insensatez interrumpir.

—Demasiado concentrado en ti mismo, espadachín —dijo Julius Kaesoron, al mismo tiempo que salía de la parte posterior de un gran trozo de cristal roto—. ¿Es que quieres que te dejen aquí abandonado?

Lucius trastabilló, y las dos espadas chocaron entre sí con un chasquido resonante de filos mortíferos. La espada de Terra se quejó chirriando cuando la espada laer la embotó con un rechinar alegre de metal contra metal. Lucius convirtió el tropezón en un giro completo y las dos espadas silbaron al cortar el aire para posarse en la garganta del primer capitán.

—Eso no ha sido muy inteligente —le dijo.

Kaesoron apartó las hojas afiladas con un simple manotazo y se echó reír con un gorgoteo de fluidos y espumarajos. Le dio la espalda a Lucius y señaló con un gesto las instalaciones destruidas del Mechanicum, donde las últimas naves de transporte atmosférico despegaban para llevar su pesada carga lejos de la roca destrozada en la que se había convertido aquella zona del planeta.

No quedaba casi nada de los bosques de cristal. El horizonte estaba ahora desprovisto de su presencia y los silos habían sido destrozados mientras sacaban los cristales de su interior. Las escuadras aullantes de Marius Vairosean reventaron lo poco que quedaba en pie hasta convertirlo en átomos dispersos mediante descargas sónicas entrecruzadas de ruidos completamente inarmónicos. No pasaría mucho tiempo antes de que pareciera que aquel lugar no había existido nunca.

Lucius siguió al trote al primer capitán.

—¿Crees que no te mataría, Kaesoron? —le preguntó enfurecido por el desprecio displicente que el guerrero había mostrado frente a su amenaza.

—Lucius, no eres más que una víbora, pero ni siquiera tú eres tan estúpido.

El espadachín deseó replicarle, pero sabía que no tendría sentido enfrentarse a aquel individuo. El primer capitán lo dejaría abandonado allí sin pensárselo dos veces, y sin apenas sentir emoción alguna al respecto.

—El primarca ha sido muy concienzudo —comentó Lucius mientras envainaba las espadas y contemplaba cómo ascendía la última nave de transporte impulsada por el chorro de los motores, activados al máximo para vencer la gravedad—. ¿Para qué los querrá?

—¿Los cristales?

—Por supuesto. Los cristales.

Kaesoron se encogió de hombros. El asunto no le interesaba lo más mínimo.

—El primarca los quería, así que nos los llevamos. Lo que quiera hacer con ellos no me importa en absoluto.

—¿De verdad? Y tú eres el que dices que estoy demasiado concentrado en mi mismo —comentó Lucius.

—¿Es que acaso a ti te importa? —le replicó Kaesoron—. No lo creo. Para ti, el mundo empieza y acaba contigo, Lucius, lo mismo que el mío se centra en aquello que me permite disfrutar de los mayores excesos y del éxtasis más oscuro. Existimos para saciar todos nuestros deseos hasta los límites más extremos de cada sensación, pero lo hacemos al servicio de un poder más grande que cualquiera de nosotros, más grande incluso que cualquier primarca.

—¿Más grande que el Fénix, o incluso que el propio señor de la guerra?

—Ellos son seres luminosos, pero no son más que los recipientes de un poder más antiguo de lo que tú o yo podríamos imaginarnos nunca.

—¿Cómo sabes todo eso? —lo interrogó Lucius.

—Espadachín, se puede encontrar la sabiduría en el sufrimiento. Istvaan V me lo demostró. La bendición del dolor y el éxtasis de la agonía es el modo en el que mostramos y ofrecemos nuestra devoción. Tú todavía no has conocido el verdadero sufrimiento porque eres débil. Sigues aferrado a la idea de lo que fuimos, no de aquello en lo que nos hemos convertido.

Lucius se irritó enormemente ante el modo despreocupado con el que Kaesoron había despreciado su propio sufrimiento y su habilidad, pero no respondió nada, ya que estaba ansioso de enterarse de más cosas como las que le estaba contando el primer capitán.

—Lord Fulgrim ha conocido el mayor dolor posible en esta galaxia, y sabe cuál es la verdad en el fondo de su corazón —siguió diciendo Kaesoron, y Lucius captó un cambio en el tono de voz rasposo, notó el temblor de la duda—. Desde… Istvaan me ha mostrado visiones que yo jamás habría soñado tener, dolor y asombro, arrobamiento y desesperación.

¿Sería posible?

¿Acaso Kaesoron sospechaba lo mismo que él?

Lucius se arriesgó a mirar de reojo al primer capitán, pero el cráneo de guerrero había quedado tan destrozado y sufrido tal reconstrucción que resultaba imposible adivinar su estado de ánimo por sus rasgos. El estruendo resonante del metal al ser atomizado los asaltó cuando el último silo se desplomó, y sus destructores aullaron cuando el sonido ensordecedor le provocó punzadas de placer por todo el cerebro.

Marius Vairosean se dirigió hacia ellos dos mientras el último Stormbird descendía a través de la mancha del cielo decorado por un arco iris. Lucius se esforzó para que el cielo le pareciera hermoso, para sentirse conmovido por sus intensos colores y las extrañas mezcolanzas de tono que jamás había visto antes.

Se sentía vacío, lo único que quería era marcharse de aquel planeta. Ya no había nada que le interesara, y notó que la ira lo invadía al verse desprovisto de todo estímulo.

—Un magnífico final —les comentó Marius. Las palabras salieron a borbotones debido a sus mandíbulas deformadas. Lucius tuvo ganas de clavarle las dos espadas en el pecho a Vairosean, aunque sólo fuera por sentir algo, pero se resistió con dificultad al impulso.

—Desprecio este lugar —le respondió Lucius, que estaba impaciente por salir ya de aquella roca vulgar a la que llamaban planeta.

—Yo ya lo he olvidado —afirmó Kaesoron.