GAMMA
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Operatus Cinco-Hydra
Tiempo transcurrido Ω2/002.68//OCT
Tenebrae 9-50 - Asteroide Troyano
El torpedo de abordaje Argolid flotaba en el vacío del sistema Octiss. Igual que si fuera un proyectil que atravesara la oscuridad, el torpedo perforó el helado espacio manteniendo la velocidad inercial y un rumbo constante.
Octiss era un rincón olvidado de la galaxia. El sistema lo componía un campo de asteroides formado por trozos helados y pedazos de roca envuelto en silencio que rodeaba el brillante pero turbio 66-Zeta Octiss. Era un reino destrozado, un mar de despojos cósmicos en el que flotaban planetoides de superficie acribillada por meteoritos y gigantes de gases más ligeros que el aire.
En el interior del Argolid todo era oscuridad helada. La escuadra Sigma se puso en posición de firmes dentro de sus jaulas de desembarco. El legionario Arkan estaba sentado con el arnés de seguridad abrochado en el asiento del piloto frente a un grupo de controles rudimentarios. Omegon se situó en la estrecha franja de cristal blindado que sólo con mucha generosidad podría ser descrito como una portilla. Limpió la escarcha de la superficie, lo que permitió que un rayo de luz atravesara la oscuridad del compartimento del torpedo. 66-Zeta Octiss estaba cerca. Los bancos de runas y la cubierta relucían con un brillo helado.
Omegon le había ordenado a Arkan unas cuantas horas antes que cerrara todo aquello que emitiera una señal de energía en el interior del torpedo: el sistema de gravedad artificial, el de calefacción y el de soporte vital. Los legionarios estaban ataviados con la armadura completa y los cascos y habían activado los cierres magnéticos de la botas. El Argolid había disparado su último chorro impulsor antes de apagarlo todo y de precipitarse a toda velocidad entre la furia muda de dos gigantes de gas. El color verde de las profundidades de un océano sereno contradecía la verdadera naturaleza del planeta: allí había una profundidad y una presión inconcebibles, con vientos de miles de kilómetros de velocidad, tormentas eternas y pozos ciclónicos, además de intensos campos radioactivos y la influencia gravitatoria capaz de atraer cometas.
Arkan puso un sencillo astrolabio delante del visor de su casco y realizó una serie de mediciones en las secciones del espacio que estaban despejadas. El rayo de luz solar desapareció de forma repentina, lo que indicó que algo de gran tamaño se había colocado entre el Argolid y la incómodamente cercana estrella Ocriss.
—¿Y bien? —Omegon miró al legionario.
—Justo en el blanco, mi señor —le confirmó Arkan—. Siempre y cuando no golpeemos nada.
—No podemos permitirnos la atención que podría atraer un chorro de impulso para corregir el rumbo —le dijo Omegon, pero era muy poco lo que podía hacer respecto a los fragmentos de metal y de roca que giraban tranquilamente en espacio exterior alrededor de ellos.
Delante del morro con forma de cono reforzado del torpedo de abordaje giraba en el espacio la imponente masa de Tenebrae 9-50. El asteroide pasó por delante de ellos igual que si fuera una cordillera que se desplomara por el vacío a una velocidad colosal. Era escabroso e irregular, y estaba marcado por cráteres, por zonas de impacto y por grietas abismales. Arkan señaló hacia una profunda escisión en la superficie del asteroide, una característica natural designada como el 61° 39' eclíptico, o coloquialmente llamado el Seno de la Vacuidad por el personal de la base. La profunda fisura había sido elegida por la Legión Alfa como punto de entrada.
Omegon vio el colosal asteroide dirigiéndose hacia ellos mientras rotaba alrededor de su bulboso centro de gravedad. El primarca se sentía silenciosamente impresionado con los cálculos de Arkan. El torpedo de abordaje no se estaba acercando a su objetivo únicamente gracias al poder de la inercia, sino que estaba siendo dirigido casi sin esfuerzo hacia una fosa irregular que se abría en el centro del asteroide.
El torpedo de abordaje descendió a través de la grieta y atravesó la suave oscuridad del interior del asteroide. Allí había una falta absoluta de luz, sin ni siquiera la compañía de los puntitos luminosos de las estrellas lejanas. Omegon miró a Arkan, quien estaba controlando un cronómetro de mano.
El torpedo de abordaje estaba diseñado para atravesar el blindaje de las naves enemigas y la amalgama de secciones del casco de los abominables pecios espaciales, pero Omegon creía que Tenebrae 9-50 resultaría ser un desafío más peligroso en ese sentido, por lo que planeó un protocolo de desembarco alternativo. Una vez más limpió la capa de hielo que cubría la portilla de observación y pegó la placa facial a la superficie transparente. A pesar de su vista sobrehumana, el primarca no podía ver absolutamente nada.
—Legionario —le advirtió, pero el cronómetro de Arkan completó su cuenta atrás con un solo clic.
—Lanzamiento del gancho de anclaje —anunció Arkan, tirando de un par de palancas pneumáticas colocadas en el banco de runas situado en la parte superior de la cabina. Un fuerte chasquido de presión resonó a través del torpedo cuando un arpón salió lanzado desde la parte trasera de la embarcación arrastrando un cable de aleación de adamantio. Una vez tuvo la certeza de que el arpón se había incrustado profundamente en el interior de la roca, Arkan inició el siguiente paso.
—Lanzamiento de garfios de agarre. Inicio de resistencia de frenado.
En vez de arrancar la parte posterior del torpedo con una brutal parada en seco, el legionario logró llevar a la nave hasta una detención controlada a través de la creciente resistencia ofrecida por un conjunto de garfios pesados. Omegon notó el temblor del casco de la nave, que comenzó a emitir un aullido chirriante. Extendió los brazos para sujetarse. Era evidente que el torpedo de abordaje estaba desacelerando, pero resultaba difícil de decir en la absoluta oscuridad de la zanja rocosa si lo haría con la suficiente rapidez o no.
De repente el Argolid se tambaleó: el cable de agarre había llegado a su límite de extensión. Los legionarios estaban seguros en sus jaulas de desembarco, mientras que Arkan permanecía amarrado al asiento del piloto. Omegon fue lanzado hacia adelante, pero el primarca no fue muy lejos, ya que se aferraba con los guanteletes de energía a la barra del techo. El torpedo rebotó un poco hacia atrás por el tirón del cable y flotó en la oscuridad rascando contra la pared irregular del hueco antes de chocar para posarse en la fría roca. Omegon asintió con la cabeza, tanto a los legionarios como a sí mismo.
—Escuadra, desembarcad. Intercomunicadores en silencio hasta que lleguemos al compartimento estanco.
El sargento Setebos abrió los cierres del mamparo y le propinó una patada a la compuerta blindada para despegarla y que saliera despedida hacia el exterior. El asteroide prácticamente no tenía gravedad, así que el legionario salió flotando por la negrura con el bólter agarrado con el guantelete. Activó las luces de la armadura con la otra mano.
El halo de luz que rodeó al sargento se reflejó en el fondo de la fisura, lo que mostró a los legionarios lo cerca que habían estado de un choque terminal. Los miembros de la escuadra Sigma salieron flotando uno a uno y se unieron a él en la estrecha entrada de una cueva.
«Encabeza la marcha, sargento», ordenó Omegon por señas, lo que hizo que Setebos a su vez pusiera a Zantine en vanguardia. Las señales de batalla eran un fluido intercambio de hábiles movimientos de manos, enviados y recibidos con una facilidad nacida de décadas de uso.
Tras activar las luces de sus propias armaduras, la escuadra saltó al espacio abierto formando una columna disciplinada. Los legionarios se agarraron a los salientes y los pilares de roca con las puntas de los dedos recubiertos de ceramita y se impulsaron utilizando las piernas, y de ese modo se desplazaron hasta el siguiente punto de apoyo. Zantine empuñaba el bólter por delante de él hundiendo el cañón del arma en la borrosa oscuridad de los túneles y los huecos que se ramificaban por doquier. Aquello era un laberinto de laberintos: oscuro, con pasillos zigzagueantes que se abrían en todas las direcciones, incluyendo pozos que subían y bajaban hacia las profundidades. Era áspero, rocoso y completamente irreconocible en todos los sentidos.
Zantine rápidamente estableció una dirección aproximada, y a pesar de las desviaciones exigidas por los estrechos y serpenteantes conductos por los que se tuvieron que arrastrar, de los puntos angostos y de los obstáculos, consiguió mantener a la escuadra Sigma en movimiento a través de las entrañas fracturadas del asteroide. El legionario Vermes cerraba la marcha, y movía el cañón de su bólter rutinariamente de un lado a otro de la negra oscuridad que dejaban a su paso.
Tras saltar a través de la profunda oscuridad de una grieta, los legionarios no tardaron en encontrarse frente a una pared vertical de roca. Treparon por aquel precipicio, con las piernas cubiertas por la armadura balanceándose bajo ellos, hasta que se reunieron alrededor de Zantine. El marine espacial estaba colgando al lado de una estrecha abertura que parecía ser la entrada de un túnel. Omegon vio como el sargento Setebos, sin decir una palabra, ayudaba a los legionarios a desconectar sus cables de energía y sus estabilizadores y le quitaba a Zantine la mochila de energía que llevaba la espalda.
Cuando atravesó el estrecho hueco, Setebos ayudó a Zantine con el peso muerto de su armadura de ceramita a través de la abertura. La escuadra Sigma repitió este proceso hasta que cada legionario hubo superado la entrada, y en silencio reconectaron la energía, el soporte vital y la alimentación sensorial a sus armaduras de combate.
A los legionarios los aguardaba al otro lado una larga marcha arrastrándose. Avanzaron deslizándose con las armaduras sobre los guanteletes, y cada vez encontraban más rocas destrozadas y regolitos en el estrecho espacio. La arena y las piedras no paraban de caerles a los legionarios sobre los cascos y las hombreras, y Omegon se encontró a sí mismo golpeando cúmulos de pequeñas rocas delante de él para evitar quedarse encajado contra el techo bajo.
El túnel acababa en una caverna más grande, y Omegon aprovechó la oportunidad para apartar los escombros flotantes de su camino, aunque Zantine parecía haber encontrado un grupo mucho más grande de rocas y restos erráticos en gravedad cero. Grandes fragmentos de roca flotaban en la oscuridad y chocaban entre sí con una fuerza aplastante en aquel espacio abarrotado.
Una repentina señal con la mano de Zantine detuvo en seco a los legionarios. Como el trueno de una tormenta cercana, un rumor sordo recorrió la rocosa cámara. Las paredes de la caverna comenzaron a estremecerse y a sacudirse, mientras que la arena y el regolito que se habían desprendido por el terremoto comenzaron a flotar en la oscuridad delante de los marines espaciales. Las grandes piedras empezaron a chocar con los muros y unas contra las otras, aplastándose y rompiéndose.
Auguramus había advertido a Omegon y a la escuadra sobre la posibilidad de seísmos. La instalación en sí contaba con sus propios amortiguadores estructurales y de gravedad, pero el retumbar de las poderosas mareas tectónicas continuaba siendo un peligro ocasional, especialmente en lo que se refería al mástil de la matriz emisora. Las conflictivas fuerzas gravitacionales de los gigantes gaseosos de Octiss que tiraban del asteroide les proporcionaban una estructura interna fragmentada a través de la cual infiltrarse, pero eso también representaba un serio peligro para la escuadra siempre y cuando permanecieran en su interior.
Isidor se agarró a una cornisa temblorosa y consiguió llegar hasta la salida del túnel. Los legionarios siguieron saliendo de los estrechos confines del túnel de acceso. Se veía claramente por los peñascos que caían en la caverna que la roca se estaba moviendo contra la roca. Sin gravedad, los movimientos eran impredecibles. El suelo del túnel de acceso se estaba cubriendo de roca y arena, y el lecho rocoso empujaba las placas pectorales de los legionarios, aparentemente con la intención de aplastarlos contra el techo escarpado.
Pateando y zambulléndose a través de la palpitante oscuridad, Omegon se unió a Isidor para tratar de ayudar a sus hermanos y llevarlos al interior de la cueva. De esta forma, Tarquiss y Krait consiguieron salir a duras penas, pero Vermes todavía estaba tratando de liberarse. Varios fragmentos de escombros lo tenían atrapado en aquella estrecha tumba. La aplastante roca clavó salientes y puntas como cinceles en el cuerpo del marine espacial que rayaron el color índigo de su armadura.
Omegon alargó una mano hacia el túnel cerrado y le hizo un gesto al legionario para que se agarrara a su guantelete, pero la única respuesta que recibió fueron unos cuantos gruñidos de esfuerzo a través del intercomunicador.
De repente, Setebos apareció a su lado e introdujo el bólter entre los estrechos lados de la salida que iba cerrándose. El arma inmediatamente comenzó a doblarse, el sargento metió también la mano en el hueco para agarrar a Vermes.
Todos oyeron el grito de impotencia del legionario antes de que su guantelete lograra agarrar el del primarca. Omegon tiró con fuerza del legionario apoyándose contra la superficie de la roca. Isidor y Setebos trataron de alcanzar la mochila y la armadura de Vermes. Entre todos tiraron con todas sus fuerzas, pero el asteroide tenía a Vermes atrapado entre sus rocosas fauces. Tiraron del guerrero condenado tanto tiempo como pudieron antes de que la amenaza del derrumbe los amenazara a ellos también.
El intercomunicador de Vermes crujió con la estática hasta que quedó en silencio.
La escuadra Sigma permaneció allí durante un momento, en el frío y la oscuridad. Los legionarios se quedaron mirando fijamente la prensa de roca compactada, un aviso por parte de la fría piedra de que la galaxia aún tenía sorpresas guardadas para ellos, y de que incluso con los meticulosos planes de la legión no siempre podrían anticiparse a ellas, o eludirlas.
«Seguid avanzando», ordenó Setebos por señas, y luego golpeó en la hombrera al legionario que flotaba junto a él. El sargento sacó su pistola bólter y colocó la rechoncha forma de un silenciador en su sitio; luego ordenó a la escuadra que atravesara rápidamente la caverna abarrotada de rocas.
Comenzaron a trepar alrededor y por encima de los obstáculos capaces de destrozarlos, con pedazos y fragmentos de roca cayendo en todas direcciones. Varios de ellos sufrieron raspaduras y abolladuras en sus armaduras. Cuando una roca estuvo a punto de aplastar a Omegon contra la pared de la caverna, el primarca se sujetó con fuerza a la superficie rocosa. Trató de frenar el pesado avance del objeto con los brazos extendidos delante de él, y luego lo empujó de nuevo para enviarlo a la deriva a través de la abarrotada cueva, lo que provocó el desplazamiento de restos más pequeños.
Mientras la escuadra Sigma trepaba por un hueco sinuoso del techo de la caverna, las escarpadas paredes temblaron un poco más antes de quedarse en calma de nuevo. Los legionarios mantuvieron sus posiciones durante un momento, con el sargento Setebos flotando entre diferentes miembros del equipo y comprobando las lesiones.
«Éste es el precio que debemos pagar por entrar sin avisar», le dijo Omegon. Setebos asintió para mostrar que estaba de acuerdo, y le ordenó a Zantine que continuara, lo que hizo que el legionario se arrastrara más arriba del retorcido pasadizo.
«Luz al frente», anunció al regresar al cabo de un momento.
Los legionarios amartillaron las armas mientras Omegon y Setebos se unían al legionario en su ascenso. A medida que subían por el túnel, el primarca se dio cuenta de que Zantine tenía razón. Más adelante, los túneles se abrían a una cavidad mucho más grande en la que el techo rocoso estaba cubierto por una luz intensa.
«Apagad las luces», ordenó Omegon, y los tres desconectaron la iluminación de las armaduras.
Setebos se impulsó hacia arriba desde una cornisa dentada y pasó flotando al lado de Zantine y el primarca con su pistola bólter rematada por el silenciador. Se detuvo en el borde de la entrada. Su armadura resaltaba con un brillo metálico. Bajó la mirada hacia Omegon con una expresión inquisitiva.
«Adelante, sargento».