DOCE

aquila

DOCE

Fue lo más terrible que jamás hubiera visto.

Fue lo más increíble que jamás hubiera visto.

Fulgrim, el Fénix, el padre de los Hijos del Emperador, el señor de la III Legión, estaba inmovilizado con las argollas más gruesas y sometido mediante toda clase de relajantes químicos. Se encontraba desnudo sobre una fría camilla metálica, igual que un cadáver listo para la disección. Tenía los brazos estirados por encima de la cabeza y las piernas abiertas como aquel antiguo hombre de Vitrubio.

Lucius recorrió con la mirada el cuerpo pálido del primarca, aquella firmeza de color alabastro cubierta de cicatrices que se entrecruzaban, producto de operaciones quirúrgicas y de otro tipo de incisiones. Eran prominencias de tejido rugoso que indicaban procedimientos inconcebibles y experimentos indescriptibles realizados sobre el interior desconocido de aquel cuerpo.

El sentimiento que provocaba la deliciosa traición que representaba aquel momento era algo que debía atesorarse con cuidado, una sensación maravillosa de la traición más terrible. Sin embargo, a pesar de que se le podía llamar traición, ¿no era un acto de lealtad expulsar a la criatura que se había apoderado del alma de su amo y señor?

Fabius caminó en círculos alrededor del primarca tumbado sin dejar de clavar unas agujas tan gruesas como el meñique de Lucius en los brazos y en el pecho del primarca. Los aparatos de bombeo introdujeron en el cuerpo unos potentes sedantes y relajantes musculares que habrían dejado fuera de combate incluso al pielverde de mayor tamaño. Los relucientes cables plateados acoplados a las sienes y a las ingles del primarca estaban conectados a unos generadores que no dejaban de zumbar, lo mismo que los demás cables unidos a todos los puntos de su cuerpo donde se pudiera aumentar la sensación de dolor.

Las luces brillaban a baja potencia, como correspondía a un acto de violación semejante. El único sonido que se oía era el murmullo de los desdichados anuladores psíquicos cubiertos con capuchas que se encontraban en cada esquina envuelta en sombras de la estancia y el siseo ahogado de los artefactos que Fabius había desplegado alrededor de su…

Lucius pensaba decir «paciente”, pero la palabra que le vino a la cabeza fue “víctima».

Julius Kaesoron se encontraba de pie y en silencio en el extremo inferior de la camilla, mientras que Marius Vairosean paseaba arriba y abajo como un depredador enjaulado. Lucius sonrió al ver su inquietud. Vairosean siempre había sido el lacayo y el esclavo que obedecía ciegamente. Atrapado en el dilema de cumplir las órdenes de algo que quizá no era Fulgrim y la posibilidad de traicionar a su señor, la mente de Vairosean debía de encontrarse agitada por los miedos y las ideas contradictorias.

Lucius casi lo envidió.

Los esclavos de Fabius se habían llevado las siluetas gemebundas de Heliton y de Ruen a las profundidades del laberinto. Las cubas de tejido y las suturas xenosalivales ya estaban preparadas para sus tratamientos. Daimon ya estaba más allá de toda posibilidad de ayuda, puesto que su cráneo había quedado convertido en un destrozo cóncavo por el puñetazo del primarca, pero el resto del grupo de traidores sobreviviría. Aquella idea provocó una punzada de intranquilidad que le atravesó el cerebro a Lucius, y se volvió hacia Kaesoron.

—¿Creíste alguna vez que podríamos conseguirlo? —le preguntó.

—¿Conseguir qué?

—Esto —le aclaró Lucius a la vez que señalaba con la mano al primarca tendido—. Capturar a Fulgrim. Yo no estaba seguro de poder hacerlo.

—Tú no lo has conseguido —le espetó Kaesoron.

—¿A qué te refieres?

—Mírate bien —le gruñó—. No tienes una sola señal en el cuerpo, espadachín. Nos traes este asunto a la hermandad y luego te apartas para dejar que nosotros luchemos por ti.

Lucius sonrió al sentirse revitalizado por la rabia de Kaesoron.

—Lo que pasó arriba fue más que una reyerta. Yo lucho con una elegancia exquisita, una concentración absoluta y una perfección fluida. Ese combate no era de los que requerían esas cualidades.

—Más bien fue que comprendiste que no serías capaz de derrotarlo.

—Eso también —le confirmó Lucius—. Pero no hay vergüenza alguna en admitirlo.

—Eso es cierto —admitió Kaesoron, y su rabia desapareció con la misma rapidez con la que había llegado.

Marius Vairosean no dejaba de moverse alrededor del otro extremo de la camilla. Su rostro de piel tensada hacía imposible determinar su expresión facial. El capitán del Tercero llevaba colgado del hombro el cañón sónico, y de las bobinas cargadas de energía todavía surgían leves ondas de sonidos agudos.

—Daimon ha muerto —comentó Vairosean—. Y Heliton murió mientras todavía lo estaban bajando aquí.

—Si queréis saber mi opinión, la legión no pierde nada con sus muertes —declaró Lucius.

—Ruen tiene el brazo destrozado más allá de cualquier posible curación —siguió diciendo Vairosean, haciendo caso omiso del comentario de Lucius—. Krysander y Kalimos sobrevivirán, pero no tomarán parte en… esto.

—Un precio muy pequeño por someter a todo un primarca —comentó Kaesoron mientras Fabius se les acercaba.

El apotecario llevaba el cabello blanco recogido en una larga trenza apretada, lo que hacía que sus rasgos ya enjutos de por sí adquirieran un aspecto más esquelético y descarnado. Tenía los ojos negros, y Lucius no logró recordar si siempre los había tenido así o si los había cambiado para que coincidieran con los del primarca. Llevaba puesto un abrigo de pellejo humano que llegaba hasta el suelo. Había obtenido la piel de los cuerpos de los muertos caídos en Istvaan V. En algunos puntos era posible reconocer los rasgos de un rostro, una boca abierta de par en par que formaba un grito agónico interminable o unos ojos vacíos que miraban horrorizados el cuchillo del desollador. Algunas de las caras le resultaron familiares, pero Lucius sabía muy bien que sin la estructura ósea todos los rostros tendían a una cierta familiaridad.

Fabius prefirió no utilizar el artefacto quirúrgico que llevaba acoplado a la espalda y se valió de un cinto de tendones entrecruzados con aros de metal en el centro. De ellos colgaban las herramientas propias del arte de la tortura: ganchos, cuchillas, pinchos, tenazas y púas serradas. Todos aquellos objetos relucían bajo la media luz, y Lucius se preguntó si unos instrumentos tan vulgares serían capaces de provocar un grito de dolor en un ser tan poderoso como Fulgrim.

—Estamos listos para empezar —los avisó Fabius mientras se ponía unos guanteletes de acero plateado que no dejaban de tintinear.

—Pues acabemos de una vez con esto —dijo Kaesoron—. Si Lucius tiene razón y es otra cosa lo que yace tras el rostro de lord Fulgrim, cuanto antes acabemos, mejor.

Se desplegaron alrededor de Fulgrim. Cada uno de ellos sopesó en su interior la enormidad de lo que estaban haciendo frente a la posibilidad de nuevas sensaciones maravillosas. Que hubieran logrado someter a un primarca ya era algo increíble, pero que consiguieran expulsar a una criatura de la disformidad…

¿Sería posible algo así?

Lucius los miró a todos uno por uno, y comprendió que ninguno de los que rodeaban en ese momento a Fulgrim podría contestar a esa pregunta. Los Hijos del Emperador habían sido una de las legiones reticentes a utilizar bibliotecarios. La característica genética que permitía a un psíquico utilizar el poder de la disformidad era el resultado de una mutación, de un defecto, y nada que se pudiera considerar un defecto se admitía en las filas de los guerreros de la legión de Fulgrim.

—¿Qué es lo que vamos a hacer? —preguntó Kaesoron.

—Lo primero que haremos será despertarlo —le respondió Fabius, acariciando el pecho del primarca con unos dedos rematados por agujas.

—Y suponiendo que no se libere y nos mate a todos, ¿qué haremos después? —quiso saber Lucius.

—Expulsaremos a la criatura mediante la razón, las amenazas y el dolor.

—¿El dolor? —gruñó Vairosean—. ¿Qué clase de dolor eres capaz de provocar para que un primarca lo sienta?

Fabius sonrió con su habitual gesto reptiliano, un gesto que prometía una horda de sensaciones dolorosas que sólo él sería capaz de administrar y que estaría encantado de mostrarles.

—Conozco este cuerpo mejor que nadie —respondió Fabius sin dejar de pasar los dedos modificados quirúrgicamente por la piel del primarca con la familiaridad de un amante—. Lo sé todo sobre el modo en que se montó, los poderes secretos unidos en aleación en sus músculos y huesos, los órganos únicos y específicos forjados para la creación de un ser luminoso como Fulgrim. Lo que creó el Emperador yo lo he separado en su partes constituyentes para luego formar con ello un conjunto mejor.

La arrogancia demostrada por Fabius era asombrosa, pero Lucius descubrió que estaba de acuerdo con la actitud del apotecario. Abrir el cuerpo de un primarca y contemplar las maravillas que albergaba era un honor del que pocos habrían disfrutado, si alguien lo había hecho aparte de Fabius, por lo que pensó que quizá se trataba de una arrogancia fruto del conocimiento.

—Pues entonces, hazlo —le ordenó Kaesoron.

Fabius asintió, aunque en realidad había más diversión que verdadera aceptación en aquel gesto. Lucius se preguntó cuánto tardaría la arrogancia de Fabius en separarlo por completo de la cadena de mando. Los Hijos del Emperador fueron antaño una legión de comportamiento rígido e inflexible, y en esos momentos se mantenían fieles a la antigua estructura a falta de algo mejor. Sin embargo, incluso eso estaba desapareciendo a medida que los guerreros daban prioridad a sus propios deseos y caprichos más que a los objetivos de la legión.

«¿Cuánto tiempo pasará antes de que nos convirtamos en poco más que unas bandas de guerreros rivales que sólo luchan por obtener la propia satisfacción?».

Lucius no tenía respuesta para esa pregunta, pero tampoco le preocupaba mucho aquel asunto. Sentía una suprema indiferencia ante la cuestión de si algo de la antigua legión sobrevivía a su renacimiento.

Fabius clavó un tubo de goteo en el brazo de Fulgrim, y un fluido de color carmesí brillante lo recorrió. En cuanto entró en el cuerpo del primarca, Fulgrim abrió los ojos negros y parpadeó con rapidez, igual que alguien dormido que se hubiera despertado de repente de un sueño muy vívido.

—Ah, hijos míos… —dijo Fulgrim—. ¿De qué se trata esta nueva diversión que me tenéis preparada?

Fabius se inclinó para hablarle al oído.

—No eres Fulgrim, ¿verdad?

El primarca volvió los ojos hacia el apotecario, y Lucius captó un matiz de complicidad en la mirada. Se indinó hacia adelante y apartó la mano de Fabius del pecho del primarca.

—Lucius —musitó Fulgrim con su aliento perfumado—. Es una verdadera pena que nos negaran la posibilidad de la caricia del acero, ¿verdad?

—Creo que has intentado atraerme para librar ese combate desde hace cierto tiempo —le contestó Lucius.

Fulgrim se echó a reír.

—¿Tan poco discreto fui? Lucius, habría sido una experiencia sublime. ¿Cómo se puede decir que estás realmente vivo si no has probado antes la muerte? Alzarse de nuevo desde las cenizas de una vida y renacer en otra. Probar el olvido y después regresar. ¡Ah!… Eso sí que es una experiencia que no se debe desdeñar tan a la ligera.

—Creo que a la muerte se le amargarían todos sus encantos antes de que pasara mucho tiempo —le contestó Lucius—. Me parece que prefiero disfrutar de los placeres que tiene la vida para ofrecerme.

Fulgrim torció la boca en un gesto de decepción.

—Eso es ser muy corto de miras, hijo mío. No importa, ya reconsiderarás tu decisión con el paso del tiempo, o eso creo. Ahora hablaré con el resto de vosotros. ¿De verdad pensáis que no soy quien digo ser cuando afirmo que soy vuestro señor?

—Sabemos con certeza que no eres Fulgrim —le respondió Kaesoron.

—Entonces, ¿quién creéis que soy?

—Una criatura del immaterium —le contestó Vairosean—. Un engendro demoníaco.

—¿Un demonio? —Fulgrim se echó a reír una vez más—. ¿Y cómo si no describiríais a un primarca? ¿Es que acaso sois tan ingenuos como para creer que todas aquellas cosas a las que se llama «demonios» son seres malvados? Ya sea uno un demonio o un primarca ambas criaturas están creadas a partir de energías del immaterium. Son híbridos de carne y espíritu que llegan a este mundo mediante métodos antinaturales. Si supierais algo sobre mi proceso de creación no utilizaríais esas palabras de un modo tan despreocupado.

—Así pues, ¿admites que eres un demonio? —le preguntó Kaesoron con voz sibilante.

—Julius, mi querido hijo, ¿es que te gusta ya tanto enfrentarte que te ciegas de una manera consciente a la realidad? Ya he dicho que si utilizamos la pobre definición de Marius…, ¡sí, soy un demonio! Un demonio creado por un ser que busca lograr la inmortalidad en un asalto al reino de los dioses, al que subirá utilizando nuestros cadáveres como escalera.

—Habla usando mentiras que pretende hacer pasar por verdades —les advirtió Fabius—. Lo mismo que el caballo de la antigua Truva, contará todas las falsedades adornadas con aquello que suene agradable a vuestros oídos.

—Entonces deberíamos cortarle la lengua —opinó Lucius.

El espadachín captó la mirada de inquietud que apareció en los ojos negros de Fulgrim. Vio rabia, diversión y decepción en esa breve mirada, pero fue incapaz de decidir cuál de ellas era la verdadera emoción.

—Marius, de todos mis hijos, tú eras el que menos esperaba ver aquí.

Las palabras estaban cargadas de angustia, pero Marius Vairosean no se mostró afectado por ellas. Desde que Marius le había fallado a Fulgrim en Laeran, se había comportado como el servidor más fiel, siempre ansioso por complacer al primarca y decidido a obedecer cualquier orden sin dudarlo ni un instante. Si Fulgrim tenía la esperanza de lograr recurrir a ese aspecto de Vairosean, se vio tremendamente decepcionado.

—Mi amor por el primarca no conoce límites —le contestó Marius, al mismo tiempo que se inclinaba hacia adelante, como si estuviera a punto de escupir contra el rostro inmovilizado de Fulgrim—. Pero tú no eres mi primarca, y haré todo lo que sea necesario para sacarte de su cuerpo. No me importará sufrir cualquier dolor, ningún sufrimiento será lo suficientemente grande con tal de lograrlo. ¿Me has entendido, engendro demoníaco?

Fulgrim sonrió de oreja a oreja.

—Muy bien entonces, cachorros. ¡Ya basta de cháchara! ¡Empecemos juntos este viaje hacia la locura! —gritó el primarca.