Operatus Cinco-Hidra
Tiempo transcurrido Ω3/-633.19//DRU
Mundo colmena Drusilla - Colmena Corona
Su madre le había puesto de nombre Xalmagundi. Las castas inferiores la llamaban «Calamidad» por los desastres que había provocado entre los suyos. Las mujeres procedentes del exterior del planeta que fueron a por ella la llamaron «Quemadora de Almas» y «Estirpe de Brujos». Sus dones sobrenaturales la habían ayudado a matarlas a todas.
La muerte la había impelido a subir al exterior. Había abandonado las zonas inferiores de la colmena llenas de escombros y de cadáveres. Cuando era joven, no tenía apenas idea de cómo controlar sus habilidades especiales. Los objetos se movían a su alrededor como si tuvieran vida propia, e incluso de forma violenta si estaba de mal humor.
Lo que empezó siendo un juego para asombrar a los golfillos de la casta no tardó en causar el horror en los habitantes de las profundidades de la colmena. Incluso entre los miembros de su gente en la Hondonada, donde la piel tenía un color ceniciento y jamás habían visto la luz del sol, donde los ojos eran grandes y oscuros, donde los desgraciados vivían a duras penas una existencia de marginados, ella era una aberración. Cuando sus rabietas de adolescente provocaron terremotos en el submundo, incluso sus parientes de las cavernas la rechazaron.
La expulsaron con relatos sobre su pasado. Le contaron a Xalmagundi su horrible nacimiento, y cómo cuando era sólo una recién nacida chillona había reventado el interior de su madre, cómo le había partido los huesos y le había destrozado las entrañas. Sólo con el poder maldito de su mente infantil, incapaz de razonar.
Expulsada de una comunidad subterránea a otra, Xalmagundi era una anomalía entre anomalías. Una vez más, las lágrimas sofocaron su soledad, pero junto a ellas llegaron la rabia y el odio. El territorio que la rodeaba se convirtió en una pesadilla de terremotos, y hasta la propia oscuridad pareció estremecerse. Los temblores sacudieron los frágiles cimientos de la colmena, y el mundo de arriba se desplomó sobre el de abajo.
Esa noche, la Guarida, el hogar de las castas inferiores desde hacía más tiempo que nadie era capaz de recordar, se convirtió en otro estrato pulverizado de la dilatada historia de la colmena.
La persiguieron a lo largo de su migración hacia la parte alta de la colmena. Los terremotos se habían sentido por toda la ciudad, y había individuos cuya tarea era reconocer el origen antinatural de aquellos temblores. Xalmagundi aprendió a controlar sus emociones y el horror telequinético que a veces surgía de su interior. A pesar de ello, su aspecto, que muchos habitantes de la colmena consideraban inquietante y horrible, siguió llamando la atención de las autoridades, pero cuando fueron incapaces de apresarla y hubo testigos suficientes como para verificar el poder devastador de sus dones, llegó la gente que no era del planeta.
Eran extranjeros planetarios con sus propios dones. La mayoría formaban parte de una hermandad de mujeres silenciosas en cuya presencia las capacidades más poderosas de Xalmagundi se desvanecían hasta quedar convertidas en nada, y cuya mirada era una agonía insoportable. Oyó decir que a aquellas mujeres las enviaba el propio Emperador, lo que parecía confirmado por sus excelentes armas y armaduras. Xalmagundi era incapaz de imaginarse de para qué la querría el Emperador de la Humanidad. Sin embargo, al ver a aquellas mujeres mudas armadas hasta los dientes no creyó que fuera para nada bueno.
La matanza continuó. Una escuadra tras otra de hermanas la persiguieron por los distritos de habitáculos y el paisaje industrial creado por las torres de las manufactorías, pero todas fracasaron en cazar a su presa.
Xalmagundi se quedó mirando a la hoguera. Contempló las lenguas de fuego titilar y bailar. El lugar donde estaba acampada en ese momento había sido antiguamente una villa residencial, la mansión de un oficial del Ejército Imperial o de un funcionario de palacio. El viento silbaba al atravesar las piedras desgastadas y los muebles rotos. La psíquica se arrebujó un poco más en la capa raída con la que se abrigaba. Estaba acostumbrada a la tibieza subterránea de las zonas inferiores de la colmena y al calor de los hornos de las manufactorías. Cuanto más ascendía, más frío sentía en la delgada piel pálida.
Había subido hasta Torre Pentápolis precisamente porque era un lugar que llevaba mucho tiempo abandonado. La colmena Corona tenía ese nombre debido a las cinco torres pequeñas que se habían alzado alrededor de un vértice primario formando una corona, pero había sufrido el azote de una feroz plaga vírica hacía ya varios cientos de años. Cada nuevo intento de volver a colonizar la torre había dado como resultado un nuevo brote de la plaga y nuevas medidas para establecer una cuarentena y purgar Pentápolis de todos sus habitantes infectados. Por ese motivo, aquella torre fantasmal se había convertido en una señal de aviso en mitad del paisaje urbano. Era demasiado grande como para ser demolida y demasiado reciente en la memoria histórica como para llevar a cabo un nuevo intento de repoblar la zona y aprovechar el valioso espacio disponible.
Xalmagundi se frotó la sien. Le dolía la cabeza. Quizá había estado mirando el fuego durante demasiado tiempo…
No. Se estremeció al darse cuenta. El dolor de cabeza había sido sutil al principio, pero había aumentado de intensidad poco a poco. La sensación era parecida a que le clavaran lentamente un cuchillo en el cerebro. Ya lo había sentido con anterioridad.
No había tiempo que perder.
Xalmagundi pasó de un salto por encima de la fogata y echó a correr atravesando la villa en ruinas. Era ágil y pesaba poco, pero aquella corta vida como presa de unos cazadores también la habían hecho fuerte y veloz. No estaba sola en el edificio, de eso estaba segura. Aquella certeza se confirmó un instante después, cuando unas explosivas líneas de luz diurna atravesaron las delgadas paredes de la mansión. Los impactos de los proyectiles de bólter lanzaron fragmentos de rococemento por toda la estancia, y Xalmagundi tuvo que utilizar toda su fuerza de voluntad para seguir corriendo.
Sus cazadores habían rodeado el edificio aproximándose a las paredes de la mansión. En ese momento tuvo la impresión de que eran seis los cuchillos que tenía clavados en el cerebro. El dolor era increíblemente intenso, y en mitad de ese sufrimiento agónico fue incapaz de recurrir a aquella parte de sí misma en la que confiaba en aquel tipo de situaciones. La parte de su mente en la que el miedo y la frustración se convertían sin esfuerzo alguno en un poder telequinético espontáneo. En lo único que podía pensar era en poner un pie delante de otro. Tenía que huir de allí. No sólo escapar de la posibilidad de quedar reventada por los disparos de bólter, sino también de la influencia paralizante de las hermanas.
Las paredes que tenía a cada lado estallaron cuando otros dos atacantes ocultos descargaron sus armas contra ella. La mansión se había convertido en una trampa mortífera, un avispero de líneas de fuego cruzadas. Mientras corría notó el tirón del paso de los proyectiles que amenazaban con arrancarle la capa que todavía llevaba sujeta a la espalda.
Cuando las paredes destrozadas comenzaron a derrumbarse, quedaron a la vista los cazadores de Xalmagundi: unas visiones áureas con cascos rematados por penachos con detalles decorativos rojos y blancos. Empuñaban unos bólters rugientes que siguieron a Xalmagundi por todas las estancias de la mansión.
Salió en tromba de las sombras y cayó en la terraza con soportes que había fuera, donde quedó cegada por la repentina luz del día. Como habitante que era del submundo, sus grandes ojos negros eran hipersensibles incluso al mortecino sol de Drusilla. Sus pies resbalaron sobre el suelo hasta que se detuvo del todo y colocó una de sus delgadas manos delante de los ojos, y entonces se le ocurrió que quizá ése había sido el plan de las hermanas después de todo. Era veloz y ágil, pero no podría escapar corriendo de un proyectil de bólter. En mitad del ataque, con los cascotes y los proyectiles volando por el aire por doquier, su instinto había sido huir. Ni un solo proyectil había conseguido impactarle en aquella vorágine, y tras caer en la terraza, los disparos de bólter cesaron por completo. Xalmagundi no pudo evitar sentir que la habían acorralado, del mismo modo que los habitantes del submundo golpeaban los túneles para empujar a los alimañípedos hacia las redes de los compañeros que los esperaban.
El cielo rugía por encima de ella. Era difícil mirar a las alturas brillantes, pero distinguió un transpone o lanzadera de alguna clase que flotaba por encima del techo de la mansión. La vista se le aclaró tras acostumbrarse a la luz diurna de Drusilla, y le bastó con ponerse la mano en la frente a modo de visera para ver que el transporte armado viraba para efectuar otra pasada. Una hermana silenciosa estaba sentada al lado de la compuerta abierta de uno de los laterales de la nave. Llevaba un arnés de seguridad, un casco de francotirador y empuñaba un exótico rifle de cañón largo.
La psíquica frunció los labios en un gesto de rabia. Las Hermanas del Silencio la matarían si no tenían más remedio, pero preferirían inyectarle un sedante como si fuera un animal peligroso para llevarla hasta su precioso Emperador. A Xalmagundi no la capturarían como si fuera un trofeo para la pared de uno de los nacidos en la parte alta de la colmena.
Echó a correr una vez más con los pies descalzos, que repiquetearon contra la piedra desgastada de la terraza. Notó que las demás hermanas la perseguían, entorpecidas por las armaduras pero ansiosas por tener éxito allá donde las demás escuadras habían fracasado. El transporte ya había acabado de virar y se dirigía en línea recta hacia ella. Xalmagundi distinguió con claridad la silueta de la francotiradora, que se había asomado por un costado de la nave. La psíquica, lanzada a la fuga, giró de repente a la derecha y varios disparos de rifle impactaron contra el suelo de piedra. La francotiradora se encontró súbitamente en el lado equivocado de la nave, imposibilitada de volver a disparar.
Xalmagundi recibió en su huida un curso intensivo de salto sobre arquitectura en derrumbe: saltó por encima de una pared decorativa y luego atravesó a toda velocidad el hueco dejado por algunas balaustradas destrozadas o ausentes. Las piezas de arquitectura cubiertas de moho le proporcionaron cierta cobertura, pero lo que era más importante, hicieron que las Hermanas del Silencio avanzaran con más lentitud, ya que tenían que superar aquellos obstáculos con más dificultades por el peso de las armaduras y el equipo. Xalmagundi rodó sobre sí misma para ponerse en pie y se lanzó hacia el borde de la terraza.
El transporte descendió y se quedó a la misma altura que la plataforma en la que se encontraba. Xalmagundi intuyó a la francotiradora preparando el disparo. También notó algo más: el alivio de la salida de los cuchillos de su cabeza, poco a poco y uno por uno. Se estaba alejando de las hermanas. No quiso arriesgarse a mirar hacia atrás.
Cada momento contaba. Cada paso contaba. El último de los pasos era el que más importancia tenía.
Xalmagundi saltó desde el borde de la terraza hacia la nada que se extendía al otro lado. La capucha se le bajó hasta la nuca y la capa revoloteó a su alrededor. Notó como el proyectil le pasaba cerca de la oreja. La psíquica comenzó a mover los brazos y las piernas en el aire mientras su cuerpo delgado caía a toda velocidad, más allá de la arquitectura caprichosa de la Torre Pentápolis. Debajo de ella se extendía la aglomeración de la colmena Corona. La planta de energía industrial de la que surgía la corona de torres menores se dirigía rauda hacia arriba para reunirse con ella.
Xalmagundi alzó la mirada y vio al transporte lanzarse en picado en pos de ella. Las demás hermanas se quedaron en el borde del precipicio formado por la terraza desde donde observaron en silencio la caída hacia la muerte de la psíquica. A medida que Xalmagundi caía, notó poco a poco que algo volvía a su interior, con una sensación parecida a un miembro amputado que le hubiesen vuelto a injertar y que funcionase a la perfección.
Cerró los ojos y deseó que se produjera el desastre.
La cara sur de la torre retembló. La estructura se estremeció de arriba abajo y provocó una lluvia de rococemento, de pasarelas arrancadas y de escombros llenos de gárgolas que llenaron el aire. Como si estuviese creciendo una presión inconcebible en el eje de la torre, la oleada de destrucción lanzó cascotes y enormes piezas de arquitectura por el cielo con la fuerza de una explosión titánica. La terraza, que ya se encontraba muy lejos de ella, se partió y se precipitó al vacío.
Xalmagundi modificó el ángulo de su caída y aterrizó sobre el primer trozo grande de escombros, que giraba sobre sí mismo. Lo hizo con la agilidad de un gato, pero momentos después resbaló sobre su superficie pulida y siguió cayendo. Logró subirse a otro gran trozo, pero su intento se vio frustrado cuando un tercer cascote chocó contra su plataforma temporal y la hizo añicos bajo sus pies, lo que obligó a Xalmagundi a partirla en dos con la mente.
Por fin consiguió subirse a un tramo retorcido de una columna estructural, y la psíquica se permitió un momento de distracción para fijarse en el transporte que se alejaba y en los cuerpos de las hermanas, que no dejaban de agitar brazos y piernas y que se desplomaban hacia una muerte segura entre los restos de la torre derribada. Xalmagundi descendió durante unos momentos con la lluvia de cascotes antes de agarrarse a los recargados elementos decorativos de una sección de pared que pasó a su lado, y se mantuvo allí para salvarse. Era afortunada, ya que su don le proporcionaba unos extraordinarios poderes telequinéticos. Sin embargo, lo que no le proporcionaba eran reflejos sobrehumanos, y cualquiera de los trozos de metal y de roca que seguían cayendo podría aplastarla de forma instantánea, o reventarle el frágil cráneo en un momento de distracción.
Xalmagundi divisó por debajo de ella el caos que había desatado. La base de la torre abandonada comenzaba a quedar enterrada bajo los restos destrozados del lado sur, y una creciente nube de polvo ascendía para reunirse con ella. La psíquica se concentró mientras seguía cayendo a través de la lluvia de restos y se esforzó por ralentizar el descenso de la masa sobre la que se encontraba. El rostro se le contrajo en un feo gesto cuando utilizó su fuerza de voluntad para que la roca bajara con más lentitud. Otros bloques de piedra de tamaño colosal pasaron a toda velocidad por su lado para acabar estrellándose y pulverizándose contra la creciente montaña de cascotes que se extendía a los pies de la torre.
Le dolió la mente por el terrible esfuerzo.
A pesar de la influencia antinatural de los poderes de Xalmagundi, el enorme fragmento se estrelló contra el suelo con una fuerza inimaginable. La psíquica salió disparada por el aire y cayó sobre una plataforma de rococemento que sobresalía de una chimenea apagada. Por una suerte increíble, aterrizó de pie, pero de inmediato notó que algo se le partía en la pierna, donde sintió un dolor lacerante.
Rodó sobre sí misma y bajó de ese modo los peldaños de la plataforma. El mundo se convirtió en un veloz caleidoscopio. Aparte de eso, lo único que notaba era el rugido de los escombros al estrellarse contra el suelo.
El mundo dejó de girar de repente. El oxidado rellano metálico de una escalera la detuvo de forma abrupta. Tenía varias brechas en la cabeza y un brazo le colgaba entumecido al costado. Lo único que quería hacer era tumbarse y morir.
Miró hacia atrás y hacia arriba y vio como un enorme trozo de rococemento combado atravesaba la plataforma como si ésta fuera de papel. Al trozo le siguió un manojo de gruesos cables que azotaban el aire como un látigo y que chocaron contra la escalera. Se obligó a sí misma a ponerse en pie, pero se desplomó de nuevo con un grito de dolor y se quedó sentada: tenía una pierna rota por varios puntos, y los trozos de hueso le sobresalían de la piel en unos cuantos sitios. Se esforzó todo lo que pudo por concentrarse en la pierna e hizo caso omiso de los demás dolores que competían por acapararle toda la atención. Apretó los dientes y colocó los huesos en su sitio para después crear una tablilla telequinética con la que mantener firme la pierna rota. Los afilados fragmentos volvieron a meterse entre los músculos desgarrados, lo que hizo posible al menos que pudiera ponerse en pie, aunque con dificultad.
Bajó saltando y cojeando sobre una pierna, y atravesó la espesa nube de polvo asfixiante mientras los últimos trozos de la cara sur de la torre se estrellaban contra el suelo. No tardó en llegar a la penumbra de un canal de vertido de una manufactoría, donde apenas era capaz de ver un metro más allá de su cara.
La psíquica continuó cojeando ostensiblemente a través de la neblina polvorienta y empezó a toser y a jadear con fuerza. El aire estaba cargado de roca pulverizada, y Xalmagundi tuvo que pararse varias veces al sufrir ataques tos que la hacían vomitar chorros de saliva cargada de arenilla. Tenía el rostro cubierto de una pasta de sangre seca y tierra.
El silencio que siguió a la catástrofe se vio interrumpido de repente por el sonido rítmico de unos cañones giratorios, y la neblina se vio agitada por algo invisible que la sobrevoló. Los disparos de cañón acribillaron el suelo del canal y crearon dos surcos paralelos de rococemento reventado.
Xalmagundi medio entró medio se desplomó en un hueco lleno de cascotes mientras los disparos continuaron acribillando el canal en dirección a la chimenea. Era evidente que las hermanas supervivientes ya no estaban interesadas en atraparla con vida. Se quedó mirando a través del polvo en suspensión en busca del transporte aéreo. Si lograba ver el vehículo, podría utilizar sus poderes para arrojar aquella amenaza alada contra la pared destrozada de la Torre Corona. Sin embargo, el cielo no era más que una espesa capa de sombras, y no consiguió ver nada.
Cuando dejaron de sonar los disparos, la psíquica decidió que lo mejor era cambiar de posición, así que salió de su escondite y comenzó a recorrer de nuevo el canal de vertido, pero se detuvo en seco cuando se encontró delante una pared de siluetas oscuras que le impedían el paso.
Entrecerró los ojos y todo su cuerpo se tensó preparándose para derrumbar la manufactoría junto a la que se encontraba sobre aquellas formas sombrías. Las siluetas emanaban un aura de violencia y eran enormes, cubiertas por unas poderosas armaduras. Al igual que la escuadra de hermanas que la perseguía, estaban armadas con bólters. Todas fijaron en ella la mirada de las siniestras lentes de sus cascos.
Un gigante desarmado dio un paso adelante desde la imponente fila que formaban.
—¿Xalmagundi?
La psíquica se quedó asombrada al oír cómo el enorme guerrero pronunciaba su nombre. Sólo cuando el polvo comenzó a asentarse los reconoció: una hueste de Ángeles del Emperador. Al igual que todos los habitantes de Drusilla, sólo había visto a aquellos guerreros legendarios esculpidos en piedra, pero sus armaduras y armas eran inconfundibles.
El jefe del grupo se detuvo. La ceramita de la armadura crujió. Sabía que aquel individuo estaba notando la influencia de sus poderes, el abrazo telequinético con el que había envuelto su armadura. A ella le daba igual a quiénes enviara el Emperador. ¡No capturarían a Xalmagundi! Aplastaría a aquellos guerreros de leyenda dentro de sus armaduras igual que si fuera un puño invisible aplastando una lata de raciones vacía.
—¿Cómo es que me conoces? —le preguntó.
—Xalmagundi, me llamo Sheed Ranko —le habló de nuevo la voz, que sonó tranquila y profunda—. Te aseguro que no venimos a hacerte daño.
—¡Y una mierda! —le replicó ella sin dejar de observarlos en busca de cualquier indicio de movimiento.
Paseó la mirada por la línea inmóvil de ángeles. Todos y cada uno de ellos empuñaban sus armas con aparente tranquilidad, como si simplemente estuvieran esperando algo. Ni una sola de aquellas armas la apuntaba a ella. Xalmagundi entrecerró los párpados cubiertos de arenilla. Aquella situación tan extraña no hizo más que aumentar sus sospechas.
—Déjame que te lo demuestre —declaró el gigante—. Sargento, ¿y sus perseguidoras?
Un ángel que se encontraba detrás del jefe se llevó el arma a la cara para utilizar la mira telescópica y aumentar su capacidad de visión. Apuntó hacia el cielo.
—Escuadra Sable Osado, de la nave negra Somnus. Agente buscadora de brujos Gresselda Vym. Se dirigen hacia aquí.
—Derribadla —ordenó Ranko.
Otro ángel salió de la fila y apoyó sobre la hombrera un voluminoso lanzamisiles. Apuntó con el arma hacia el cielo y se quedó mirando a través de su propia mira telescópica.
—¿Objetivo localizado? —le preguntó Ranko—. ¿Tienes línea de tiro?
—La tengo.
—Entonces derríbalo, hermano.
Xalmagundi pegó un brinco cuando el misil salió disparado hacia el cielo y luego desapareció. Después, una explosión invisible sacudió la oscuridad como un trueno lejano. Pocos momentos más tarde apareció la nave alcanzada dejando tras de sí una estela de humo negro y de restos ardientes. El piloto intentaba por todos los medios recuperar un mínimo control, pero el transporte estaba prácticamente inutilizado. Atravesó una chimenea metálica antes de pasar por encima de ellos y estrellarse contra la fachada de una manufactoría. Su desaparición en la lejanía cargada de polvo fue seguida casi de inmediato por otra explosión, y les llegó el sonido de la metralla del casco reventado al repiquetear contra las paredes de rococemento.
Xalmagundi casi se desmayó y tuvo que alargar una mano para apoyarse en la pared y mantenerse en pie. Luego volvió a concentrarse en el ángel que se hacía llamar a sí mismo Sheed Ranko.
—Sargento —dijo Ranko sin apartar la mirada centelleante de los visores de la psíquica—. Llévate a dos legionarios y remata a las posibles hermanas supervivientes.
El ángel se aparró del muro de sombras con dos de sus camaradas, y Ranko se dirigió a ella de nuevo.
—¿No estás cansada de que te persigan?
—Puedo cuidar muy bien de mí misma —le replicó la psíquica con una voz cargada de ferocidad.
—Demuéstramelo —la desafió Ranko.
Xalmagundi torció el gesto en una mueca de rabia. Se dio la vuelta y alzó la mirada hacia el pináculo de la Torre Corona, que comenzaba a ser visible de nuevo por encima del gran banco de neblina polvorienta.
Entrecerró los ojos y sus pupilas se convirtieron en dos penetrantes puntos negros.
De la torre dañada surgió un estruendo provocado por una agonía interna. El pináculo comenzó a estremecerse a medida que un retumbar profundo crecía y crecía en el interior de pesadilla que formaban los cimientos ya debilitados de la torre fantasma. Los trozos de piedra que había en el suelo empezaron a estremecerse.
Xalmagundi tensó la mandíbula llena de un deseo destructivo.
El pináculo desapareció de repente. Al igual que le pasaría a un desafortunado habitante del submundo que hubiera caído en un pozo, la torre se hundió y se desvaneció bajo la capa de neblina.
Cualquier ser vivo en un radio de cincuenta kilómetros oiría el estruendo provocado por la pulverización sucesiva de diversos niveles y edificios al caer los unos sobre los otros. La torre se derrumbó sobre sí misma, como si estuviera construida sobre un agujero negro estelar que ejerciera una fuerza gravitatoria irresistible capaz de absorber la avalancha de vigas metálicas, de contrafuertes y de cascotes de piedra que se desplomaba por las entrañas de la estructura. Al derrumbarse sobre sí misma, la inmensa torre-ciudad proyectó una columna de humo y restos hacia el cielo. El estruendo fue tremendamente doloroso: el chirrido del metal al rasgarse, los enormes y antiguos bloques de piedra al partirse en pedazos, el rugido capaz de reventar tímpanos de la gigantesca masa de la torre al estrellarse contra la colmena inferior.
Xalmagundi se mantuvo cerca de los Ángeles del Emperador cuando el derrumbe del conjunto provocó un huracán de arenilla y polvo por el estrecho canal de vertido. Ranko pidió unos magnoculares y con ellos observó atentamente la montaña de escombros y de restos que Xalmagundi había creado sólo con el poder de su mente.
—Vaya, vaya… Pues parece que sí que puedes cuidar muy bien de ti misma —le comentó Ranko, que estaba claramente impresionado—. Me pregunto si también podrías ocuparte de otras cosas para otra gente.