NUEVE

aquila

NUEVE

Se reunieron en la parte superior del Orgullo del Emperador, en una cubierta de observación que dejaba a la vista el inmenso paisaje estelar a aquellos mortales que se atrevían a cruzar sus distancias abismales e inimaginables. La Hermandad del Fénix no se había reunido desde Istvaan, ya que sus miembros habían estado demasiado ocupados en satisfacer sus propios apetitos como para ocuparse de los asuntos de los demás.

Eso no quería decir que la cubierta de observación no se utilizara nunca. Aquellos que consumían las pócimas alucinógenas y embriagadoras que elaboraba el apotecario Fabius encontraban iluminación interior en el paisaje infinito que mostraba, y muchos satisfacían sus ansias carnales recién descubiertas con festines llenos de deleite, de cuerpos y de hojas afiladas. Los cuerpos desechados y las montañas de cristales rotos yacían por doquier en el interior de la cubierta de observación, y de vez en cuando se oía un gemido ocasional procedente de las pilas de ropa y arneses de cuero.

La cubierta fue antaño un lugar de recogimiento y de reflexión, donde cualquier guerrero podía meditar sobre el modo en el que podría acercarse un poco más a la perfección. Sin embargo, se había convertido en un espacio para las depravaciones, para los horrores sin fin y la satisfacción de unos deseos que iban más allá de cualquier limitación que pudiera establecer la moral. Allí nadie acudía para ser mejor, y los grandes ideales y debates que en el pasado se habían discutido no eran ya más que ecos del pasado, que nadie recordaba y que muchos despreciaban de un modo absoluto. Si existía un lugar a bordo del Orgullo del Emperador que representara la completa decadencia de los Hijos del Emperador, era aquél.

Llegaran de uno en uno o de dos en dos, todos se sentían lo suficientemente intrigados por la llamada de Lucius como para acudir con la esperanza de que se produjera alguna diversión con el interés suficiente como para entretenerlos durante un rato. Que fuera el propio espadachín, quien nunca se había mostrado interesado en cualquier idea de hermandad, la persona que había efectuado la convocatoria era razón más que suficiente para aparecer, y para cuando decidió que había llegado el momento de empezar a hablar, Lucius contó un total de veinte guerreros.

Eran más de lo que había esperado.

El primer capitán Kaesoron estaba allí, lo mismo que Marius Vairosean, y, lo que era más importante si se confirmaban las sospechas de Lucius, también estaba el apotecario Fabius. Otros que habían acudido eran Kalimos, Daimon y Krysander, junto a Ruen del Vigésimo Primero. La curiosidad también había hecho que aparecieran Heliton y Abranxe. El resto eran capitanes cuyos nombres Lucius no se había preocupado en aprender. Todos lo miraban con cierto gesto de diversión, ya que la orden siempre le había mostrado un leve desprecio. Lucius se esforzó por mantenerse tranquilo y no encolerizarse.

—¡¿Para qué nos has hecho venir?! —exigió saber Kalimos, cuyo rostro ceñudo estaba cubierto de anillos y de ganchos clavados en la piel—. Esta hermandad ya no tiene mucho sentido para nosotros.

—Necesito que escuchéis algo con mucha atención —le respondió Lucius, aunque sin apartar la mirada del primer capitán Kaesoron.

—¿Escuchar qué? —aulló Vairosean, que estaba demasiado sordo como para darse cuenta de lo alto que hablaba.

—Fulgrim no es quien él dice ser —declaró Lucius, que sabía que debía provocar el interés de los presentes cuanto antes—. Es un impostor.

Krysander se echó a reír, y la piel del rostro se le agrietó por la fuerza de las carcajadas. Otros se unieron a las risas, pero la rabia de Lucius se vio mitigada cuando vio que tanto Kaesoron como Fabius entrecerraban los ojos en un gesto de interés.

—Debería matarte por decir eso —lo amenazó Daimon con un gruñido, al mismo tiempo que sacaba de un arnés que llevaba a la espalda una gigantesca maza con la cabeza cubierta de pinchos. Era un arma monstruosa, y un simple golpe sería más que suficiente para aplastar a cualquier enemigo que tuviera la desgracia de recibir el impacto.

Ruen caminó lentamente hasta colocarse detrás de Lucius, y éste oyó el susurro de una daga de asesino al ser desenvainada. Captó el olor amargo de las toxinas que albergaba la hoja del arma, y se pasó la lengua por lo labios.

—Suena ridículo, lo sé —le contestó Lucius.

Su vida pendía de un hilo en esos momentos. Una cosa era derrotar a un puñado de guerreros de la Guardia del Fénix, y otra muy distinta enfrentarse a veinte capitanes de la legión. Sonrió al pensar en un combate como aquél, aunque sabía que no sobreviviría.

—Dejadlo hablar —intervino Fabius con voz sibilante—. Me gustaría oír lo que tiene que decir el espadachín.

—Sí, deja que el muchacho hable —lo secundó Kaesoron mientras se colocaba al lado de Daimon.

Marius Vairosean empuñó su cañón sónico. La capacidad destructiva del arma llenó la cubierta de observación con una nota baja que hacía estremecer los huesos cada vez que pasaba sus dedos cubiertos de cicatrices por las espirales armónicas.

El resto de los miembros de la hermandad se desplegaron alrededor de Lucius, y aunque éste era consciente del peligro de muerte en el que se encontraba, se sentía maravillosamente vivo. Krysander se lamió los labios con su lengua ganchuda y lo miró con unos ojos negros muy parecidos a los del primarca. Luego sacó una daga de hoja roja del corte que se había hecho en la carne desnuda del muslo y que le servía de vaina.

—Voy a despellejarte, Lucius —declaró el guerrero, y lamió la sangre seca de la hoja.

Kalimos descolgó un látigo que llevaba enrollado alrededor de un gancho de su cinto cubierto de joyas. El arma tenía engastados en toda su longitud unos brillantes dientes de carnodonte, y un amplificador de dolor consciente acoplado. Se retorció como una serpiente y palpitó con un movimiento intestinal mientras se enroscaba alrededor de la pierna de su dueño. Abranxe desenvainó dos espadas que llevaba en sendas fundas a la espalda, y su hermano de sangre, Heliton, se colocó unos guantes de combate rematados con pinchos.

Caminaron a su alrededor formando círculos cada vez más estrechos sin dejar de expresarle todo el daño y las torturas que le infligirían por hacerles perder el tiempo. Cada capitán se esforzó en superar a los demás en la descripción de los horrores que le harían sufrir, y Lucius se obligó a sí mismo a hacer caso omiso de las provocaciones.

—Habla ya, Lucius. Convéncenos de que nos han mentido a todos —lo instó Kaesoron.

Lucius clavó los ojos en los del primer capitán, y a pesar de la mirada muerta de Kaesoron, esperó tener un aliado en él.

—No tengo que hacerlo. ¿Verdad que no? —le respondió Lucius.

—Eres un estúpido si crees que no te mataré, espadachín —le replicó Kaesoron.

—Sé que puedes matarme, primer capitán, pero no me refería a eso.

—Entonces, ¿a qué te referías? —gruñó Kalimos, y chasqueó el látigo para abrir un surco sangriento en las planchas del suelo.

Lucius contempló los rostros que lo rodeaban. Algunos de ellos se mantenían tal y como eran antes de Istvaan, perfectos y de un aspecto patricio, mientras que otros los llevaban cubiertos por grotescas máscaras de piel o de porcelana con rostros andróginos de arlequín. Muchos estaban simplemente desfigurados con profundas cicatrices, con marcas de quemaduras, de productos corrosivos o por múltiples perforaciones con elementos decorativos metálicos.

—Porque ya lo sabes, ¿verdad, primer capitán? —insistió Lucius.

Kaesoron sonrió, lo que era una hazaña para un individuo al que le quedaba poco rostro que pudiera llamar realmente suyo. La mirada de locura gozosa que vio en sus ojos le confirmó a Lucius lo que había comenzado a sospechar en el Racimo Prismático.

Kaesoron ya sabía que Fulgrim no era quien decía ser, pero un solo aliado entre todos aquellos guerreros no sería suficiente para salvar a Lucius si no era capaz de convencer a los demás.

—Seguro que vosotros también os habéis dado cuenta —continuó Lucius mientras Daimon hacía girar en el aire su maza muy cerca de su cuerpo—. El Fénix habla, pero no es su voz. Charla con nosotros sobre las batallas más gloriosas como si jamás hubiera estado allí en realidad. Apenas recuerda la guerra contra los laer, y las victorias de las que nos habla suenan igual que si las estuviera leyendo en un libro de historia.

—Son guerras ya antiguas —se burló Ruen. Luego pasó la lengua por la hoja envenenada—. Fueron guerras libradas en nombre de otro. ¿A mí qué me importa cómo se las recuerda?

—Quién era yo ya está olvidado —añadió Heliton—. Sólo importa lo que soy ahora.

—Todo eso que pasó no es más que un mal sueño del que me he despertado —remató Abranxe—. Si el primarca también ha conseguido olvidarlo, mejor que mejor.

Lucius desenvainó la espada cuando el círculo de guerreros se estrechó a su alrededor. Heliton le propinó un puñetazo en el hombro con el guantelete cubierto de pinchos. Lo hizo con la fuerza suficiente para causarle dolor, pero no tanto como para provocar una respuesta. Lucius contuvo el instinto natural de su cuerpo, que era decapitar al malnacido. El látigo de Kalimos chasqueó, y Lucius torció el gesto cuando el arma le abrió una fisura roja en hombro, e incluso dejó un diente blanco clavado en la placa de blindaje.

Ruen deslizó la daga a lo largo del corte abierto por el látigo de Kalimos, y Lucius notó los nervios del hombro sufrir espasmos cuando la toxina vírica provocó una sensación ardiente. Se tambaleó al mismo tiempo que la vista se le llenaba de brillantes motas de colores intensos.

—Vi el retrato que hay en La Fenice —dijo con los dientes apretados—. Es él. Es él antes de la matanza.

Notó que los capitanes abandonaban de forma momentánea sus intenciones de matarlo y comenzó a hablar sin parar, con un torrente de palabras rabiosas.

—Todos vosotros lo visteis. Una representación de su gloria. Era Fulgrim como siempre debió ser, un avatar resplandeciente de la perfección. Una celebración de su belleza trascendente. Era todo lo que aspiramos a ser, una visión que nos obligaba a adorarlo. Era todo lo que considerábamos hermoso, lo que era una verdadera satisfacción y una dicha. Yo lo he visto, y esa visión ha desaparecido. Parece que se hayan intercambiado, que dos almas gemelas se hayan movido de un modo antinatural.

—Entonces, si no es al Fénix a quien seguimos, ¿quién está al mando de la legión desde que libramos la batalla en las arenas negras? —quiso saber Kalimos.

—No lo sé, al menos con certeza —le explicó Lucius—. No lo entiendo del todo, pero el poder que vimos en la Maraviglia… Lo vi apropiarse de la carne de esa cantante mortal y transformarla igual que la cera blanda delante de una llama. Todos visteis lo mismo. El poder que Fulgrim nos mostró convierte la carne en simple arcilla blanda, ¿y quién sabe qué límites tiene en realidad? Fue otra cosa la que salió de Istvaan, algo con el poder suficiente como para vencer a la mente de un primarca.

—Lord Fulgrim llamó «demonios» a esas cosas —apuntó Marius Vairosean—. Es una palabra antigua, pero apropiada. Aúllan en las noches que viajamos entre las estrellas y arañan el casco de la nave con pesadillas y promesas siniestras. Tocan una música maravillosa dentro de mi cráneo.

Lucius hizo un gesto de asentimiento.

—Sí. Un demonio, eso es. Todos vosotros visteis en La Fenice lo que son capaces de hacer. Los poderes que tienen. Lord Fulgrim tiene ahora esos poderes. Lo vi lanzar una maldición contra una máquina de guerra del Mechanicum en el planeta de los cristales. Había perdido los escudos, y sin ni siquiera tocarla provocó que los cuerpos de todos los seres vivos que había en su interior crecieran y mutaran hasta convertirlos en una tormenta de carne que reventó a la máquina de guerra desde el interior. Lord Fulgrim era poderoso, pero ni siquiera él era tan poderoso. Sólo el Rey Carmesí tenía esos poderes.

—¡Lord Fulgrim no es un hechicero! —gritó Abranxe, y se lanzó contra Lucius, blandiendo las dos espadas.

Lucius desvió sin problemas el torpe ataque, y la estocada de respuesta le abrió una herida a Abranxe en plena mejilla por la molestia causada.

—Yo no he dicho que lo sea —le replicó Lucius, adoptando una postura defensiva—. Escuchadme, sabemos que el señor de la guerra tenía tratos con este tipo de criaturas, pero esto ya ha ido demasiado lejos.

Kaesoron apartó a los demás capitanes con unos cuantos empujones y agarró a Lucius por los bordes de la placa pectoral.

—¿Crees que Horus Lupercal está detrás de esto? —le preguntó.

—No lo sé. Quizá. O quizá Fulgrim fue más allá de lo que ninguno de los otros pensó que sería capaz de ir —respondió Lucius.

Kaesoron miró a Fabius, quien se había mantenido impasible a lo largo de toda aquella escena. El primer capitán desenvainó un cuchillo destripador de hoja curvada y colocó la punta de la hoja sobre la arteria palpitante del cuello de Lucius. Al percibir la posibilidad de un derramamiento de sangre, Daimon deslizó las manos hacia la parte baja del mango de su maza preparándose para un golpe que aplastara al espadachín.

—¿Tú qué dices, Fabius? —quiso saber Kaesoron—. ¿Hay algo de verdad en las palabras de Lucius, o debería matarlo ahora mismo?

Fabius se pasó una mano por los escasos cabellos blancos. Su rostro enjuto no hacía sospechar la fuerza de sus extremidades. Llevaba un artefacto implantado a la espalda que no dejaba de emitir siseos y chasquidos. El aparato, que parecía un parásito, extendió uno de los brazos por encima del hombro de Fabius y acarició una de las mejillas de Lucius con una delgada hoja afilada. EL espadachín notó el leve contacto, semejante al de una pluma. La hoja estaba tan afilada que no se dio cuenta de que lo había cortado hasta que la sangre le llegó a los labios.

Los ojos oscuros del apotecario relucieron con una mirada cargada de diversión, y luego asintió con gesto pensativo, como si estuviera decidiendo el resultado final de un juicio por combate en el que los dos luchadores estuvieran igualados.

—Yo también he visto detalles que me han dado motivo para meditar sobre aquello en lo que se está convirtiendo nuestro amado primarca —respondió Fabius, y su voz reseca como el desierto sonó igual que el siseo de una serpiente al arrastrarse sobre la arena.

—¿Qué clase de detalles? —le preguntó Kaesoron.

—Un cambio en la composición de la sangre y de los tejidos —le informó Fabius—. Da la impresión de que en su estructura molecular comienzan a disolverse las uniones que enlazan sus distintos componentes hasta formar un todo coherente.

—¿Qué podría provocar algo así?

Fabius se encogió de hombros.

—Nada de este mundo —le contestó con una sonrisa de una voracidad horrible—. Tenéis que entender que se trata de algo realmente fascinante. Da la impresión de que su forma se está preparando para alguna clase de gran transmutación, una liberación maravillosa de ese cuerpo superfluo en el que su carne se convertirá en algo extraordinario.

—¿Y no se te ocurrió en ningún momento mencionarlo? —inquirió Lucius, muy consciente del cuchillo que tenía junto a la garganta. El simple hecho de hablar hizo que la punta monomolecular le atravesara levemente la piel.

—Era muy pronto para hablar sobre ello —le replicó Fabius—. Yo no me detengo en mitad de mis investigaciones, lo mismo que tú no te paras en mitad de un duelo.

—Entonces, ¿lo crees? —inquirió Marius Vairosean.

A pesar de tener la piel de la cara tensada al máximo, su rostro no fue capaz de esconder la repugnancia que lo invadió ante la idea de que alguien se hubiera apoderado del cuerpo de su primarca. Marius siempre había sido el perro más fiel de Fulgrim, y había cumplido todas sus órdenes al pie de la letra, sin dudar jamás de la palabra de su primarca.

—Así es, Vairosean —le confirmó Fabius—. No he acabado con mis investigaciones, pero creo que es otra la entidad que habita en el interior del Fénix, y que se prepara para transformarlo en una nueva imagen.

Lucius sintió una satisfacción morbosa al ver que le daban la razón y notar como el primer capitán le quitaba el cuchillo del cuello. Los capitanes que lo rodeaban dejaron de moverse de un modo amenazante, aunque sorprendidos y aturdidos al ver que la idea estúpida que proclamaba el espadachín era defendida por alguien de la importancia de Fabius.

Kaesoron lo bajó hasta el suelo y luego lo soltó.

A Lucius le pareció una ironía divertida pero amarga que fuera precisamente su lealtad a Fulgrim la que los hubiera empujado a unirse al bando de los traidores en aquella rebelión. La devoción ciega y la fe absoluta en un ser luminoso había sido el origen de su condenación a los ojos del Imperio. A ninguno de ellos se le escapó esa ironía.

—¿Cuánto tiempo pasará antes de que se produzca esa transformación? —quiso saber Kaesoron.

Fabius hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Es imposible saberlo con certeza, pero no creo que esta etapa de desarrollo en estado de pupa dure mucho. De hecho, es posible que el cambio de estado físico ya haya comenzado. Puede que ya sea demasiado tarde como para detenerlo.

—Pero puede que todavía estemos a tiempo, ¿no? —quiso saber Lucius.

—No lo sabemos con certeza —admitió Fabius.

—Entonces tenemos que intentarlo —declaró el primer capitán—. Si Fulgrim no está al mando de su propio cuerpo, debemos hacer que vuelva. Somos sus hijos, y sea lo que sea lo que se haya apoderado de su carne, debemos capturarlo y expulsarlo de su cuerpo. Lord Fulgrim es nuestro padre genético, y no pienso obedecer órdenes de nadie que no sea él.

Una oleada de emoción febril recorrió a todos los capitanes allí reunidos, y Lucius dejó escapar un suspiro estremecido. Había logrado convencer a los demás para que compartieran las sospechas que albergaba sobre el primarca y había conservado la sangre en las venas y la cabeza sobre los hombros.

—Bueno, tengo que hacer una pregunta de lo más persistente… —comentó Lucius—. ¿Cómo se hace para capturar a un primarca?