ONCE

aquila

ONCE

Lucius vio a Fulgrim y a Julius Kaesoron dirigirse hacia el extremo de la galería. Respiraba de un modo jadeante, y tuvo que esforzarse para que el nerviosismo no le hiciera perder su actitud cautelosa. Por muy emocionante que fuera aquella traición, quería seguir con vida al día siguiente. Quizá atacar a un primarca no era el mejor modo de asegurarse de ello, pero sus sentidos amplificados y agudizados estaban ardiendo con la oleada de sensaciones que lo invadían.

La piedra que tenía bajo la palma de la mano era un festín de texturas rugosas y suaves, llena de hendiduras e imperfecta en su tallado. El granito de color blanco lunar había sido pulido hasta un nivel microscópico, y luego golpeado ferozmente con cinceles entre gritos de regocijo. Ya no era capaz de decir detrás de qué héroes de la legión se encontraba escondido.

Lucius reprimió aquella obsesión recién nacida e inspiró profundamente mientras se obligaba a sí mismo a centrarse en la tarea que tenía entre manos. Experimentar cada sensación hasta el límite de lo soportable era sublime, pero eso provocaba la desagradable costumbre de hacer que un guerrero se olvidara de sus verdaderos objetivos. Ya era bastante malo que un guerrero quedara tan absorbido por algo, pero ¡ay de aquel planeta que se convirtiera en el centro de la obsesión de toda una legión!

Tuvo que esforzarse para bajar la mirada a lo largo de la Galería de las Espadas, donde vio como Kaesoron conducía a Fulgrim hacia el fondo de la trampa. Los guerreros de Vairosean se encontraban escondidos en las sombras de aquellas imponentes estatuas, cada uno de ellos envueltos en un campo de camuflaje, y se mantenían en silencio obligados por los aulladores neuronales que les habían implantado y que bombardeaban sus cortex cerebrales con oleadas de chillidos discordantes. Cuando se diera la orden, esos aulladores se desconectarían, lo que privaría de aquellos chillidos gozosos a los guerreros que los tuvieran implantados y los obligaría buscar nuevos estímulos. Vairosean había desarrollado aquellos implantes durante el trayecto que habían recorrido desde que partieron del Racimo Prismático, y por mucho que a Lucius le disgustara aceptar el mérito de cualquier idea que tuviera un patán como Vairosean, tuvo que admitir que los aulladores transformaban a los guerreros de los Kakophoni en unos asesinos fanáticos y obsesivos en mitad del campo de batalla.

Tendrían que serlo para enfrentarse al poder de un primarca.

Le parecía inconcebible que Fulgrim no fuera consciente de su presencia, pero al igual que Lucius y los demás guerreros de la legión se habían centrado demasiado en sus obsesiones, el primarca se había ofuscado con sus propios asuntos. La nube de obsesiones que cegaban a Lucius eran espesas y casi impenetrables, por lo que el propio espadachín apenas podía imaginarse el grado de narcisismo que un ser luminoso como Fulgrim sería capaz de alcanzar.

Lucius echó un rápido vistazo a su derecha, donde se encontraba la abertura sombría que llevaba a la guarida inhumana del apotecario Fabius. Recordó el día que descendió por aquel laberinto en penumbra, tras desertar en Istvaan III de aquel puñado de estúpidos. Todos y cada uno de sus nervios estaba al límite de la emoción y de temerosa impaciencia. Había bajado de nuevo hasta allí tan sólo en un puñado de ocasiones, ya que su habilidad en combate era tal que muy rara vez necesitaba atención médica. Lo recordaba como un lugar estéril con un ambiente frío y antiséptico, pero se había convertido en una galería de creaciones grotescas, con las paredes cubiertas de manchas de sangre seca de las que colgaban toda clase de trofeos biológicos, curiosidades mutantes y tanques burbujeantes llenos de fluidos tóxicos.

El hedor con el que se había encontrado fue increíble, pero después de que Fabius lo abriera y lo rehiciera a imagen y semejanza del primarca, para él se había convertido en un lugar lleno de maravillas. Sin embargo, por mucho que disfrutara de los gloriosos mundos que Fabius había puesto a su alcance, jamás lograría que el apotecario le cayera bien. Supuso que nada de eso importaba ya.

Oyó que Fulgrim hacía una pregunta, pero no entendió lo que decía.

Soltó una maldición en silencio al darse cuenta de que se había distraído una vez más. Lucius recuperó el control de sí mismo y forzó su concentración hasta convertirla en una espada de hoja fina y afilada. Fulgrim casi había llegado a su altura, y puesto que era él quien había diseñado aquel plan, le correspondía hacer el primer movimiento.

Salió de entre las sombras, y el escaso espacio que separaba la vida de la muerte disminuyó todavía más. Los sentidos se le dispararon por la intensidad del momento, por la emoción de lo que estaba haciendo, la increíble locura del acto y la naturaleza irreversible de lo que estaba a punto de ocurrir.

—¿Lucius? —lo saludó el primarca con una sonrisa de diversión—. ¿Qué haces aquí?

—He venido a hablar contigo.

—¿Me tuteas, Lucius? ¿Nada de «mi señor»? ¿Es que te has olvidado de a quién le hablas?

—No sé a quién le hablo, ahora mismo —le contestó Lucius sin apartar la mirada de aquellos orbes duros y opacos que eran los ojos de Fulgrim.

Allí no vio piedad, ni humanidad, ni nada que le indicara que estaba delante del amo y señor al que había adorado y servido con toda su alma. Se preguntó si aquello sería cierto o si no estaría simplemente recordando un pasado que en realidad no existía, un relato de ficción que se había inventado para justificar este momento.

—Soy Fulgrim, señor de los Hijos del Emperador —declaró el primarca, quien miró a su alrededor como si comenzara a extender todos sus sentidos y poco a poco se diera cuenta del nudo en el que acababa de meter el cuello—. Y me obedeceréis.

Lucius negó con la cabeza y se llevó la mano a la empuñadura de la espada. No se sorprendió al darse cuenta de que tenía la palma cubierta de sudor.

—No sé lo que eres, pero no eres Fulgrim —le contestó Lucius, y el primarca se echó a reír.

Fue una risa alegre, contagiosa y cargada de una gran diversión. Fue la risa de alguien que sabe que el chiste que acaba de oír debería ser apreciado en un nivel superior al que todos los que lo rodean son capaces de comprender.

Fulgrim siguió sonriendo, con los ojos oscuros iluminados por el placer perverso que sentía ante aquella situación.

—¿Crees que puedes vencerme, espadachín? ¿De verdad? —le preguntó Fulgrim—. Veo el modo en que me miras, el estudio obsesivo de mis movimientos y el impulso irrefrenable de demostrar que eres mejor que nadie. ¿Crees que no he visto las ansias que te invaden de cruzar tu espada con la mía?

Lucius contuvo un gesto de sorpresa. Había supuesto que Fulgrim se encontraba demasiado concentrado en sí mismo como para darse cuenta del escrutinio calculador al que lo había sometido, pero debería haberse percatado de que la verdadera obsesión con uno mismo sólo se puede alimentar con la atención que te prestan los demás. Fulgrim sin duda habría disfrutado del escrutinio de Lucius, ¿y quién sabía qué más habría hecho? ¿Habrían sido todos y cada uno de sus movimientos una pantomima para provocar en Lucius una sensación de falsa superioridad, o ese último comentario no había sido más que una baladronada perfectamente calculada?

—Te he observado desde Istvaan V, y no eres el mismo guerrero al que seguí en combate contra los habitantes de Laeran. El Fulgrim que yo seguí a la superficie de aquel otro planeta eldar no es el mismo que me mira ahora mismo y me desafía a que lo ataque. Eres un farsante con el rostro de mi señor y no pienso obedecer las órdenes de un usurpador.

Fulgrim se echó a reír de nuevo y se puso en cuclillas por la hilaridad que le provocaron las palabras pronunciadas por Lucius. Éste torció el gesto en una muestra de irritación petulante. ¿Qué había dicho que fuera tan divertido? Miró un momento a Kaesoron, pero era imposible determinar cuál era la expresión de la cara del primer capitán.

—¡Ay, Lucius, eres un tesoro valioso y escaso! —bramó Fulgrim—. ¿Es que no lo ves? Todos, absolutamente todos, obedecemos las órdenes de un usurpador. Horus Lupercal todavía no se ha ganado el título de emperador. Hasta entonces, ¿qué es el señor de la guerra, sino un usurpador?

—Eso no es lo mismo —le replicó Lucius, aunque notó que se erosionaba la superioridad moral con la que había comenzado aquel enfrentamiento—. Horus Lupercal es realmente el señor de la guerra, pero tú no eres Fulgrim. Veo su rostro, pero lo que acecha detrás es otra cosa, algo engendrado por los mismos poderes que nos concedieron la capacidad de sentir por completo las maravillas que esta galaxia tiene para ofrecernos.

Fulgrim se irguió del todo antes de contestar.

—Si ése fuera el caso, espadachín, ¿no deberías entonces postrarte ante mí y suplicarme que te abriera los ojos a nuevas maravillas? Si soy un avatar del Príncipe Oscuro de la disformidad vestido con el cuerpo de vuestro amado primarca, ¿no lo estoy haciendo mejor que él a la hora de mostraros el mejor modo de saciar vuestros apetitos y vuestros deseos?

Unas cuantas siluetas se movieron en las sombras que se extendían entre los huecos que separaban las estatuas, y Lucius vio a Heliton y a Abranxe salir cada uno de un lado de la estatua de mármol del comandate Pelleon. Marius Vairosean empezó a recorrer la larga galería con el cañón sónico de tubo largo apoyado en un costado. Las bobinas de disonancia del arma ya zumbaban cargadas de poder destructivo. Sus guerreros del Kakophoni surgieron de los escondites en los que se hallaban ocultos. Caminaban con los ojos abiertos de par en par y llenos de locura, absorbidos por la necesidad de verse inmersos en un éxtasis sónico.

El apotecario Fabius salió de la arcada de entrada a su reino subterráneo flanqueado por Kalimos, Daimon, Ruen y Krysander.

Fulgrim giró sobre sí mismo con lentitud y pareció evaluar a los guerreros que se enfrentaban a él.

Lucius contó un total aproximado de cincuenta guerreros, y deseó disponer de otros cincuenta. Luego deseó tener un centenar más aparte de ésos.

Los capitanes de la legión rodearon a Fulgrim, todos con las armas empuñadas y con ganas de matar en sus corazones. Lucius desenvainó su espada y movió los hombros para soltarse los músculos. No estaban allí para matar a Fulgrim, si acaso algo semejante era posible para unos mortales, pero las circunstancias se desarrollaban con demasiada rapidez y tenían todas las características de ser una situación que comenzaba a escaparse de cualquier control.

—Ah, me veo traicionado por aquellos a los que más quiero —dijo Fulgrim, al mismo tiempo que se llevaba ambas manos al pecho, como si se le hubiera partido el corazón—. ¿Todos os creéis esas mentiras? ¿De verdad podéis creer que no soy vuestro amado señor genético, que os salvó cuando estabais al borde de la extinción y que os condujo hasta unas verdades que nuestro antiguo padre nos había ocultado siempre?

El rostro de Fulgrim se descompuso, y Lucius se sintió un poco turbado al ver cómo una solitaria lágrima se deslizaba por la blancura impoluta de la cara del primarca.

Fulgrim se volvió hacia Julius Kaesoron con una expresión dolida en la mirada.

—¿Hasta tú, Julius? —exclamó el Fénix—. ¡Cae pues entonces, Fulgrim!

—¡A por él! —aulló Julius Kaesoron.

Los capitanes de la legión se apartaron de Fulgrim un momento antes que Marius Vairosean descargara una andanada de reverberaciones chirriantes con el cañón sónico. Las estatuas se partieron bajo las ondas sónicas de aquel ataque, y Lucius sintió como un escalofrío delicioso le recorría todo el cuerpo cuando la descarga lo lanzó contra las losas del suelo de la galería.

Fulgrim se tambaleó bajo el impacto, y la túnica le quedó hecha jirones por el poder desgarrador de la onda de choque. Cayó sobre una rodilla y la corona de laureles dorados se partió en mil pedazos. El primarca estaba desnudo debajo de la túnica, a excepción de un taparrabos de color carmesí, y Lucius se sintió maravillado por la fluidez casi serpentina de su cuerpo. Daimon se abalanzó contra el primarca arrodillado blandiendo su grotesca maza igual que si fuera el hacha de un verdugo.

El primarca se echó a un lado para esquivar el golpe y dejó que la cabeza llena de pinchos se enterrara en el suelo de piedra. El impacto provocó una explosión que lanzó una lluvia de esquirlas por doquier, pero antes de que Daimon fuera capaz de retirar la maza, Fulgrim se le echó encima y le propinó un golpe en plena cara con el canto de la mano. Daimon ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de que su rostro se hundiera. Mientras el guerrero todavía estaba cayendo, Fulgrim empuñó la maza con la mano derecha mientras Ruen también se lanzaba contra él y le clavaba en el costado su hoja envenenada hasta la empuñadura.

El primarca estrelló la empuñadura de la maza contra el codo de Ruen y le destrozó los huesos del brazo y del antebrazo. El aullido del capitán sonó como música a los oídos de Lucius. Fulgrim se arrancó la hoja, de un tamaño pequeño hasta lo absurdo, y apartó a Ruen de una patada. El capitán salió volando por los aires y su cuerpo cruzó la galería hasta estrellarse contra una estatua, donde se detuvo con un crujido de huesos rotos y de armadura partida.

Lucius dio vueltas alrededor de Fulgrim, pero sin ganas de enfrentarse a él. La hoja le tintineaba en la mano, impaciente por probar aquella sangre tan especial y ansiosa por comenzar el baile de espadas.

—Todavía no, preciosa mía —susurró Lucius—. No cuando hay otros que todavía pueden sufrir lo peor de la ira y de la fuerza del primarca.

A Lucius no le pareció que las toxinas de Ruen le estuviesen causando ningún efecto a Fulgrim, y por lo que se veía, el capitán del Vigésimo Primero se había precipitado al vanagloriarse de que sus venenos podrían hacer caer a cualquier ser vivo.

Los guerreros del Kakophoni lanzaron una serie de descargas rugientes con sus armas sónicas, y llenaron la Galería de las Espadas con ecos resonantes y armonías reverberantes que provocaron una hemorragia en los oídos de todos aquellos que lo oyeron. Fulgrim chilló de placer cuando el sonido le hizo vibrar todo el cuerpo con una ferocidad que debería haberlo matado por lo menos tres veces seguidas.

Heliton se unió al combate y le propinó al primarca un puñetazo en los riñones con el guantelete cubierto de pinchos. Un golpe semejante habría sido capaz de partirle la espina dorsal incluso a un astartes con armadura. Fulgrim encajó el puñetazo y giró sobre sí mismo. Un codazo derribó a Heliton de espaldas y le dejó la mandíbula inferior colgando de un amasijo de tendones y de hueso roto. Abranxe gritó al ver a su camarada derribado y blandió sus dos espadas contra el cuello del primarca. Fulgrim desvió una de ellas con la cabeza de la maza de Daimon, pero Abranxe logró acercarse lo suficiente como para propinarle un tajo en la garganta al primarca con la hoja de la segunda espada.

Del cuello del primarca surgió un chorro de sangre, y Fulgrim abrió los ojos en un gesto de auténtica sorpresa. Lucius notó una momentánea sensación de contrariedad amarga y de celos furibundos ante la idea de que un simple espadachín como Abranxe hubiera conseguido dar una estocada como aquélla. Sin embargo, la sangre dejó de manar casi de inmediato y Fulgrim agarró a Abranxe del cuello y lo lanzó lejos.

—Buen movimiento, Abranxe —se burló Fulgrim con un jadeo de satisfacción—. Lo recordaré.

Kalimos hizo chasquear el látigo y los dientes que tenía incorporados se clavaron alrededor del brazo izquierdo de Fulgrim. Los colmillos de carnodonte se incrustaron en la carne, y de las heridas salieron chorros de sangre. Kalimos tiró del látigo y Julius Kaesoron se lanzó contra el primarca para propinarle un tremendo gancho de izquierda con el puño de combate. El arma tenía la potencia suficiente como para partir por la mitad un tanque de batalla, y logró que el primarca cayera de rodillas. Sin embargo, antes de que pudiera golpear de nuevo, Kalimos tiró del látigo al mismo tiempo que Krysander le clavaba la daga entre los omóplatos al primarca.

Fulgrim cerró un puño alrededor del látigo y dio lo que pareció ser sólo un leve tirón. Kalimos salió volando y empezó a dar vueltas alrededor del primarca hasta que chocó contra Krysander. Los dos capitanes se estrellaron contra uno de los extremos de la galería. Kaesoron se lanzó de nueve sobre él, pero Fulgrim ya estaba preparado para su ataque y lo bloqueó con la maza de Daimon. Luego le propinó un tremendo puñetazo en la cara al primer capitán, quien cayó con un gruñido, pero Fulgrim no hizo gesto alguno de acercarse para rematarlo.

—¡Ahora, Lucius! ¡Ataca! —gritó Fabius.

El espadachín maldijo al apotecario mientras Fulgrim se volvía hacia él. El primarca soltó la maza y desenvainó la espada de brillo apagado que Horus Lupercal le había entregado como regalo a bordo del Espíritu Vengativo.

—Ha llegado el momento, espadachín —le dijo Fulgrim con una sonrisa, aunque tambaleante.

Lucius se fijó en que el pálido rostro del primarca mostraba un tono ceniciento y escupió al suelo.

—No es un duelo que merezca la pena —le contestó—. El veneno de Ruen y tus heridas le quitan todo valor al asunto.

Fulgrim abrió los brazos de par en par y se fijó en la sangre que le caía goteante del cuerpo.

—¿Esto? Esto no es nada —le aseguró a Lucius—. Ven a por mí con esa espada que te di yo mismo y zanjemos de una vez por todas esta cuestión. ¿Te parece?

Lucius inclinó la cabeza hacia un lado y se fijó en la mirada enloquecida del primarca, donde vislumbró una verdad que supo tan inquebrantable como inevitable.

Incluso en aquel estado, incluso herido, Fulgrim lo mataría.

Y Lucius no estaba preparado a morir, al menos no por aquello.

Antes de que tuviera tiempo de pensar un poco más en el asunto, Julius Kaesoron apareció detrás de Fulgrim y le propinó un golpe en el cráneo con el puño de combate. Un impacto como aquél habría convertido en pulpa sanguinolenta la cabeza de la víctima, pero sólo consiguió derribar al primarca. El Fénix sacudió la cabeza, y la sonrisa ensangrentada que les mostró le recordó a Lucius toda la iconografía mortífera que había visto tallada en las ruinas de Istvaan V.

Fulgrim intentó ponerse en pie, y en ese momento Marius se le colocó al lado y le puso el extremo del cañón sónico pegado al cuello. Apretó el gatillo y disparó una andanada de chillidos aullantes que llenaron la galería de un sonido capaz de reventar tímpanos. Lucius gritó de placer, y Fulgrim puso los ojos en blanco al mismo tiempo que soltaba un gemido que sonó muy parecido a una oleada de delirante gozo.

Al primarca se le escapó la espada de la mano y se desplomó sobre las losas partidas con un fuerte retumbar. Lucius levantó la mirada y parpadeó varias veces para librarse de los puntitos luminosos que le enturbiaban la vista, pero sin dejar de oír lo que parecía un millar de campanas repicando al mismo tiempo. Él estaba a unos cuantos metros de Vairosean, por lo que ni siquiera intentó imaginarse el efecto que la descarga habría tenido en el propio Fulgrim.

Los capitanes supervivientes se levantaron del suelo y formaron un círculo de guerreros aturdidos alrededor de aquel dios caído. Había sido un combate sin igual: los guerreros de una legión enfrentados a su propio primarca. A ninguno se le pasó por alto la enormidad de lo que acababan de hacer.

Lucius no supo qué sentir. Le habían arrebatado la posibilidad de enfrentarse en duelo con el primarca, aunque en su fuero interno supiera que era un duelo que habría perdido. Sin embargo, un instinto oculto le dijo que todavía tendría ocasión de poner a prueba su espada con el arma alienígena de Fulgrim, y que viviría para poder contarlo.

Lucius paseó la mirada entre sus camaradas capitanes. Ninguno se la devolvió, porque eran incapaces de apartar la vista del primarca derribado.

Kalimos tenía numerosas grietas en la armadura y por todas ellas salía sangre. La placa pectoral de Krysander estaba tan hundida que, sin duda alguna, el escudo óseo de su pecho tenía que estar hecho pedazos. Abranxe estaba arrodillado junto a Heliton, y sostenía en las manos los trozos colgantes de la mandíbula de su hermano. La boca aullante de Vairosean estaba todavía más abierta en un gesto sonriente y sibilante de triunfo, y Julius Kaesoron se miraba fijamente el puño como si fuera incapaz de creerse que hubiera golpeado con tanta ira al primarca.

Nadie habló. Nadie supo qué decir.

Se habían alzado en armas contra su primarca, y habían disfrutado con ello.

El apotecario Fabius rompió el silencio que los mantenía inmovilizados.

—¡Estúpidos! —siseó la voz sin vida del apotecario—. ¿Os vais a quedar con la boca abierta como peces fuera del agua hasta que se recupere?

Fabius dio media vuelta y se dirigió hacia la entrada arqueada que conducía a la necrópolis de cirugías extravagantes y horribles.

—Traédmelo abajo —les ordenó—. Tenemos mucha tarea por delante.

—¿Qué es exactamente lo que le vas a hacer, apotecario? —quiso saber Kaesoron.

—Voy a exorcizar a la criatura que se ha apoderado del cuerpo del primarca.

—¿Cómo? —inquirió Lucius.

—Por todos los medios que sean necesarios —le contestó Fabius con una sonrisa odiosa.