FORJADO DE HIERRO

aquila

FORJADO DE HIERRO

No se suponía que sería así. Ésa no era la idea que él tenía de cómo se desarrollaría la guerra. Se la había imaginado de otro modo.

Gloriosa, justificada… vengativa.

«No se suponía que debía fracasar aquí».

No esperaba ser el último. Odiaba ser el último. Lo irritaba, igual que la picazón en el cuello.

No importaba lo mucho que se cubriera de aceite la piel bajo la gorguera, o el modo en el que se abrochara los cierres, el picor persistía.

«Como un cuchillo afilado en la garganta».

Había estado allí desde el primer paso que había dado cubierto de hierro en el desierto. Un recordatorio lúgubre de algo que todavía no se había llevado a cabo, la promesa que su supuesto verdugo todavía debía cumplir. Había arena por todas partes, era un océano de granos que se ondulaban hasta el propio horizonte borroso, todo él blanqueado por un sol opresivo. En sus sueños, la arena era negra.

Aquellos pensamientos moribundos hicieron que de sus labios apretados escapara un comentario impropio.

—Soy el igual a mis hermanos —le musitó a una oscuridad que ni siquiera se dignó en contestarle—. Y mejor que algunos de ellos —añadió.

Las sombras indiferentes no le prestaron atención.

Siempre quedaba reducido a esa única verdad desde que había cruzado la oscuridad sobre una estela de fuego.

—Yo debería ser el primero.

El interior de la nave terrestre y la cámara de su estrategium eran un lugar sombrío, como su estado de ánimo. El retumbar sordo de un millar de martillos resonaba por los costados blindados mientras las orugas seguían proporcionando con una síncopa incansable la tracción que aquel leviatán necesitaba para cruzar el desierto. Más allá del repiqueteo continuo se oía el eco de los disparos de la artillería pesada. Le recordó a la forja y sus profundidades fuliginosas, al anvilarium que había a bordo del Puño de Hierro. Cuánto ansiaba en ese momento la soledad del pequeño claustro anexo a esa cámara. Con la creación y la acción llegaba la paz. Con la fortaleza mental llegaba la verdadera fuerza y la expulsión de la debilidad.

La debilidad era algo aborrecible. No había lugar para ella en el nuevo Imperio.

El hololito se encendió con una serie de parpadeos y mostró una imagen inicial con una resolución granulosa y gris. Se reconoció a sí mismo que lo que más aborrecía era la debilidad que albergaba en su fuero interno. No se trataba de una enfermedad, no era una desviación social o psicológica a lo que se enfrentaba, era a la carne propia y a todas sus limitaciones.

«Seré como el hierro».

La imagen granulosa se enfocó y mostró dos figuras.

Ferrus Manus miró con el ceño fruncido a ambas desde las sombras apenas tocadas por la luz. La campaña de Uno Cinco Cuatro no iba nada bien, ni para él ni para sus guerreros.

Su voz sonó dura como el granito cuando se dirigió a su audiencia.

—Hermanos.

El descenso hacia la cuenca desértica no había sido fácil. Buena parte de las divisiones de tanques del ejército y los clados del Mechanicum habían visto obstaculizado el avance por el movimiento constante de las dunas y los efectos debilitadores de la arena en sus motores, lo que había provocado que se quedaran inmovilizados.

Las orugas se habían atascado cerca del extremo inferior de la pendiente donde se habían hundido a medias en las arenas movedizas. Uno de los tanques de batalla se volcó hacia adelante y rodó sobre sí mismo, lo que provocó que toda la columna se detuviera de inmediato. Ni siquiera a los vehículos bípedos les fue mejor, y los esqueletos rotos de numerosos Sentinels destrozados llegaron al punto más bajo de la cuenca desértica antes que cualquier tropa de infantería. Los que los siguieron no hicieron caso de sus restos completamente quemados.

Por tanto, el peso del combate recayó sobre unos guerreros más fuertes y capacitados.

—¡Llevadles el hierro y la muerte! —aulló Gabriel Santar con un tono mecánico, reverberando en la voz cuando dio la orden de atacar.

Una hueste de combate de los Manos de Hierro le contestó, y todos los guerreros avanzaron al unísono mientras un halo de destellos estelares surgía de sus armas en erupción.

Una horda de enormes criaturas semejantes a insectos cubiertas de un caparazón quitinoso rugió en su dirección, y tras ella, decenas de guerreros envueltos en capas; los que habían comenzado la emboscada.

Eldars.

Las bocachas de las armas se iluminaron, se oyó el fuerte rugido de los cañones y el aire caliente de la cuenca desértica quedó rasgado por la furia de los disparos.

La primera oleada de criaturas quitinosas, con un pellejo grueso y unas patas de largas zancadas, era lenta pero implacable. Una lluvia de proyectiles acribilló sus pesados cuerpos, pero hicieron poco más que mellarles el pellejo. Avanzaron a través de una nube de explosiones de misiles y de granadas sin detenerse lo más mínimo. Al igual que sus parientes de menor tamaño, surgieron del desierto envueltos en un chorro de arena desplazada y con unos sonidos fúnebres y nasales. Las bestias, encorvadas y musculosas, tan voluminosas como un tanque de batalla imperial, avanzaban impulsadas por unos eldars que empuñaban algo que Santar supuso que se trataba de aguijoneadores mentales.

Aquella tecnología alienígena era aborrecible, pero el primer capitán sabía que esas fuerzas no formaban la verdadera vanguardia.

Unas vibraciones infinitesimales que aumentaban de potencia a cada momento que pasaba quedaron registradas en los sentidos automáticos de su casco como anomalías sismológicas diminutas en la estructura tectónica de la cuenca.

Los excavadores abrían túneles bajo ellos y se acercaban con rapidez a la línea de combate de los Manos de Hierro.

Una serie de explosiones subterráneas precedieron al ataque, y mientras los guerreros de las Legiones Astartes avanzaban formando filas estoicas de ceramita negra y acero, las criaturas surgieron entre géiseres de arena. Veloces y serpentinas, tan absolutamente distintas a las ordenadas hileras de los guerreros de los Manos de Hierro, fue difícil determinar la naturaleza precisa de aquellas abominaciones. A medida que la arena del desierto se fue desprendiendo de jinetes y monturas como un velo que se apartara, fueron claramente visibles las descargas de energía que centelleaban en las puntas de las picas que empuñaban los jinetes enmascarados. Santar se dio cuenta de que se trataba de alguna especie de caballería, aunque de un aspecto abominable.

Santar soltó un bufido, y los riscos de sus pómulos se endurecieron para formar dos baluartes rocosos. Haría que los borraran de la superficie del desierto.

Una andanada de armas ligeras y de cañones de pequeño calibre retumbó a su alrededor, y el primer capitán, enarbolando en alto su garra de energía, encabezó la carga de una compañía de morlocks contra las criaturas enemigas. El sol relució en las cuchillas e hizo que el metal oscuro brillara.

Aquellos guerreros de élite eran formidables en el combate a distancia, pero en combare cuerpo a cuerpo eran imparables.

Los alienígenas no parecieron ser conscientes de ello, pero no tardarían en recibir una lección al respecto.

—¡Sed como el hierro! —rugió cuando chocaron contra los eldars.

Una bestia de largo torso segmentado y protegida por un duro caparazón de color marrón le lanzó una dentellada al primer capitán en un intento de arrancarle el brazo. Santar desvió el mordisco y le abrió el morro por la mitad, lo que provocó un chorro de fluido verde y viscoso que le salpicó las mandíbulas chasqueantes y las cuencas oculares de ojos múltiples. Otro tajo le amputó las pinzas de bordes afilados con un rugido de implantes biónicos, lo que hizo que la criatura emitiera un quejido agudo a través de la boca fruncida.

El jinete era un eldar cubierto con una capa del color de la arena y equipado con una armadura de combate parda que era una copia del caparazón natural de la bestia. Su oponente alzó una pica eléctrica para atacarlo, pero Santar mató a aquel desgraciado antes de que tuviera tiempo de intentarlo.

Los servos de los implantes mecanizados gimieron y le proporcionaron fuerza adicional a la ya de por sí excepcional biología modificada de Santar. El primer capitán cortó de un tajo la cabeza de un segundo gusano quitinoso mientras el primero todavía se estaba desplomando. A través del chorro de sangre que surgió del cuello cortado vio como el capitán Vaakal Desaan, que estaba al mando de la otra compañía, destripaba a una tercera criatura.

La bestia y su jinete también se desplomaron en el suelo. Detrás de ellos aparecieron más. Avanzaban por delante de los otros monstruos de mayor tamaño y aspecto parecido a escarabajos. Al salir al exterior dejaban en la superficie unos pequeños montículos ondulantes.

En la pantalla retinal tenía al menos cuatro docenas de contactos enemigos. Unas leves lecturas caloríficas, enturbiadas por la arena, indicaban que quizá había otras ocho decenas de enemigos completamente ocultos bajo tierra. Una horda de tropas de infantería con capas pardas acompañadas de plataformas gravitatorias de armas pesadas los seguían, y el aire resonaba con el aullido de sus cañones.

La respuesta de los morlocks de armaduras férreas fue una brutal andanada de disparos. La combinación de todos aquellos bólters causó un número brutal de muertos en el enemigo. Aquellos guerreros del Imperio defendieron el centro de su hueste y no mostraron señal alguna de ceder. La armadura de catafracto exterminador se construía con placas reforzadas, y las enormes hombreras con forma de barril estaban adornadas con grandes flecos metálicos que se solapaban sobre los avambrazos, unas piezas más delgadas para permitir un mejor manejo de las armas. Se trataba de una armadura casi impenetrable frente a las armas alienígenas y que estaba diseñada para el ataque frontal, una táctica en la que los Manos de Hierro destacaban especialmente. Aquella protección los convertía en gigantes, en unos enemigos imparables que atravesaron con total impunidad la lluvia de disparos de los emisores de rayos, de las armas de fusión y los cañones shuriken.

No tuvieron que esforzarse mucho para acabar con los gusanos quitinosos, y los aniquilaron sin sufrir ninguna baja.

—Es obvio que nunca se habían enfrentado con exterminadores —comentó Desaan por el canal de comunicación.

La reprimenda de Santar fue inmediata pero leve.

—Tú mátalos, hermano. Con toda la eficiencia de que seas capaz.

La armadura de catafracto era escasa entre los guerreros de las legiones, pero los Manos de Hierro se enorgullecían de disponer de muchas, sobre todo entre las compañías de clan de los Avernii y de los Morlocks. Era muy pesada y lenta, igual que enfundarse un tanque de batalla carente de orugas, pero con la resistencia y la capacidad de combate de uno de esos vehículos. Santar disfrutaba de la fuerza mecánica que le proporcionaba. Todos lo hacían.

Los golpes de los Manos de Hierro eran igual que metrónomos: precisos, metódicos y sin florituras o elegancia. Se trataba de una doctrina de combate funcional, implacable e incesante. Los eldars cayeron al mismo ritmo.

Santar imprimió mayor presión al avance en coordinación con el capitán Desaan. Los morlocks de gruesa armadura atravesaron sin problemas el terreno. Nada escapó de su ira mortífera y absoluta.

Una nueva serie de temblores apareció en la pantalla retinal del primer capitán, lo que indicó la presencia de nuevas criaturas excavadoras. Al principio creyó que se trataba de una oleada de gusanos quitinosos, pero se dio cuenta de su error en cuanto las señales de las vibraciones se dejaron sentir con más fuerza, de un modo más resonante.

—Alto. Preparados para repeler al enemigo —ordenó por los canales de comunicación.

Las dos compañías de morlocks se detuvieron en una sincronización perfecta y formaron una línea de combate con las armas apuntadas hacia el terreno abierto que tenían delante. La tormenta de disparos de bólter amainó, lo que permitió a las destrozadas unidades eldars replegarse a la carrera y ponerse a cubierto detrás de las lentas criaturas que les servían de barricada.

Santar entrecerró los ojos inmisericordes detrás de las lentes de su casco de combate, un gesto que prometía el castigo definitivo para aquellos cobardes, aunque fuera más tarde.

La artillería pesada del ejército había conseguido desplegarse en una serie de posiciones a lo largo del borde de la cuenca. Los artilleros determinaron la distancia y fijaron los objetivos, tras lo cual comenzaron a machacar a los monstruos quitinosos que se movían con los aguijoneadores mentales y que servían de baluartes para las unidades eldars.

El primer capitán sabía que la siguiente oleada estaba punto de aparecer.

—Sin piedad —ordenó a sus guerreros.

En la base del valle arenoso comenzaron a aparecer unas grietas que se tragaron los cadáveres de los gusanos quitinosos y de sus jinetes muertos, y una especie mucho mayor de excavador de la arena apareció en la superficie.

Sus pinzas gigantescas encajaban a la perfección con el torso serpentino que estaba rematado por un aguijón que susurraba al moverse en el aire, y el conjunto le recordó a Santar la descripción que los legionarios de la XVIII le habían dado antes del despliegue en Uno Cinco Cuatro Cuatro de la criatura llamada escorpiado. Al parecer, la criatura era nativa de su mundo volcánico. Eso le importaba bien poco al primer capitán. Lo único que necesitaba saber era cómo matarlos.

Una ráfaga de disparos de bólter estalló a la altura del vientre de uno de los escorpiados, pero los proyectiles no consiguieron penetrar y explotaron sin apenas causar daños en el duro exoesqueleto de la criatura.

Un simple vistazo al aguijón y a las pinzas de bordes serrados que sobresalían del torso segmentado le bastó para saber que aquellas bestias podrían atravesar el blindaje de las servoarmaduras. En teoría, también era posible que fueran capaces de dañar a los catafractos. Decidió poner a prueba esa posibilidad, pero no antes de haber disminuido el número de enemigos.

Santar se puso en contacto con Erasmus Ruuman por el comunicador del casco de combate.

La respuesta del hierroforjado morlock fue inmediata.

—A vuestras órdenes, primer capitán.

Santar colocó mentalmente un punto de mira rojo sobre los escorpiados que avanzaban.

«Y con nuestro puño de hierro…».

—Las divisiones pesadas a esta posición —gruñó con una cadencia que sonó mecánica, y transmitió las coordenadas mediante una subvocalización—. Los cañones tarántula y los lanzamisiles.

Santar lanzó una mirada a Desaan y le hizo un gesto con el puño cerrado, lo que bastó para que el capitán morlock se detuviera, lo mismo que las dos compañías de morlocks.

Pocos segundos más tarde, una tormenta de proyectiles pesados iluminó la cuenca desértica con un resplandor de magnesio incandescente. El brillo fue tan intenso que casi sobrecargó los amortiguadores lumínicos de las lentes del casco de combate.

«… golpearemos con enorme furia».

Parpadeó para despejarse la vista del destello y se lanzó directamente hacia la zona de bombardeo cubierta de humo que tenía delante. La arena vitrificada crujió bajo sus pisadas, y unas breves llamaradas le rozaron los bordes de una bota cuando aplastó un cráneo eldar que ardía.

Ordenó con un gesto del brazo a Desaan y a los exterminadores que avanzaran.

—Adelante, clan Avernii.

Después del bombardeo organizado por Ruuman, sólo sobrevivieron unas veintenas de los centenares de unidades alienígenas. Los escorpiados habían quedado completamente aniquilados. Unos cuantos defensores tenaces eran los únicos supervivientes, junto a las pocas criaturas que habían sobrevivido al bombardeo al encontrarse a bastante profundidad. Combatieron entre los cadáveres todavía humeantes de sus parientes muertos, pero en vez de desmoralizarlos, aquel recuerdo brutal de su propia mortalidad pareció envalentonar todavía más a aquellas criaturas.

Santar los aplastaría sin importar cuál fuera su resistencia.

Un millar de legionarios lo siguieron. Las fuerzas de reserva de los Manos de Hierro se unieron a los morlocks. El número total era muy superior al necesario para acabar con aquella obstinada hueste guerrera de alienígenas. Revisó con rapidez el despliegue táctico de todas sus fuerzas.

Los morlocks formaban el centro, y el flanco derecho lo componían Shadrak Meduson y su propia compañía de los Manos de Hierro. El izquierdo estaba bajo el puño inquebrantable de Ruuman y de otra compañía de armas pesadas. A pesar de la presencia de los lentos exterminadores en la hueste de batalla, la sección del hierroforjado era la menos móvil. La lógica sugería un ataque en línea oblicua como la táctica más efectiva y apta. Santar transmitió las órdenes.

—Hierroforjado será la bisagra. Capitán de la Décima, será el puño que lanza el golpe.

El icono de confirmación de Meduson parpadeó una vez en la pantalla retinal de Santar mientras aislaba el canal de comunicación con el capitán de la Novena.

—Desaan, quiero que mantengas a los catafractos a paso ligero. Avanza a velocidad de carga, con mazas y espadas.

Desaan asintió con su icono al mismo tiempo que los exterminadores colocaban los bólters sobre los encajes magnéticos y se armaban para el combate cuerpo a cuerpo. Los martillos cargados de energía chasquearon y las afiladas hojas de las demás armas zumbaron al ser activadas.

Aunque eran muy lentas, las criaturas quitinosas semejantes a escarabajos eran lo suficientemente voluminosas y pesadas como para aplastar el blindaje de un tanque. Santar quería acabar con ellas definitivameme. Eran lo único que quedaba de la capacidad de resistencia de los eldars.

Meduson fue el primero en atacar, «el puño que lanza el golpe», un instante después de que la última salva de disparos de Ruuman cayera sobre el enemigo. Las bestias intentaron rodear a la aislada compañía, pero los guerreros de los Manos de Hierro desbarataron la maniobra.

Menos de un minuto después de que las bestias se trabaran en combate cuerpo a cuerpo, Santar, Desaan y dos compañías completas de morlocks cargaron contra el flanco expuesto del enemigo.

Las sierras destripadoras y los martillos sísmicos despedazaron y aplastaron a las gigantescas criaturas, que fueron cayendo poco a poco bajo el ataque incesante de los legionarios. Lentamente, una por una, se desplomaron y quedaron inmóviles. El desierto resonó con su muerte, y los montículos de arena quedaron arrasados por las ondas de choque que surgieron de los puntos donde caían las bestias.

Santar sacó las garras con un ruido del succión del cráneo reventado de un eldar. Se encontraba de pie en el borde de cráter de impacto cubierto de sangre, y desde allí contempló la carnicería que habían provocado él y sus hermanos.

—¡Gloria Imperator! —rugió.

Un millar de voces le respondieron a coro.

—Gloria Imperator —dijo Ruuman por el comunicador—. Y en nombre del Gorgón.

La respuesta de Santar sonó un tanto pesimista antes de cortar la transmisión.

—Dudo que esta victoria vaya a satisfacerlo, hermano.

Los eldars habían quedado destrozados tras estrellarse contra la determinación inflexible de los Manos de Hierro. Santar todavía estaba limpiando la sangre alienígena de sus garras relámpago cuando Desaan se le acercó con paso lento. Gracias a la armadura de exterminador catafracto eran mucho más altos que sus hermanos legionarios, lo que les proporcionaba un buen campo de visión de la zona de combate que los rodeaba.

Los cadáveres alienígenas y sus criaturas quitinosas esclavizadas yacían en montones dispersos, y ya habían comenzado a pudrirse bajo el sol. Las escuadras de limpieza de los Manos de Hierro iban de un lado a otro en el campo de batalla ejecutando a los supervivientes. Santar había ordenado que no se hicieran prisioneros. Los eldars no eran vulnerables a los actos coercitivos, incluso cuando se utilizaba la violencia en ellos, y poseían un gran talento para el engaño y para sembrar la confusión. Fuerza mental, determinación e inmisericordia: ésos eran los principios de combate en los que insistía el primer capitán.

Uno de los malhadados alienígenas intentó hablar. Su tono de voz cantarín le resultó insultante y desagradable a Santar, incluso a través de los sentidos automáticos del casco de combate. Remató al eldar con un zarpazo de la garra relámpago.

—Deberíamos perseguirlos y acosarlos, hermano capitán —sugirió Desaan.

El visor que había sustituido a sus ojos relució con frialdad, como si quisiera enfatizar aquellas palabras. Su «ceguera» la había provocado un lanzador de ácido eldar, un arma propia de una rama de esa especie alienígena que era más feroz y cruel que aquellos nómadas de las arenas a los que se enfrentaban en ese momento. Gracias a la intervención del Mechanicum, el capitán veía más y con más claridad que nunca.

Santar apartó la vista del alienígena muerto para mirar hacia la lejana duna donde los supervivientes de la hueste eldar se estaba retirando. La distorsión causada por el calor dificultaba la visión, y las imágenes se veían difusas y parpadeantes, pero era evidente que los alienígenas estaban completamente sumidos en una desbandada. Sin embargo, ese desorden no duraría mucho. Santar hubiera preferido perseguirlos y destruirlos, pero el enemigo ya se encontraba más allá del punto donde su padre quería que permanecieran.

—No. Reagruparemos nuestras fuerzas y las prepararemos para ponernos en marcha de nuevo cuanto antes —ordenó. Luego añadió una explicación—: Eso proporcionará a las unidades más lentas la oportunidad de alcanzamos.

—Querréis decir los más débiles.

Santar clavó la mirada a través de las lentes del casco en el visor impasible de Desaan.

—Quiero decir exactamente lo que he dicho, hermano capitán.

Desaan respondió con un gesto afirmativo sin mostrar reacción alguna, pero Santar levantó una mano e hizo que se quedara. El primer capitán apartó la mirada y contempló el paisaje desolador que formaban las criaturas quitinosas sobre la cuenca desértica. La mayoría estaban reventadas, con las entrañas al aire. De las tremendas heridas salían chorros de sangre verde que formaban charcos en la arena y despedían un hedor penetrante. Otras estaban hundidas a medias en el suelo, muertas antes de que hubieran podido escapar. Las criaturas supervivientes habían excavado profundamente y se habían llevado a sus jinetes con ellas. Si las dejaban merodear sin control alguno, ya fueran organizadas o no, esas criaturas podrían convenirse en una espina clavada en su costado.

Santar se puso en contacto con el hierroforjado por el comunicador.

—Ruuman, vamos a salir de esta zona en breve. La quiero purgada por completo, por encima y por debajo de la superficie.

—Nada sobrevive.

No era una pregunta, pero Santar respondió de todas maneras.

—Nada sobrevive, hermano.

El primer capitán, desde la retaguardia de la línea principal, observó cómo el hierroforjado comenzaba a agrupar unidades de morteros subterráneos y de proyectiles autoguiados incendiarios.

—Que se hundan profundamente —añadió Santar.

—Nada sobrevive —repitió Ruuman en una confirmación mecánica.

Santar le indicó con un gesto al capitán Desaan que lo siguiera, y dejó los preparativos para el reagrupamiento y el avance en manos del capitán Meduson.

—Ven conmigo, morlock.

Subieron por la ladera arenosa en completo silencio, excepto por el zumbido agudo de los servomotores de las armaduras de exterminador, que se esforzaban por superar la inclinación de la pendiente. Pasaron al lado de tanques del ejército y vehículos de los ordinatus menores, todos volcados o hundidos en la arena. La mayoría tenían el aspecto de necesitar un mantenimiento y unas reparaciones profundas. Ninguno de los dos guerreros miró siquiera a los soldados que se esforzaban por doquier. Al llegar a la cresta los recibió Ruuman, quien todavía estaba organizando a las unidades pesadas para la barrera de artillería. Su boca era una línea recta, por su carácter ceñudo, pero también en parte porque la mitad inferior de su cara era un implante. Buena parte de su cuerpo era cibernético, y Ruuman lo mostraba orgulloso acoplado a la armadura de combate. Muy lejos de la retaguardia de las unidades pesadas aparecieron las unidades retrasadas del ejército, con los soldados avanzando sobre sus piernas agotadas, apenas visibles a través de la distorsión del calor.

Desaan no llevaba puesto el casco de combate, y la cabeza le sobresalía por encima de la gorguera de rebordes altos. Entre las dos curvas de las hombreras con forma de barril tenía el aspecto de un pequeño botón de acero. Sin embargo, el tono de desdén que utilizó en la conversación hizo necesario que se le viera bien la cara.

—Por fin llega el ejército —le comentó Santar.

—Estamos mejor sin ellos.

Ruuman se mostró de acuerdo y lo interrumpió para hablarle directamente al primer capitán.

—Tengo serias dudas respecto a la eficacia de los contingentes humanos, tanto los mecanizados como los de infantería. Nuestro avance se ve retrasado de un modo inevitable con ellos.

—Hermano, son vulnerables a las condiciones de este entorno. La arena y el calor provocan problemas tanto en el avance por el terreno como en los propios motores. Es cierto que nos retrasan, pero no veo ninguna solución inmediata al respecto.

La respuesta del primer capitán pretendía aplacar los ánimos, incluso ser una invitación, pero sólo provocó más preocupación en el hierroforjado.

—Me ocuparé de ello —añadió Santar finalmente antes de seguir caminando.

Ruuman hizo un gesto de asentimiento mientras las dotaciones de los morteros subterráneos y las de las baterías de lanzamisiles ultimaban los preparativos.

El desprecio que el hierroforjado sentía por la carne mortal se debía a que él mismo era más máquina que humano. Varios enfrentamientos con los deuthrite en los bosques de púas de Kwang habían llevado a la necesidad de efectuarle todos aquellos numerosos implantes. Sin embargo, él no se había quejado jamás, y había aceptado con estoicismo todas las sustituciones cibernéricas.

Desaan se contuvo hasta que cruzaron sus líneas y comenzaron a caminar por el desierto abierto.

—¿Y qué vas a hacer, Gabriel? Algunos escenarios de batalla no son apropiados para los humanos.

Santar se quitó el casco y se oyó un sonido sibilante al despresurizarse el interior de la armadura. El rostro que apareció estaba cubierto de sudor. El primer capitán alzó una ceja.

Detrás de ellos se oyó el retumbar de los disparos de las armas pesadas, que resaltaron las palabras del primer capitán con un crescendo estruendoso de múltiples salvas de cohetes.

—Entonces, ¿nosotros no somos humanos, Vaakal?

Desaan era un seguidor a ultranza del Credo de Hierro, en el que se decía «la carne es débil». Su obvio elitismo y su carencia de empatía humana a menudo se convertían en un sentimiento de desdén, y algunas veces en algo peor.

El otro capitán frunció el entrecejo mientras el retumbar de una cadena de profundas detonaciones subterráneas estremecía el suelo arenoso bajo sus pies y la carga explosiva de los proyectiles del hierroforjado cumplía su misión.

—Sé que entiendes lo que quería decir, hermano —insistió Santar, impertérrito—. Ya tenemos cierta familiaridad, ¿no? Bueno, al menos tu tono de conversación indica que es así.

En las palabras del primer capitán había un reproche que Desaan captó de inmediato.

—Si os he faltado al respeto…

—Estoy de acuerdo contigo, capitán. La carne es débil. El Credo se ha visto confirmado en este desierto, en el cansancio de las unidades del ejército y en su determinación decreciente, pero ¿no es nuestra misión echarnos a la espalda esa carga y suscitar la fuerza mediante la demostración de fuerza?

Desaan abrió la boca para contestar, pero se lo pensó mejor al darse cuenta de que el primer capitán todavía no había terminado de hablar.

—Todavía soy un ser humano, de carne en parte. Mi corazón bombea sangre y mis pulmones respiran aire. No son partes mecánicas, como eso —dijo Santar, al mismo tiempo que levantaba el brazo izquierdo. Las piezas biónicas del interior zumbaron como demostración de que el primer capitán tenía razón—. O como ésta —añadió, golpeando la muslera blindada de la armadura con una de las garras—. ¿Acaso es que mi carne me hace débil, hermano?

Desaan tuvo buen cuidado de mostrarse respetuoso. Era cierto que Gabriel Santar no poseía el carácter explosivo del primarca, pero era tan duro y resistente como los implantes biónicos de sus extremidades.

—Sois mucho más que un simple hombre, mi capitán —se atrevió a decir. Tras una pausa en la que guardó silencio, decidió seguir hablando—. Todos lo somos. Nosotros, los hijos del Emperador, somos los auténticos herederos de la galaxia.

Santar miró fijamente a su subordinado, y en su mirada se vio un atisbo de la dureza del pedernal por la que era tan conocido.

—Una idea atrevida, pero equivocada. —Santar se volvió de nuevo y la tensión disminuyó—. Somos guerreros, y cuando se acabe esta guerra, tendremos que encontrar una nueva vocación o nos utilizarán como las estatuas pretorianas que adornaran el palacio de Terra. Quizá formaremos guardias de honor ceremoniales para nuestros difuntos caudillos. —Las palabras del primer capitán estaban cargadas de algo más que un leve rencor. Había pensado a menudo en aquello—. Un guerrero sin una guerra que librar es semejante a una máquina que no tiene función alguna —añadió a modo de introspección tranquila—. ¿Sabes lo que significa eso, Vaakal? ¿Sabes a lo que nos enfrentamos?

Desaan asintió con lentitud, al menos todo lo que le permitió su gorguera de borde alto.

—A la posibilidad de quedamos obsoletos.

—Así es.

La implicación de todo aquello se quedó flotando en el aire durante unos momentos antes de que Desaan intentara ahuyentar la incómoda tensión.

—Hay toda una galaxia que someter, e incontables miles de millones de seres humanos frágiles y débiles a los que hay que volver a forjar. Me parece que pasará mucho tiempo antes de que se acabe la Gran Cruzada.

Una sombra cayó sobre ellos, como un eco del estado ensombrecido de sus ánimos. Más bien, ellos se adentraron en aquella enorme penumbra. Santar echó la cabeza hacia atrás para mirar a la gigantesca nave terrestre, la Ojo de Medusa, que se sobreponía los Manos de Hierro con su increíble majestuosidad opresiva.

—Quizá… —murmuró el primer capitán mientras contemplaba el casco del leviatán.

El símbolo del guantelete de armadura cerrado en un puño dominaba todo un lado de la nave. Debajo se abría una rampa de acceso que surgía desde los niveles inferiores de la nave y pasaba por encima de sus inmensas orugas.

El Padre estaba dentro, donde realizaba planes junto a dos de sus hermanos. La última vez que había hablado con él, su estado de ánimo distaba mucho de ser optimista. La falta de acierto a la hora de localizar con precisión el nodo había sacado de quicio al Padre, hasta el punto de que su rabia se había vuelto incandescente. Había exigido un avance más veloz. Como le ocurría con la mayoría de las cosas, lord Manus no disponía ni del tiempo ni de la predisposición para ser paciente.

Santar comenzó a redactar mentalmente su informe mientras subía por la rampa acompañado por Desaan.

—No estoy seguro de que Padre comparta tus esperanzas, hermano. Si no encontramos pronto el nodo, su furia será terrible, y de eso sí que estoy seguro.

No había inquietud en la voz de Santar, ni preocupación ante posibles reproches. Tan sólo fue una exposición de los hechos.

—Es… —Desaan escogió con cuidado las palabras mientras esperaba: tras detenerse delante de la escotilla de acceso a la nave terrestre—, curioso que ninguno de los adeptos del Mechanicum haya conseguido localizar el nodo. ¿Tan difícil es esa tarea?

—El calor y la arena —apuntó Santar—. Hemos sido incapaces de encontrar en la superficie lo que los sensores de las naves en órbita captaron. Se trata de unas condiciones medioambientales diferentes, a las que debemos adaptarnos.

Desaan miró cara a cara al primer capitán.

—¿Estáis seguro de que lo que está malogrando todos nuestros esfuerzos es el tiempo atmosférico?

—No, no lo estoy, pero me gustaría verte sugerir un elemento más… arcano al Padre. Creo que no se mostraría muy receptivo a la idea.

—Eso por decirlo con suavidad —le contestó Desaan mientras entraban en la nave terrestre.

La oscuridad reinaba en el interior del Ojo de Medusa. Una serie de veloces elevadores verticales y pasarelas móviles horizontales llevaron a los dos morlocks a una galería que conducía al estrategium del primarca. El modo en el que se desplazaron no fue muy distinto al utilizado por los procesadores de mineral para transportar la roca hasta los inmensos martillos de presión y los hornos de fundición de las minas de Medusa. A Santar le pareció divertido compararlo con las enormes cintas transportadoras de las factorías mineras, pero se sacó de la cabeza cualquier otra posible comparación al ser algo que los hijos de Vulkan considerarían un absurdo. Al no ser de ninguna utilidad, sólo tuvo un interés pasajero para él.

El siseo de los sistemas pneumáticos anunció la apertura de la compuerta blindada de acceso. Tenía medio metro de espesor y estaba reforzada con barras de adamantio. La estancia se podía utilizar igualmente como búnker en caso de que la nave terrestre fuera objeto de un ataque, aunque su único ocupante no necesitaba un refugio como aquél.

El interior era inhóspito y helado como una caverna de hielo. Las paredes laqueadas de negro absorbían la luz, y los paneles de cristal acoplados a las secciones de un material parecido a la obsidiana estaban cubiertos de una capa de hielo más propia de un glaciar. Era Medusa, en otra localización geográfica.

Santar y Desaan entraron a la vez y oyeron el final de la reunión informativa sobre la misión que lord Manus mantenía con los primarcas Vulkan y Mortarion.

—… no podemos permitir que nuestro propósito final quede dividido. Tenlos en cuenta, hermano, pero deja que los humanos se ocupen de su propia protección. Eso es todo.

Ferrus Manus cortó la comunicación con un gesto seco del canto de la mano. La luz granulosa del hololito todavía no se había apagado cuando se volvió hacia el primer capitán. Un brillo pálido apareció sobre los montañosos hombros del primarca, igual que una capa de escarcha que se derritiera frente a su rabia apenas contenida.

El primarca exhaló una bocanada de aire y su descontento disminuyó, igual que si la cara le hubiera quedado al descubierto tras pasar una nube de tormenta. Su rostro era un risco escarpado cubierto de cicatrices y enmarcado por un casquete de cabello de color negro azabache que llevaba muy corto. El primarca era a todos los efectos el padre de Santar, pero su actitud distaba mucho de ser paternal.

—Amo a mi hermano —dijo retumbante Ferrus sin motivo aparente—. Pero hace que me distraiga con sus deseos de cuidar y de mimar. Es un comportamiento débil, y a cambio sólo se puede conseguir más debilidad. —Alzó una ceja, lo que formó un amplio pliegue en su frente, parecida a una losa de piedra—. No como la Décima. ¿Verdad, primer capitán?

Ferrus Manus era un individuo enorme e impresionante. Equipado con armadura de color negro carbón, parecía tallado a partir de una roca de granito. Su superficie inquebrantable estaba arañada y cubierta de aceites, y sus ojos recordaban a dos trozos de pedernal tallados hasta darles forma. De entre los muchos nombres con los que se lo conocía, su favorito era el de Gorgón. Le parecía algo adecuadamente honorífico para alguien con una dureza en la mirada que era suficiente para dejar petrificado. De cada uno de los poros de su piel emanaba una furia helada, que los demás notaban por el modo en el que se movía, en el tono de su voz y en el lenguaje que escogía para expresar sus pensamientos. En ese momento lanzaban un desafío, que Gabriel Santar no tuvo más remedio que aceptar.

—Derrotamos a la fuerza atacante eldar, mi primarca, pero en estos momentos no parece que estemos más cerca de encontrar el nodo.

Santar inclinó la cabeza en un gesto de lealtad, pero Ferrus rechazó lo que él creía que era sometimiento.

—Alza la cara y mírame a los ojos —le dijo con un estado de ánimo iracundo, semejante al de un volcán al borde de la erupción—. ¿Acaso no eres mi palafrenero, en quien deposito mi confianza y respeto?

No tenía ningún sentido protestar, por lo que Santar sostuvo la mirada de aquellos dos trozos helados de pedernal y no se acobardó. Hacerlo no hubiera sido muy inteligente.

—Lo soy, mi primarca. Como siempre.

Algo más tranquilo, el brillo de los aparatos de iluminación se reflejó en el desconocido metal viviente de sus brazos plateados. Ferrus Manus comenzó a pasear arriba y abajo. Su ira no se había apagado en absoluto.

—«En estos momentos», ¿no? Lo único que tenemos son momentos, tenemos tiempo —continuó Ferrus Manus. Se volvió hacia el guerrero que acompañaba a su palafrenero—. Capitán Desaan, a menos que tengas la lengua cargada de plomo, dime, ¿cómo es posible que mis hermanos hayan sido capaces de encontrar los nodos y nosotros no?

En la enorme espaldera de la armadura del primarca había acoplado un tremendo martillo. Se llamaba Rompeforjas, y lo habían creado en las profundidades del monte Narodnya. Fue su hermano Fulgrim el que lo forjó, y era evidente que Ferrus Manus lo echaba mucho de menos. Santar se preguntó si Desaan en esos momentos procuraba no imaginarse al primarca empuñando el martillo y destrozando el interior del estrategium junto con sus dos inútiles oficiales superiores.

La mirada de Ferrus Manus se ensombreció mientras esperaba lleno de impaciencia una respuesta.

Santar lo había visto muy pocas veces tan enfurecido, y se preguntó a qué se debería.

El rostro desgastado de Desaan, un conjunto de cicatrices en sí mismo, se reflejaba en la armadura del Gorgón. El visor que hacía las veces de ojos estaba deformado. El primarca estaba lo bastante cerca como para poder golpearlo, pero el capitán no se acobardó ni se movió, aunque tuvo que hacer un esfuerzo para que no se oyera cómo tragaba saliva. Incluso escondido detrás de la gorguera, aquello le pareció que sonaba más fuerte que un toque de clarín. Era un morlock, uno de los guerreros de élite del primarca, pero era muy poco común que éste le hiciera una pregunta directa. El efecto fue desconcertante incluso para un legionario veterano.

—Nuestras cohortes humanas se ven muy afectadas por el calor —contestó con sencillez.

Santar se sintió aliviado de que Desaan no hubiera comentado las sospechas que tenía sobre la posibilidad de que el retraso en la misión lo estuviese causando otra cosa que las condiciones ambientales adversas.

Los pocos rememoradores que acompañaban la hueste de batalla se habían quedado atrás hacía ya bastante tiempo, y aunque a un pequeño destacamento de los Masonitas de Saavan se le había encomendado la tarea de protegerlos, Desaan no se refería a esos civiles. Era de esperar que tanto los civiles como el personal no combatiente flaquearan. Ésa era una de las razones por las que el primarca no se había negado desde el principio a la presencia de iteradores y de imaginistas: sabía que desfallecerían, se quedarían atrás y no supondrían un problema. No. Desaan se refería a los soldados. Se esperaba de esos hombres y mujeres que fueran capaces de soportar los rigores y las dificultades que sufrirían por aquella marcha.

—¿Acaso mis hermanos no padecen unas condiciones adversas similares, o es que sus soldados han conseguido superar de algún modo esos efectos debilitadores? —insistió Ferrus.

—No lo sé, mi señor.

El primarca gruñó y se dirigió a Santar.

—¿Estás de acuerdo con tu camarada capitán?

—Me siento tan frustrado como vos, mi primarca.

Ferrus entrecerró los ojos hasta que se convirtieron en rendijas plateadas antes de darse media vuelta y contemplar la amplia mesa del estrategium que había aparecido tras apagarse el hololito.

—Lo dudo mucho —musitó el primarca.

Pasó una mano plateada y reluciente sobre la representación geográfica del continente desértico para aumentar la imagen proyectada sobre la placa cristalina. En ella se veían numerosos puntos donde podía encontrarse el nodo. Esas localizaciones parpadeaban igual que balizas, y también se veían otras dos marcas, una línea de puntos verdes y otra de puntos rojos.

—Pero eso sigue sin explicar por qué vamos tan retrasados —insistió Ferrus mirando fijamente a la linea roja, como si al hacerlo fuese a lograr que avanzase a lo largo del mapa. Como era de esperar, no lo hizo.

—Mi señor, con vuestro permiso… —empezó a decir Desaan, y Santar gruñó en su fuero interno, ya que fue consciente del error que iba a cometer su camarada antes incluso de que éste lo hubiera cometido—. Quizá haya algo más que retrasa nuestro avance aparte del sol y de la arena.

—Habla con claridad, hermano capitán.

—Brujería, mi señor. No puedo decirlo con más claridad —declaró Desaan—. Todos nuestros esfuerzos se ven frustrados por los brujos eldars.

Ferrus se echó a reír, pero fue un sonido hueco, chasqueante.

—¿Ésa es la mejor excusa que se te ocurre para este fracaso?

El primarca agarró el borde de la mesa del estrategium con sus puños plateados y provocó un entramado de grietas que habrían sacudido al paisaje con una serie de terremotos catastróficos de haber sido reales. Desaan notó cómo esas rupturas tectónicas imaginarias le recorrían la espina dorsal.

—Explicaría la razón por la que todos nuestros esfuerzos hasta el momento…

Ferrus Manus estrelló un puño contra la mesa e interrumpió las palabras titubeantes del capitán. La tremenda grieta que abrió casi partió en dos la mesa.

—No me interesa —le dijo el primarca, y dio la sensación de que el aire de la estancia se volvió más frío, un frío suficiente como para quemar la piel. El primarca se cruzó de brazos, y en sus enormes bíceps relució la plata centelleante y refulgente.

Desaan, que en muy pocas ocasiones había estado tan cerca del primarca, y durante tanto tiempo, no pudo evitar fijarse en ellos.

—¿Sabes cómo conseguí estas magníficas aberraciones? —le preguntó Ferrus al fijarse en la mirada del capitán.

Desaan logró ocultar la confusión que le causó la pregunta. Como ocurría con casi todos los seres excepcionales, los primarcas eran inescrutables en algunas ocasiones.

—¿Has oído hablar de mis hazañas? —siguió preguntándole Ferrus cuando el capitán no le respondió de inmediato—. ¿Sobre cómo derroté a un gigante de la tormenta en un desafío de fuerza o cómo escalé Karaashi, el Pináculo de Hielo, sin más ayuda que las manos? O quizá te hayan contado algo acerca del día que nadé a más profundidad que el behemoth cornudo del mar Sulfuroso. ¿Conoces todos esos relatos?

La respuesta de Desaan fue poco más que un susurro.

—He oído relatar esas grandes sagas, mi señor.

Ferrus movió el dedo índice en el aire perdido en su monólogo, y asintió con lentitud, como si acabara de encontrar la respuesta a su propio acertijo.

—No… Ése era Asirnoth, al que llamaban la Wyverna Plateada, el de mayor tamaño entre todos los dragones antiguos. Ninguna espada era capaz atravesarle el pellejo metálico, tampoco ninguna de las lanzas o los venablos que yo poseía. —Se calló un momento, como si lo estuviera rememorando—. Lo quemé. Mantuve sumergido su cuerpo serpenteante bajo un río de lava de Medusa hasta que murió, y cuando saqué las manos, estaban… —alzó los dos brazos— así. O eso cuentan los narradores de sagas.

—Yo… ¿Mi señor?

Santar quiso intervenir, pero el primarca le estaba dando una lección a Desaan. La saga era simplemente eso, un relato creado por los bardos y los narradores tribales de los clanes, tal y como se contaba en el Cántico de Viajes. Cada vez que el primer capitán lo oía, lo relataban de un modo diferente. Ninguno de los guerreros de los Manos de Hierro podía corroborar su veracidad, ya que ninguno de ellos estaba presente durante los días sin luz de la llegada del primarca a Medusa. Sólo el propio Ferrus conocía la verdad, y la mantenía oculta en la jaula cerrada de sus recuerdos.

—¿Crees que un guerrero semejante permitiría que lo derrotara la brujería? ¿Crees que sería tan débil? —le preguntó al capitán.

Desaan negó con la cabeza en un intento de compensar y hacerse perdonar una falta que no comprendía del todo.

—No, mi señor.

—Sal de aquí. —Las palabras salieron de entre los labios de Ferrus con un tono áspero—. Antes de que te eche a patadas.

Desaan saludó y dio media vuelta sobre sí mismo.

Santar comenzó a darse la vuelta para marcharse con él, pero Ferrus lo detuvo.

—Tú no, primer capitán.

Santar se quedó donde estaba e irguió la barbilla.

—¿Acaso he criado a unos hijos débiles? —le preguntó el primarca una vez estuvieron solos.

—Sabéis muy bien que no es así.

—Entonces, ¿por qué estamos tan confusos? —La cólera del primarca se calmó mientras paseaba por el estrategium destrozado—. Llevo demasiado tiempo lejos del frente de combate. Mis hermanos absorben demasiado mi atención. Os habéis vuelto manejables, dóciles. Percibo una debilidad en la determinación de nuestras propias filas, una carencia de voluntad que nos aleja de nuestro objetivo. La brujería eldar no es asunto mío, sí lo es encontrar y destruir el nodo. Deberíamos poseer la fuerza mental para superar cualquier clase de trucos. Yo estoy al mando de esta campaña, y no dejaré que mis hermanos me superen. Somos la fuerza, somos un ejemplo para todos. No dejaré que la reputación de esta legión, que mi reputación, quede mancillada. Se acabaron los retrasos. Avanzaremos a toda velocidad. Deja atrás las divisiones del ejército si no te queda más remedio. Nada debe impedimos conseguir la victoria.

Santar frunció el entrecejo al ver que la determinación del rostro de Ferrus se convertía en melancolía.

—Mi primarca, Desaan os sirve con una fe inquebrantable, como todos nosotros. Habéis forjado unos hijos fuertes.

Ferrus cedió por fin. La mano que posó sobre el hombro del palafrenero resultó pesada, casi aplastante.

—Haces que recupere la mesura, Gabriel. Me parece que eres el único que lo consigue.

Santar inclinó la cabeza en un gesto de respeto.

—Me honráis con ese elogio, mi primarca.

—Te lo has ganado con creces. —Ferrus apartó la mano, pero le dejó la articulación superior del brazo dolorida a pesar de la hombrera de la armadura—. Desaan es un buen guerrero.

—Le contaré que lo habéis dicho.

—No, lo haré yo en persona. Será mejor que lo oiga de mis labios.

—Como deseéis, mi primarca.

Se produjo una pausa cargada de tensión mientras Santar pensaba en lo que debía decir a continuación.

Ferrus se volvió de nuevo de espaldas.

—Di lo que te preocupa. Puede que mis ojos sean fríos, pero no estoy ciego.

—Muy bien. ¿Es acertado abandonar a las tropas auxiliares? Quizá necesitemos su apoyo.

Ferrus volvió la cabeza con rapidez para mirar al primer capitán. La actitud tranquila del primarca desapareció convertida en cenizas cuando algo fundido e impredecible le ardió en la mirada.

—¿Estás poniendo en duda mis órdenes, palafrenero?

A diferencia del otro capitán, menos experimentado en aquellas situaciones, Santar no titubeó ni se acobardó.

—Jamás, mi primarca, pero no parecéis vos mismo.

Cualquiera que no fuera Santar habría recibido un golpe por hablar con tanta sinceridad. A pesar de ello, el primer capitán experimentó cierta inquietud mientras el primarca ponderaba su respuesta. Santar mantuvo los puños cerrados, con las garras relámpago preparadas para salir debido a que su instinto guerrero se impuso.

La furia de Ferrus desapareció con la misma rapidez con la que había aparecido, y se quedó mirando hacia la oscuridad.

—Gabriel, hay algo que tengo que contarte. —Ferrus volvió a mirar al primer capitán a los ojos—. Tú, y sólo tú, puedes saberlo, pero debo confesarlo. Te lo advierto, si hablas con alguien de esto…

En la periferia de las últimas palabras del primarca acechaba una amenaza, y un músculo de la mandíbula de Ferrus se estremeció. El primer capitán esperó con paciencia.

—Últimamente he tenido unos sueños muy extraños —musitó Ferrus. Esa forma de hablar era algo casi antinatural en él, y aquello intranquilizó a Santar más que la amenaza de violencia de sus anteriores palabras—. Sueño con un desierto de arena negra y con unos ojos que me miran… Son unos os fríos, de reptil.

Santar no tuvo respuesta para aquello. Jamás había visto al primarca en un estado de vulnerabilidad. Jamás.

—¿Llamo al apotecario, mi señor? —dijo al cabo de unos instantes, cuando se fijó en que Ferrus se estaba rascando el cuello. Vio que bajo la gorguera, justo por encima del borde superior, la piel estaba en carne viva.

—Es una irritación, sólo eso —lo tranquilizó, aunque su voz sonó lejana—. Es este sitio, este desierto. Hay algo ahí fuera que…

En ese momento, Santar sintió verdadera preocupación, y quiso terminar con rapidez y de una vez por todas aquella campaña para así dirigirse a otras zonas de combate.

—La legión es capaz de destruir el nodo sin necesidad de ayuda —aseguró con total confianza—. Es cierto que la carne es débil, mi primarca, pero no seremos sus esclavos.

Y al igual que si una nube se hubiera apartado del sol, el rostro de Ferrus se iluminó y volvió a ser el mismo de siempre. Agarró al primer capitán del hombro en un gesto que le resultó doloroso a pesar de la armadura.

—Reúne a los capitanes de la legión. Encabezaré el ataque contra nuestros enemigos y les demostraremos la fuerza que poseen los hijos de Medusa —afirmó—. He tomado una decisión, palafrenero, y nada me detendrá. Nada.

Una vez se marchó Gabriel Santar, Ferrus volvió a sumirse en sus pensamientos. Nada, ni siquiera la certeza de una próxima batalla, le levantaba el ánimo sombrío. Ese estado era como un yunque que le colgara del cuello y lo arrastrara cada vez más hacia un abismo. Fulgrim podría animarlo, de eso estaba seguro, pero el Fénix no estaba a su lado. En vez de él, tenía que librar aquella campaña con el maldito testarudo de Mortarion y con el guerrero de corazón blando que era Vulkan.

—Fuerza… —dijo, como si pronunciar aquella palabra le proporcionara precisamente eso.

Alargó la mano de dedos plateados hacia atrás para empuñar a Rompeforjas.

Aplastaría a los eldars, destruiría su nodo psíquico y lograría la victoria en esa campaña.

—Y lo haré con rapidez —añadió con un susurro, al mismo tiempo que soltaba el martillo de sus cierres.

Aunque jamás lo admitiría, para Ferrus la guerra no acabaría lo bastante pronto.

Aislados en un vestíbulo de hueso blanco, los dos individuos podrían hablar sin temor a que ningún intruso los oyera. Había mucho que discutir, y era mucho más lo que estaba en juego.

—Percibo dos líneas —dijo uno de ellos con una voz lírica y reverberante—. Son convergentes en este momento, pero no tardarán en divergir.

El otro entrelazó los finos dedos mientras hablaba.

—Yo también las veo, y el punto en el que se separan. No te querrá escuchar. Pierdes el tiempo con esto.

Aunque estaba absolutamente decidido, el primer interlocutor no pareció nervioso.

—Debe hacerlo, o piensa en lo que costará.

—Puede que otros no estén de acuerdo. —Tras unos momentos, el otro interlocutor negó lentamente con la cabeza—. Percibes una segunda senda allá donde no existe realmente. El destino nos cerrará esa puerta.

—¿Lo has visto?

—Lo he visto a «él». Debe elegir, todos debemos elegir, pero esa decisión ya está tomada, y no ha sido a nuestro favor.

En la voz del primer interlocutor se oyó por fin un cierto tono de exasperación.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—No hay nada seguro, por muy improbable que sea la alternativa, pero los pies de hierro no se desvían de su camino a no ser que se les aplique un fuerte incentivo.

El primer interlocutor se echó hacia atrás.

—Entonces, yo lo proporcionaré.

—No servirá para nada.

—Debo conseguirlo.

—Pero no lo harás.

—Pero tengo que intentarlo.

Bion Henricos de la Décima Compañía de los Manos de Hierro no se sintió muy animado cuando revisó el penoso estado en el que se encontraban las divisiones del ejército. Los soldados de aspecto enjuto estaban cubiertos de manchas de sudor y de las costras de la sal que dejaba ese sudor seco. Tenían llagas y sangraban, y caminaban con lentitud. Con una lentitud exasperante.

Incluso los clados de los skitarii y los batallones de servidores armados del Mechanicum estaban sufriendo bajo aquellas condiciones, y la fragilidad de sus componentes humanos era el factor principal. Varios cientos de criaturas cibernéticas habían quedado abandonadas para que se pudrieran y se oxidaran tras el paso de la hueste de combate, mientras que las bajas entre los Masonitas de Saavan se dejaban allá donde caían, con sus harapientos uniformes, y sólo los enterraba el capricho de las tormentas de arena ocasionales.

Los pocos grupos de operarios en condiciones de trabajar habían erigido de forma apresurada un campamento improvisado y los pabellones de enfermería para atender a los soldados aquejados de agotamiento por calor y deshidratación crónica.

Henricos contó las filas de ocupantes de las tiendas, todos postrados en una fila tras otra de camastros de lona y estructura metálica. Los enfermos y heridos sumaban varios centenares. Aparte de algún gemido ocasional, todo el mundo se mantenía en silencio, abatido. El astartes no caminó con más lentitud ni se detuvo, sin hacer caso a los grupos de maceros de Dogan, apoyados en los astiles de sus picas y amontonados bajo los toldos de lona sujetos a los lados de los transportes Chimera. Tampoco se fijó en los desesperados internos de los pilotos y de los conductores que se esforzaban por enfriar los motores de los vehículos, ni en las maldiciones apagadas que soltaban los soldados al sacar puñados de tierra compactada de las armas. Un coronel de aspecto envejecido lo saludó bajándose un poco la visera de la gorra, pero sin dejar de darle caladas a un pitillo. Parecía agotado, lo mismo que sus soldados. Sin detenerse, el astartes pasó a través de la muchedumbre de individuos cubiertos de ampollas y de quemaduras debidas al sol que apenas eran capaces de hablar al tener los labios agrietados y las lenguas secas como el cuero, y sintió una pizca de compasión.

Aquél no era un lugar para los seres humanos. Era el infierno encarnado, y por lo tanto, apropiado para guerreros como él, forjados en las estrellas. A diferencia de muchos de sus hermanos, Henricos no poseía toda una serie de implantes biónicos que lo mejoraran. Le habían amputado la mano y se la habían sustituido por una imitación mecánica, lo que constituía parte del ritual de la legión, pero el resto del sargento de la Séptima seguía siendo orgánico. Supuso que aquella pizca de empatía que había sentido se debía a esa particularidad de su biología.

Se preguntó si sus hermanos más cibernéticos estaban entregando algo más que la debilidad de la carne al altar de la fuerza y de la resistencia mecanizadas. ¿Estarían también renunciando a una parte de su humanidad?

Henricos desechó la idea, pero ésta se negó a desaparecer y se mantuvo en el limite de su conciencia.

Las tiendas de las enfermerías no tardaron en dar paso a pabellones de menor tamaño que proporcionaban sombra a batallones enteros, pero eso era algo que servía de poco a sus apiñados ocupantes debido al asfixiante calor. Las cantimploras llenas de agua se distribuían con rapidez, pero ni siquiera un embalse entero habría sido capaz de saciar la sed de una sola de las divisiones, y mucho menos de las muchas que formaban parte de la hueste de combate. Los responsables de la disciplina se mantenían en pie, imperturbables, para dar ejemplo a los demás, pero incluso aquellos oficiales de espaldas de acero se estaban debilitando. Henricos vio a uno de ellos desplomarse de rodillas, y luego erguirse de nuevo y volver a su puesto.

El viejo coronel empezó a cantar, pero pocos se unieron a la cantinela ingeniosa, salvo los más veteranos.

Todo aquello conformaba un panorama desolador, y ésas no eran más que las tropas de vanguardia. Quedaban muchas más unidades retrasadas respecto a la hueste de batalla principal, y avanzaban todavía con mayor lentitud por el desierto.

Vio una tienda de mando en el extremo de una avenida de arena apisonada que se estaba cubriendo de nuevo con rapidez de montículos empujados por el viento. Una pareja de soldados de los Pretores Masonitas de aspecto cansado se puso en posición de firmes al ver acercarse al guerrero de los Manos de Hierro.

Henricos no pidió permiso para entrar, y ni siquiera se dignó en mirarlos aparte de saludar al frente en reconocimiento de que estaban presentes. Entró directamente y fue recibido por una vaharada de aire rancio. En una esquina de la tienda había un ventilador de reciclaje que estaba activado en modo de enfriamiento máximo. La máquina cuadrada se estremecía y chirriaba al verse llevada al límite de su capacidad de funcionamiento.

Allí dentro había quince hombres con uniformes de oficial, pero desaliñados hasta el punto de estar sólo medio vestidos. Todos se pusieron en pie y en posición de firmes cuando entró Henricos.

Uno que debía ser un general a juzgar por lo ostentoso del uniforme y el pequeño comunicador de largas antenas que llevaba acoplado en un hombro dio un paso adelante. Tenía una placa de datos en la mano cubierta por un guantelete. Abrió la boca para hablar, pero Henricos le hizo guardar silencio simplemente con alzar una mano. Utilizó la cibernética a propósito.

—Desmontadlo —declaró con voz seca. El astartes habló con la misma emoción con que una máquina se comunicaría en código binario—. Todo el campamento.

Otro oficial, con la cara contraída por la sorpresa, no pudo callarse. Éste se había quitado la coraza blindada y se había desabrochado la chaqueta. Era evidente que se había puesto cómodo.

—Pero, mi señor, acabamos de…

Henricos decidió que los tres segundos que le había permitido hablar al oficial eran una concesión que no volvería a otorgar.

—Sin excepciones. La legión retoma el avance, y vosotros también, por supuesto. Reunid a las unidades, o podéis presentarle vuestras objeciones a esto. —Le dio un golpecito a la funda de la pistola bólter que llevaba al cinto—. Lord Manus lo ha ordenado.

El jefe médico fue el único que no se mostró acobardado.

—Si partimos ahora, los enfermos y los heridos morirán —declaró.

Se atrevió a mirar fijamente al astartes a través de sus gafas. Por suerte para él, Henricos no se tomó aquello como una amenaza a su autoridad.

—Sí, es cierto —le contestó el astartes, quien se sintió sorprendido al captar un leve tono de remordimiento en su voz al decirlo.

Los oficiales se sentaron, o más bien se dejaron caer en sus asientos. Henricos tomó la placa de datos y absorbió la información de un solo vistazo.

Luego se marchó.

El desierto se extendía igual que un océano dorado bruñido por el sol.

Ferrus Manus se encontraba sobre una cresta con forma de guadaña observando el terreno que tenían ante ellos. Un grupo de sus oficiales se mantenía cerca de él, mientras que el resto de las filas de legionarios esperaban en formación un poco más abajo.

El primarca miró al hololito geográfico que salía proyectado de la palma de la mano de Santar. Observó las amplias dunas, las cavernas de basalto y las interminables planicies de arena que se veían en un color verde monocromo, y luego volvió a mirar el paisaje desértico.

—Nada en la línea del horizonte… —retumbó, y entrecerró ojos como si percibiera algo que sólo uno de los miembros de su misma famosa procedencia genética podría ver—. Pero hay algo en el aire, una alteración…

—Es posible que se trate de una retroalimentación de la energía, mi señor —apuntó Ruuman mientras contemplaba el valle achicharrado con su ojo biónico.

Los mecanismos giroscópicos de enfoque chirriaron y chasquearon. Los objetivos de múltiples facetas también chasquearon pasando de una configuración a otra a medida que su visión exploraba nuevos espectros de luz. La extensión telescópica se retrajo antes de que hablara de nuevo.

—Eso sugeriría la existencia de un puesto avanzado o de un bastión —añadió el hierroforjado.

—Yo también lo veo —asintió Desaan tras analizar el lugar mediante sus visores—. Es probable que ese puesto avanzado esté camuflado de algún modo.

Santar observó el valle con unos magnoculares. Estaba lleno de rocas de color hueso, blanqueadas por el sol. Algunas surgían del suelo de manera que parecían dedos esqueléticos, o formaban grupos que hacían pensar en las costillas de un depredador enorme muerto hacía ya mucho tiempo. También creyó distinguir unos símbolos, una serie de runas formadas por la colocación de las piedras.

—Debe de ser ahí —declaró Ferrus, interrumpiendo así los pensamientos del primer capitán.

Una ventisca de polvo comenzó a soplar lentamente a través del suelo del valle. A Santar le pareció ver unos diminutos destellos en la tierra removida, y unas sombras antinaturales que no podían ser el resultado de la luz del sol. Desaparecieron en cuanto parpadeó, pero la ventisca de polvo se había intensificado.

Santar apagó el hololito y le entregó la placa a uno de los pocos servidores auxiliares que todavía funcionaban. Le pasó los magnoculares a Shadrak Meduson.

—Incluso si avanzáramos a paso ligero, sería un avance muy lento por el valle —dijo mientras revisaba las distintas opciones tácticas—. Pero rodear la cuenca sería más lento todavía.

Ruuman efectuó un rápido cálculo con sus sistemas biónicos.

—Cuatro punto ocho kilómetros una vez hayamos completado el descenso, primer capitán.

Santar le hizo un gesto de asentimiento al hierroforjado, pero se dirigió al primarca.

—El terreno elevado ofrece una mayor ventaja, pero nos obligará a avanzar en columna. Si nuestras unidades avanzan por el suelo del valle podrán desplegarse, pero el tiempo de exposición frente al enemigo será más prolongado. Hay algo ahí que no soy capaz de ver…, una amenaza.

Ferrus lo miró por encima de la hombrera de la armadura.

—¿Ahora resulta que la superstición es contagiosa, palafrenero? —le preguntó a Santar como si compartieran un chiste privado. El primarca lo hacía a menudo.

—Confío en mis instintos, mi primarca.

—Y no te puedo culpar por ello. —El intento de Ferrus por mostrarse conciliador no se trasladó a sus ojos fríos. Observó con atención el valle, como si ya hubiera visto lo que Santar había comentado pero hubiera decido no hacerle caso—. No pienso permitir que nada me retrase más. Avanzaremos por la parte baja.

—¿Enviamos antes a unos cuantos exploradores para que reconozcan el terreno? No sabemos lo que puede haber ahí.

—No tenemos ninguno —le respondió Meduson, quien apuntaba con el bólter hacia el suelo con la soltura propia de un veterano. Su rostro estrecho era afilado como una espada, y cuando fruncía el ceño, parecía afilarse todavía más.

La voz de Bion Henricos interrumpió la conversación entre los capitanes. El sargento había acudido a aquella reunión improvisada para actuar en nombre de las unidades del ejército, ya que ninguno de los oficiales del mismo parecía capaz de hacerlo, o de hacerlo con la rapidez suficiente como para satisfacer la impaciencia del primarca. Era un guerrero fornido, de músculos nervudos pero con la elegancia de un espadachín. El arma de acero procedente de Medusa que llevaba pegada al muslo lo atestiguaba.

—Quisiera hacer una sugerencia, mi señor —dijo el sargento.

Henricos se arrodilló sobre una pierna pero mantuvo la barbilla erguida y los hombros rectos. No hacía mucho tiempo que lo habían ascendido al rango de sargento, y era la primera vez que le hablaba directamente a su señor y primarca.

—En pie —ordenó Ferrus, mirando de reojo al sargento—. Ninguno de mis hijos debe arrodillarse ante mí, a menos que esté pidiendo perdón.

—Tenemos exploradores entre las filas del ejército, los Maceros de Dogan —le explicó Henricos, al mismo tiempo que se ponía en pie.

—Sería una pérdida de tiempo —lo interrumpió Desaan.

Henricos se volvió hacia él.

—Los humanos tienen una misión que cumplir en este planeta.

Desaan miró fijamente el único implante biónico del sargento y le habló con aspereza.

—Sí, la de ser la carga que llevamos sobre nuestras nobles espaldas y que nos hace arrastrar los pies por el suelo. No son necesarios. Confía en el hierro, no en la carne.

—¿No creéis que yo lo haga? —le preguntó Henricos, quien se esforzó por mantener un tono de voz neutral.

Si los ojos de visor de Desaan hubieran podido entrecerrarse, lo habrían hecho.

—Tienes demasiada carne, Bion, una debilidad que te ofusca las ideas.

Henricos se irritó ame el obvio desprecio. Apretó la mandíbula.

—Os aseguro que no estoy ofuscado en absoluto, hermano capitán.

Unas carcajadas resonantes, poderosas y cargadas de una alegría violenta, rompieron la tensión igual que un martillo partiría un yunque.

—Así me gusta, hijos míos, pero guardad ese celo combativo para nuestros enemigos —gruñó el primarca—. No tiene sentido que os embotéis las espadas mutuamente, o mi palafrenero tendrá que doblegaros delante de vuestros camaradas legionarios. ¿Entendido?

La reprimenda fue firme, pero carente de verdadera ira.

Meduson se interpuso entre ambos en un gesto conciliador antes de que intercambiaran ninguna palabra hiriente que pudiera hacer cambiar el buen humor del primarca. El rostro del capitán se había relajado hasta el punto de que sólo parecía capaz de cortar, no de tajar.

—Podríamos consolidar esta posición y dejar que las unidades del ejército nos alcancen. Supongo que los maceros se encuentran en la vanguardia.

Henricos hizo un gesto de asentimiento indicando que así era.

—Eso les proporcionará un objetivo claro y elevará la moral de la tropa —dijo sin hacer caso de la mirada de desaprobación de Desaan.

—¿Y qué hay de nuestro objetivo? —le preguntó Ferrus Manus. En la pregunta del primarca había un cierto tono amenazante—. Ya nos hemos retrasado bastante. Se acabó esperar —declaró, tan cambiante como el mercurio. Exhaló una larga bocanada de aire a través de los labios apretados—. Primer capitán, reúne a la legión. Haremos que los morlocks atraviesen el valle, con las unidades pesadas en reserva para tomar la colina y proporcionar un posible fuego de apoyo a las fuerzas que avancen por la cuenca. Capitán Meduson, quiero que encabeces el resto de los dos medios batallones por los flancos de la cresta y te reagrupes con nosotros cuando el terreno se nivele.

Santar saludó con energía a su señor y se dispuso a cumplir sus órdenes.

La ladera de la cresta con forma de guadaña era ancha y alargada, pero descendía de forma gradual hasta un punto en el que se unía a la cuenca del valle. El primer capitán recordó las sombras de la ventisca de polvo, y llegó a la conclusión de que los morlocks harían salir a lo que fuese que acechase allí dentro.

Todas las posibles localizaciones anteriores del nodo calculadas por el Mechanicum habían resultado ser falsas, espejismos creados probablemente por la brujería de los eldars. Los esfuerzos de los Manos de Hierro habían provocado que las pocas unidades del ejército capaces de mantener el ritmo de avance se quedaran cada vez más retrasadas, y lo único que habían conseguido los legionarios era caer en una emboscada tras otra.

Probablemente, la exploración de aquella última localización posible del nodo acabara igual.

El primarca posó de nuevo su dura mirada en el lejano horizonte y en la distorsión del aire en la que se había fijado antes. No tenían tiempo que perder.

—Vamos a descender de inmediato. Al infierno el ejército.

Los siete puestos de avanzada que encontraron no revelaron pista alguna sobre el nodo. La legión siguió en todo momento las coordenadas que le había proporcionado el Mechanicum, y libró una serie de escaramuzas feroces. Después de la última, Ferrus se había visto obligado a informar a sus hermanos primarcas sobre su falta de avance. Vulkan fue… comprensivo, e incluso se ofreció a ayudar, algo a lo que Ferrus se negó en redondo. La conversación con Mortarion fue menos cordial. A ese ritmo pasarían bastantes días antes de que las fuerzas legionarias pudieran consolidar su dominio sobre Uno Cinco Cuatro y luego marcharse. El lento avance de las unidades del ejército no los ayudaba en absoluto. Ferrus no podía negar la tremenda potencia de fuego de sus cañones y su utilidad, pero se lamentaba de su fragilidad. Muchos habían caído allí detrás, y dudaba mucho de que pudiera recuperarlos.

«El desierto es un devorador de humanos», pensó con amargura.

El valle que se extendía a sus pies tenía un aspecto extraño. Era algo que los demás no podían ver, ya que estaba más allá de su capacidad de comprensión. Sin embargo, Ferrus sí que lo sentía. Notaba cómo tironeaba de él para acercarlo más a ese abismo que se imaginaba. Algo le estaba carcomiendo los pensamientos, algo más allá del alcance de sus sentidos. Quiso atraparlo, aplastarlo con el puño pero ¿cómo se podía aplastar una sensación?

Allí, en la llanura de arena, en el fondo del valle, algo lo estaba esperando. Quizá lo había esperado desde siempre.

Inquietud, furia y decisión se fundieron en un único deseo imperativo: enfrentarse a ello y matarlo.

Así era como actuaba el Gorgón, como siempre había vivido. También sería como moriría, de eso estaba seguro. Nada lo había vencido jamás. La decisión era lo que lo definía.

«Voy a por ti», juró en su fuero interno al mismo tiempo que comenzaba el descenso.

La luz mortecina que irradiaban las paredes osificadas del santuario psíquico resaltó el ceño fruncido del rostro del primer interlocutor.

—Es excepcional en su voluntad y determinación.

—¿Todavía crees que se encuentra en la senda equivocada? —le preguntó el otro.

—El nexo está cerca… —murmuró el primer interlocutor.

—¿Cómo vas a lograr convencerlo? Los mon’keighs, sobre todo los humanos, y sobre todos ellos, éste, son desconfiados por naturaleza.

El primer interlocutor entrecerró los ojos a medida que las distintas fases de su plan comenzaban a acoplarse igual que los cromosomas de una vida embrionaria.

—Tendré que ser astuto. Debe de creer que se trata de una decisión que ha tomado él. Es el único modo de alterar su senda.

—Esta red que estás entretejiendo es imperfecta —le dijo el otro.

El primer interlocutor lo miró y un destello de energía iluminó una pregunta en sus ojos almendrados…

… pregunta a la que el otro contestó con mucho gusto.

—Intentas convertir la piedra en agua para que fluya según tus propios designios. A la piedra no se la puede doblar, sólo romper.

El primer interlocutor habló con un tono de voz desafiante.

—Pues entonces la romperé y crearé una nueva.

Cuando llegaron al fondo de la cuenca, el aire se quedó quieto y en silencio. A ambos lados de los morlocks se alzaban unos grandes riscos, y el ancho valle no tardó en transformarse en una garganta estrecha a cuyo fondo apenas llegaba el sol.

—¿Dónde nos hemos metido? —se preguntó Santar con una voz que era poco más que un murmullo.

Allí habitaba una oscuridad densa y asfixiante. El lugar había pasado de ser un desierto a convertirse en un paisaje desolado de piedras mortuorias y conjuntos megalíticos semejantes a criptas. En aquellas sombras, la arena casi parecía negra, y Santar recordó la confesión que le había realizado el primarca sobre los sueños que lo acosaban. Hasta el brillo translúcido de las rocas blancas como el hueso se había apagado.

Varios morlocks observaron con atención el entorno. Todos eran veteranos, y poseían la disciplina necesaria para no reaccionar de forma abierta, pero Santar notó que empuñaban con más fuerza sus bólters.

—Mantened la calma, avernii —dijo por el canal de comunicación general, y luego aisló el canal para hablar sólo con Desaan—. Hermano capitán, que tus legionarios se queden cerca y preparados.

Las dos compañías marchaban una al lado de la otra, en un despliegue amplio y con las filas separadas. Las profundas sombras y la incómoda quietud del valle hacían que la distancia que separaba a los guerreros pareciera un abismo.

—¿Es que ya no hace sol? —se preguntó Desaan—. Aquí dentro está tan oscuro como en la Vieja Noche.

Santar levantó la mirada. El sol seguía brillando en el cielo, pero su luz quedaba filtrada, igual que si pasara por una gasa oscura, donde se volvía gris y se dispersaba antes de llegar al fondo del valle.

—He perdido de vista a Meduson y a Ruuman —añadió el capitán.

Santar arqueó más todavía el cuello para mirar la cresta, pero le resultó casi imposible distinguirla.

Era un lugar profundo, mucho más profundo de lo que parecía. Los montones de arena que el viento empezó a empujar a sus pies le recordaron las limaduras de hierro que rodeaban a un yunque. También habían caminado más de lo que había calculado el hierroforjado, y Ruuman jamás se equivocaba en aquel tipo de cosas, pero lo cierto era que no había nada normal en aquella situación.

—Igual que en la Tierra de las Sombras —dijo retumbante el primarca.

La voz estentórea de Ferrus Manus se oyó con claridad incluso sin la ayuda del comunicador. El primarca era el eje de ambas unidades, una bisagra que formaba junto a una escolta con sus pretorianos más devotos, incluido Gabriel Santar.

—No veo fantasmas, mi primarca —comentó el primer capitán en un intento por aliviar la tensión.

En su planeta natal de Medusa, la Tierra de las Sombras era un lugar supuestamente habitado por espíritus y espectros. Ese tipo de relatos procedían de individuos supersticiosos, de aquellos con mentes débiles y crédulas. Los Manos de Hierro sabían cuál era la verdadera naturaleza del lugar. En sus profundidades se alzaban grandes obeliscos de piedra y de metal cuyo propósito se había perdido y olvidado con el paso del tiempo. Sí era cierto lo que se decía sobre la existencia de monstruos que recorrían sus repliegues y sus abismos ocultos. Además, la demencia acechaba en sus llanuras interminables a los incautos y a los insensatos. Recordar un lugar como aquél no era tranquilizador.

—Aquí sí hay fantasmas —le respondió Ferrus, lo que añadió otra capa de escarcha al ya de por sí helado aire—. Lo que ocurre es que todavía no podemos verlos. Cerrad filas. Formación estrecha y profunda —añadió cuando las rachas de viento comenzaron a transformarse en una tormenta.

El valle se había convertido en un lugar completamente distinto, que Santar no reconoció en absoluto. Lo formaban rocas de formas esqueléticas y sombras que se alargaban como garras en dirección a los guerreros de los Manos de Hierro y los rodeaban lentamente.

—¿Por qué no reconozco este lugar? —se preguntó a sí mismo.

La respuesta de Desaan le llegó por el comunicador, pero cargada de interferencias.

—Porque… no es… el mismo.

—Lord Manus —dijo Santar al notar que la sensación de amenaza se hacía palpable de forma abrupta.

Ferrus no lo miró.

—Sigue avanzando. No podemos dar media vuelta. —El tono de voz del primarca indicaba que sabía que habían caído en una trampa—. Los eldars nos tienen, pero no nos mantendrán atrapados.

El viento arreció, y lo mismo hizo la tormenta. Arrebató toda la potencia a la voz del primarca, y al mismo tiempo el retumbar de las numerosas botas metálicas quedó ahogado cuando la tormenta se abalanzó sobre los morlocks sin previo aviso.

Los golpeó como un martillo, y a los pocos segundos las dos compañías quedaron completamente envueltas por la tormenta.

El sol se apagó de inmediato, perdido en mitad de aquella oscuridad aullante.

Unos instantes más tarde, los granos de arena empezaron a arañar la armadura de Santar igual que si fueran cuchillas. Oyó la evasión del desierto contra el metal, pero desestimó el leve daño que estaban sufriendo las placas de blindaje tras comprobar el informe en la pantalla retinal del casco de combate. Santar desenvainó las garras relámpago e intentó atravesar cortando aquella maraña oscura, y descubrió que no era tan blanda como pensaba. La sensación fue semejante a la de cortar tierra, no aire.

—Manteneos juntos —ordenó por el comunicador—. Avanzad al unísono.

Recibió menos confirmaciones de la recepción de la orden que la vez anterior. La pantalla donde aparecía el despliegue táctico no funcionaba correctamenre, y los biomarcadores que indicaban las posiciones de sus hermanos de batalla no dejaban de parpadear. Por lo que sabía, los guerreros todavía mantenían la formación, pero no sabía cuánto tiempo duraría eso. Santar notó que la situación todavía empeoraría más. La arena atascó la rejilla de respiración del casco y le arañó la lengua. Sabía a ceniza y a muerte. Un olor cobrizo le llenó las fosas nasales.

—Manteneos juntos —repitió.

Sus sensores auditivos captaron un aullido lejano que se sobrepuso a la estática chillona del canal de comunicación. No sonaba como el viento, al menos no como si fuera sólo el viento. Una serie de sorprendentes señales de contactos fantasmales aparecieron y desaparecieron en la pantalla táctica.

—Preparados para disparar —ordenó mientras buscaba al enemigo a su alrededor.

La arena negra le tapaba la visión, lo que hizo que le resultara imposible captar un objetivo. Un chillido estridente enturbió las respuestas de los demás capitanes y sargentos. Los iconos de confirmación parpadeaban de un modo esporádico, como si las interconexiones del comunicador se hubieran estropeado.

Santar apenas distinguía la silueta del propio primarca, que se encontraba tan sólo unos pocos metros delante de él.

—¡Lord Manus! —gritó un momento antes de que Ferrus se perdiera más todavía en la tormenta.

Al principio no recibió contestación, pero luego le llegó una respuesta débil.

—¡Adelante! O atravesamos esto o morimos.

Santar hubiese deseado consolidar la posición, formar un cordón defensivo y esperar a que amainara la tormenta, pero aquello no era un fenómeno meteorológico normal. Quedarse allí sólo traería unas consecuencias mortíferas, de eso estaba seguro. Avanzó.

Algo apareció parpadeante en su pantalla retinal. Se trataba de una señal de calor, débil, pero con la entidad suficiente como para que pudiera localizarla.

Volvió la cabeza. La armadura de catafracto se movió con más dificultad de lo acostumbrado, y vio… una cara.

Era un rostro inhumano, con la piel estirada sobre un cráneo muy alargado. La barbilla y los pómulos eran muy angulosos, casi acabados en punta, y los ojos no eran más que unas cuencas oscuras.

—En nombre del Emperador… —musitó cuando se dio cuenta de que aquellos rostros fantasmales flotaban entre las filas de sus guerreros igual que un banco de peces devoradores de carne, aunque desprovistos de cuerpo y mortecinamente luminosos en mitad de aquella tormenta.

—¡Contacto enemigo! —rugió Santar, y esperó a que el comunicador transmitiera la advertencia.

Los morlocks abrieron fuego con los bólters, y un repiqueteo retumbante de detonaciones rugientes resonó por doquier. Las llamaradas expulsadas por los cañones de las armas brillaron igual que bengalas de socorro amortiguadas por la tormenta.

El rostro completamente alienígena se retiró hacia la oscuridad cuando Santar avanzó. Hizo que el primer capitán lo siguiera paso a paso.

—¡Contacto cercano!

Giró el brazo, y la energía que emitían las cuchillas formó una serie de lenguas desiguales de color azul, pero sólo atravesaron el aire.

—Detecto movimiento —oyó Santar por el canal de comunicación, pero le resultó imposible identificar a quien hablaba debido al conglomerado de voces que intentaban llamar su atención.

—¡Contacto! —gritó otra, también anónima para el primer capitán a pesar de que los conocía y había combatido junto a ellos desde hacía décadas.

Unas cerradas descargas de fuego de bólter resonaron por toda la formación de los Manos de Hierro cuando se esforzaron por repeler con toda su potencia el asalto de aquellos atacantes.

—¡Desaan, informa! —gritó Santar a la vez que algo con una rapidez sobrenatural e imposible de rastrear pasó raudo por su lado izquierdo.

El primer capitán se volvió cuando una segunda silueta entró por la derecha en su visión periférica. Aquello lo miró fijamente mientras pasaba, y a Santar se le quedó grabada una vaga impresión de su rostro espectral.

Lord Manus tenía razón: allí había fantasmas que los esperaban en la oscuridad, y a esos espectros se les había acabado la paciencia. Ya habían olido su sangre.

—Enemigo… desconocido. —La respuesta de Desaan llegó de forma entrecortada pero clara—. No podemos… determinar sus posiciones… combate… múltiples contactos.

No vio señal alguna del primarca. Delante de él sólo había oscuridad, lo mismo que en todas las demás direcciones. Había dejado de ser posible orientarse, por lo que decidió quedarse donde estaba.

—Mantened las posiciones —ordenó por el comunicador—. Están intentando separarnos.

Se esforzó por encontrar a su señor, pero no fue capaz de captar nada en aquella oscuridad, ni con la vista ni con ninguno de los sensores.

La confirmación de Desaan también llegó entrecortada y a destiempo, y a Santar le supuso poco consuelo. Los morlocks estaban aislados por la tormenta, y lord Manus había quedado separado del resto de la legión. Su fortaleza y resistencia se habían visto mermadas por una decisión imprudente.

Santar se maldijo a sí mismo por su falta de previsión. Tendría que haberle insistido en bordear el valle o en esperar a que se efectuara un reconocimiento de la zona, pero el primarca no se había dejado convencer. Daba la impresión de que estaba ansioso por lanzarse de cabeza hacia un destino que sólo él era capaz de ver. Santar era el más cercano de todos los Manos de Hierro a su señor, pero ni siquiera él conocía los pensamientos más profundos del primarca.

Un gemido lastimero, agudo y varias octavas por encima del aullido de la tormenta resonó en el aire. El sonido hizo que a Santar la palpitara la cabeza a pesar de la protección que suponía el casco de combate. El vértigo se apoderó de su cuerpo como una ola gigantesca y se tambaleó. Una estática impenetrable anuló por completo los sistemas de comunicación, aunque de todas maneras no hubiera podido dar ninguna orden, ya que se había quedado sin voz.

Santar notó el sabor de la sangre en la boca y escupió en el interior del casco. Apretó los dientes manchados de rojo.

«Sé como el hierro».

Una serie de vibraciones estremecedoras le sacudieron los huesos con la inmensidad invasora de una andanada de impactos de mortero. Se tambaleó de nuevo, pero se esforzó por no desplomarse. Si se caía, acabaría muerto sin duda alguna. Ningún guerrero equipado con una armadura de catafracto era capaz de levantarse sin ayuda si se caía. En la oscuridad acechaban algo más que simples fantasmas. Antes de aquel asalto auditivo, había entrevisto espadas afiladas y unos guerreros ágiles y espectrales. Santar recurrió a su fortaleza interior y buscó algo que matar.

Unas siluetas apagadas provistas de grandes armaduras caminaban tambaleándose entre la neblina: sus morlocks, lentos y prácticamente inmovilizados.

Un aullido cruzó afilado su dolor, un sonido desesperadamente mortal que precedió a una ráfaga de disparos de bólter que le impactó en el lado derecho. Santar hizo caso omiso de ambas cosas y sintió el repentino desplazamiento del aire a su izquierda.

«Te encontré».

El instinto defensivo hizo que Santar lograra detener la hoja afilada de la espada que se dirigía hacia su cuello, y por fin consiguió ver con claridad a su enemigo.

Lo que el eldar llevaba puesto era una máscara de color blanco hueso, igual que el resto de la armadura. El casco estaba rematado por unos filamentos de color negro que parecían una melena. A juzgar por la armadura de formas ceñidas se trataba de una hembra eldar, y no de un espectro o de un necrófago. La espada era larga y curvada, forjada y afilada por una mente asesina. De la hoja saltaron chispas en los puntos donde chocó contra las garras relámpago de Santar.

Formaba parte de la tormenta y al mismo tiempo era independiente de la misma, ya que se acoplaba al viento a voluntad. Se apartó de Santar y dejó tras de sí un rastro de chispas que se disiparon en el aire.

Santar mantuvo la guardia alta sin hacer caso de lo que le indicaban los visores retinales y prefirió hacer caso de su instinto. Cuando llegó el ataque lo hizo con una tremenda fuerza. La espada se estrelló contra la garra relámpago y Santar sintió como el impacto del golpe le llegaba hasta el hombro. Su oponente lo miró fijamente, enfurecida por la resistencia que mostraba, y lanzó un aullido infernal a través de la máscara. El aullido hizo que al primer capitán se le desencajara la mandíbula por la fuerza con la que apretó los dientes. Santar resistió el ataque sónico y empleó la otra garra relámpago para atrapar la espada de hueso de la eldar.

En la otra mano de su oponente apareció una pistola, pero los disparos rebotaron sin causar daño alguno en la armadura de Santar, como si se tratara de inofensivos picotazos de unos insectos.

La risa rasposa que emitió a través de la rejilla de respiración le sorprendió a él mismo.

La eldar soltó la pistola, empuñó la espada con las dos manos y se esforzó por liberarla. Mientras la tuviera atrapada allí, no podría blandida, y si se apartaba sin ella, Santar la cortaría en pedazos. Ni siquiera los eldars eran más veloces que un relámpago.

—No me asustas —gruñó Santar con los dientes apretados cuando la eldar le lanzó otro grito infernal en plena cara. La mayor fuerza del primer capitán empezaba a vencer a la espada de la alienígena, y sus implantes biónicos gruñeron impacientes por la inminente victoria—. Yo doy más miedo.

Santar partió la espada en dos moviendo las garras relámpago como si fueran unas tijeras. El extremo final del arma, separado de forma violenta del resto de la hoja y de la empuñadura, giró brevemente en el aire para clavarse en la placa pectoral de la indefensa eldar, y la empaló. La guerrera se desplomó de espaldas en la tormenta y desapareció.

La emboscada empezaba a perder ímpetu, y Santar tuvo la certeza de que la propia oscuridad retrocedía a medida que la tormenta amainaba. Vio numerosos morlocks tumbados en el suelo, donde habían caído muertos por las espadas o simplemente derribados por los aullidos, pero otros ya se estaban reagrupando. Incluso las comunicaciones habían recuperado la normalidad.

—Primer capitán, ¿estáis vivo?

Era Desaan, y como contrapunto a su voz se oía el retumbar rítmico de su bólter.

—Vivo y furioso, hermano capitán —le contestó Santar al mismo tiempo que empalaba a otra guerrera.

Estaba sacando las garras relámpago de la espalda de su enemiga con un satisfactorio sonido chirriante cuando el brazo izquierdo se le quedó inmóvil. Intentó liberarlo pero no le respondió.

—Pasa algo. Hermano, estoy… gnnn. —Una parálisis le inmovilizó los implantes biónicos, igual que si hubieran dejado de funcionar. Las piernas también mecanizadas, se quedaron paralizadas—. No puedo… gnnn —el dolor era increíble, y la última palabra sonó como un jadeo— …moverme.

Miró a su alrededor en busca de ayuda, pero sólo vio dos máscaras sin cuerpo que se le acercaban. Le pareció que le sonreían con crueldad y un brillo maléfico les iluminaba el rostro. Le dijeron algo en su lengua, algo que sonaba vengativo.

—Puedo mataros a los dos… con una sola mano —los amenazó Santar pero notó una grieta en su autoconfianza cuando empezaron a dar vueltas su alrededor.

Algo le llegó por el canal de comunicación, algo que hizo que desviara la atención de los dos guerreros espectrales que se le acercaban. Reconoció el grito quejumbroso de su hermano capitán.

Divisó a Desaan entre las dos formas de eldars que lo rodeaban, trastabillando en la oscuridad mientras disparaba a su alrededor sin apuntar. Una ráfaga perdida acertó a uno de sus camaradas morlocks, lo que hizo que bajara la guardia. Otro de los guerreros espectrales aprovechó la oportunidad para clavarle la espada en la juntura de unión entre la placa del torso y la muslera. Vio como el guerrero de los Manos de Hierro se desplomaba en el suelo antes de que la tormenta ocultara la escena.

—¡Desaan! —los posibles asesinos de Santar ya estaban muy cerca—. Cuidado con tus disparos, hermano.

No se podía permitir más distracciones. Desaan siguió trastabillando sin dejar de disparar el bólter hacia todos lados y sin apuntar a nada en concreto.

—¡Desaan!

Parecía que estaba…

—Ciego, mi primer capitán —musitó Desaan, aturdido—. No… veo… nada.

El brazo le colgaba flácido al costado. Vio que había otros legionarios con los mismos síntomas. Los morlocks estaban siendo derrotados precisamente por aquello que les proporcionaba tanta fuerza.

«La carne es débil». Santar recordó el aforismo, algo que le pareció cargado de una ironía burlona.

Los eldars les habían hecho algo, habían invocado alguna especie de hechicería maligna que afectaba a sus implantes cibernéticos. Todos los morlocks poseían numerosos implantes cibernéticos en el cuerpo.

Santar miró fijamente a los guerreros espectrales, que blandían sus espadas en un gesto alegre por lo que estaban a punto de hacer.

—Vamos, venid —los desafió con voz pastosa.

Se sentía igual que si tuviera el corazón al descubierto ante sus espadas. Los guerreros espectrales se detuvieron y se quedaron flotando en mitad de la tormenta, corpóreos sólo en parte. Ambos se volvieron difusos al mismo tiempo. Los dos se convirtieron en muchos, y sus risas ásperas resonaron a través del aullido que machacaba de un modo incesante a Santar.

—¡Vamos! ¡Venid a luchar! —les rugió.

Los ojos de uno —¿o eran los de todos ellos?— se entrecerraron detrás de la máscara, y Santar siguió esa mirada, hacia su brazo paralizado. Sólo que ya no estaba inmóvil, aunque no por voluntad del primer capitán. La energía chasqueaba a o largo de las cuchillas de la garra, y tenía la potencia suficiente como para atravesar cualquier armadura de combate. La fascinación y la incredulidad se sumaron hasta llegar al horror cuando Santar se dio cuenta de que las cuchillas se volvían hacia dentro…, hacia su cuello.

Se agarró la extremidad rebelde con la otra mano mientras las risas alienígenas crecían hasta convertirse en un repiqueteo monótono. El rostro se le cubrió de sudor cuando los músculos del cuello y del hombro se hincharon por el esfuerzo de intentar contener la extremidad rebelde que intentaba matarlo.

Muerto por su propia mano. No había honor alguno en algo así. Era una muerte despreciable, y los eldars que lo miraban lo sabían.

—Por el Trono… —jadeó.

Hasta el zumbido de los implantes biónicos sonaba diferente, de un modo más hostil.

«¡Resístete!», se dijo a sí mismo, pero la unión entre la máquina y la carne no era algo simbiótico. Una se consideraba un contagio en detrimento de la segunda, pero la bendición se había convertido en una maldición.

El hedor actínico del metal quemado le llenó la rejilla de respiración cuando las puntas de las cuchillas cargadas de energía tocaron el borde de la gorguera. Santar calculó que haría falta un único empujón decidido para atravesar la armadura y desgarrarle la garganta. Como mucho, disponía de unos cuantos segundos.

El primer capitán estaba ronco por los desafíos que había rugido, y sus esfuerzos se hicieron más débiles a cada momento que pasaba.

Cerró los ojos y susurró ante lo que parecía inevitable.

—Mi primarca…

Ferrus estaba solo. Únicamente estaban la tormenta y él. Se había colocado su casco de combate, pero no vio rastro alguno en la pantalla retinal, así que no perdió el tiempo llamándolos por el comunicador. El último contacto que había recibido procedía de Gabriel Santar, y era una orden desesperada para que se mantuvieran juntos.

«Adelante, sigue adelante».

La compulsión fue demasiado fuerte como para resistirse. Ya se habían adentrado mucho. Fuera cual fuese el horror que albergara aquel desierto fuera cual fuese la verdad cruel por la que lo habían convocado allí para que la presenciara, ya no podía negarse a seguir.

Aquello no era una tormenta normal y corriente. Estaba demasiado cargada con el tejido de sus propios sueños, estaba repleta de metáforas de su pasado violento y las ataduras figuradas de su posible futuro. Oyó voces en el viento cortante, pero no sonidos de combate ni gritos de batalla.

«Me esperaba una batalla».

Ferrus no fue capaz de captar el significado, pero sintió que aquellas palabras eran importantes.

El comunicador no funcionaba. Ni siquiera se oía la estática en los distintos canales. Lo aceptó también, y siguió avanzando.

Fuera lo que fuese, fuera cual fuese el destino o el hado que lo había llevado hasta allí, se enfrentaría cara a cara con ello.

«Ojos… unas rendijas como las de una serpiente que me observan. Oigo el siseo de su lengua como un cuchillo en la brisa. Es el mismo cuchillo que noto sobre mi garganta».

Le llegó un recuerdo.

Después de salir de la nave terrestre, habló una vez más con Mortarion, o más bien, su hermano le habló. El otro primarca lo había dejado con un comentario insultante que Ferrus no podría olvidar o callarse con facilidad.

«Si no posees la fuerza suficiente… Si no puedes acabarlo tú solo…».

—¿Ayudarme? —le rugió a la tormenta implacable. La respuesta del viento sonó burlona—. No necesito ayuda. —Se echó a reír, un sonido terrible y cruel—. Soy fuerte. Soy el Gorgón.

Ferrus se dio cuenta de que estaba corriendo, aunque no recordaba haber acelerado el paso de un modo tan drástico y sin motivo aparente alguno. Sin embargo, corría con toda la rapidez que le permitían sus piernas. La oscuridad de la llanura de arena pareció alargarse cuando la tierra y el cielo se hundieron en uno solo.

—No puedes ayudarme —bramó un momento antes de tener la sensación de que volaba y que luego caía.

«Nadie puede hacerlo», se dijo a sí mismo de forma subconsciente en voz mucho más baja.

Dos legionarios estaban sobre el montículo de arena dorada y miraban el cielo de oscuridad.

Lo que tenían delante de ellos era una nube negra que rodeaba a los morlocks igual que la tinta en el agua.

Bion Henricos apenas era capaz de creer lo que le decían sus ojos, y se preguntó si sus hermanos con implantes veían lo mismo que él.

—¿Qué es eso?

El hermano Tarkan amplió la abertura de foco de su ojo biónico y ajustó la imagen con diminutos movimientos de los músculos faciales. Cada uno de los ajustes produjo el mismo resultado.

—No hay nada concluyente.

—Eso de ahí no es natural en absoluto —declaró Henricos, mientras se incorporaba desde su postura en cuclillas.

Hasta que se reagrupara con el capitán Meduson, la mitad del batallón estaba bajo sus órdenes. Fuera lo que fuese la negrura que tenían delante de ellos, tendría que enfrentarse a ello sin ayuda alguna. Había intentado ponerse en contacto mediante el comunicador, pero los canales estaban afectados por aquella especie de tormenta física que bullía en la cuenca desértica.

—Tiene garras, hermano sargento —le informó Tarkan.

Doscientos cincuenta legionarios, sólo una parte de la Décima de Hierro, esperaban las órdenes de Henricos. Estaban armados con los bólters y furiosos, pero allí se encontraban, detenidos debido a la oscuridad. Era una pena que no dispusiesen de unidades de motocicletas a reacción para rodear la tormenta y estudiarla de un modo más completo. Henricos pensó, y no por primera vez, en la falta de flexibilidad táctica de su legión.

—Sí que las tiene —admitió el sargento mientras estudiaba con atención el horizonte y las rocas con forma de columna que se alzaban por encima del valle cubierto de sombras. Se encontraba lo suficientemente cerca como para tocarla y alargó su mano de hierro. Un tentáculo de arena arremolinada tintineó de un modo inofensivo contra el metal, y cuando Henricos levantó de nuevo la vista, descubrió lo que estaba buscando por encima de la tormenta. De allí era de donde partía la oscuridad, una figura alta y delgada con una túnica de color pardo. Empuñaba un báculo de brujo, cubierto de runas talladas y gemas engastadas.

—Hermano Tarkan —dijo con voz chirriante cargada con la promesa de una venganza—. Límpiame esa mancha.

Tarkan era un francotirador, parte de una de numerosas escuadras como aquélla en la Décima. Manejaba su rifle de cañón largo con la elegancia de un tirador experimentado. Había fabricado el arma con sus propias manos, y le había acoplado una mira telescópica que se conectaba a su ojo biónico. De ese modo se forjaba una conexión infalible entre el tirador y el objetivo.

El legionario observó por la mira telescópica, colocó la intersección de guías verdes sobre el casco del brujo, y luego disparó. La salida del proyectil movió el arma, pero Tarkan ya había compensado ese movimiento. Sin dejar de observar por la mira, sonrió satisfecho pero sin alegría cuando el cráneo del alienígena estalló y se desplomó desde la columna sin la cabeza ni la parte superior del torso.

Se echó el rifle a la espalda.

—Objetivo eliminado, hermano sargento.

Henricos alzó un puño y el resto del batallón avanzó.

Ya no tenía sentido quedarse inmovilizados.

—Adelante en nombre del Gorgón.

Doscientos cincuenta guerreros se adentraron en la tormenta que amainaba.

Algo repelió a Henricos cuando entró en las sombras. Fue un repentino espasmo de los mecanismos de su mano biónica, que se cerró formando un puño cuando lo que él quería era que se abriera para desenvainar la espada. Tuvo que concentrarse para recuperar la capacidad de maniobra mientras se acercaba a los morlocks caídos. No tenía claro a qué se debía aquel funcionamiento defectuoso, y se detuvo al ver lo que se estaban haciendo los unos a los otros.

Uno de los legionarios tenía clavado su propio destripador en la placa pectoral. Los dientes de sierra del arma estaban enrojecidos y seguían girando. El legionario intentaba impedir con la otra mano que la hoja se clavara más todavía, pero la extremidad cibernética seguía empujando. Otro yacía tendido inmóvil en el suelo, con el casco hundido por su propia maza de energía. De las grietas salía un fluido carmesí que se encharcaba alrededor de su cabeza. Algunos caminaban tambaleándose medio cegados, o permanecían inmovilizados por unas piernas biónicas que no funcionaban. Las manos implantadas se cerraban alrededor de las gargantas y estrangulaban a sus portadores. Las pruebas truculentas y espeluznantes de la matanza mecánica estaban por todas partes.

La virtud del credo de los Manos de Hierro se había vuelto contra ellos.

La pausa momentánea de Henricos se debió en parte al deseo de mantener a salvo a su mitad del batallón y a no querer empeorar una situación aterradora de por sí. Sin embargo, fuera lo que fuese lo que estaba afectando a los morlocks, todavía no se había apoderado de los legionarios de la Décima.

—¡Capitán!

Henricos entró a la carga en la tormenta con un vigor renovado. Sus hermanos se desplegaron a su espalda y procuraron ayudar a detener las automutilaciones e impedir que fueran más graves de lo que ya lo eran.

—¡Lo veo! —contestó Meduson—. Por la espada del Emperador, lo veo… Detenlos, hermano. Sálvalos de sí mismos si puedes.

El enlace se apagó. El respiro en el estado de las comunicaciones fue breve, y en ese momento, Desaan apareció en el campo de visión de Henricos.

La mano cibernética del capitán empuñaba un cuchillo de combate de filo serrado, y se enfrentaba a un atacante invisible que intentaba clavarle en plena cara su propia arma.

Henricos llegó a su lado cuando la punta de filo monomolecular ya estaba a punto de atravesarle la piel.

Los dedos de hierro del sargento se cerraron alrededor de la muñeca de Desaan y le inmovilizaron la mano.

—¡Aguantad, capitán! —le gritó mientras se esforzaba por dominar el arma. Mientras luchaba, Henricos vio rostros en la oscuridad. Eran veloces e incorpóreos, y casi parecían volutas de niebla helada que tomaran una forma espectral. Una ráfaga de disparos de bólter intentó acribillarlo, pero el fantasma se desvaneció antes de que le impactaran los proyectiles. Luego oyó un coro aullante y burlón que le hizo chirriar los dientes al sargento.

La voz de Desaan sonó dolorida.

—¿Bion? ¿Eres tú? No puedo ver, hermano.

El visor del capitán estaba apagado, y se asemejaba a una venda de hierro que alguien le hubiera colocado sobre los ojos.

—¡Luchad, hermano capitán! —lo animó Henricos, pero la fuerza biónica de Desaan era increíble. Ni siquiera entre ambos eran capaces de superarla, y la hoja afilada avanzó un poco más y se clavó en la carne.

—Apuñalado por mi propio cuchillo de combate —dijo Desaan con una mueca de dolor—. No es una muerte tan gloriosa como me esperaba.

—Todavía no habéis muerto —le aseguró Henricos—. Echaos hacia atrás…

El sargento soltó el brazo de Desaan, desenvainó de un tirón su espada forjada en Medusa y activó la hoja serrada. Tardó en hacer todo aquello varios segundos más de lo que debería, ya que su mano de hierro se le resistió.

«No tardará en afectamos también a nosotros».

—¿Qué haces?

—Lo que debo hacer.

El chirrido del metal cortado ahogó el coro de aullidos cuando Henricos empezó a serrar el antebrazo del capitán.

Desaan procuró mantenerse quieto y sin moverse del sitio.

—Si se te resbala… —gruñó con los dientes apretados.

—Perderéis la cabeza —le contestó Henricos sin dejar de cortar.

Los fantasmas que los rodeaban comenzaron a retroceder a medida que amainaba la tormenta. También comenzó a flaquear el dominio hechicero sobre los implantes cibernéticos de los Manos de Hierro.

Los últimos trozos de cableado y de servomecanismos se soltaron en mitad de una lluvia de aceite lubricante y de chispas, lo que dejó libre la pieza del avambrazo. Henricos, con el rostro cubierto de sudor por el esfuerzo y el nerviosismo, se apartó, y los dos guerreros de los Manos de Hierro exhalaron un suspiro de alivio al mismo tiempo.

En mitad de la brisa sonaron ráfagas de disparos de bólter que se multiplicaron a cada momento que pasaba. Los morlocks caídos recuperaron el control de sus extremidades, pero el coste que había tenido la emboscada quedó a la vista cuando la arena se posó en el suelo.

Había numerosos catafractos muertos, que yacían por doquier atravesados por sus propias espadas y cuchillos o con la cabeza machacada por sus propias mazas. Otros tres, al menos, habían muerto bajo las hojas afiladas de los guerreros espectrales. Muchos más estaban heridos.

Desaan recuperó la vista y torció el gesto al ver su brazo amputado, pero movió la cabeza en un gesto afirmativo para darle las gracias a Henricos.

—Ser capaz de tener buen juicio en mi estado de ánimo no es una de mis virtudes.

—Dijisteis lo que pensabais, y lo mismo hice yo. No hace falta decir nada más.

Se saludaron con un gesto rápido, sin demasiada formalidad, y el asunto quedó zanjado.

Desaan asintió de nuevo y miró a su alrededor. No vio rastro alguno de las bajas enemigas.

—¿Es que aquí no se ha librado una batalla? —preguntó Meduson cuando se reagrupó con la Décima de Hierro.

—Yo le acerté a uno con un golpe al que no ha podido sobrevivir —apuntó Desaan.

—Lo mismo que yo. La cabeza acabó separada del cuerpo —declaró Tarkan mientras se les acercaba.

Desaan soltó un bufido.

—Hasta sus muertos son unos cobardes. Han desaparecido todos.

Ahí se acabó la discusión, ya que de la oscuridad que se disipaba surgió una figura. Mostraba una herida brutal a la altura de la gorguera y de la hombrera izquierda. Aquellos cortes le habrían cercenando la cabeza si hubieran estado un centímetro más cerca del esternón. Los cuatro surcos eran profundos, y era evidente que los había abierto un arma de energía.

—También lo ha hecho el primarca —les informó Gabriel Santar—. Lord Manus no aparece por ningún lado.