V
Por un tiempo que pareció una eternidad, Walter vivió en un estado de semicoma. Su cuerpo era una cámara de tortura, de la que deseaba intensamente escapar, aun cuando la muerte fuera el precio de la liberación. Tenía una vaga conciencia de que yacía en un jergón bajo cubierto por una piel de lobo. Un rostro amarillento aparecía continuamente en su limitado campo visual, y le parecía ser el de un enemigo que le causaba las torturas que estaba sufriendo. Era un rostro maligno, manchado y cruel, de rasgos duros y huesosos y cráneo terminado en punta. Los delgados labios estaban en continuo movimiento, aunque los sentidos de Walter se hallaban demasiado embotados por el dolor para percibir sonido alguno.
Al salir de la primera fase de su estado, empezó lentamente a percibir los detalles de su existencia. Estaba acostado en un cuarto cuadrado de paredes de troncos. Poca era la luz que penetraba desde el exterior, y el ambiente estaba casi fétido de puro pesado. El de la cara maligna era un shaman, muy viejo, que atendía a sus necesidades con gruñona repugnancia. También había una mujer que le llevaba comida y leche de yegua y que dormía en un rincón de la habitación. Era regordeta y hasta cierto punto atrayente. Al muchacho le pareció que andaba alrededor de su cama calzada con sus altas botas de piel de oveja más de lo estrictamente necesario.
Sus huesos rotos empezaron a soldarse, y a las dos semanas sus dolores habían disminuido. Pasó casi un mes, sin embargo, antes de que pudiera sentarse con cierta comodidad. Entre tanto, se enteró de que la caravana seguía su camino y que ninguna disposición se había adoptado para alcanzar a los fugitivos. No pudo saber por el anciano qué órdenes habían sido dadas a su respecto.
En una oportunidad en que el shaman había salido, la mujer se dirigió hacia él y lo miró. Se inclinó sobre su cama y le tocó el brazo.
—Blanco —murmuró—. ¡Tan blanco! Unakina nunca vió antes.
La mujer parecía fascinada por el color y la suavidad de su piel. Walter había advertido ya que siempre estaba cerca de él cuando el viejo le fregaba la espalda con ungüentos.
—¿Qué me harán? —preguntó, usando la jerga de los caminos.
La mujer sonrió, tranquilizadora.
—Nada. El amo Bayan dejó dinero para que se cuide al hombre blanco.
Walter se quedó tan asombrado que permaneció en silencio por largo rato. La mujer se inclinó hacia él para murmurarle:
—El amo Bayan dijo que había que informar al hombre blanco de que nada tenía que temer.
En otra oportunidad, Walter le empezó a preguntar sobre ella misma, si era casada y si tenía hijos.
—No tengo hijos. Unakina es la esposa de Tului. Él está en el ejército, luchando. Quizá vuelva, quizá no.
Era evidente que Tului había sido un hombre de cierta importancia. Al lado de la cama había un cofre de laca y un insólito conjunto de utensilios domésticos. Lo más notable entre esas pruebas de riqueza relativa era un hermoso y alto mueble en un rincón, evidentemente de hechura china y poco considerado. Unakina no lo usaba para nada pues prefería colgarlo todo de las perchas de la pared.
Como es costumbre entre las mujeres mongoles; vestía como un hombre, con calzones de gamuza y gruesas botas. Su única concesión a la femineidad era una camisa de seda rojo brillante. Mientras conversaba, trenzaba cáñamo, pero ese trabajo lo realizaba automáticamente. Siempre tenía fija la mirada en su huésped.
Una vez, dió espontáneamente una información totalmente personal.
—Si Tului muere, Unakina volverá a casarse. Unakina es joven, y quizás entonces tenga hijos.
—¿Siempre vives aquí? —preguntó Walter.
—Siempre —contestó, y, mirándolo a los ojos, prosiguió—: ¿Le gusta esto al hombre blanco?
A medida que Walter fué mejorando, el shaman empezó a practicar un método de curación llamado champooing. Consistía en una violenta friega por todo el cuerpo y estiramiento de sus miembros hasta que crujieran. En un principio Walter protestó vigorosamente. Unakina fué quien lo tranquilizó.
—El champooing es bueno —declaró—. Lo aprendimos de los Domdatu. Hace que el cuerpo recupere sus fuerzas. El blanco tiene que volver a ser fuerte.
Cuando el shaman gruñía de disgusto por el trabajo que le causaba, Unakina seguía personalmente con la cura. Sus manos eran más fuertes que las del viejo, y más suaves.
Pronto haremos que el hombre blanco esté fuerte decía al amasarle el cuerpo.
Fué el brazo de Unakina el que le rodeó los hombros para guiarlo en sus primeros intentos de caminar. Llegaron hasta la puerta. Era muy temprano por la mañana, y aunque el día amenazaba ser muy caluroso, aún había rastros de una brisa. Walter se llenó los pulmones con ansias, volviendo la mirada hacia el oriente, en que las purpúreas luces del amanecer se rezagaban en las laderas de las bajas colinas.
«¿Dónde estarán Maryam y Tris?» —se preguntó—. «Deben haberse adentrado mucho en el país de Manji. ¡Qué sorpresa se llevarán cuando yo llegue a Kinsai a pesar de todo!».
Hasta entonces había caminado con plena confianza. Sin embargo, cuando llegó el momento de regresar, se sintió incapaz de hacerlo. La mongol lo levantó en brazos y lo llevó a su cama.
—El hombre blanco aún necesita de Unakina —dijo, inclinándose sobre él.
—Gracias —contestó el muchacho con voz débil—. Unakina es muy fuerte.
—Mis brazos son fuertes, sí —contestó ella meneando la cabeza—, pero mi corazón no lo es. Es muy débil.
El muchacho se dió cuenta de que tendría que irse en cuanto su estado se lo permitiera. No quería que la guerra hubiera terminado cuando llegara al campamento de Bayan, y, además, había un motivo no menos apremiante. Sabía que el Ulang-Yassa establecía la pena de muerte para la consumación del intento que el muchacho podía leer en la mirada de su guardián.
A largos intervalos algunas caravanas atravesaban la aldea. En un principio, Walter sólo tenía noticias de ellas por los sonidos que le llegaban, las estridentes voces de los hombres y el movimiento que se producía en la pequeña población. A medida que se fué fortaleciendo, pudo presenciar las llegadas y partidas desde la puerta de la cabaña, siempre añorando viajar con ellas. Habría cedido antes al impulso de no haber sido por unos extraños ataques que le daban. Esos ataques se producían después de un dolor que sentía en la base de la espina dorsal. Durante varios minutos permanecía incapaz de hacer movimiento alguno, y su mente quedaba totalmente en blanco. En la aldea le habían puesto en consecuencia un sobrenombre: El Joven Que Se Pierde A Si Mismo.
Sin embargo, Walter comprendió que tenía que partir a pesar de su estado. La afición de Unakina para con él se manifestaba en cuanto decía y hacía. El shaman llevaba continuamente en los labios una astuta sonrisa, y una vez preguntó:
—¿Tomará el hombre blanco el lugar de Tului?
La oportunidad se presentó cuando una enorme caravana llegó a la aldea una tarde a última hora. Estaba integrada casi totalmente por chinos mercaderes en sedas que regresaban de Occidente, y algunos mongoles que habían pasado ya de la edad militar. Por entonces, Walter podía dar unos paseos, de modo que visitó al jefe de la caravana y arregló su partida con ella por la mañana. Podarge relinchó un saludo cuando el muchacho fué a buscarla. Estaba gorda después de su largo descanso en el yamb.
Al día siguiente se levantó al amanecer. Unakina había salido de la cabaña, pero regresó antes que él hubiera terminado de envolver sus ropas. La mongol se quedó mirándolo en silencio por un rato.
—¿Se va el hombre blanco? —preguntó por fin.
—Sí, Unakina. Me voy con la caravana.
Desprendió la hebilla del cinturón, que estaba incrustada de turquesas y ópalos, y se lo tendió a ella.
—Unakina ha sido muy buena. Unakina debe aceptar este regalo. Es lo único que tiene el hombre blanco.
La mujer tomó la hebilla, fija en ella su mirada con expresión de orgullo lastimado. Cuando se convenció de que estaba resuelto, le volvió la espalda a Walter y arrojó el regalo al suelo con furioso movimiento del brazo.
¡Unakina no quiere regalos! —exclamó—. Unakina quiere que el hombre blanco se quede.
Walter salió inmediatamente. El sol estaba elevándose por sobre las colinas al este. El muchacho se sentía fuerte y animoso, tan bien, en realidad, que el largo viaje que le esperaba no le producía temores. Al montar en Podarge, silbaba con profunda sensación de alivio.