II
Sin tener idea alguna de cómo salir de aquella poblada ciudad encerrada en los muros del castillo, Walter echó a andar al azar por una angosta callejuela. De pronto se oyó un tañido de campana. Inmediatamente empezaron a salir de todas las puertas gentes que echaron a andar en una misma dirección; hombres de armas, arqueros, criados y músicos, de los cuales casi todos usaban la gola de hierro de Bulaire. El muchacho se encontró en medio de ellos.
Ante una arcada que comunicaba el patio interior con el exterior, volvió a encontrarse con el padre Nicholas. Al enterarse de lo ocurrido, el sacerdote meneó la cabeza, indignado.
—¿Era absolutamente necesario hablar con ella? —preguntó—. Por mí no me importa lo que haga, pero usted la ha ofendido mortalmente, Walter de Gurnie, y puede estar seguro de que no estará satisfecha hasta que lo haya pagado a su estilo. Ahora tenemos que lograr que por hoy al menos quede usted fuera de su vista.
Después de decir que consideraba lo mejor que Walter saliera por una poterna disimulada, el sacerdote se dirigió hacia el extremo opuesto del patio interior, donde estaban las cocinas. Se encontraron de pronto en un oscuro pasadizo que olía fuertemente a especias y a hierbas fragantes. Al pasar bajo una arcada, Walter vio una enorme caverna que se extendía a pérdida de vista, donde los cocineros del castillo estaban preparando la comida ante ardientes fuegos. Parecían ser un ejército entero, todos vestidos con túnicas blancas; muchos blandían cuchillos y cucharas, y discutían animadamente alrededor de los fuegos ante los cuales cuartos de animales y aves adobadas giraban en sus asadores. Se oían continuamente las voces de los cocineros principales, que pedían tal o cual condimento, mientras que los pinches corrían de la despensa a la cocina sacando provisiones de los enormes toneles, tarros y cestos.
Walter observó que las cocinas estaban tan alejadas en el espíritu como en el espacio del gracioso mundo de la sala principal del castillo, en que las paredes estaban cubiertas de tapices; los muebles estaban adornados con ricos bordados y brocados, y se oía una suave música proveniente de la galería, de los músicos. Detrás de su imponente fachada, el castillo era sucio, feo y estaba descuidado; tan mal proyectado que todo estaba invariablemente mal dispuesto. Eso lo advirtió hasta cierto punto al mirar aquella resonante caverna culinaria, pero mucho tiempo iba a transcurrir antes de que comprendiera que un sistema de vida que creaba altos castillos de piedra y malolientes cabañas que rodeaban sus muros estaba igualmente mal dispuesto.
Después de bajar por una escalera de piedra en forma de espiral, llegaron a un húmedo pasadizo que cerraba una puerta de roble. No se veía a nadie y la puerta estaba cerrada por el lado opuesto, de modo que el sacerdote golpeó en un escudo de madera colocado allí, al parecer, con ese propósito. Sus llamados hicieron aparecer a un tullido hombrecillo cubierto de polvo y de harina, que les gritó con incontrolada voz de sordo:
—¿Qué quieren?
—Salir por la poterna, molinero —contestó el padre Nicholas con impaciencia.
Detrás del hombrecillo podían ver en la oscuridad parte del molino del castillo. Las piedras de moler trabajaban continuamente y una prolongada corriente de grano molido fluía por el canal de piedra.
—¿Puede un hombre estar en dos lugares a la vez? —preguntó el molinero—. Usted me dirá que es imposible, padre Nick, pero yo sé que no. ¡Piden harina y más harina! Harina bastante para llenar los morrales de todos estos invitados de fantasía. ¿No podrían encargarle a uno de esos perezosos y mal nacidos truhanes de la sala de guardias que cuidara la puerta? No, los necesitan a todos para exhibirlos allí arriba, de modo que Hal, el molinero, tiene que atender también la poterna.
—Mira bien a este joven caballero, Hal —ordenó el sacerdote—. Esta noche en algún momento querrá regresar y llamará de un modo especial. Tres golpes rápidos y dos lentos.
Y el sacerdote golpeó en la puerta para demostrar el llamado.
—¿Quieres prometerme recordar eso? Tres rápidos y dos lentos.
—Sera mejor que no venga después de la medianoche —dijo el molinero mirando a Walter—. Nadie entra después de la medianoche. Sí, padre Nick, lo recordaré.
Asintió con un movimiento de cabeza y repitió la señal con el llavero que tenía en la mano.
—Tres golpes rápidos y dos lentos. No lo olvidaré.
Walter salió solo, cruzando los fosos en un tronco de olmo ahuecado. La angosta poterna en el muro exterior estaba abierta. Y el muchacho se encontró de pronto en un jardín rodeado por una alta valla.
Más allá de la valla se extendía el campo abierto, por el cual pasaba el camino al pueblo de Bulaire. Walter había esperado encontrar el camino muy transitado, pero, con gran asombro, advirtió que estaba desierto. Las pocas personas que encontró estaban formadas en grupos, hablando en voz baja sin prestar atención a los juglares y trovadores. Un narrador de leyendas, de pie en un mojón, que declamaba vigorosamente los populares anales del buen rey Borgabed, no tenía a su alrededor más que una docena de panaderos que le hacían poco caso. El juglar que Walter viera en el castillo, no tenía mejor suerte. Hasta un equilibrista, cuyo trabajo era el más apropiado para interesar al público, se balanceaba sobre su cuerda con pocas esperanzas de recoger alguna moneda de cobre.
Walter habría deambulado sin rumbo durante un cuarto de hora, en un estado de ánimo bastante deprimido, cuando un hombre de pequeña estatura y espalda inclinada pasó a su lado y le hizo una seña.
—Sígame, señor, si le place —murmuró al pasar.
En seguida se alejó, y Walter, preguntándose por qué el mensaje le había sido participado con tanto misterio, siguió a la distancia la pluma de pavo que adornaba el sombrero del desconocido. El hombre desapareció por entre las rojizas copas de los árboles que bordeaban el camino, y a unas veinte varas dentro del bosque, Walter vio a Tristram, apoyado en el tronco de un enorme roble. El muchacho se sintió más intrigado que nunca.
—Creí que te habías ido a Cencaster —dijo.
Tristram asintió con un lento movimiento de cabeza.
—Allí fui y vi a mi padre —dijo en voz baja—. Volví en cuanto me enteré de lo que tenía que decirme. Tengo que hacer una cosa, Walter; y en seguida.
El asombro de Walter llegó a su colmo al descubrir que su amigo de Oxford había abandonado sus raídas ropas y vestía un hermoso justillo de arquero, casi nuevo, un tahalí color escarlata y llevaba al hombro un largo arco inglés sujeto por una bandolera de cuero. El arco medía unos siete pies, y el carcaj que llevaba al costado estaba lleno de flechas.
Walter estaba por comentar todo aquel lujo, pero advirtió a tiempo que el rostro que asomaba bajo la verde gorra de arquero tenía una expresión triste y determinada. Era evidente que algo andaba mal.
—¿Qué pasa, Tris? —preguntó.
Tristram lo miró de frente. Sus ojos, que antes nunca habían expresado sino suavidad y honradez, sincera despreocupación por las penurias y las dificultades que le tocaba soportar, estaban brillantes de furia y de rebelión. Trató de hablar, pero no le salieron las palabras. Walter vio que la enguantada mano que descansaba en el tahalí estaba temblando.
—Dime, Tris, ¿qué malas noticias has tenido?
—¡Mi hermano, mi único hermano era uno de aquellos seis! —exclamó Tristram perdiendo el dominio de sí mismo, mientras lágrimas de ira le corrían por las mejillas—. ¡Pobrecillo Peter! Era tres años mayor que yo, mas era de baja estatura y no muy robusto, de modo que siempre me parecía tener que estar cuidándolo. Era sincero y fiel, y tenía un corazón generoso. ¡Oh, puede que haya cazado algunas aves en tierras de Bulaire, pero juro que con la muerte del conde no ha tenido que ver más que yo!
Walter dio un paso adelante y pasó un brazo por aquellos hombros sacudidos por los sollozos.
—Es una triste noticia, Tris, amigo mío. Pero no tengas duda de que se hará justicia. La mujer normanda pagará sus crímenes. Los representantes del Rey se ocuparán de ello oportunamente.
Tristram se irguió y dijo con voz ahogada:
—La justicia no puede esperar a los representantes del Rey. ¿No has oído decir que no estaba satisfecha con haber matado a los hombres?
—Lo único que sé es lo que nos dijo Wilderkin. Desde la confiscación, estamos aislados del resto de las tierras. En Gurnie nos enteramos poco de lo que pasa.
—¡Se ha apoderado de sus mujeres e hijos y los mantiene en los calabozos del castillo! —exclamó Tristram—. Peter se había casado joven, y tenía un hijo de unos tres años. Su mujer y su niño están presos con los demás.
—No sabía una palabra de eso. Es difícil creerlo, y sin embargo, después de haberla visto, estoy pronto a creer cualquier maldad de ella.
—¿Por qué los tiene presos? ¿Acaso espera arrancar a alguna de las mujeres la confesión que no pudo obtener de los hombres? —prosiguió Tristram, obligándose a hablar en tono más moderado—. Nadie tiene el poder de volver a la vida a los hombres que asesinó. Puede que su castigo por ese horrible crimen quede a cargo de Dios y del Rey. Pero tiene en su poder a las familias sin derecho alguno, y hay que hacer algo para libertarlos sin más trámite.
—El alcalde… —empezó Walter.
—¡El alcalde! —repitió Tristram con amargura—. ¡Es el más despreciable de los cobardes! Tiene miedo al poderío de Bulaire y nada ha hecho. Tampoco hará nada, de eso podemos estar seguros. No, Walter, ha llegado el momento de hacernos justicia por nuestra propia mano.
—¿Qué te propones hacer?
—Voy a adoptar una actitud que levantará una barrera entre nosotros para siempre. Ése es el motivo por el cual quería verte primero. Quería que supieras cómo siento las inevitables consecuencias. Tú eres de cuna noble y yo soy villano; sin embargo, me llevaste a tu casa y me trataste como igual. Eso no lo olvidaré jamás, Walter. Y ahora… Ahora estaremos en dos bandos distintos. Tú odias como todos lo que ella ha hecho, pero, al fin y al cabo, el conde era tu padre y no puede estar en tu naturaleza el perdonar una sublevación de villanos. Te volverás contra nosotros. Estoy resignado a ello, y lo único que te pido es que respetes la confianza que estoy poniendo en ti.
—¡Pero si nada tienes que ganar con eso! —exclamó Walter con énfasis—. ¿Acaso tienes idea de las fuerzas que hay en el castillo? ¿Qué efecto tendrán tus flechas en el muro? Vamos, Tris, sería la peor de todas las locuras. Aun cuando ocurriera un milagro y salieras, tú y tu gente, con vida, os darían caza después. Y entonces las ramas de todos estos árboles se doblarían bajo el peso de los ahorcados. Cualquiera sea el resultado de tu acción, te ahorcarían, Tris, amigo mío.
—Tengo que correr el riesgo —dijo Tristram, tocando el arco con confiada mano—. ¿Tienes acaso una idea del poder del arco? Escúchame, Walter; tenemos aquí un arma nueva de que hasta el presente no dispone raza alguna. Los arqueros ingleses podrían deshacer cualquier ejército de Europa antes de que éste pudiera dañarnos con sus afeminadas ballestas. Y el arco es arma de los villanos de Inglaterra. Del mismo modo podríamos matar a nuestros valientes caballeros. Los arqueros de por aquí son muchachos robustos, y, si puedo sublevarlos, dominarán a la guarnición de la mujer normanda con la mayor facilidad. Los caballeros pueden ser sorprendidos, Walter, no te olvides de ello.
Las opiniones arraigadas de toda una vida no son fáciles de conmover. Walter estaba seguro de que el hijo del flechero estaba diciendo disparates, y luchó seriamente por disuadirlo de su locura.
—Tiene que haber otros medios —dijo—. Enviad una diputación a la viuda para exigirle que suelte a las mujeres y a los niños. Si ella se da cuenta de que todos los campesinos están detrás de vosotros, escuchará razones.
—Ya se ha hecho. Se negó a recibir a nuestros emisarios.
—Entonces someted el caso a los demás grandes terratenientes. Ellos pueden convencerla de que adopte una actitud más razonable.
—El señor de Tressling estaba demasiado borracho para escuchar a los que fueron a entrevistarlo ayer. El alcalde es un idiota apegado a su cargo y trata de escaparse por la tangente. Los demás están en Londres.
Y Tristram meneó sobriamente la cabeza.
Morirán de hambre antes de que pueda llegarse a una solución pacífica ante los tribunales. De modo que hemos de hacernos justicia por nuestras propias manos. Sólo tengo que hacerte un pedido, Walter. ¡No vuelvas al castillo!
—Tengo que estar mañana para la lectura del testamento.
—¡Escucha razones! —exclamó Tristram—. ¡Vuélvete a Gurnie inmediatamente! No quiero que a mi mejor amigo le atraviesen la garganta de un flechazo.
—Dijiste que tenías que correr el riesgo. Yo he de hacer lo mismo.
Hubo un largo silencio, después del cual Tristram dijo con ahogada voz:
—Entonces es como dije; desde ahora estamos en bandos opuestos. Siento mucho que las cosas estén así.
Dio un paso atrás y se quitó el guante. Walter vio que la prenda era de cuero grueso con un enorme puño de cuerno jaspeado para proteger la muñeca y el antebrazo de la acción de la cuerda, mientras que su dorso estaba bordado de rojo con la inscripción Jesús guíe mi flecha. Se estrecharon solemnemente la mano.
Para aliviar la tensión, Walter dijo:
—Estás elegantemente vestido, Tris. Juro que nunca te habría reconocido.
—Todo esto pertenecía a mi padre. Es viejo y ha jurado no volver a tirar al blanco jamás. Insistió en que aceptara sus prendas.
Ambos muchachos se evitaban cuidadosamente las miradas, llenos de mutua confusión por el pesar que compartían.
—Mi padre usó estos guantes en Lewes y Evesham, —añadió Tristram con orgullo—. Jesús dirigió sus flechas en ambos días. Quiera Él hacer lo mismo conmigo.
Y extendió ambos brazos para que Walter pudiera apreciar todo el esplendor del regalo paterno. El justillo no sólo era elegante sino muy práctico, pues tenía puños de metal lo bastante amplios para contener todo el pequeño equipo del arquero: cuchillo, lima, pedernal, un trozo de resina y hasta una piedra de afilar.
—Este arco es el mejor que ha hecho. Lo ha guardado para mí durante años enteros. Tiene mucha potencia, y sin embargo es flexible en la mano. El equilibrio es perfecto. Tengo tres docenas de flechas, algunas de vara de cuerno y otras de madera de sauce. Ruego a Dios me dé poder de usarlas bien.
Volvieron a estrecharse la mano, mirándose esta vez bien a los ojos.
—Adiós, Tris. Te deseo la mejor de las suertes.
—Adiós, Wat. Dios te bendiga.
Walter observó cómo desaparecía la alta silueta de su amigo en la espesura del bosque.
—Quizá no vuelva a verle jamás —dijo en voz alta. Se había propuesto presenciar la procesión fúnebre, pero comprendió de pronto que no tenía ganas de ser testigo de ninguna parte de los últimos ritos, de los cuales fuera excluido. Se dirigió a la derecha y recorrió durante una hora la orilla del Larney. El murmullo del arroyuelo al correr por entre las piedras que formaban su lecho tuvo un efecto apaciguador en su perturbado espíritu.
«Pase lo que pase —pensó— tengo que volver a Oxford. He de terminar mis estudios. Tengo para con mi abuelo el deber de no desperdiciar el dinero que ha gastado en mí».
Se podía ganar una fortuna en el comercio con Oriente, pero él tenía que contentarse con aquella forma de vida. Sabía demasiado bien que la caballería no era para un sajón innoblemente nacido en una casa que había incurrido en la desgracia del rey. Tenía que hacer lo mejor que le fuera posible en aquellas circunstancias.
Luego de reconsiderar la situación, no creyó que las agresivas intenciones de Tristram llevaran las cosas a un conflicto verdadero. Los villanos aún tenían un recuerdo demasiado vivido de lo que les había ocurrido después de la derrota de Evesham para seguirle en semejante empresa. Tristram tendría que abandonar su plan. Entre tanto, no dejarían de encontrarse medios de lograr la libertad de los presos. Y Walter resolvió conversar con el padre Nicholas y pedirle que influyera en la normanda por medio de sus mismos parientes para hacerla desistir de su vengativo propósito.