I

La tormenta que les cayó encima la tercera noche después de alejarse de las cercanías de Bulaire los caló hasta los huesos, lo cual aumentó aún más sus incomodidades, pero al fin y al cabo resultó ser un bien. Bastante entrada la mañana, cuando el amargo azote de la lluvia hubo cesado, tropezaron con una pequeña embarcación de desgarrada vela y un solo remo que descansaba sobre uno de sus costados en una pequeña caleta del río. Evidentemente aquel bote había encallado después de haber sido arrastrado por el viento de una insegura amarra y llevado río arriba.

—El Señor lo ha dirigido a este lugar para nosotros —declaró Tristram con solemnidad—. Sé algo de navegación a vela. Podemos llegar a Londres por agua mucho más pronto y con mayor seguridad que recorriendo los caminos y ocultándonos cada vez que veamos acercarse un jinete.

No tenían dinero, y durante dos días habían estado viajando con gran discreción, convencidos de que los perseguían. Las imprudentes palabras de Walter en la lectura del testamento le hacían pasible de una ejecución sumaria, y, antes de irse, habían sido enterados por Harry el Chato de que se consideraba a Tristram uno de los dirigentes en el ataque al castillo. Se dirigían a Londres en la creencia de que les sería más fácil ocultarse allí. También suponían que si les resultaba necesario salir del país encontrarían algún buque en el puerto de aquella gran ciudad.

Aquellos dos días no habían sido fáciles. Vivieron comiendo manzanas y peras robadas de noche en los vergeles que se extendían a lo largo de la carretera, y dos patos que Tristram cazó con su arco y que sólo alcanzaron a cocinar a medias. Una noche, encontraron una parva de heno, pero la segunda, no encontraron nada mejor que una cerca de espinos bajo la cual se acurrucaron. Estaban hambrientos, sucios y totalmente desalentados.

El hallazgo de la embarcación iba a llevarlos a otro descubrimiento, que, a su vez, los llevó definitivamente a su gran aventura. El pequeño bote se enderezó repentinamente bajo la conducción de Tristram, no muy segura, y empezó a embarcar agua en el lugar en que se hallaba Walter. Después de achicar cuanto pudieron, el muchacho se vio obligado a quitarse las botas y vaciarlas. La idea de volver a ponérselas inmediatamente no era muy buena, pero el aire de la noche era frío y penetrante, y Walter habría sentido mucho frío si no se las ponía otra vez. En esas circunstancias resolvió probarse las botas que le legara su padre.

Aquellas botas habían sido ocultadas con el copón en una bolsa llena de ropas viejas. Walter las sacó de mala gana, nada feliz ante la necesidad de usarlas en tal mal momento. Se calzó una de ellas, contento al advertir que le quedaba perfectamente. El otro pie, sin embargo, no pudo calzarlo más allá de la caña, pues tenía algo metido en el fondo. Con gran curiosidad sacó lo que había sido metido en la bota. Era un trozo de pergamino reseco, doblado y atado con un hilo de cáñamo. La oscuridad era demasiada para leerlo, pero Walter se quedó convencido de que aquel pergamino contenía un mensaje para él. ¿Qué podía ser?

Le contó a gritos a Tristram lo que había hallado y cuanto se le había ocurrido al respecto.

—Puede que sea una carta de tu padre —dijo Tristram, tan ocupado con la rebelde vela que hablaba por ráfagas—. Siempre se dijo, Walter…, que vivía atemorizado de su mujer. Quizá la carta sea para compensar lo mezquino del legado público.

En cuanto la luz del amanecer proporcionó claridad bastante para poder leer, Walter sacó el pergamino del bolsillo. En el dorso decía: «A mi hijo», con letra tosca y muy poco legible. En su interior, había un breve mensaje con la misma letra. La instrucción del finado conde era de lo más rudimentaria y su mano tenía tan poca práctica en la pluma que ambos muchachos tuvieron que tardar muchos minutos para determinar lo que se había propuesto decir. El mensaje que finalmente resultó de todo aquello era el siguiente:

Esta nota, querido Walter, deberá ser llevada inmediatamente a Joseph, a la enseña del Contento Que se Tambalea, en Londres. Ese hombre me sirvió de escudero en la Cruzada, bien y valientemente, y a nuestro regreso lo metí en el comercio de… (la naturaleza de aquel comercio se hallaba más allá de cualquier exégesis), pues tenía ganas de sentar cabeza. Se ha portado muy bien. Mi buen y honrado Joseph es el único en quien puedo confiar en este asunto. El sabrá lo que deberá hacerse en esa oportunidad.

Tu amante padre, Rauf de Bulaire.

El estado de ánimo en que se había visto Walter desde la lectura del testamento, combinación de orgulloso enojo y desesperante certeza de que el mundo estaba contra él, empezó a desvanecérsele mientras trataba de adivinar las posibilidades sugeridas por la nota de su padre.

—Has hecho una astuta suposición, Tris —dijo—. Hay en esto una promesa de cosas mejores.

Su compañero también había mejorado de estado de ánimo. Contestó a la sonrisa de Walter y dijo:

—He estado preguntándome cómo podremos vivir en Londres sin dinero. Por lo menos podemos confiar en que Joseph nos albergará y dará de comer.

—He oído hablar bien de él —dijo Walter, y señaló las nubes que empezaban a correr por el cielo, después de lo cual prosiguió en tono de pronto más alegre—. Hay mejores perspectivas para nosotros, Tris. Este viento despejará pronto las nubes y nos llevará a Londres. Dentro de una hora volveremos a ver el sol.

—¡No tenía seguridad de que el sol volviera a brillar! —exclamó de pronto en repentina expansión—. Ahora ya todo parece más claro.