VI

Desde entonces hasta que llegaron al punto en que las Montañas Nevadas empezaron a desvanecerse en el horizonte y el curso del Pe Lu, el «gran camino de las caravanas», doblaba en dirección al Manji, todo cuanto ocurrió le quedó a Walter en el espíritu como parte del que llamó «el breve reinado de la reina Maryam».

La muchacha y él intimaron cada vez más. Las noches en que no iba a la tienda de Bayan, le proporcionaban ya un verdadero placer. Tenía, sin embargo, momentos de graves dudas, siempre que veía una expresión sobria y reservada en la mirada de Tristram, una indicación de que su amigo no había dejado de observar lo mucho que su nueva relación se había desarrollado.

Walter se había despojado de toda cautela y anulado su orden de que la chica no se quitara todas las noches la pintura de la cara, aunque se preocupaba de que cuando la chica tenía la cara lavada, siempre hubiera alguien de guardia ante la tienda. Maryam, es innecesario decirlo, estaba contentísima y nunca dejaba de presentarse a comer sin algo especial desde el punto de vista embellecimiento. De cuando en cuando, los dos hombres se reían ante la nota bárbara que daban las chucherías con que se adornaba.

—Es la sangre extranjera que se manifiesta —dijo una vez Walter.

Lo había dicho en voz baja, pero la chica se ofendió en seguida.

—Pero ¡si yo también soy inglesa! —exclamó—. ¡Os digo que también yo, soy inglesa!

A Walter le preocupaban las chucherías, pero trató de convencerse que la chica las había traído con ella. Aquella explicación no pudo sostenerse al aparecer una noche envuelta en una dalmática roja brillante. Aquella dalmática hacía tan hermoso contraste con su negra cabellera, que Walter no tuvo valor para preguntar de dónde provenía, aunque no ignoraba que no podía ya demorarse la solución definitiva del asunto.

—¿Cómo obtuviste eso? —preguntó.

La muchacha se sentía tan segura de la reacción que iba a producir, que sus ojos se entrecerraron en una encantadora sonrisa.

—Mahmoud ve, Mahmoud coge —murmuró.

Como Tristram había observado en oportunidad del primer robo, el mal estaba hecho. Habría mucho peligro en disponer que su criado de los ágiles dedos devolviera todo lo robado. Walter se sentó al lado del fuego y meneó la cabeza, desesperado.

Sé que el robo es el delito menos castigado en Oriente —dijo—. Ése es el motivo por el cual no puedo censurarte mucho desde el punto de vista moral. Pero me has hecho una promesa, Taffy, y has estado violándola desde entonces.

La muchacha se mostró totalmente contrita.

—Es cierto, Walter, pero sé que estabas enojado cuando te hice aquella promesa. Desde entonces, has parecido gustar de mí, y creí que no opinarías lo mismo. ¿Ha sido malo en realidad? Todas estas cosas han sido mías. Todo cuanto ha sido robado me pertenecía a mí. Hasta esta dalmática.

—Si alguien cae en la cuenta de que todo lo robado te pertenecía a ti —destacó Walter—, en seguida sospecharán de que aun sigues en la caravana.

La muchacha asintió.

—Prometo solemnemente que nunca más dejaré que Mahmoud vuelva a traerme una cosa.

Entre tanto —dijo él—, tenemos que cuidarnos. Mahmoud ha de reunir todo lo robado y enterrarlo afuera. Lo siento, Maryam, pero es lo único que conviene hacer.

—Creo que tienes razón —dijo ella al rato—. Pero echaré mucho de menos mis cosas.

Walter jugó aquella noche al ajedrez con Bayan, y, al regresar, vió que la tienda estaba a oscuras. La regular respiración de Tristram y los ronquidos de Mahmoud atestiguaban que ambos estaban profundamente dormidos. Sin embargo detrás de la cortina, se oían algunos ruidos. Maryam sacó la cabeza y murmuró:

—¡Walter!

El muchacho se acercó a ella y se agachó hasta que sus cabezas se tocaron casi. La muchacha estiró una mano y lo tocó para asegurarse de que estaba lo bastante cerca para oírla.

—Tengo que decirte que Mahmoud lo ha arrojado todo menos las tijeras. Las necesitaba —dijo—. ¿Sabes por qué?

Hubo un silencio, y Maryam prosiguió:

—Nunca me has hablado de Inglaterra. Son muchas las cosas que quisiera saber. ¿Me llevarás allí, no es cierto?

—La vida en Inglaterra es muy distinta a la de aquí. No es tan fácil como en Oriente, y el clima es húmedo y frío. ¿Estás segura de que te gustaría cambiar por completo de modo de vivir?

—¡Eso no tiene importancia alguna! —murmuró la chica con una intensidad que lo asombró—. Ahora que sé que soy inglesa, quiero serlo del todo. Quiero vivir en el país de mi padre por diferente que sea de éste. Y —agregó volviendo a tocarle el brazo— ¿crees que me gustaría que me dejarais sola?

Y empezó a hacerle preguntas sobre la vida en Inglaterra. Una vez lanzado, Walter empezó a contarle en qué extraño hogar había sido educado en Gurnie, a relatarle su época de Oxford, y, finalmente, los acontecimientos que habían tenido por consecuencia su partida. La muchacha estaba ávida por saberlo todo, pero su principal interés, como lo advirtió Walter, era Engaine y la relación que existiera entre ambos.

—¿No te parece posible que tu Engaine se haya portado como una egoísta? —preguntó.

—¿Porque estaba dispuesta a casarse con mi hermano? Eso no estaba librado por entero a su voluntad. Los padres del ambos estaban decididos a esa unión, lo cual hacía difícil que ella se negara.

—Pero ¿quería ella negarse?

Walter se vió obligado a contestar:

—Eso no puedo saberlo.

Cuando la chica volvió a hablar, resultó evidente que estaba convencida de que tenía que ir a Inglaterra. Se puso a formular preguntas de naturaleza menos personal.

—Soy muy ignorante —dijo pesarosamente—. En Oriente no se considera propio que las mujeres tengan instrucción. Nunca he visto un libro. ¿Qué pasaría si yo fuera a tu país? Mi situación sería muy difícil.

—Las mujeres inglesas tienen muy escasa instrucción. Dudo de que sean muchas las que hayan visto un libro.

—Se nos tiene por cristianos —prosiguió ella—. Pero nunca he estado en una iglesia. En Antioquía es peligroso ser cristiano, de modo que Anthemus era muy severo a ese respecto. Tú y Tris sois tan devotos que me hacéis sentirme avergonzada. Quisiera saber algo más de la fe cristiana, aquélla por la cual hay hombres que están prontos a luchar y a morir. ¿Quieres hablarme de ella? ¡Tengo tantas ganas de aprender!

—Sí, Maryam. Tendré mucho gusto en hacerlo. Mucha culpa tenemos por no habernos preocupado por eso.

La muchacha exclamó con repentina vehemencia:

—Quiero ser como vosotros en todo. Me dolería mucho si os avergonzarais de mí.

—Y ¿quieres casarte con un inglés?

Hubo un momento de tenso silencio.

—¡Sí! —murmuró ella—. ¡Quiero casarme con un inglés!

Sin saber cómo, Walter advirtió de pronto que estaban acostados lado a lado y que con el brazo le rodeaba el cuello a Maryam. La estrechó aún más contra sí hasta poder sentir el corazón de la chica, que latía aceleradamente contra su pecho.

—¡Qué débil soy! —murmuró ella—. Hablo de aprender a ser como las damas de tu país, y dejo que me tengas así, aunque sé que amas a tu Engaine.

Al rato añadió:

—Pero creo que estás llegando a gustar también un poco de mí.

—He estado luchando contra ello —contestó él—. Sé que he estado quebrantando una promesa solemne.

—¿Una promesa? ¿Tan importantes son las palabras? ¿No ha de resolverlo todo el estado de tu corazón?

Walter la acercó hasta que la chica estuvo totalmente entre sus brazos, apretado el cuerpo contra el suyo. Maryam se dejó hacer, sin resistirse, y el muchacho no dejó de sentir el contacto de un pie desnudo contra su bota.

—Quizá esté casada —dijo ella, jadeante—. No lo sabrás hasta que vuelvas, y eso no podrá ser antes de varios años. Quizá… llegues a pensar menos en ella al pasar el tiempo.

De pronto, cambió de actitud. Luchó por desasirse de su abrazo y se sentó.

—Pensarás mal de mí —dijo, elevando la voz más de lo prudente—. Me considerarás temeraria y provocativa. Dije que no quería que te avergonzaras de mí, y ahora soy yo la que estoy avergonzada de mí misma.

Walter se había sentado también. La muchacha se alejó de él.

—Creo que será mejor que te vuelvas, Walter —dijo.

El muchacho quedó en silencio por un largo rato, tratando de resolver qué iba a decir. Por último, empezó:

—Es cierto que he querido a Engaine con devoción durante toda mi vida. Le he prometido amor eterno. Es esa una promesa que un hombre de cuna caballeresca y de fe cristiana considera sagrada. Siempre que me sorprendí pensando en ti, me he sentido culpable porque sabía que estaba quebrantando mi promesa. Y sin embargo he de decirte que he seguido pensando en ti a pesar de todo.

—Pero ella no te prometió a su vez.

—No. Pero no importa, en cuanto a mi obligación se refiere. Es difícil explicarlo. Tenemos un código del honor que podrá parecerte extraño, pero que es muy claro para todos aquéllos que lo observan.

Y Walter resolvió que tenía que contarle todo a Maryam.

—Oye, Maryam; mi padre hizo el mismo juramento a mi madre al partir para la Cruzada, y yo soy la consecuencia de esa promesa. Estuvo lejos del país más de cuatro años, y cuando volvió trajo consigo una esposa extranjera. Mi madre le había permanecido fiel, creyendo que él también había de guardarle fidelidad.

Hubo un largo silencio.

—Creo que ahora comprendo mejor. Pero, Walter, ¿no altera las cosas el hecho de que te haya dicho que va a casarse con tu hermano?

—Engaine es muy orgullosa, caprichosa, y a menudo se muestra mala. Yo la quería tanto por sus defectos como por las cualidades que veía en ella. No ignoraba que a veces decía cosas sin otro propósito que el de herirme. Ella, por su parte, sabía lo completo que era mi amor, y, por supuesto, tenía clara conciencia de lo superior que era a mí en cuanto a estado. Quizá no se haya resuelto plenamente por Edmond sino que quisiera hacérmelo creer. A este respecto no puedo estar seguro.

—¿Y sin embargo te sientes atado por tu promesa? Eso me cuesta mucho comprenderlo.

La muchacha hizo una pausa y Walter vió que estaba meneando la cabeza, intrigada y resentida. De pronto, estalló:

—¡Estoy segura de que tu Engaine empieza a disgustarme mucho!

Cuando hubo regresado a su angosto jergón, Walter siguió considerando el asunto. Se dió cuenta de que al fin y al cabo no le había dicho todo a Maryam. Por más que tratara, siempre había sido capaz de deshacerse de la convicción de que Engaine sabía lo que hacía. Aquélla era una ciega esperanza que le había hecho creer que la muchacha iba a esperarlo. Y Walter empezó a ver las cosas con mayor claridad. Su apremiante necesidad de seguir con sus planes tenía ya más que ver con su determinación de conquistarse un lugar aceptable en lo futuro que con la vaga esperanza de ganar a Engaine. Se dió cuenta que la muchacha había ocupado muy poco sus pensamientos desde aquella mañana en que Maryam y él vieran por primera vez juntos las Montañas Nevadas, y en que él advirtiera lo hermosa que era la chica. También se confesó que el Oriente, con sus normas de vida tan diferentes, estaba apoderándose de él, que el código por el cual siempre había vivido no se le imponía ya con tanta firmeza.

Maryam tampoco estaba durmiendo. Walter podía oírla volverse en su jergón, y una vez la oyó suspirar.

«Vuelve y tómala otra vez en tus brazos» —se dijo.

Había un compromiso mucho más poderoso que cualquier palabra hablada.

El muchacho escuchó con creciente convicción y deseo. Todo movimiento atrás de la cortina se le antojaba una invitación. Estaba seguro de que la muchacha lo recibiría bien, que sus suaves brazos volverían a rodearle el cuello, que su esbelto cuerpo le respondería.

Dos veces se sentó con intención de volver a ella, pero ambas esperó cerrando los puños y obligándose a comprender que tenía que contener su impulso físico.

Al rato, los ruidos al otro lado de la cortina cesaron. La regular respiración de la joven indicó a Walter que se había quedado dormida.