I
Había caído una gran nevada, y una capa de hielo de una pulgada de espesor cubría los fosos de Gurnie. Los dolores reumáticos acosaban a los huesos viejos, y Wilderkin andaba apoyado en un bastón mientras su amo seguía en cama.
Dentro del cobertizo dedicado a la fabricación de papel, sin embargo, el aire era seco y cálido. La pulpa extendida en los marcos necesitaba calor, de modo que habían puesto una enorme estufa en el centro, en cuyo interior ardían unos leños. Los proyectos de Walter de emplear ruedas de molino no habían pasado de la etapa experimental, y todo el trabajo aún se realizaba a mano. Media docena de activos hombres reducían la corteza a pulpa. Se oía un murmullo de voces.
Al realizar su primera visita del día, Walter se detuvo al lado del anciano Swire Gilpin, quien estaba a cargo de los marcos.
—Hace seis meses, no, siete, desde que vi por última vez a mi amigo Tristram Griffen —le murmuró—. No he tenido noticias de él. Dime, Gilpin, ¿sabe alguien dónde está y cómo le va?
Gilpin simuló estar muy absorto en su trabajo.
—Nada sé de él, amo.
—Vamos, Gilpin. Tiene que haberle enviado noticias suyas a su padre, al menos. Tengo entendido que ves a menudo al anciano.
Gilpin arrancó una hoja de papel del marco más cercano y la miró a la luz.
—Lisa como vidrio, amo —dijo—. Los monjes de la abadía no volverán a quejarse.
Walter se volvió con impaciencia. Se dirigió a la enorme vasija en que se sumergían las hojas después de haber sido afinadas. Allí, un alto campesino estaba inclinado probando la temperatura del agua.
—Jack —le preguntó—. ¿Qué hay de Tristram Griffen?
El semblante del hombre se tornó hosco y reservado. No contestó en seguida, sino que siguió metiendo su delgado brazo en el agua. Cuando habló fué en un gruñido.
—Nada he oído, amo.
Siempre era lo mismo. Parecía caer un velo siempre que se hacía mención alguna de los acontecimientos que siguieran a la muerte del conde Edmond de Lessford. Tristram y otros dos hombres habían desaparecido en seguida después, y se suponía que se hallaban con Harry el Chato y los bandoleros. Sin embargo, nada se sabía que lo confirmara. Por más que tratara de averiguar, Walter había fracasado en su intento de obtener noticias de su amigo.
Volvió a la casa muy deprimido. Aquella deliberada reserva era bastante natural, pero parecía más que extraño que Tristram no hubiese hecho esfuerzo alguno por comunicarse con él. ¿Estaría vivo todavía?
Se dirigió al dormitorio de su abuelo para su diaria conferencia matutina. El amo de Gurnie estaba evidentemente sufriendo de dolores reumáticos. El rostro se le torcía a intervalos, y conservaba las mantas de la cama arropadas hasta el cuello.
—La producción de la semana anterior bajó —dijo secamente—. Treinta hojas menos. ¡No es posible seguir así! ¿Qué les ha pasado a los perezosos siervos? ¿Estás echándolos a perder, Walter?
Walter contestó que el frío había estado retrasando el trabajo.
—Al fin y al cabo —añadió—, no podemos pretender que trabajen bien, amontonados como están, como en salmuera. Cuando venga la primavera, abuelo, le mostraré un buen aumento de producción.
E hizo un gesto de orgullo.
—La calidad del papel es cada vez mejor.
En anciano siguió haciendo preguntas: «¿Podía obtenerse la misma calidad sin usar trapos de lino?». «¿Pagarían el mismo precio los monjes por unas hojas un poco más chicas?». «¿Por qué no se cortaba una pequeña fracción a cada costado de las hojas?». «¿Cómo le iba a Joseph Maule en la venta de papel a los mercaderes de Londres?». «¿Podía haberse equivocado Walter al convencer al buen Joseph de que abandonara el comercio de granos y que actuara sólo como vendedor de papel para ellos?».
Las respuestas que recibió el amo de Gurnie sólo provocaron en él unos gruñidos. Walter no se preocupaba por ello. Nunca esperaba ver el día en que su abuelo le diera una completa muestra de aprobación. El anciano volvió pues a otra queja, más personal.
—Walter —suspiró—. El padre Clement no me deja en paz. ¿Acaso cree que puedo seguir haciendo la penitencia que me ha fijado en un tiempo como éste? Es irrazonable pretender que un hombre de mi edad vaya descalzo a la iglesia, cuando la tierra está cubierta de nieve. Además, estoy discutiendo con él el asunto de los seis cirios. ¡Seis cirios, de un pie de grueso, que tienen que estar ardiendo durante un mes entero! ¡Quiere convertirme en mendigo! ¡Tendrá que rebajarme la penitencia! ¡Es absurdo!
Walter se pasó la última parte de la tarde caminando por la nieve, sintiéndose más deprimido a cada paso. Pensaba en Maryam y en Tristram, perdidos ambos para él en una niebla de misterio.
«Seguramente —no dejaba de repetirse—, hay algo que puedo averiguar respecto de ambos. ¿No podré hacer nada sino esperar?».
Se preguntó si por entonces su esposa se había resignado a la inevitable separación para toda la vida, y, en caso afirmativo, si había podido rehacer su vida. ¿Estaría en la miseria, quizá?
Volvió a tiempo para cenar y se encontró con que en la sala, principal reinaba una alegría desbordante. Los criados conversaban mientras se sentaban a la mesa, y Agnes traía una fuente con un enorme trozo de carne asada adornada con una corona de laureles. ¿Qué había pasado? Walter miró a su abuelo, inesperadamente sentado en su sillón. Era asombroso que el anciano hubiese reunido fuerzas para bajar, y, además, estaba festivamente vestido con su mejor hopalanda de terciopelo con anchas bandas de zorro gris y cuello de la misma piel.
—¡Walter! —gritó el anciano—. ¡Por fin se ha producido!
Walter observó de pronto que un documento, cargado de impresionantes sellos, yacía sobre la mesa ante su abuelo. Hasta los copones habían sido apartados para hacerle lugar. Walter comprendió, sin que le dijeran, de qué se trataba.
—¿Han sido restituidas las tierras?
—¡Me han sido restituidas mis tierras! —exclamó el amo de Gurnie tocando los sellos con una mano que temblaba perceptiblemente—. El mensajero llegó de Londres hace tres horas. ¡Aquí lo tienes, muchacho, firmado, sellado y arreglado sin discusión posible para siempre! ¡Gracias a Dios y a St. Wulstan!
Walter se sentó, más bien asombrado por lo inesperado de la noticia. Compartía el placer de su abuelo, claro está, pero no pudo impedirse pensar: «Preferiría tener noticias de Maryam que tener todas las tierras de Bulaire, concedidas por real decreto, firmado y sellado».
—El Rey es bueno —declaró el anciano.
No comía, pero ya había vaciado su vaso de vino.
—Reconozco haberme equivocado al juzgarle. Es un rey sensato, justo y valiente.
Walter hizo un gesto de asentimiento:
—El primer rey inglés que tenemos desde Hastings.
La mirada que el anciano le echó tenía una acentuada expresión de triunfo. En sus ojos podía leerse un rastro de astucia.
—La letra que acompaña el decreto explica que la restauración se efectúa con pleno conocimiento de Engaine —expresó el anciano después de beber un trago de vino—. Y como esas tierras forman parte de su herencia de Tressling, las pierde. Se me ocurre, sin embargo, que ella ha insistido en que se realizara la restauración.
—¡Qué generosidad! —exclamó Walter.
—¿Generosidad? —repitió el amo de Gurnie sonriendo—. Sí, el gesto es generoso. Creo, sin embargo, que hay algo detrás de él. Es sensato… y previsor.
—No logro seguir su razonamiento, abuelo.
—¡Vamos, vamos, que has de comprenderlo! Te quiere, Walter, y es viuda. A mí nunca se me escapa nada, muchacho. He visto cuán a menudo se inclinaba sobre la mesa a mirarte. Y eso es de antes que la muerte del conde la librara de un irritante lazo, providencialmente. Es evidente que ve en ti a su segundo marido, y sabe que esto —añadió indicando el real decreto— hará que te inclines aún más favorablemente hacia ella. Pero juro que hay algo más. Como heredero del restaurado dominio de Gurnie, estás ahora en situación de cortejarla abiertamente, cosa que no habrías podido hacer de otro modo. Te conviertes en un buen partido, en un partido irrechazable. Sí, nuestra encantadora Engaine ha sido a la vez sensata y previsora.
—Si lo que usted supone es exacto —dijo Walter con lentitud—, ha pasado por alto un punto. No estoy en situación de cortejarla. Soy casado.
El anciano protestó con impaciente fruncimiento de cejas.
—Hay que conseguir en seguida una anulación. Puede que cueste una suma considerable, pero, restauradas nuestras tierras y ante tan hermosas perspectivas, no tenemos que vacilar. Ha llegado el momento, muchacho, de solicitar de la Iglesia tu liberación.
Walter se quedó un rato silencioso.
—Amo a mi mujer —dijo por último—. Quizá le parezca a usted un disparate, pero… tengo que seguir esperando. Puede que ocurra un milagro que me la devuelva.
—¡Un milagro! —exclamó apasionadamente el viejo—. ¿Crees que Dios haría un milagro para restituir una esposa pagana a un cristiano? Me enojaré mucho contigo, muchacho, mucho he de enojarme si vuelvo a oír semejantes disparates. Tienes que dar los pasos necesarios sin más trámite. Insisto.
—Hay algunos puntos relacionados con la tierra en que he de insistir —dijo Walter luego de una pausa—. Los hombres que trabajan en ella no tienen que usar golas de hierro. Tienen que ser hombres libres, abuelo. Se les ha de dar alojamientos apropiados y una oportunidad para beneficiarse decentemente de su labor. Nunca le dije antes cosas como ésta, pero creo que la tierra no ha de ser para provecho de unos pocos. Ha de ser utilizada por todos.
—¿Has estado escuchando charlas de locos? —preguntó su abuelo, con expresión de asombro—. Semejantes ideas huelen a traición y herejía. Creo que debes haber perdido el sentido.
Los dos hombres estaban tan absortos en la conversación, que ninguno de ellos había probado bocado. Agnes Malkinsmaiden apareció a un lado del sillón y dijo con indignado tono:
—¡Esta excelente comida está enfriándose, amo!
No le hicieron caso.
—Estoy convencido —prosiguió Walter—, de que a la larga nos beneficiaremos. Déseles una probabilidad de vivir decentemente y trabajarán tanto mejor y con el tiempo las tierras aumentarán de valor. Tendrá usted mayor provecho si no les maltrata ni les exige una parte demasiado grande de las cosechas, pues así no tendrán bastante incentivo. Piense en lo bien que están, trabajando ahora en la fábrica de papel.
El argumento estaba bien expuesto, porque el anciano se mostraba muy dispuesto a escuchar cuando se trataba de beneficios. Después de un rato de silencio, sin embargo, meneó la cabeza con la misma resolución que antes.
—Aún sostengo que tu proposición no sólo es errónea sino peligrosa.
Luego se reclinó en su silla y suspiró profundamente.
—Soy viejo y enfermo. Me faltan fuerzas para seguir discutiendo el punto contigo ahora. Más adelante me tomaré tiempo para convencerte de tu locura.
Swire Gilpin se quedó hasta después de haberse levantado la mesa de los siervos, y cuando éstos se hubieron ido, mirando varias veces cautamente por sobre el hombro, se adelantó con lentitud hacia el sillón del muchacho.
—Señorito Walter… —murmuró.
Walter se le acercó.
—¿Qué pasa, Gilpin?
—Señorito, si sigue usted el Larney hacia el oeste y sigue luego el viejo camino de piedra que lleva al norte, ¿adónde llega usted?
—A las afueras del pueblo de Little Engster.
—Sí —dijo Gilpin y miró otra vez a su alrededor para asegurarse de que nadie estaba escuchando—. Y si volviera usted a tomar otra vez hacia el este y tomara en Las Tres Horquillas hacia Bramway Spinney y recorriera unas dos leguas al norte, ¿dónde se encontraría usted?
—En el límite sur de Scaunder Clough.
Gilpin hizo varios movimientos de asentimiento con la cabeza.
—Sí —dijo—, allí estaría usted, señorito, en Scaunder Clough. Pocos son los que van allí, señorito. Es un lugar salvaje y el camino es malo; también dicen que allí se encuentran espíritus malignos. Una vez fuí cuando niño y tuve miedo, le doy mi palabra. No, no es un lugar adonde ir, señorito, a menos que se tenga un propósito bien definido.
Walter esperó que el hombre prosiguiera.
—Pero si tuviese usted un propósito y llegara hasta Clough, vería usted unas rocas que se hunden en el agua. Se llaman La Cabeza de la Bruja, señorito, y yo no quisiera poner los ojos en ella. Pero si usted llegara hasta allí y silbara una canción tres veces.
—¿Te refieres a Los hijos de Job?
El hombre asintió con insistencia.
—Sí, ésa misma. Si lo hiciese usted, ¿supone lo que ocurriría?
Walter se rió y le palmoteó, agradecido, la espalda.
—Lo comprendo, Gilpin. Ya te alegrarás de haber hecho esto por mí.