V
Walter tropezó dos veces al subir las escaleras a buscar sus escasos bártulos. Cuando llegó a su guardilla la encontró vacía, y, sentándose en la cama más cercana, apoyó la cabeza en las manos. ¡Había muerto su padre! La noticia debiera haber importado muy poco, porque en las raras veces en que viera a su padre había aprendido a tenerle odio y desprecio. Se puso a pensar en las veces que con él se encontrara y se dio cuenta, con vaga sensación de asombro, que aún le era posible recordar hasta la última palabra que se pronunciara entre ellos.
La primera vez, era muy niño; no contaba más de cinco o seis años. Gurnie era un dominio extenso y fructífero, y su abuelo, a pesar de ser de pura raza sajona, era un personaje poderoso en aquella parte del país. Un criado lo había llevado a Cencaster, sentado ante él en la montura. Era aquél el viaje más largo que hasta entonces le habían permitido hacer, y el niño se mostraba de lo más entusiasmado. El criado entró en una taberna a tomar un trago de cerveza, después de dejar al niño sentado en el apeadero de piedra. El chiquillo estaba dando con los talones en los costados del apeadero y preguntándose cuánto tiempo habría de pasar antes de que sus pies llegaran al suelo, cuando un grupo de jinetes llegó galopando por el camino con gran tintineo de espuelas y crujido de cueros. El jinete que cabalgaba a la cabeza del grupo estaba tan erguido en su silla y era tan guapo, que el chicuelo lo contempló con ojos agrandados por el asombro, creyendo que sería uno de los héroes sajones de la antigüedad cuyas hazañas solían relatar los criados de su casa. Tenía el jinete un cabello dorado que le caía en largos rizos sobre los hombros; sus ojos eran de un color azul brillante, penetrantes como los de un halcón.
Al acercarse al apeadero, el desconocido sofrenó su cabalgadura y miró a la criaturita con tanto interés, que Walter bajó la cabeza y cogió con nerviosos dedos el deshilachado borde de su túnica.
—La encina de Gurnie —dijo el extraño, mirando el recorte de fieltro cosido a la manga del chico—. ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Walter de Gurnie, milord.
Hubo una pausa. El desconocido contemplaba a Walter con una sonrisa.
—Conque ¡eres Walter de Gurnie! —dijo por fin—. Eres grande para tu edad, Walter. Pero, al fin y al cabo, era de esperarse. Creo que tiendes a salir a… Pero ven; no he de hablar más de ello. Pareces ser un chico bastante agradable, Walter de Gurnie.
Walter estaba tan intimidado por toda la atención que atraía, que seguía cabizbajo. En consecuencia, lo único que le era posible ver eran las botas del resplandeciente caballero. Botas altas y hermosas, de fino cuero negro, y de larga punta. Lo más interesante de ellas era que en el empeine llevaban dibujada una figura de leopardo amarillo. Parecía un leopardo vivo, que rugía, enojado, con una garra levantada para atacar. Walter resolvió que cuando fuera grande tendría un par de botas igual que ésas.
—¿Te gustaría cabalgar conmigo? —preguntó de pronto el desconocido.
Al oír eso, el niño alzó la cabeza. El caballero estaba sonriendo y palmoteando el borrén delantero de su silla, invitándolo. Por tímido que se sintiera, Walter comprendió que un paseo en un caballo tan bueno como aquél no era una oportunidad que debiera desperdiciarse. Asintió con un movimiento de cabeza. El jinete se inclinó en su silla, cogió al niño con un brazo y lo atrajo hacia sí con una fuerza que dejó al chicuelo casi sin respiración.
Echaron a galopar por el camino. Walter pensaba: «Es muy fuerte. ¿Podrá ser el rey Arturo, que vuelve a echar a los normandos al mar?». Le habían dicho que eso habría de ocurrir algún día.
—¿Tienes caballo, muchacho?
—No, milord. Pero me han prometido uno para cuando sea grande. Wilderkin dice que lo tendré.
—¿Wilderkin? ¡Ah, sí, el senescal de tu abuelo!
Hubo una larga pausa.
—¿Cómo está tu madre?
—A veces está bien, milord. Pero a menudo se halla bastante enferma y no me la dejan ver durante días enteros.
—Es triste oír eso, Walter.
Hubo otra pausa, más larga que la anterior. El desconocido se hallaba sumido en sus pensamientos, y cuando volvió a hablar, pareció hacerlo con el único propósito de romper el silencio.
—¿Tienes perros?
—Sí, milord —contestó el niño, y como era aquél un tema sobre el cual tenía mucho que decir, prosiguió—: Hay muchos perros hermosos en Gurnie. «Centenares» de perros. Tengo uno mío. Ahora está bastante viejo. Lo llamaban Bede, pero no me pareció bonito el nombre. Lo llamo Slub.
—Y ¿responde a ese nombre?
—Claro que sí, milord. Si no, le pegaría con un palo. Es un perro muy obediente.
—¿Juegas al escondite y a los soldados?
—No, milord, no tengo compañeros con quienes jugar.
Siguieron otras preguntas. «¿Rezaba sus oraciones?». «¿Le daban lecciones para que estudiara?». Y por fin el desconocido le preguntó si era feliz. Walter contestó que sí, pero que lo sería mucho más si su abuelo consintiera en hablarle. El brazo que sostenía las riendas se encogió tan de pronto en ese momento, que el caballo se suspendió. El chiquillo habría salido despedido si el jinete no lo hubiera cogido fuertemente con el otro brazo. Pasó un minuto entero antes de que se reanudara la conversación.
—Tu abuelo es un hombre muy severo. A mí tampoco me habla, Walter.
Aquello parecía muy extraño.
—¿Por qué no le habla a usted, milord?
—Está convencido de que le hice mucho mal. Y, en realidad, mucho me temo que la razón esté de su parte.
Walter estaba pensando: «No puede ser el rey Arturo, pues el buen rey nunca hizo mal a nadie». Y en voz alta, dijo:
—Nunca le dirige la palabra a mi madre. Los criados dicen que juró no hablarnos ni a ella ni a mí. Añaden que está arrepentido de haberlo jurado, pero que, claro está, no puede violar su juramento. Me alegra pensar que a veces le gustaría conversar conmigo. Me gustaría hablar a mi abuelo del caballo que voy a tener. Y quiero un arco nuevo.
Cuando el desconocido volvió a hablar, lo hizo en un tono bajo que parecía demostrar que estaba sufriendo.
—Había oído decir que no le dirigía la palabra a tu madre, pero esperaba que no fuera cierto. Siento mucho enterarme, Walter, de que, a pesar de todo, es cierto.
Y suspiró.
—Bueno, veo que tu criado ha terminado su cerveza y que está mirándonos como si creyera que me propongo raptarte. Creo que me gustaría hacerlo, pero ahora tenemos que volver.
Walter estaba empezando a sentirse muy a gusto con el desconocido y se sintió apenado cuando llegaron al apeadero. El desconocido lo puso cuidadosamente en el suelo y le sonrió.
—Adiós, muchacho —dijo.
—Adiós, milord.
Walter no quiso que el jinete se alejara antes de saber algo de sus hermosas botas.
—Tiene usted unas botas excelentes, milord. Son leopardos, ¿no es cierto?
—Sí, Walter. Estas botas han venido de España. Allí donde vivía la madre de nuestro buen príncipe Eduardo.
—Cuando sea, grande, tendré un par exactamente igual a ésas.
—Cuando seas lo bastante grande para usar botas como éstas —dijo el desconocido tratando de dominar su tono de voz—, te enviaré un par, Walter. Con mi cariño.
Pasaron muchos años antes que Walter lo viera por segunda vez. Fue un l5 de junio, y el muchacho había sido profusamente azotado por Wilderkin por orden de su abuelo. Nada malo había hecho, pero era costumbre azotar a los niños varones ciertos días para grabarles cosas en la memoria. El l5 de junio era el aniversario de la firma de la Carta Magna, de modo que a las nueve de la mañana, Wilderkin siempre lo llevaba detrás de la cocina y le administraba quince azotes con una vara de espino.
En general pegaba sin fuerza, por no creer que los niños tuvieran que ser azotados sin haber hecho nada malo, mas aquella vez le había dado con ganas, diciendo:
—Al fin y al cabo, señorito Walter, usted robó un bollo de la panadería. Y también me metió una culebra en la cama, ¿no es cierto?
Walter se había escapado en un estado de ánimo lleno de rebeldía. Enfurecido, no prestó atención a los límites de las propiedades, y, antes de que se diera cuenta, se había internado media legua en el dominio de Bulaire. Los sentimientos debían reflejársele en el rostro, pues cuando se encontró con su padre —por entonces ya sabía quién era el apuesto desconocido, pues en Gurnie los criados murmuraban con socarronería—, el caballero se detuvo y le preguntó:
—¿Qué pasa, Walter?
—Nada, milord —contestó el niño con sequedad.
Los brillantes ojos azules le sonrieron comprensivamente.
—¿Nada? Vamos, Wat, ¿supones que voy a creer que siempre tienes una expresión tan enojada? ¿Quién te ha ofendido?
—Nadie me ha ofendido, milord.
El muchacho ya sabía lo bastante del asunto para sentir la más profunda amargura para con su padre, y dejaba que se le reflejara en el rostro.
—El señor de Bulaire comprendió en seguida. Alzó las cejas y sonrió de costado.
—Es evidente que conoces la historia de mis iniquidades —dijo—. Y no hay duda de que te enseñan a juzgarme con dureza. Pues bien, es justo. He hecho un gran daño y he de aceptar las consecuencias. Pero siento que no podamos ser amigos, Wat. Tenía unos proyectos…
Hizo una pausa, después de lo cual preguntó en un tono que tenía algo de súplica:
—¿Puedo hacer algo por ti?
—Nada, milord. Siempre atienden bien a mis necesidades.
—¿Se muestra ahora tu abuelo más bueno contigo… y tu madre?
—Ésas son cosas que no he de comentar con extraños.
—Pero Wat, no somos extraños el uno para el otro —dijo el caballero, mirando fijamente al chico—. ¿No sabes que soy tu padre?
De pronto Walter sintió ganas de llorar y tuvo que dominarse mucho para que no le saltaran las lágrimas. Hizo una señal de asentimiento con la cabeza.
—Sí, milord. Es una vergüenza que nunca se menciona en Gurnie.
—Casi eres ya lo bastante grande para las botas que te prometí, muchacho.
Walter se irguió cuan alto era y al mismo tiempo se vio obligado a restregarse los ojos con los nudillos.
—Es que he resuelto que ya no las quiero. Cuando sea lo bastante grande, mi abuelo me comprará un par de botas mucho más hermosas. Botas rojas.
—Conque ¡así debe ser!
El conde de Lessford soltó una corta risilla y empezó a ponerse los guantes. Mientras conversaban, Walter había estado examinándolo, por ser ya lo bastante crecido para tomarse un verdadero interés, en cuanto a ropas. Aquellos guantes eran de lo más modernos, de cuero flexible y estaban divididos en dedos. Walter nunca había visto guantes como ésos. La capa de su padre era de una rica tela llamada baldaquín (pues provenía de Bagdad, ciudad que algunos llamaban por ese nombre), y su tahalí era tan primorosamente bordado y montado, que el muchacho apenas si podía apartar los ojos de él. La pluma de su sombrero de terciopelo era azul y se erguía con tanto orgullo como la de un rey en su coronación.
Al rato, el conde empezó a hablar con lentitud y como vacilando.
—Walter, si te he visto ha sido por mera casualidad. ¡Quién sabe si vuelvo a verte! Hay algo que quiero que sepas, de modo que tengo que hablar de eso ahora.
Hizo una larga pausa.
—Eres demasiado niño para comprender plenamente lo que voy a decir, y por ese motivo he de pedirte un favor. Quiero que escuches atentamente y te grabes hasta la última palabra en la memoria. ¿Quieres prometérmelo?
—Sí, milord.
—Hijo mío —dijo el conde, fija la pensativa mirada en la lejanía—, creo que no es alarde decir que soy un hombre valiente. Tomé la Cruz y combatí bien contra los infieles. Nadie puede negar que en los campos de batalla he llevado una fuerte lanza. Pero —añadió, como si le fuera difícil proseguir—, en otras cosas parece que carezco de resolución. Cuando seas grande comprenderás lo que estoy tratando de decirte. Creo que se da muy a menudo el caso de que un hombre fuerte sea débil en asuntos que conciernen a la gente que lo rodea. Es cierto, y lo digo con la mayor pena interior, que no puedo resistir a los deseos de los que me acosan a diario. Soy como cera en manos más resueltas. He hecho cosas de las que me arrepiento, porque me ha faltado voluntad para negarme y seguir negándome. He tenido la flaqueza de abstenerme de hacer cosas que sabía eran justas y honorables.
Había tanta contricción en su voz que Walter alzó la mirada, esperando casi verle lágrimas en los ojos. Pero su padre seguía mirando a lo lejos y era imposible leerle una impresión en el rostro.
—No he hecho lo que hubiera querido hacer por ti, hijo mío. He sido débil, ¡débil!
Después de un silencio muy largo, la voz del penitente prosiguió:
—Todo esto ha de parecerte un disparate tremendo, Walter, pero has de cumplir la promesa que me hiciste. Recuerda las palabras que he dicho. Cuando seas mayor y hayas visto las cosas por ti mismo, quizás comprendas mejor y no me quieras demasiado mal. Es lo que espero, Walter, hijo mío. Y ahora, adiós.
La última vez que Walter vio a su padre fue poco antes de partir para Oxford. Había llegado a Gurnie la noticia de que el buen obispo Anselm iba a decir misa en Cencaster. Walter supuso que era probable que Engaine fuera a misa, y resolvió asistir al oficio.
El trecho es largo de Gurnie a Cencaster. Walter tomó el camino más corto, el de los bosques, donde la hierba se sentía elástica bajo los pies, de modo que no le importó la distancia. Sin embargo, cuando llegó al pueblo estaba cubierto de polvo, y consideró necesario perder un poco de tiempo lavándose la cara en un arroyo y quitándose el polvo del calzado con una rama de avellano.
Llegó tarde a misa. La concurrencia era numerosa, como podía esperarse, y Walter recorrió con la mirada los altos sillones de roble antes de buscar asiento para sí. Engaine no estaba. Fue una desilusión, pero algún consuelo había en el hecho de que se hallaba presente la familia de Bulaire. Al lado del alto dosel de los sillones de Lessford, podía ver los rubios rizos de su padre. La redecilla de oro de su normanda mujer le llegaba apenas al hombro. Al otro lado estaba sentado Edmond, su hijo y heredero.
Hacía varios años que Walter no veía a Edmond. Se puso a contemplar la nuca del muchacho con una atención que duró gran parte de la misa. Edmond era un muchacho enfermizo, lo menos parecido a su padre que podía concebirse; moreno y pálido, con una expresión calculadora en la mirada que acusaba su sangre normanda. Por entonces estaba creciendo y parecía que iba a alcanzar, a pesar de todo, una estatura normal de hombre, mas Walter observó, con cierta satisfacción, a decir verdad, que era muy delgado y de aspecto morboso.
Poco a poco, Walter empezó a sentirse muy molesto, por advertir que estaba empezando a llamar la atención. La gente se volvía en sus asientos a mirarlo, después de lo cual sonreía y comentaba entre ella. El muchacho no lograba comprender el motivo de aquella inoportuna diversión, a menos que la gente estuviera riéndose del nuevo justillo azul que su madre le había hecho. No podía aceptar esa explicación; pues se sentía orgulloso de su ropa y había esperado con ansiedad que Engaine, lo viera con ella. ¿Acaso no se habría lavado bien la cara? ¿O quizá la gente considerara motivo de risa el hecho de que el hijo ilegítimo de un gran conde se sentara tan cerca de su padre?
En ese momento un muchacho sentado a su lado volvió la cabeza hacia él y Walter comprendió inmediatamente el motivo de la actitud de los concurrentes. Su compañero de banco era un muchacho corpulento, que llevaba el peto de los hombres de armas de los castillos, y la crucecilla de gules al brazo. El cabello era una maraña amarillenta, la nariz tenía un puente inconfundible y en sus ojos se reflejaba el azul del sol de mediodía. Su filiación estaba grabada tan indeleblemente en su aspecto exterior, que Walter comprendió enseguida y por primera vez que no era él el único hijo que el conde Rauf tuviera fuera del matrimonio. ¡Excelente motivo para la risa, pues, el hecho de que dos hijos bastardos de un mismo padre estuvieran sentados lado a lado sin que ninguno de ellos tuviera conciencia del otro! Walter se recostó en su asiento presa de una sensación de vergüenza tan abyecta que no pudo oír una palabra más mientras estuvo en la iglesia.
No volvió a mirar a su recién descubierto medio hermano. En cuanto los fieles se dispusieron a retirarse, se levantó, y fue el primero en echar a andar hacia la puerta. Mucho le costó no correr, tan intenso era su deseo de librarse de esa última humillación.
Una vez fuera, sin embargo, se rezagó deteniéndose detrás del vallado de tejos, desde donde podía ver sin ser visto. Allí se quedó hasta que la familia del castillo y todos sus dependientes hubieron pasado. Su padre parecía muy preocupado y miraba continuamente al cielo por sobre las cimas de los árboles, como si le interesara más la perspectiva de un día de caza con halcón que la misa que acababa de oír. La normanda, como muchos llamaban a la esposa que trajera consigo de las Cruzadas y cuya riqueza proporcionara una insólita prosperidad en el castillo de Bulaire, iba a su lado con gesto de propietaria. Era de baja estatura y piernas cortas, de cejas negras y nariz demasiado grande para poder abrigar pretensión alguna de belleza. Edmond, tres años menor que Walter, adoptaba un porte tan orgulloso que le revolvía doblemente la hiel al hijo ilegítimo. El muchacho vestía de rica sarga castaña y las calzas le formaban arrugas en las protuberantes rodillas.
Bueno —se dijo Walter para sí al verlos montar a caballo y alejarse—, el hijo bastardo tiene al menos piernas rectas y espaldas de hombre. ¿Se dará cuenta mi padre de que ese cachorro legítimo es un enteco estevado?
Y emprendió en seguida el camino de regreso, dolorido el corazón y defraudado en su ilusión, sin haber visto a Engaine, y habiendo sufrido una gran humillación. Las nueve leguas de camino iban a resultarle muy cansadoras. Ya tenía ampollas en los talones.