IV

La mayoría de las clases se dictaban en las iglesias de la ciudad, aunque algunos de los maestros tenían que hallar lugar apropiado en otras partes, en posadas y hasta en casas particulares. Según las instrucciones que había recibido, Walter llegó a La Enseña del Guaco Irritado, alta casa de piedra y argamasa situada en la parroquia del Este. El piso bajo consistía en una amplia estancia, que, al entrar el muchacho, estaba llena a más no poder. Los estudiantes estaban sentados en el esterado suelo con las rodillas levantadas para hacer lugar para tinta, pluma y pergamino. No había rastros de fuego en el hogar, y, después de hallar un lugar en última fila, Walter se envolvió las piernas en la capa para no sentir frío.

Tuvo tiempo para observar que los estudiantes estaban casi sin excepción, pobremente vestidos. Por cierto que no había una sola capucha bordeada de piel. A su alrededor no había más que cabezas de cabello corto y rostros serios. Nadie hacia el menor caso de él.

Debido al lugar que ocupaba, no pudo ver mucho a Roger Bacon cuando este último entró en la habitación; en realidad no vio más que una tonsurada cabeza por sobre una cogulla castaña. Tuvo conciencia, sin embargo, de una creciente excitación colectiva. Los estudiantes, a su alrededor, se habían erguido instantáneamente como perros en traílla o caballos suspendidos para el volteo. Lo único que oyó fue el crujir de pajas y juncos y las suaves pisadas de los descalzos pies del maestro; sin embargo, para él fue como si se hubiera levantado una grita cuyos ecos llenaran aún la estancia.

—Hoy hablaré en sermón vulgar —empezó el hermano Bacon, con voz llena y melódica—. Es preferible hacerlo así, pues me propongo tratar de las ciencias y de ciertas cosas maravillosas que he visto de lejos, del mismo modo que se ven las estrellas, creyendo a veces poder llegar a tocarlas con las manos aunque sabiendo perfectamente bien que se hallan a distancias infinitas en los largos caminos del cielo. Cuando se habla de ciencias, aun cuando ellas se refieran a cosas que puedan ser demostradas como verdad, es bueno hacerlo con las palabras más sencillas para que el sentido no se desvirtúe en la exposición. Así, pues, os narraré mis relatos de maravillas en la lengua que usamos al recorrer los caminos con nuestros compañeros y al sentarnos a yantar.

Sin embargo, he de comenzar con una frase latina que a menudo habéis oído —añadió, mientras su voz empezaba a cobrar volumen—. Os dicen: Credo ut intelligam, creo para llegar a comprender. Esa proposición se anuncia como si proviniera directamente del Verbo Divino y se sostiene que, como tal, ha de ser aceptada sin discusión. Yo la discuto, jóvenes amigos. No, yo la considero totalmente falsa. En cambio os digo Intelligo ut credam, comprendo para llegar a creer.

Calló por un momento. Asomándose por sobre los hombros del estudiante que tenía ante sí, Walter pudo ver mejor al atrevido fraile. Vio que Roger Bacon tenía un rostro largo, más bien solemne, de nariz aguileña y mandíbula firme. En poco se habría diferenciado de cualquier otro franciscano a no ser por sus ojos. Los tenía hundidos, castaños como el hábito que vestía y vibrantes del atrevido y aventurero espíritu del hombre que era.

«Nada tiene de practicante de magia», pensó Walter.

—Si hemos de aprender —prosiguió el monje— tenemos que despejar nuestros espíritus de las telarañas de las viejas enseñanzas y del polvo del dogma. Hecho eso, es muy sencillo alcanzar la verdad. Está a nuestro alrededor, en el aire que respiramos, en la vida que late por todas partes, en las leyes naturales que gobiernan nuestras acciones más sencillas. Las leyes de la naturaleza no están ocultas en libros olvidados ni prohibidos. No podemos llegar a comprenderlas murmurando palabras cabalísticas ni encantaciones. Sólo podemos llegar a comprenderlas observando y analizando la verdad y la razón de cuanto vemos.

—Considerad un hecho tan sencillo como un disparo de arco —dijo después de una pausa—. Se suelta la flecha, que sale despedida por el aire. La fuerza que lanza la flecha al blanco reside en el brazo del arquero. ¿Duda alguno de vosotros de ello? Pero ¿acaso se os ha ocurrido que la fuente de aquella fuerza queda en el brazo mientras la flecha prosigue su vuelo? Se trata, pues, de una fuerza que puede ser transferida. ¿No es acaso igualmente cierto que la fuerza se manifiesta en grados? Sí, podréis decir, pues algunos brazos son más fuertes que otros. Es concebible que un brazo pueda ser lo bastante fuerte para lanzar una flecha que se pierda de vista. ¿No es concebible también que la fuerza pueda ser creada de otro modo que por la tensión de un brazo humano? Ergo, puede desarrollarse una fuerza de potencia tal que pueda levantar de la tierra un carro —sí, un carro con hombres vestidos de armadura y armados de pica—, y despedirlo como una flecha por el cielo.

Aquello era brujería pura. Walter hubiera debido escuchar con el desprecio reservado para discursos como ése, más se sorprendió atendiendo, entusiasmado ¿Podía ser brujería una cosa tan razonable? Había oído hablar de enormes máquinas que derribaban muros de ciudades con piedras de tamaño enorme. Y se puso a pensar: «Esto no es magia negra. Algún día hemos de encontrar esas fuentes de nueva fuerza y entonces, por cierto, los carros volarán por el aire. ¡Si sólo pudiera vivir lo bastante para ver ese día y ser uno de los que vuelen en los carros!».

El muchacho estaba seguro de que su repentino cambio de opinión no se debía al persuasivo efecto de la nigromancía. Roger Bacon estaba llevándolo a un mundo nuevo, a un lugar de mil maravillas, de vientos extraños y de luces insoportablemente intensas, en que se conocían los secretos del tiempo y se forjaban los milagros. El maestro estaba hablando por entonces del vidrio y de los usos que se podía hacer de él. Resultaban cosas curiosas cuando dos superficies, una cóncava y otra convexa, se yuxtaponen.

—Algún día —declaró—, será posible ver por sobre el agua de Dover a Calais, percibir los arboles de la costa y a los hombres que caminan bajo esos árboles, y hasta las arenas sobre las cuales dichos hombres caminan.

La exposición se orientaba cuidadosamente hacia el punto que quería demostrar; es decir, la necesidad de experimentos continuos.

—Nunca hemos de creer en una cosa hasta que la hayamos visto ocurrir ante nuestros propios ojos, no sólo una, sino dos, tres, veinte veces. Tampoco hemos de fundar una convicción sobre otra hasta que la primera haya resultado cierta más allá de cualquier discusión posible.

Y como ejemplo, empezó a relatar un asombroso experimento en que estaba empeñado. Al trabajar con ciertas sustancias, había tropezado con un resultado que apenas podía aceptar aún. Sólo había llegado a él después de mucha eliminación de materiales y una substitución continua de métodos. Al llegar a ese punto, Roger Bacon hizo una pausa y miró a su alrededor, brillante la mirada de modo tal que sus ojos parecían lanzar chispas.

—Siete partes de salitre —anunció—. Tiene que ser puro, no del crudo nitro que tan a menudo se utiliza. Añádansele tres partes de azufre y cinco de carbón de madera de avellano. Luego, enciéndase el polvo.

Walter se movió, incómodo. ¿Qué extraño secreto iba a revelárseles por medio de esas palabras tan vulgares?

—Y ese polvo estallará —exclamó Roger Bacon—, como estallará el mundo el día del Juicio. Conmueve como un terremoto cuanto se halla a su alrededor. Y cuando el humo se ha disipado y se ha perdido el último eco, nada queda, ¡ni siquiera bastante polvo como para llenar un claro de aguja!

Un silencio pesó sobre la habitación. Por la agitada respiración de cuantos lo rodeaban, Walter pudo comprender que habían sido tan impresionados como él por aquella afirmación.

—¿A qué puede aplicarse esta extraña ley de la naturaleza? ¡Con toda el alma desearía saberlo! Quisiera que se me fueran las telarañas de los ojos para poder ver en el futuro, cuando este polvo que he descubierto sea adaptado a muchos usos. Para entonces, hombres más sabios habrán encontrado forma de dominar y utilizar esa enorme fuerza. Creo que será aplicada en la destrucción de paredes y de obstáculos para la construcción de caminos. De una cosa estoy seguro: será utilizada en la guerra.

Hizo una pausa, como si no tuviera ganas de proseguir.

—Temo que se encuentren medios de confinar la explosión y dirigirla en una sola dirección de modo que todos los que se hallen en su camino sean aniquilados como los malos el día del Juicio. A veces siento ganas de destruir mis notas y borrar de mi memoria la forma en que se desencadena esa fuerza. Quizá prestara un servicio a la humanidad si así lo hiciera, pues temo las aplicaciones que se le den y preveo muchos males para la humanidad por sus consecuencias.

Walter quedó tan fascinado por cuanto acababa de oír, que perdió la mayor parte de lo que siguió. Estaba pensando en grandes instrumentos de guerra que levantaban bocas negras como cabezas de dragón por entre almenas de baluartes y lanzaban la mortífera mezcla que Roger Bacon descubriera. No dudó por un solo momento de la veracidad de cuanto oyera. Cuando pudo volver a concentrarse en lo que se decía, el maestro había pasado a otros temas.

Estaba hablando del lejano país conocido por el nombre de Cathay. Walter sabía que aquel país se hallaba muy hacia el este, aún más allá del reino del preste Juan, y que sus riquezas eran fabulosas. En seguida afinó el oído.

—Desearía que mis piernas fueran lo bastante jóvenes para llevarme por las arenas del desierto y las altas montañas, y que mi espíritu se mostrara a la altura del riesgo —decía Bacon—. Es un país muy antiguo, sumido en el conocimiento de muchos siglos. Creo que bien pudiera ser que todas las nuevas cosas de que he hablado estén ya en uso allí. Puede que tengan carros voladores y espejos que acerquen las montañas al mar y las islas a la costa. Quizá hayan descubierto hace mucho el polvo que estalla. Y si conocen esas cosas, saben mucho más de lo que nosotros hayamos soñado siquiera. Y, además, es por supuesto un país fabulosamente rico. Cubren sus elefantes de gualdrapas de oro, y cuelgan collares de perlas frente a sus tiendas.

Suspiró profundamente y meneó la cabeza.

—¡Es enloquecedor vivir en la oscuridad y saber, sin embargo, que al otro lado del muro se halla la luz que se busca!

En los momentos en que Walter se dirigía a su casa, acababa de terminar una clase en el Priorato de St. Frideswide. Los estudiantes le saludaron cordialmente desde lejos, y uno de ellos le gritó:

—¡Te condujiste muy bien anoche, bastardo!

Era la primera vez desde su llegada a Oxford que Walter recibía un saludo tan amable, y se sintió embargado por el agradecimiento.

Uno de los muchachos se le acercó corriendo y le dijo con precipitación:

—Dicen que el rector está furioso por lo ocurrido y que eres uno de los que han de ser castigados. Tú y el alumno externo. Sería bueno que ambos salierais de Oxford por algún tiempo.

Aquélla hubiera debido ser una mala noticia. A fin de año, Walter iba a graduarse de bachiller, lo cual iba a elevarle a la categoría de licenciado, fin inmediato de sus ambiciones. En cualquier otro momento, se habría sentido desalentado. Pero ni aun la posibilidad de perder aquella oportunidad le hizo impresión, de tan exaltado que estaba.

—Creo que tienes razón —dijo—. Tenemos que irnos. Pero no importa. Quizá haya mejores cosas que hacer que enfrascarse en libros áridos.

Y de pronto expresó una propósito que había estado formándosele con claridad en la mente mientras escuchaba a Roger Bacon, aunque hasta entonces no sospechaba su existencia:

—¡Podemos ir a Cathay!

Y apretó el paso en dirección a su hospicio.

—Yo tampoco quiero vivir en la oscuridad —estaba diciéndose—. ¡Quiero ver qué hay al otro lado del muro!

Giles, el intendente, lo esperaba a la entrada del hospicio con expresión solemne.

—Hay una mala noticia —dijo, meneando la cabeza—. Una noticia muy triste, por cierto. Espero que ella no tendrá por consecuencia que nos dejéis, buen señor Walter. Pero el hombre me dijo…

—¿Quién ha estado hablando con vos?

Giles señaló con el pulgar en dirección al refectorio.

—Lo hice pasar allí. Maese Hornpepper se enfurecería si lo supiera, porque el hombre estaba embarrado hasta las rodillas. Hice que se lo raspara. Dijo que había andado toda la noche.

En el refectorio, un campesino esperaba, con toda la paciencia de su clase. Al volverse mientras entraba Walter, mostró una placa de hierro que llevaba alrededor del cuello, grabada con el nombre de su amo. Al brazo llevaba la crucecilla de gules de Bulaire.

—¿Es usted Walter de Gurnie? —preguntó casi en un murmullo.

—Sí.

Se había apoderado de Walter la intuición de una gran desgracia. Aguardó que el hombre prosiguiera.

—Me manda Simeón Bautrie. Tiene que venir usted conmigo en seguida. El buen conde de Lessford, su padre y mi amo, ha muerto en Bulaire.