II
El ambiente en la nueva tienda siguió acusando un poco de tensión. Walter estaba convencido de que la preferencia de Maryam se dirigía a Tristram, y, debido al aislamiento en que siempre había vivido, la idea lo irritaba. La muchacha corría hacia su amigo en cuanto éste llegaba, con una sonrisa en el ennegrecido rostro. No podían entenderse hablando, mas siempre había muchos gestos de asentimiento entre ellos, que indicaban una completa comprensión y una simpatía recíproca. En cuanto a Walter se refería, Maryam acusaba una reserva en sus modales. Hasta parecía temerle un poco. A veces, cuando él volvía inesperadamente la cabeza, veía que la muchacha tenía la mirada fija en él con una expresión que no podía sondear. Siempre que aquello ocurría, la muchacha apartaba en seguida la vista.
«Parece que no soy capaz de hacerme amigos», pensaba él amargamente.
La situación se hizo aún más tirante, en su imaginación por lo menos, cuando la muchacha emprendió la tarea de enseñarle a Tristram la jerga del campamento. Sus propios conocimientos de ese lenguaje parecían bastante completos, pues habían aumentado con el trato de Hoochin B’abahu. Walter veía con complacencia que la muchacha emprendiera esa tarea, porque él mismo la había empezado y abandonado. No había sido exageración por parte de Tristram cuando éste dijera que las palabras extranjeras no gustaban de su cabeza y no querían entrar en ella, y que se portaban como un caballo arisco en una caballeriza extraña. Después de varios intentos, los dos amigos se habían resignado a que era inútil seguir adelante. Pero al reanudarse las lecciones, Walter empezó a sentirse más solo que antes.
La noche en que empezaran aquellas lecciones, había estado jugando al ajedrez con Bayan. Al regresar, una de las lámparas de piedra aún ardía brillantemente suspendida de su cadena, a pesar del viento que azotaba el fieltro de la tienda y provocaba corrientes de aire en el interior; la muchacha estaba sentada frente al alto arquero, rebosante el rostro de fría determinación. Estaba señalando diversos objetos y nombrándolos; repetía las palabras varias veces antes de hacérselas repetir a su alumno.
—Hamar —decía, tocándose la nariz, y, aprendida la palabra, decía—: Gotol —estirando el pie, pie muy pequeño, según observó Walter, señalando su calzado.
Luego fué horoo, que significaba dedo. Tristram se esforzaba cuanto podía por aprender y repetía las palabras varias veces, contándolas con los dedos. Su rostro ostentaba una expresión absorta.
Maryam estaba poniéndose muy impaciente.
—¡No, Kyrios Tris! —Decía o—: ¡Sí, sí, sí! —con expresión satisfecha cuando los esfuerzos del muchacho merecían, su aprobación.
Entonces le sonreía al mismo tiempo y de cuando en cuando daba una palmada. Siempre que eso ocurría, en el largo rostro de su alumno se dibujaba una amplia sonrisa.
—¿Adelanta? —preguntó Walter.
Maryam pareció contenta de advertir que Walter la tenía en cuenta.
—Está aprendiendo muy bien —contestó—. Es muy paciente y se esfuerza mucho.
—Pues no se esforzaba tanto cuando quien le enseñaba era yo.
La muchacha sonrió.
—Era de esperarse. Los hombres no son buenos maestros.
—Walter se sentó en el otro extremo de la tienda y los observó.
«Me pregunto qué parecería esta muchacha si no tuviera esa tintura en la cara» —pensó. No podía recordar mucho de su aspecto en las pocas oportunidades que la viera en su estado natural.
Al rato, bostezó. Maryam debió haber estado observándolo de soslayo, pues se puso de pie.
—Está usted cansado —dijo—. La lección ha terminado.
—No, no —protestó el otro—. Sigue. Estoy muy bien.
Mas la chica estaba resuelta.
—Basta por esta vez. Tendremos muchas oportunidades para más lecciones.
Miró a Walter y apartó en seguida la mirada, ahogando un suspiro.
—A veces creo que le molesta a usted que… que esté aquí para seguir dándole más lecciones.
Aquellas lecciones prosiguieron todas las noches desde entonces ante Walter, que siempre desempeñaba el papel de espectador mas nunca el de participante. En un principio, el muchacho aceptó la situación como algo natural, mas poco a poco empezó a sentirse excluido. Aquello le hizo pensar en la época de la universidad, cuando su quisquilloso carácter lo separara de tantas actividades de sus compañeros.
«¿Siempre habrá de ocurrirme lo mismo? —se preguntó—. Ahora vuelve a ocurrir. Me demuestran claramente que no me necesitan. Ha de ser culpa mía. Soy un individuo hosco, como decían en Oxford».
Lo que más le disgustaba era verse privado de ese modo de la compañía de Tristram. Nunca le había parecido posible que pudiera levantarse una barrera entre él y el único amigo verdadero que había tenido. Aunque no ignoraba que no era culpa de la muchacha, empezó a fastidiarse con Maryam por ese motivo.
«¡Muchachita entrometida! —pensaba al observarlos—. Fué un error permitir que llegara a ser otra cosa que una criada».
Maryam a su vez parecía darse cuenta de que algo le estaba pasando por el espíritu a Walter, porque su actitud con él se hizo más reservada. Cuando terminaba la lección, decía: «Buenas noches, Kyrios Walter», y dejaba caer la cortina detrás de si sin echarle siquiera una mirada.
El hecho de que la muchacha se sintiera por lo menos desdichada por esa situación se demostró, sin embargo, una vez que se levantó en medio de la lección y se dirigió a Walter, dejando a Tristram en el penoso proceso de contar las palabras con sus dedos.
—Walter —dijo en un susurro a la vez humilde y suplicante—, creo que estás enojado conmigo. ¿Qué he hecho?
—No estoy enojado contigo —contestó él, aunque dándose cuenta de que no hablaba con toda sinceridad—. Estoy de mal humor, y nada más.
—Temo que preferirías que yo no estuviese aquí.
Walter negó con mayor convicción.
—Después de lo que le oímos decir a Anthemus cuando su visita aquí —declaró—, me convencí que lo mejor era que te quedaras. Si hubieses ido a Maragha, te habría descubierto. Y también habría encontrado algún modo de hacerte volver.
A la muchacha le brillaron los ojos.
—Si pudiese estar segura de que sientes lo que dices, me sentiría mucho más feliz.
—Pero… —empezó él, vacilante, tropezando con la dificultad de expresar sus sentimientos en palabras—. Estoy seguro que opinas que no me mostré muy generoso, que me preocupaba demasiado mi propia seguridad.
La chica lo miró fijamente por un rato. Luego, murmuró:
—No, no. Por favor, no pienses eso, Walter. Nunca he sentido por ti sino el mayor agradecimiento —aseguró Maryam, que de pronto sonrió y estiró los brazos para tomarle ambas manos—. La lección ha terminado. Tienes que unirte a nosotros. He pensado en algo que ha de divertirte. Ven, te voy a predecir el futuro.
La muchacha lo llevó de la mano, al espacio central donde estaba sentado Tristram. Sentada al lado de su serio discípulo, empezó a trazar una serie de círculos con el dedo en la arena. Luego sacó un puñado de dados de marfil de la bolsa que llevaba a la cintura.
Se había vuelto muy animada.
—Es algo que aprendí de los persas —dijo—. Se llama Kherdar; por ese nombre llaman a su ángel de la guarda. Todas las mujeres de Oriente creen en él, e invocan a Kherdar siempre que quieren saber algo acerca del futuro.
Y sonrió a Walter.
—Ahora bien, ¿qué quieres saber, buen amo?
El muchacho aún no había cambiado del todo de estado de ánimo, de modo que dijo:
—¿Por qué no consultas tu propio futuro?
La muchacha pareció muy dispuesta a hacerlo, y dijo que había algo que deseaba mucho saber.
—Pero es un deseo secreto —añadió—. No te diré de qué se trata.
Tomó los dados en la mano y cerró los ojos diciendo «¡Kherdar, Kherdar!», fervorosamente. Al rato hizo una señal de asentimiento con la cabeza y murmuró: «¡Kherdar, oye!». Después de otra pausa, dijo: «¡Kherdar, escucha!». Y por último exclamó: «¡Kherdar, habla!», y arrojó los dados sobre los círculos que había trazado en la arena.
Inclinó la cabeza, estudiando los mensajes en la superficie superior de los dados y las posiciones en que habían caído. Después de un largo silencio, puso un dedo en el círculo exterior y preguntó:
—Ése es el norte, ¿no es cierto?
—Sí, es el norte.
La chica volvió a mirar hacia abajo, en otro período de estudio. Evidentemente estaba intrigada.
—¿Se cumplirá tu deseo? —preguntó Walter.
—No estoy segura. Es muy contradictorio —contestó ella meneando la cabeza—. Está claro que Kherdar no quiere que lo sepa todavía.
—¿Es algo que deseas mucho?
—Sí —contestó ella en un murmullo—. Lo deseo mucho, mucho.
Luego se sentó, con gesto resuelto.
—Es demasiado pronto para que lo sepa. Ahora te toca a ti, Walter. ¿Qué quieres preguntarle a Kherdar?
A pesar de si mismo, Walter estaba empezando, a sentir un vivo interés.
—¿Llegaré al Cathay? ¿Triunfaré allí en lo que me propongo hacer? —preguntó.
La chica le dejó caer los dados en la mano y cerró los dedos sobre ellos.
—Tienes que arrojarlos tú mismo. Mira, revuélvelos primero en la mano. Cierra los ojos y piensa en tu deseo. Piensa intensamente. A veces, eso hace que la fortuna te sonría y obtienes lo que pides.
Y mientras el muchacho cumplía con las indicaciones, Maryam murmuró:
—Deseo ardientemente, Walter, que todo resulte a medida de tu esperanza.
Luego estudió los mensajes de los dados.
—Sí, llegarás al Cathay —dijo por último—. Es indudable, puesto que aquí vemos al sol naciente. También es evidente que volverás sano y salvo a tu tierra, porque este dado dice: «La flecha bien dirigida da en el blanco». Todo cuanto se refiera a flecha tiene que significar «Inglaterra».
Luego frunció el ceño y vaciló:
—No estoy muy segura acerca de lo demás. Me pregunto, Walter, si realmente sabes qué quieres encontrar allí. Este dado, y es el más importante de todos, pues tiene borde de oro, dice: «Conoce a tu propio corazón». Quizás encuentres allí algo en que no has pensado mucho, y luego te darás cuenta de que es lo que mas has deseado, al fin y al cabo.
—Sé lo que quiero —declaró Walter—. No abrigo a ese respecto duda alguna.
—Bueno, pues —replicó ella con un suspiro—, entonces es porque Kherdar no quiere decirte más.
Otro factor estaba empezando a perturbar el curso de la vida en aquella curiosa tienda, Mahmoud había dominado su desagrado por tener un auxiliar, y comenzaba a aprovecharse de la situación. Amontonaba cada vez más trabajo sobre los hombros de Maryam. Ya a primera hora por la mañana se ponía a gritar:
—¡Fuera de la cama, haragán! Enciende la lámpara. Los amos no pueden ver para vestirse.
De noche, era:
—¡Oye, Tapha! Pon la comida en la olla. ¡Aprisa, muchacho, o Mahmoud te dará con un palo en las nalgas!
Hasta le exigía un trabajo de carga y descarga muy superior a las fuerzas de la pobre chica. El hecho empezó a preocupar a Walter, que se daba cuenta de la dificultad que experimentaba la muchacha en responder a esas exigencias. En una oportunidad, le examinó las manos, y advirtió que las palmas, aunque tenían marcas de callos, eran tan suaves que evidentemente la muchacha nunca había estado acostumbrada a trabajo alguno.
—Le hablaré de ello a ese canalla de Mahmoud —dijo—. Está volviéndose perezoso y dándote demasiado trabajo.
Luego advirtió que la chica tenía las uñas resquebrajadas y rotas.
—No te has quejado, pero sé que las tareas te resultan demasiado pesadas. Ese pillo negro deberá ser azotado.
—El trabajo es duro —confesó Maryam—. Pero, por favor, no hagas nada. Dije que sería un buen criado. Tengo que cumplir mi palabra.
Y sonrió, con cierta tristeza:
—Gracias, Walter, por haberte preocupado por mí.
Varios días después, entró inesperadamente en la tienda y la encontró llorando ante un trabajo descomunalmente difícil. La muchacha trató de ocultar sus lágrimas y prosiguió con su tarea.
—Maryam —dijo Walter—, lo siento mucho. Bien quisiera decirle a Mahmoud que lo hiciera todo, pero, como sabes, tenemos que conservar las apariencias. Si no hicieras nada, la gente advertiría que pasa algo raro. Comprenderás, por supuesto, que ni Tristram ni yo podemos realizar ningún trabajo de esa clase sin disminuirnos.
—Comprendo —contestó la muchacha, que dejando de dominar su llanto se puso a llorar francamente—. Me canso mucho. A veces odio a Mahmoud hasta el punto de desear matarlo.
—Le hablaré en seguida. Esto no puede seguir así.
—No —replicó ella, meneando la cabeza con ademán decidido y secándose las lágrimas con la manga de su túnica—. No sería prudente, Walter. Eres muy bueno al compadecerme. Pero no podemos dejar que Mahmoud sospeche nada.
Y de pronto venció en ella la parte oriental de su naturaleza.
—¡Seguiré así! ¡Obedeceré a ese impudente hijo de camellero tuerto!
Walter no pudo impedirse reír al inclinarse a palmotearla en la espalda. La chica se apoyó en él por un rato, y luego se retiró con rapidez.
—No debí decir eso —exclamó—. Una dama inglesa no habría hablado de ese modo. ¡Y quiero parecerme a una dama inglesa, Walter!
A Mahmoud no se le veía por ninguna parte en ese momento. Cuando Walter regresó a la tienda algún tiempo después, oyó un ruido de lucha en el interior y unas voces enojadas y doloridas. Alzando la pieza de fieltro que servía de puerta, vió que Maryam y Mahmoud estaban rodando por el suelo, trabados en lucha, mordiéndose, arañándose y tributándose mutuas y enfurecidas recriminaciones.
—¡Basta! —gritó, corriendo a separarlos—. Mahmoud, te he de azotar por esto. Maryam, suéltalo. Levantaos ambos.
Maryam rodó a un costado y se sentó, llorando, enojada.
—¡Esclavo insolente! —exclamó—. He aguantado cuanto pude.
Luego calló y su rostro adoptó una expresión de arrepentimiento. Se levantó lentamente y se alejó.
Desde el otro extremo de la tienda, le dijo a Walter:
—Lo siento. Pensarás mal de mí porque hice una promesa y no la cumplí. Pero no pude impedírmelo, Walter. Me pegó.
—¡Tapha me mordió! —acusó Mahmoud—. Ese chico tiene dientes como las víboras.
Walter se volvió hacia Maryam. Todo cuanto se propusiera decir siguió ignorado, porque de pronto vió que durante la lucha se había desgarrado la pierna derecha de la amplia bombacha de la chica, desde la cintura hasta el tobillo. En circunstancias normales, Walter no habría dejado de advertir que el miembro así revelado era fino y hermosamente redondeado, pero lo único que pudo ver en aquel momento era su deslumbrante color. ¡Era blanco, blanco!
Hizo un brusco gesto a la muchacha. Maryam se miró e instantáneamente comprendió el peligro. Se cubrió la pierna y corrió a ocultarse detrás de la cortina. Pero era tarde. Walter vió un brillo de asombro en los ojos de Mahmoud y comprendió que en aquella embotada mente se produciría pronto la explicación de lo visto. El criadito había dejado de jadear.
«Bueno, se ha descubierto todo» —se dijo Walter.
Se dirigió hacia Mahmoud y se le sentó al lado.
—¿Te gustan tus amos? —le preguntó.
—Sí, amo, Walter —afirmó el chico, a punto de sollozar—. Mahmoud quiere a sus buenos amos.
—¿Te gustaría verlos en peligro? ¿Te gustaría verlos morir como viste morir a aquel negrito?
—¡No, no, amo!
—¿Puedes, pues, guardar un secreto?
Al chico parecían querer saltársele los ojos.
—Sí amo —murmuró.
—Mustapha, al que consideran un chico, no es un chico —dijo Walter bajando la voz—. Es una señorita, una gran dama. La mandaban a China, pero ella no quería ir. Escapó pues, de ellos y vino a nosotros. ¿Sabes ahora quién es?
Los redondos ojos del negro se revolvían en sus órbitas.
—Sí, mi amo; sí, mi amo.
—Si llegaran a descubrir que está aquí, significaría un gran peligro, Mahmoud. Nos harían responsables a todos y hasta a ti, Mahmoud, y nos matarían a todos. ¿Comprendes?
—Sí, mi amo.
El terror se había apoderado a tal punto del chico que apenas si podía hablar.
—Escúchame ahora con atención. Tenemos que seguir como hasta ahora. La gran dama deberá seguir con el rostro, teñido de negro. La gente de afuera ha de seguir creyendo que es un criado. Eso significa que tiene que hacer algún trabajo para que nadie sospeche. Pero, Mahmoud, es pequeña y débil. No tiene que trabajar demasiado. ¿Comprendes?
—¡Oh, sí, mi amo!
—Todo esto tienes que guardártelo para ti. No tienes que decir una palabra a los demás criados. Recuerda, Mahmoud, que si nos descubren, han de matarte a ti también.
El muchacho se irguió con resolución y hasta con dignidad.
—Después de esto, Mahmoud estará demasiado ocupado para conversar con los demás criados. Mahmoud tratará de hacer todo el trabajo solo.
Una expresión de culpabilidad le pasó por el rostro, y dijo, en horrorizado murmullo:
—¡Amo! Mahmoud pegó a la gran dama. ¡Mahmoud la mordió y la arañó! Mahmoud merecería el látigo.
—Sí, Mahmoud merecería el látigo —dijo Walter, dirigiéndose a una percha y tomando un cinturón de fantasía de cuero que comprara en un bazar de Antioquía—. Pero primero ha de recibir una recompensa. Mahmoud es un buen chico. Aquí tienes.
Una sonrisa desplazó lentamente la expresión de temor que se reflejaba en aquel incrédulo rostro. El chico tomó el cinturón, lo acarició con temblorosos dedos y lo apretó, extasiado, contra el pecho.
—¡Vaya un hermoso cinturón para Mahmoud! ¡Oh, amo! Mahmoud es feliz. ¡Mahmoud se siente orgulloso!
—Recuerda, ni una palabra. No hagas alardes ante los otros chicos del campamento. Una expresión imprudente podría costarnos muy cara.
El criado hizo con la cabeza varios movimientos de asentimiento.
—¡Que el amo le corte la lengua a Mahmoud si habla! —exclamó.
Y de pronto volvió a cobrar su semblante aquella expresión de horror. Acababa de comprender en su integridad lo malo de su conducta.
—¡Amo! ¡Mahmoud se le acercó por detrás a la gran dama y le dió en las celestiales nalgas con un palo!
Tristram había recibido instrucciones en el sentido de realizar más exhibiciones con el arco siempre que fuera posible. Entró en la tienda con aspecto cansado aunque satisfecho, y colgó el arma de una de las perchas.
—Zumbaban como abejas cuando coloque tres en un minuto cerca del centro del blanco —dijo—. Volví a tener suerte. Mi ojo está recuperando su justeza.
—Tris —dijo Walter con tono indiferente—. Maryam Stander cenará con nosotros esta noche.
—¡Maryam Stander! ¿Crees de veras que es su hija? Pero ¡cómo! —exclamó Tristram, intrigado—. Algo ha ocurrido. ¿Se ha descubierto el secreto, Wat?
—Sólo para Mahmoud —contestó Walter, quien contó a su amigo lo ocurrido, y agregó—: En adelante no tendremos que disimular entre nosotros. Y la muchacha, claro está, comerá con nosotros.
Tristram sonrió, deleitado.
—Me alegro. Siempre me sentía un poco culpable al dejarla compartir nuestros restos con ese canalla. Pero en cuanto a ese nombre, Wat, ¿te has enterado de algo más acerca de su pasado?
—No. Estoy seguro de que nunca sabremos más. El misterio de su origen está totalmente sepultado en el pasado. Pero a veces me sorprendo pensando en ella como Maryam Stander, lo cual es un excelente motivo para hacer cuanto podamos por ella.