III
La refriega que se produjo aquella húmeda noche del año del Señor de l273 iba a ser recordada mientras quedaran estudiantes de Oxford para remembrar las hazañas del pasado. Walter no habría de olvidarla, pues fue con motivo de ella que conoció a Tristram.
Walter había desempeñado un papel en muchas pequeñas y agradables riñas con la patrulla de la ciudad, pero vio que esa vez la cosa era diferente. Los estudiantes corrieron por Queen Street hasta llegar a la encrucijada de los cuatro caminos en el Quadrivium. Allí encontraron a la patrulla en pleno los estudiantes habían sido apresados. Les habían atado los brazos a la espalda y cubierto la cabeza con bolsas de harina. La desgraciada pareja seguía luchando valientemente, mas ya sin propósito alguno.
Los arqueros de la patrulla presentaban un aspecto siniestro. En primer lugar, estaban armados hasta los dientes, con pesadas corazas y fuertes morriones de hierro. Los soldados miraban con expresión burlona a los recién llegados por entre una valla de alabardas, y hasta el sonido de los clavos de sus suelas tenía en si algo de decidido. Gente del pueblo había tomado posiciones en la torre de St. Martin y desde allí insultaba a los estudiantes y les arrojaba piedras.
—Han prendido a Jack Punshon y Rick Standlack —dijo el estudiante de derecho.
—Muchachos forzudos, ambos, y traviesos. ¿Qué han hecho?
—Parece que hubo una discusión en El Tahalí Azul —dijo el estudiante de derecho—. Fue por el precio de un ganso asado. Los muchachos comieron antes de confesar que tenían la bolsa vacía. El tabernero juró que los desollaría, pero Jack cogió el asador en que había estado ensartado el ganso y le rompió la cabeza con él. Dicen —añadió con un dejo de envidia en el tono— que fue una hermosa lucha mientras duró.
—¿Qué van a hacer con Jack y Rick?
—Los llevan a Greenditch.
—¿Para ahorcarlos? —exclamó Hump, desesperado—. Nosotros no estamos sujetos a la autoridad municipal. Eso ha quedado establecido muchas veces.
—Demasiado bien lo saben —convino el estudiante de derecho, agriamente—, de modo que esta vez no van a esperar que se apliquen los debidos procedimientos legales. Van a hacer lo pertinente para que Jack y Rick bailen en el aire y dejarán la discusión para después. Y, lo que es más, no parece que podamos impedirlo.
Hump miró el brillante círculo de alabardas que mantenía a los estudiantes a distancia. Meneó la cabeza.
—Ad impossible nemo tenetur, nadie está obligado a hacer lo imposible —dijo—. Nos ensartarían como arenques si tratáramos de atropellarles.
Más estudiantes estaban llegando al Quadrivium. Walter tenía la certeza de que podrían obligar al rescate aunque sólo fuera por la fuerza numérica. Y le gritó a Hump al oído:
—Yo, por lo pronto, no me resigno a quedarme sin hacer nada. Por St. Aidan, ¡reúne a los compañeros! Con una sola carga abrimos la linea.
—¿Te encargarías tú de dirigir la carga?
—Sí. Pero no tenemos que perder tiempo.
Hump frunció el ceño y dijo, como disculpándose:
—Nunca me habrás visto retroceder ante una pelea, bastardo. Pero ¿de qué serviría a Jack y a Rick si nos hiciéramos despanzurrar a punta de alabarda?
Ninian había llegado mucho después que los demás. Parecía muy afligido por la situación, y preguntó con amargura:
—¿Por qué no habrán entrado en St. Giles a tiempo y hecho valer el derecho de asilo?
—No les dejaron —dijo Walter—. Así es que ahora tenemos que hacer cuanto podamos. Tú, Hump, estás esperando hacer tus pruebas de aspirante a caballero. ¿Qué mejor oportunidad para ti?
Ninian se estremeció.
—Sería una muerte segura.
Hump asintió con displicencia.
—No sería una aventura honorable. ¿Qué sabes tú de las reglas de caballería, bastardo?
—¡Cobardes! —les gritó Walter.
Empezaban a llegar hombres del pueblo en gran número, y era evidente que estaban tan resueltos como los arqueros. Ya estaba desarrollándose la tradicional lucha entre estudiantes y pueblo, a palos y estacazos. Walter se dio cuenta de que mientras el pueblo luchaba con los estudiantes, la patrulla se alejaría con sus prisioneros. Ya los arqueros habían tomado por una callejuela lateral y se hallaban tan lejos que apenas si podía oírse el grito de: «¡Paso a la justicia del rey!», que daba el capitán.
Walter se puso a seguirlos, advirtiendo que un individuo se le ponía a la par. Estaba seguro de que su fortuito acompañante era estudiante como él. El desconocido era tan alto que Walter apenas le llegaba a los hombros con la barbilla. El muchacho se sintió fastidiado, pues estaba orgulloso de su estatura.
—Eres Walter de Gurnie, ¿no es cierto? —dijo el desconocido.
—Sí. Y tú, ¿quién eres?
—Tristram Griffen. Soy de tus mismas tierras. Nunca has oído hablar de mí, pero mi padre es el flechero de Cencaster.
La oscuridad era demasiada para poder ver con claridad, pero a Walter le gustó la voz. Era lo bastante respetuosa, como corresponde a un hijo de flechero, y sin embargo había en ella algo de resolución. En caso de que aquel muchacho perteneciera al cuerpo estudiantil, debía ser un externo, uno de los despreciados estudiantes que carecían de medios para alojarse en los hospicios y tenían que albergarse en las bohardillas de la ciudad.
—He observado a Nat Griffen en el tiro al blanco. No hay mejor arquero en toda Inglaterra —dijo Walter.
—Pues él nunca ha tenido semejante pretensión, pero… Bueno, creo que hubo un tiempo en que podía armar un arco mejor que nadie. Está envejeciendo, y ya no tiene muchas fuerzas en los brazos.
—Estoy seguro de que tú puedes armar muy bien un arco, Tristram Griffen —dijo Walter mirando a su compañero.
—Soy bastante bueno. Pero no espero ver el día en que lo haré igual que mi padre.
«Modestamente hablando», pensó Walter, y en voz alta preguntó:
—¿Por qué no te he visto antes?
—Soy estudiante externo y vivo en el piso alto de una tienda de encuadernación en Sheydyard Street. Me has visto, pero evidentemente, no tenías por qué recordarme.
Esto fue dicho sin amargura, aunque sin humildad. El tono era indiferente.
En aquel momento pasaban frente a una casa cuyo dueño había bajado los escalones con una antorcha para presenciar el alboroto. A esa luz pudo verse que Tristram Griffen tenía un cuerpo magnífico y era muy ancho de hombros. Tenía un mechón de rígido cabello rubio y agradables ojos grises. Hizo una incierta sonrisa, como dudando de la forma en que Walter tomaría aquella familiaridad de su parte.
Walter devolvió la sonrisa. Siempre había sido lento para hacer amigos, pero ya por entonces sabía que el hijo del flechero le gustaba, a pesar de la enorme diferencia de posición que mediaba entre ellos. Había en el muchacho franqueza y buen humor, así como una promesa de verdadera lealtad de espíritu.
El externo era evidentemente muy pobre. Su raída hopalanda era de una tela muy tosca y tenía las piernas desnudas hasta la rodilla. Sus pesadas botas eran negras, señal distintiva de baja condición.
«¿Qué importa? —pensó Walter— me gusta más que cualquiera del hospicio».
—Podríamos rescatarlos si corriésemos el riesgo —dijo Tristram, indicando con un movimiento de cabeza la procesión que iba ante ellos—. Preferiría que me entrara un poco de aire por las costillas antes que quedarme indiferente y ver cómo llevan a ahorcar a esos pobres muchachos.
—Lo mismo pienso yo —contestó Walter—. ¿Podríamos contar con alguna ayuda? Los demás parecen contentarse con hacer ruido.
—Muchos nos seguirán si abrimos el camino.
Tristram se detuvo y empezó a quitarse la hopalanda. Después de doblarla cuidadosamente la dejó sobre el apeadero de una casa que estaba a oscuras. Luego buscó un adoquín suelto y lo puso encima.
—Es la única que tengo —se disculpó sonriendo—. Puedo darme el lujo de que me rompan uno o dos huesos, pero no el de perder mi abrigo.
La multitud se había densificado, y, en consecuencia, la patrulla avanzaba con mayor lentitud. El capitán blandía de cuando en cuando una corta espada y clamaba con indignado tono:
—¡Abrid paso a la ley, Villanos!
El alto estudiante se arremangó y preguntó:
—¿Estás pronto, Walter de Gurnie?
—Listos.
A Walter el corazón pareció encogérsele en el pecho.
Aquélla iba a ser una aventura audaz, y no ignoraba que podía no salir de ella con vida.
—Envuélvete el abrigo en el brazo —le aconsejó el hijo del flechero—. Te servirá de escudo. No tienes por qué exponerte a que te metan una moharra de pica en el vientre.
—¡Pero si tú no tienes abrigo!
Mas su compañero había entrado ya en acción. Con gran rapidez y asombrosa energía, dio un salto hacia adelante y asestó al capitán un puñetazo tan vigoroso, que la cabeza del sorprendido oficial dio contra el fondo del morrión de hierro. Una enorme mano cogió al debilitado jefe de la guardia por el cuello mientras que la otra lo agarró de las rodillas. Con escaso esfuerzo, el estudiante externo levantó el cuerpo al nivel de su cabeza y lo arrojó contra la línea. Dos de los guardias fueron derribados estrepitosamente y abrieron así una brecha, brecha por la cual se lanzó Tristram con tanta fuerza, que en pocos segundos había deshecho la formación.
Walter siguió el impulso. Sin saberlo, había empezado a dar el grito de batalla de los cruzados: «¡Dios lo quiere!». Olvidó envolverse la hopalanda en el brazo, pero eso no importaba en aquella lucha tan cuerpo a cuerpo. No podía ver si algunos de los demás estudiantes habían intervenido también, pues se encontró inmediatamente frente a un guardia, individuo forzudo que peleaba como un gato montés.
El asunto fue breve pero violento. Los estudiantes que se hallaban en las cercanías habían cargado en cuanto se hubo abierto la brecha en la línea. Atropellaron con tantas ganas de luchar y en número tan crecido, que pronto llenaron todo el espacio del círculo de picas. Las filas de los guardias se rompieron. Los soldados se veían acometidos tan de cerca que no podían hacer uso de sus armas. Walter estaba tan ocupado con su terco antagonista que no advirtió que se había ganado la lucha, sino cuando Tristram acudió en su ayuda. Cogiendo al guardia por atrás, del cuello, el estudiante externo lo empujó con violencia a un costado de la calle.
—¡Jack y Rick están libres! —tuvo que gritar Tristram para hacerse oír.
Le corría sangre por el rostro, pero el muchacho no parecía advertir que había sido herido. Sonrió, complacido, a Walter y prosiguió:
—En este momento se dirigen a ver al decano. Será mejor para ellos que quedarse sentados en un banco de St. Giles.
Hump Armstraung había llegado al lugar del hecho y logrado refirmar su jefatura. La mayor parte de los estudiantes formaron en fila detrás de él, gritando la orden de romper contacto y dispersarse. Y los muchachos se pusieron a desfilar, triunfales, por la calle, cantando en coro la gran marcha de las Cruzadas, El Viejo de la Montaña.
—Y ahora Hump se llevará los laureles de todo esto —dijo Walter con amargura.
Al no recibir respuesta, se volvió y vio que su compañero se había detenido unos pasos atrás. Estaba mirando el apeadero donde dejara su hopalanda. El adoquín aún estaba allí, pero el abrigo había desaparecido.
—¡Robado! —exclamó Tristram.
Tenía el rostro casi grisáceo.
La prenda era de la clase más ordinaria, y parecía imposible que su pérdida pudiera significar tanto. Walter dijo con indiferencia:
—Con diez peniques te compras otro, Tristram.
—¿Diez peniques? Pues si es lo único que tengo en mi bolsa. Mas he de conservarlos hasta fin de año.
Walter cambió inmediatamente de expresión y se mostró preocupado.
—¿Quieres decir que tienes que vivir sólo con eso? —preguntó.
—Sí. No será fácil, pero de algún modo he de arreglármelas. Muchos de nosotros, aquí, en Oxford, vivimos con un penique por semana. ¿No lo sabías?
—Sí. Sabía que los estudiantes externos, en su mayor parte, se veían obligados a trabajar en sus momentos libres.
—Para ganar el penique —contestó Tristram, asintiendo—. No hay por qué mostrarse tan preocupado por ello. Ninguno de nosotros se muere de hambre.
Y miró a Walter con animadora sonrisa.
—Para mí es un poco más difícil porque tengo dos bocas que alimentar. Tengo una hija adoptiva, un tejón hembra.
—¿Un tejón? ¡Vaya un animal para vivir con él!
—La conseguí en una función de lucha de perros contra tejones. Los perros la habían sacado arrastrando de la caja tres veces ya, y comprendí que una vez más que lo hicieran significaría la muerte de la bestezuela. Tenía rotas las dos manos y le sangraba la boca. Se portaba muy valientemente, la pobrecilla, y, puede que lo haya imaginado yo, me pareció que en un momento dado me miraba pidiendo auxilio. Ese deporte es cruel, y no pude quedarme cruzado de brazos y ver cómo la mataban. Me levanté y dije al que organizara el espectáculo que llamara a sus perros. Hubo protestas, como es natural, pero derribé al organizador de un golpe y por fin rescaté al animalito.
Y Tristram volvió a sonreír.
—La llamo Boadicea, porque me evoca aquella pequeña gran dama tan luchadora.
—Y ¿dónde la tienes?
—En mi rincón de la bohardilla. No puede caminar mucho por causa de sus manos. Tengo que llevarle su comida, que consiste en todas las miajas que puedo ahorrar. Cuando estoy en mi altillo, se arrastra hacia mí y siempre duerme al lado de mi jergón.
Walter tenía la bolsa vacía, y no iba a volver a disponer de dinero hasta su próxima visita al padre Francis, custodio de las arcas en St. Frideswide, que le pagaba sus dos chelines el primero de cada mes.
—Eres por diez peniques más rico que yo en este momento —confesó.
—No te pedí ayuda. Puedo vivir perfectamente sin hopalanda.
—Pero ¡si perdiste la tuya por la causa común! —protestó Walter—. Lo justo es que lancemos una suscripción para reponerla.
—No, no, ya me arreglaré —insistió Tristram meneando vigorosamente la cabeza, y volvió a sonreír—. Quizá el invierno sea clemente. El grueso de los estudiantes ya se había alejado de ellos, y Walter tuvo conciencia de un nuevo peligro. La gente estaba mirándolos de un modo que prometía riña.
—Van a desquitarse con aquél de nosotros de quien puedan apoderarse —murmuró—. Tenemos que escapar en seguida.
Y lo hicieron sin más trámite. El hijo del flechero se había puesto pensativo.
—Ese individuo Townley, el capitán de la patrulla, es cuñado del encuadernador en cuya casa vivo. Son una pareja tempestuosa. Tengo miedo de que me lo harán pagar caro.
—Entonces no puedes arriesgarte a volver allí esta noche —comentó Walter, frunciendo preocupado el ceño.
Aquello era un dilema. Sabía que no iba a poder llevar a un externo al hospicio; la admisión allí era demasiado estricta. Y con cierta vacilación, añadió:
—No te puedo llevar adonde vivo yo. ¿Qué hacemos?
—Ya otras veces he dormido en un tonel y puedo volver a hacerlo —dijo Tristram en tono despreocupado.
—Será algo nuevo para mí.
Estaban frente a una taberna, y por la entreabierta puerta se derramaba en la calle alguna luz. Tristram escrutó el rostro de su compañero para cerciorarse de si hablaba en serio.
—¡Vive Dios, vaya un sentimiento generoso! —exclamó—. Pero no es necesario que hagas eso. Puedo arreglarme solo. Ahora has de volver a tu hospicio, a acostarte.
—Nos hemos metido en esto juntos —dijo Walter—. Si no puedo hacerte trasponer los sagrados portales del hospicio, al menos puedo compartir contigo una noche al aire libre. Ya está resuelto, Tristram Griffen.
Por último encontraron un lugar seco bajo la escalera exterior de una casa al borde de la judería. El viento había depositado allí una blanda cama de hojas recién caídas. Walter se quitó la abrigada capa y ambos se acostaron y taparon con ella.
Walter empezaba a encontrarle un aspecto divertido a la situación.
—Todas estas casas tienen vidrios en sus ventanas —murmuró—. El hospicio da en su parte trasera a la judería, y algunos de mis compañeros tienen por pasatiempo espiar por los vidrios a las muchachas mientras se quitan el sayo. El dueño de esta capa se toma en ello un placer especial. Espero que esté espiando y vea el buen uso que estamos haciendo de su prenda de lujo.
Algo se movió en las hojas a los pies de Walter, y el muchacho se encogió apresuradamente. Dormir no iba a ser cosa fácil.
—Supongo que estarás preguntándote qué está haciendo un hijo de flechero en Oxford. Debo parecerte presuntuoso. Quizá no lo sepas, pero hay muchos hijos de villano aquí.
Aquella idea la tenía latente Walter desde el momento en que se conocieran.
—No puedo comprender qué provecho piensas sacarle a una educación —dijo—. Es evidente que quieres mejorar de condición, más para entrar en una corporación de mercaderes no necesitas cultura, y ¿a qué otra cosa puedes aspirar? ¿Acaso te propones tomar los hábitos?
Tristram meneó la cabeza.
—No, eso no. ¡Qué lástima de músculos y de estatura sería meter mi cuerpo en un hábito con cogulla! Pertenezco a la tierra, pero no habrá tierra para mí. Estoy resuelto a ser constructor de buques, de modo que estoy inscripto en la matrícula del hermano Roger Bacon.
—¡Roger Bacon! —exclamó Walter incorporándose y silbando de asombro.
Y tenía buenos motivos para asombrarse. De Roger Bacon decían que gozaba de gran reputación en el extranjero por su sabiduría y erudición, pero en Oxford se burlaban de él y le temían a la vez. Muchos estaban firmemente convencidos de que había vendido su alma, a un vicario del diablo y que en cambio le habían sido revelados todos los secretos de la magia negra. Cuando pasaba por las calles de la ciudad, las madres hacían entrar a sus niños en las casas y cerraban las persianas, para que no pudiera caer en ellos su mala sombra. En los círculos universitarios se le censuraba por otras cosas. A veces discurseaba en inglés en vez de hacerlo en latín, lo cual constituía una infracción muy grave a la sagrada práctica.
—Es creencia general —dijo Walter al rato—, que todos cuantos atienden sus enseñanzas han de terminar en encrucijadas con el corazón atravesado por estacas.
—El hermano Bacon —dijo Tristram seriamente— me está enseñando la verdad sobre este mundo en que vivimos. Estoy aprendiendo mucho de navegación y vientos, mareas y estrellas; cómo fabricar instrumentos, fundir metales y calcular con exactitud. ¡Oh, sé que dicen que la aritmética hay que dejársela a los judíos y banqueros y que la astronomía es para los magos! Pero necesito esos conocimientos para construir barcos buenos.
Walter se sintió a la vez intrigado y confundido.
—Nunca he pensado mucho al respecto —dijo—. Siempre me han enseñado a considerar las llamadas ciencias como cosas vagas y llenas de teoría, demasiado faltas de realidad. En la ciencia no hay lógica.
—No soy un erudito —contestó Tristram—. Estoy seguro de que tú sabes más de lo que llegaré a saber yo. Tienes una excelente reputación de erudito en Oxford, Walter de Gurnie. Pero una cosa sé, y es que las ciencias no son vagas. Por el contrario, son exactas. Se basan en hechos, en hechos probados.
—¿Quieres significar que la lógica, sobre la cual se basan todos nuestros estudios, no está fundada en hechos?
—Nunca he estudiado lógica, pero parece consistir en razonamientos muy delgadamente hilados, que se remontan todos, a los sueños de los filósofos antiguos.
—Mis maestros calificarían esa opinión de herejía sin límites —declaró Walter, usando la palabra que por entonces estaba en tantas bocas en Oxford, que corría el peligro de desvirtuar su significado primitivo—. Me han enseñado a creer que la realidad sólo mora en el terreno del pensamiento abstracto. El hombre cambia, más no la humanidad. Las cosas materiales, por ser del momento, no tienen importancia. En épocas por venir, puede que no sea necesario viajar, de modo que es poco importante aprender a construir barcos buenos. Sólo necesitamos aprender lo establecido, las realidades que siempre fueron, las verdades sobre la humanidad, que nos han sido legadas por los inspirados pensadores del pasado.
—¿Te enojarías si yo te dijera que eso sólo me parece un absurdo sin límites?
El viento había cambiado, soplando por entonces bajo la escalera y salpicándoles la cara con alguna que otra ráfaga de lluvia. Walter trató de cubrirse la cabeza tirando de la capa bordeada de piel, pero descubrió que así dejaba sus piernas totalmente descubiertas. Mucho le costaba no temblar francamente. Y sin embargo, no obstante esa creciente incomodidad, la discusión resultaba a la vez desconcierto y estímulo.
—Ha sido ésta una noche extraña —dijo—. Me gustas mucho, Tristram Griffen. Nunca me pareció posible que pudiera existir simpatía mutua e intimidad entre hombres de diferente posición en la vida.
—Hemos nacido tan lejos el uno del otro como el cielo del infierno —declaró el hijo del flechero—, e igual debe ser la diferencia en lo que pensamos y creemos. A mí me intriga tanto como a ti el hecho de que consientas en hablarme como si fuésemos iguales.
Walter echó a reír.
—Entonces habrás de perdonarme si te digo que nunca me pareció posible que un villano pudiera tener opiniones que valieran la pena ser escuchadas. En realidad, creo haber estado seguro de que los hombres del estado llano no eran capaces de tener opinión. Ahora tengo la mente revuelta. ¡Por St. Aidan, hasta estoy empezando a sospechar que tú estás aprendiendo en Oxford más que yo!
—Por extraño que pueda parecer, Dios les ha dado inteligencia a los villanos y a los estudiantes externos.
En ese momento ambos se hallaban sentados, envueltas las rodillas en la capa. Walter se dio cuenta de que tenía el cabello empapado de lluvia, que por entonces chorreaba de la escalera.
—Quiero pedirte algo —prosiguió Tristram—. Yo no me atreveré a presentarme mañana, pero creo que tú puedes hacerlo sin peligro. El hermano Bacon da clase a la hora prima. Ocupa tú mi lugar en ella. Escucha cuanto diga. Quizás aprendas más aún.
Después de un momento de consideración, Walter hizo una señal de asentimiento.
—Vine a Oxford a aprender —dijo—. Quizá me deba a mí mismo escuchar una vez a ese misterioso fraile. Haré lo que me propones. Siempre que consiga pasar esta noche con vida —añadió con un estremecimiento que no pudo reprimir.