II

La entrada del establecimiento de Anthemus era alta e imponente. Walter se detuvo en los escalones de mármol verde y dijo a Tristram:

—Por este portal puede que entremos en una tierra de grandes aventuras.

Tristram había descubierto que el calor de Oriente era más difícil de soportar para él que para su compañero. Su rostro ostentaba un aspecto rojizo y curtido. Su jubón de arquero, otrora elegante, estaba tan manchado e impregnado de polvo que apenas se le reconocía. La pluma de faisán que llevaba en su sombrero caía, desgarbada y pelada, y las letras se le habían borrado de los guantes.

—Repito que dudo de la prudencia de venir aquí —contestó meneando, desconfiado, la cabeza—. Algo muy perverso tiene que haber en un hombre que hace del Santo Sepulcro un mercado para obtener beneficios.

—Pero no podemos esperar llegar al Cathay sino por su intermedio. Es probable que nos despoje hasta de nuestras ligas, pero tenemos que tomar las cosas como se nos presentan. En cuanto al hombre en sí, es indudablemente un gran bribón, pero ha de haber algo de genio en él.

Tristram volvió a mover la cabeza más desconfiado aún.

—Es un vicario del diablo, Wat. De todo trato con él no puede salir sino mal.

Las puertas se abrieron ante su llamado, y ambos amigos fueron recibidos en la casa por un hombrecillo de delgados bigotes, con un aro de oro que le colgaba de la nariz. Le cubría la cabeza un turbante rojo y estaba envuelto en una túnica no demasiado limpia, atada al cuello con un enorme moño.

Se dirigió a ellos en una lengua que los jóvenes no conocían, y cambió de idioma con idéntico resultado. Meneando la cabeza, hizo un tercer intento, esta vez en latín:

—¿Qué desean ustedes, señoritos?

El conocimiento de Tristram de aquel lenguaje clásico era de los más rudimentarios, de modo que a Walter le tocó contestar.

—Deseamos conversar con Anthemus de Antioquía. Venimos del Oeste, y tenemos el propósito de viajar al Cathay. Quizá pueda convenirse que nos unamos a alguna de sus caravanas.

—¡Al Cathay! —exclamó el hombrecillo, cuyos ojos se redondearon tanto que adquirieron una expresión casi felina—. Eso es muy extraño. Yo también voy al Cathay. Ustedes son cristianos, y podríamos hacer el viaje juntos.

Mas de pronto cambió de expresión, y añadió en tono de súplica:

—Pero soy un sacerdote nestoriano. Soy el padre Theodore, de Ispahan. Comprendo que deben ustedes considerarme con desprecio y burla.

Los dos visitantes se miraron, intrigados. Sabían que los nestorianos formaban parte de una rama asiática de la Santa Iglesia, pero sus conocimientos no iban más allá. Antes de que pudieran formular pregunta alguna, el padre Theodore les hizo seña para que entrasen y ordenó a un sudoroso gigante de ébano que cerrara las verjas.

—Ustedes nos desprecian —prosiguió, bajando la cabeza en un exceso de humildad—. Es cierto que tenemos nuestros siete misterios y que no estamos obligados al celibato. Algunos de nosotros hasta tienen varias mujeres. Deben ustedes comprender —añadió apresuradamente—, que yo no soy casado. No es que crea en el celibato de los sacerdotes. Es sencillamente porque hasta ahora ninguna joven me ha…, me ha llenado los ojos, como podrían ustedes decir.

Se hallaban en un jardín cuya belleza original había sido destruida por pisadas de camellos. Estaba desocupado por entonces, pero un perceptible olor a animales les atacaba desagradablemente el olfato. Al pensar en la alta bóveda del vestíbulo de aquel palacio, con sus hermosos mosaicos y el globo prismático que colgaba de una cadena de oro, Walter se asombró ante ese contraste de grandeza exterior con la utilidad comercial interior.

El padre Theodore hizo una pausa para formular una pregunta:

—¿Es cierto que el verdadero propósito de las últimas Cruzadas no era el de liberar el Santo Sepulcro sino el de lograr poderío y aplastar la iglesia nestoriana?

—El único propósito de las Cruzadas —declaró Walter con una risotada— fue expulsar a los musulmanes de Jerusalén. Pocos hombres de los que tomaron la Cruz eran los que habían oído hablar de los nestorianos.

Habían entrado en un vestíbulo tan alto que los sonidos producían en él un largo eco. El padre Theodore bajó instintivamente la voz.

—Otra cosa es lo que se dice. Y por cierto que hemos oído perturbadoras noticias de los ambiciosos planes de los Papas de ustedes. Pero nunca triunfarán. Estamos más cerca de la verdad divina que ustedes, y jamás podremos ser vencidos.

Al rato agregó:

—Ahora voy a pedir una audiencia para ustedes a Kyrios Anthemus. Le sirvo de intérprete, pues conozco muchos idiomas. Pero ustedes deben comprender que sólo es un medio para un fin. Lo elegí como modo fácil de llegar al Cathay. Mi misión es ir allí y predicar la verdadera fe.

El piso bajo del palacio estaba destinado por entero al comercio. Atravesaron habitaciones literalmente abarrotadas de todas las clases de mercaderías concebibles; armaduras de todas las variedades, desde los toscos broqueles de cuero de los cojinetes mongoles hasta los enormes sables corta huesos que sólo los armeros de Damasco sabían forjar; encantadoras porcelanas del Extremo Oriente, brillantes productos de artesanía del desierto, cueros repujados de Marruecos; gruesos misales de hojas de borde dorado, enjoyados breviarios y reliquias de los Santos Lugares. Vieron incontables piezas de las más ricas telas, pesados terciopelos, sedas tejidas con el derretido sol de los cálidos cielos, brocados tan pesados que parecían capaces de sostenerse solos. Los vestíbulos estaban impregnados de olores a especias, tan apreciadas por los europeos: jenjibre, clavo de olor, nuez vómica y pimientos picantes.

Walter codeó a su amigo y murmuró, extasiado:

—¡Es nuestra primera visión de las riquezas de Oriente! Estas tierras son de promisión y abundancia. Ya siento en la sangre un amor por Oriente.

Le habría gustado tener la oportunidad de inspeccionar aquellos fabulosos depósitos, pero el padre Theodore los apremiaba hablándoles en su aguda y meticulosa voz de rivalidades eclesiásticas. Llegaron por último a una gran habitación en que esperaban numerosas personas. Era un departamento lujosamente adornado y tan ricamente amueblado como una antesala de emperador. Los sillones y divanes eran de bronce, y estaban cubiertos de blandos cojines. Había mesas trípodes, también de bronce, sobre las cuales se exhibían fuentes de tentadoras frutas frescas. Colgados del techo, se agitaban silenciosamente unos abanicos, que enviaban corrientes de aire fresco por el cuarto.

La mirada de Walter se posó en uno de los ocupantes de la habitación, enorme oriental que empequeñecía el sillón en que estaba sentado. La barba de ese gigantesco ejemplar estaba dividida en tres partes; tenía el cabello trenzado en rodetes sobre las orejas y sus ojos, cuya mirada había fijado en los recién llegados, parecían prontos a saltársele de las órbitas de pura ferocidad. Su traje resplandecía de magnificencia; vestía una túnica de amaranto bordada en oro, ceñida por un cinturón en forma de serpiente, y calzaba unas altas botas con flechas de oro bordadas en la caña.

—Es un personaje muy importante de la región de Manji, del Sur del Cathay, donde reinan los emperadores Sung —murmuró el padre Theodore, al advertir el interés que demostraba Walter—. Ha sido llamado por Kublai Khan debido a la información que puede proporcionar para la guerra contra Manji. Se llama Lu Chung, y se le conoce por el mote de El Ave que Empluma su Nido.

—¿Hay guerra en Cathay?

El sacerdote asintió.

—Kublai Khan ha jurado dominar el país entero. Hasta ahora, ha tenido poco éxito. Se dice, y con razón, que luchar contra el pueblo chino es como hundirse en un almohadón de plumas. No se encuentra resistencia, mas el almohadón vuelve inmediatamente a su forma primitiva. Ése es el motivo por el cual el Gran Khan ha mandado por Bayan.

—Y ¿quién es Bayan?

—¿No han oído hablar ustedes de Bayan, el de los Cien Ojos? —exclamó el sacerdote en un tono que insinuaba que semejante ignorancia excedía lo concebible—. Es el mejor general que haya visto el mundo. Es mongol, pero como mi país ha estado bajo la dominación mongol por muchos años, manda los ejércitos del Ilkhan. Sus soldados dicen que lo ve todo; que llega a percibir una zanja en el camino a media legua de distancia, y una mancha de polvo en una punta de flecha. Por eso lo llaman Bayan, el de los Cien Ojos. Kublai Khan lo hizo venir de Persia. Saldrá de Maragha, nuestra nueva capital, dentro de los dos próximos meses.

Al oír estas noticias, Walter intensificó su atención.

—Ese Bayan viajará con una gran comitiva, sin duda —dijo—. Y se me ocurre que andará con rapidez.

El padre Theodore extendió los brazos para acentuar su énfasis.

—Le declaro que será la mayor caravana que haya cruzado el desierto. Anthemus irá pronto a Maragha, llevando regalos para el joven general, así como para Kublai Khan. Son presentes magníficos.

El sacerdote hizo una pausa y prosiguió en voz baja.

—No pueden ustedes concebir, jóvenes, lo difícil que es reunir regalos para el Gran Khan. Siempre pide nueve veces nueve de todo. Así, pues, cuando se trata de mujeres hermosas…

—¡Mujeres! ¿Eso es lo que manda Anthemus?

Una expresión de ávido interés se reflejó en los redondos ojos del sacerdote.

—Naturalmente. Es el regalo que el Khan aprecia más. Están reuniendo a ochenta y una de las criaturas más hermosas de la tierra. Yo mismo he tenido la suerte de ver a algunas de ellas. ¡Ah, jóvenes, qué bellezas de Egipto con misterio en la mirada de azabache, deleitosos pimpollos de fucsias de Grecia, bocados de frágil oro de las tierras circasianas, alegres jovenzuelas de Georgia de incitantes sonrisas y hermosas y ondulantes caderas! Ese regalo no dejará de valerle a Anthemus la concesión que pretende.

—Pero ¿qué puede esperar ganar un mercader de Antioquía con una guerra en el Cathay? —preguntó Walter—. ¿No interrumpirá su comercio?

—¡No, no! Anthemus es un hombre de visión. Se da cuenta de que el botín será grande. Cuando el ejército de Bayan se apodere de las ciudades del Sur, la riqueza de siglos enteros le caerá entre las manos. Anthernus desea el privilegio de vender esos tesoros en los mercados cercanos y hasta en las grandes ciudades de Europa. Kublai Khan podría pagar el costo entero de la guerra con el botín obtenido en esa forma. ¡Y qué beneficios que realizará Anthemus! ¡Ah, jóvenes, serán colosales!

Mientras escuchaba, a Walter se le había ocurrido una idea. Con entusiasmado murmullo, dijo a Tristram:

—Llegamos en el momento propicio para hacer fortuna. ¡Qué suerte que hayamos resuelto ver primero a Anthemus!

Un fuerte toque de gong resonó a la distancia. El padre Theodore contó los golpes y luego hizo un gesto con la cabeza a los dos ingleses.

—Es para mí. Tengo que ir inmediatamente. Quédense aquí, señores, y trataré de arreglar para que los reciba en cuanto tenga un momento libre.

Tomaron asiento y aguardaron, y Walter se puso a explicarle a su compañero cuanto le habían dicho. El gigante Lu Chung, que no había separado la mirada de ellos, estiró una mano y se puso a comer unas frutas de la fuente más cercana. En pocos minutos, enormes bocados desaparecieron en su garganta. Comió enormes uvas rojas sin consideración alguna por las semillas. Se metía dátiles por un costado de la boca, e instantáneamente los huesos le aparecían por el otro costado. Granadas, melocotones y ciruelas desaparecían con fuertes ruidos de masticación. Y mientras ocurría todo aquello, la expresión de beligerancia en el semblante de El Ave Que Empluma Su Nido no desaparecía por un solo instante.

Walter había empezado a estudiar a los demás ocupantes de la habitación y prestaba especial atención a una mujer que estaba al lado de Lu Chung y parecía ser su duplicado en femenino. Ostentaba una prodigalidad tal de grasa que a cada movimiento parecía estar a punto de hacer estallar las costuras de su túnica escarlata. Tenía el cabello rojizo (color extraño en una cabeza asiática), y sus mejillas, cubiertas de polvos color ocre, le colgaban de unos salientes pómulos de mastín.

—Tris —murmuró—, esa extraña pareja podría pasar por ser la del Dios de la Guerra y su esposa, Pestilencia.

Tristram se revolvía, incomodo, en su asiento.

—Lo que acabas de decirme no me hace feliz —dijo—. Los ejércitos mongoles son un flagelo del diablo. ¿Te propones unirte a ellos? Sería mucho mejor lugar del otro lado.

Walter guardó silencio por un rato.

—Marchemos o no al lado de este Bayan de los Cien Ojos, no dejará de dispersar a los ejércitos chinos como hojas al viento. ¿Acaso debiéramos dejar que este mercader se quede con todas las ganancias? Podríamos sacar nuestra parte con la conciencia completamente limpia.

—¿Estarán nuestras conciencias completamente limpias, Wat?

—¿Te parece que en cambio deberíamos buscar el santo Grial? —replicó Walter meneando la cabeza con determinación—. Todos los castillos en que viven los caballeros más nobles de la cristiandad están llenos de botín. Los ingleses se lo arrebatan a los franceses. Los franceses lo sacan de España, Italia y Países Bajos. En todo castillo de Europa hay trofeos de las Cruzadas, no todos ellos quitados a las poblaciones sarracenas.

Miró con seriedad a su compañero como exhortándolo a comprender.

—No infringiremos ley alguna de caballería si recogemos una pequeña parte del saqueo de este país oriental. Ninguno de nosotros puede darse el lujo de ser un santo caballero andante, si aún existe gente de esa especie tan fabulosa. Tienes que mejorar tu posición en la vida, Tris, y yo tengo que encontrar un medio de adquirir tierras.

Y después de un momento de silencio, añadió:

—No tengo intención de volver a poner los pies en tierra inglesa hasta no tener los medios de hacerme un hombre honesto. No quiero ser ya el bastardo Walter de Gurnie. Prefiero ser un vagabundo en la faz de la tierra y seguir obligado a ganarme la vida, y qué modo más discutible que el formar parte de los ejércitos mongoles.

—¿Estás realmente tan convencido a ese respecto?

—Apenas si pienso en otra cosa. ¡Si sólo estuviésemos a tiempo!

—¿Tan enamorado estás de la heredera de Tressling?

Walter asintió con un movimiento de cabeza.

—Sí, ¡que el cielo me ayude! No puedo borrármela de la imaginación.

El padre Theodore apareció en el marco de la puerta y les hizo una señal.

—Anthemus los recibirá ahora. Está de extraordinario buen humor. El peor calificativo que me puso fue el de piojoso mal nacido. Generalmente me trata mucho peor y llega hasta acusarme de abominaciones carnales. Tienen ustedes suerte, jóvenes, de encontrarlo en tan buen estado de ánimo.

—¿Quién es esa corpulenta mujer? —preguntó Walter cuando hubieron salido de la habitación—. Me causa una impresión siniestra.

El turbante del sacerdote se agitó en señal de asentimiento.

—Nada lo bastante malo puede decirse de ella. Comercia en ohins, el tráfico de mujeres, y Anthemus le ha encomendado que se haga cargo de su remesa. No será tarea fácil mantener a ochenta y una muchachas en la mano, pero Hoochin B’abahu es muy capaz de ello. Le interesará a usted saber que el grupo de muchachas ya ha sido elegido. Anthemus acaba de elegir a la última. Mandará a la más hermosa de sus hermanas.

—¡Una hermana! —exclamó Walter.

El padre Theodore lo miró, lleno de asombro.

—Y ¿por qué no? No podría hacerle al Emperador mejor cumplido que mandándole una muchacha de su propia sangre.

—Pero la está enviando a la esclavitud —protestó Walter—. Me cuesta creer que haya un hombre capaz de semejante monstruosidad.

—Si la muchacha se conquista el favor del Khan, vivirá el resto de su vida en la mayor magnificencia. Se llama Maryam, y tengo entendido que es una gran belleza. Es seguro que el Khan la distinguirá.

—¿Ha sido consultada ella?

El sacerdote hizo una pequeña pausa para gozar de su risa.

—Las mujeres siempre tienen que obedecer las órdenes del jefe de la familia. ¡Qué ideas extrañas tiene usted! ¿Acaso importa tanto, teniendo en cuenta que tiene al menos otras diez hermanas? Su padre tuvo muchas mujeres, de modo que Maryam no es más que media hermana suya. Y —prosiguió con tímida expresión—, se murmura que han existido dudas sobre su paternidad. Parece que en la casa había un esclavo, un soldado occidental apresado en la lucha por Jerusalén —añadió después de una pausa, pues así empezaban la mayoría de las anécdotas obscenas en Oriente—. Era alto y guapo, y muchas mujeres lo miraban con buenos ojos; de eso no cabe la menor duda. Ni puede saberse si la madre de la muchacha fue una de ellas, pero, cosa bastante natural, el viejo Alexander, padre de Anthemus, adoptó la medida de práctica. Hizo que mataran al esclavo.

La magnificencia de aquella fantástica casa llegó a su culminación cuando entraron en el cuarto en que iba a recibirlos Anthemus. Aquella sala se hallaba en el centro del palacio y estaba situada precisamente bajo el baudegeer (sistema de aberturas practicadas en el techo para captar el viento). Una continua corriente de aire fresco bajaba de una abertura practicada sobre el sillón en que estaba sentado el amo. El resto de la habitación estaba tan caldeado que producía una sensación de ahogo. Aquel sillón había servido indudablemente una vez de trono a algún reyezuelo, pues en su respaldo tenía una corona incrustada de piedras preciosas. Una pata de aquel sillón se había roto, y, cosa extraña, había sido substituida por una sencilla barra de metal. Los pisos y paredes estaban cubiertos de los más finos tapices, y frente al sillón, había una especie de percha de la cual colgaban muestras de telas que estaban en venta.

En un primer momento, Anthemus no les prestó atención. Era un hombre joven, muy corpulento, de cabeza calva y redonda y de redondeado rostro en el cual brillaban, soñolientos, unos ojos de caídos párpados. Estaba vestido con el evidente propósito de hacer juego con el lujo de su sillón. Lo cubría desde el cuello a los pies una túnica blanca de angostas mangas y de puños bordados de perlas. Sobre aquella túnica vestía un palio color púrpura, pieza de rica tela de dos pies de ancho, ajustada al cuello y que llegaba al suelo. La parte trasera de aquel palio la había recogido con el antebrazo izquierdo. Hasta su calzado, de cuero color púrpura estaba bordado con piedras preciosas.

En un rincón de la sala una hermosa muchacha de brillante cabello negro estaba tostando castañas sobre un brasero de carbón de leña. Después de pelar una de ellas con rápido movimiento de dedos, la hundió en miel, y, después de espolvorearla con corteza de casia, se dirigió hacia su amo y se la metió en la boca. Anthemus la masticó entre sus grandes dientes, suspirando de placer.

Sólo cuando hubo terminado de comer la castaña se dignó echar a sus visitantes una mirada directa. Luego dijo al sacerdote en voz baja algo que el hombre tradujo a los visitantes con agradable sonrisa.

—Pregunta qué quieren los perros occidentales.

—Sé un poco de griego —dijo Walter en aquel idioma—. Quizá ahorraríamos tiempo si hablara directamente con él.

Los adormilados ojos del mercader se fijaron en él.

—Es poco común que un bárbaro hable el único idioma civilizado —gruñó—. ¿Qué eres? ¿Un semisacerdote como esta bestezuela babosa?

—Estudié griego en la Universidad de Oxford —contestó Walter, hablando con lentitud con el objeto de hacerse comprender mejor—. Mi compañero y yo nos proponemos ir a Cathay, y nos han dicho que Kyrios Anthemus iba a enviar allí una caravana especial. Pensamos que podía arreglarse que fuésemos con ella.

—¿Están ustedes preparados a pagar buen precio?

—Somos estudiantes pobres y nada podemos pagar. Pero podríamos serle de gran utilidad a usted. Mi compañero es una excelente arquero y podría ayudar mucho en la custodia de la caravana.

Anthemus examinó a Tristram con una mirada hostil.

—Podría alquilar una docena de guerreros por el costo de la comida que ese buey habría de consumir —dijo, volviendo su mirada a Walter—. Y usted, ¿qué podría hacer? Antes que trate usted de explicarse, quiero que comprendan que cada minuto de mi día tiene que reportarme un beneficio. Quiero sacar beneficio de esto aun cuando sea necesario despojar a ustedes de todas sus ropas y arrojarlos desnudos a la calle. De modo que no traten de atraerme complicaciones. Sean breves.

—Ningún europeo ha estado jamás en Cathay y regresado con vida —dijo Walter—. Si logramos hacerlo, seremos bien recibidos en cualquier corte europea por las narraciones que podremos hacer. Mi proposición es que actuemos como agentes de usted ante los reyes y hombres ricos de Europa.

La muchacha regresó con otra castaña. Anthemus la comió pensativamente.

—Tengo agentes en todas partes —dijo—. Judíos, lombardos, los mercaderes más astutos que puedan encontrarse. ¿Qué podría hacer por mí un majadero como usted que no puedan hacer ellos?

—Walter se rió, por comprender que el plan que considerara cuando se aludiera por primera vez a la guerra estaba cebándose en la mente del mercader.

—¿Acaso es necesario expresar la respuesta en palabras? Sus agentes exigen una participación completa en las ganancias. Usted podría reducir lo que nos pague a una fracción de lo que le cuestan sus banqueros lombardos.

Anthemus se pasó por los labios el suave dorso de una blanca mano.

—Tiene usted una astuta cabeza sobre los hombros, al fin y al cabo, mi joven halconzuelo. Lo pensaré.

Y de pronto, como ladrando, preguntó:

—¿Qué idiomas habla usted?

—Como usted ve, hablo un poco de griego.

—Muy mal, por cierto.

—Hablo bien el latín y el francés. Hasta sé un poco de árabe —prosiguió Walter mientras, pensaba: «¡Qué suerte haber elegido esas materias de estudio!».

Anthemus entró en silenciosos cálculos.

—¿Tiene usted una idea de lo que me costaría equiparle apropiadamente para visitar las cortes de Europa? Primero, una comitiva de criados orientales para impresionar a la gente con sus regalos. Habría que vestir a usted con lujo. Sería necesario repartir regalos. Me costaría una fortuna.

Y mordió con fuerza una tercera castaña.

—¡Y tendría que hacerlo confiado en ustedes!

Por entusiasmado que estuviera con la conversación, Walter no dejó de observar que la muchacha se demoraba cerca de ellos innecesariamente y que le estaba echando tímidas miradas por el rabillo de sus brillantes ojos negros. El mercader pareció haber advertido también el hecho, porque de pronto estiró una mano y le dio una sonora palmada en las nalgas a la chica.

—¡Oye! —gritó—. ¿Es absolutamente necesario que le coquetees a otros que no sea yo? ¡Ven aquí! Ahora quédate donde estás y mírame en los ojos. ¿Qué crees que estoy viendo? Estoy viendo tu regordete cuerpecillo estaqueado en las ardientes arenas, cubierto de hormigas. Miles de hormigas, y cada una de ellas tiene una mordedura enloquecedora. Así es como trato a aquéllas de mis muchachas que demuestran interés por otros hombres, y es lo que va a ocurrirte la próxima vez. ¡Vete ahora!

La muchacha salió corriendo del cuarto llorando, histérica. Anthemus se volvió hacia sus visitantes y prosiguió su interrogatorio.

—¿De dónde vienen ustedes?

—De Inglaterra.

—¡Inglaterra, tierra del gran Melec Ric de memoria siempre viva, de Ricardo Corazón de León y cabeza obtusa! ¡De Eduardo, el de los largos zancos, que estaba por aquí hace dos años martillando a los sarracenos como buen soldado! Ustedes, los ingleses, tienen el brazo fuerte pero la cabeza floja. Me pregunto si algún inglés tendrá capacidad para servir a Anthemus del modo que éste pretende ser servido.

—Eso queda por probarse.

El mercader pasó una burlona mirada por sus visitantes.

—Los miserables andrajos que visten ustedes me reportarían muy poca ganancia, aun si tengo en cuenta el valor del juguete que su larguirucho amigo lleva al hombro. Tengo que buscar mis beneficios de otro modo.

Movió la cabeza como si dudara de la prudencia de su resolución.

—Voy a enviar una caravana de avanzada a Maragha dentro de unos días. Tomen sus disposiciones para partir con ella. Irá con ustedes un contingente de mujeres. No demuestren interés en ellas. Ser pasto de las hormigas es una forma de muerte muy desagradable.