IV
El padre Theodore se acercó a Walter cuando los mongoles se hubieron reunido alrededor de las ollas a la hora de comer. Se oían muchos gritos de interés por el espectáculo que iban a presenciar.
—Acabo de ver al general —dijo el sacerdote sin mirar a Walter—. Pregunta qué comida quiere usted que le traigan.
—No tengo hambre —dijo Walter.
El sacerdote bajó la voz.
—Si conserva usted su sangre fría, hay una probabilidad de salvarse. Dicen que hace muchos años un hombre hizo el Paseo y no recibió un solo golpe. La regla prohíbe que nadie le pegue con la lanza mientras el reo esté con los pies sobre la cuerda. Una vez que toque usted el suelo, lloverán los golpes, pero si usted puede volver a subir, cesarán. Lo vi una vez, joven estudiante, y he de decirle que no fué un espectáculo agradable de presenciar.
Y al rato agregó:
—Siempre hay un juez presente para hacer cumplir el reglamento. Esta noche el juez será Bayan.
Walter, que hasta entonces había estado tranquilo, se estremeció y ocultó el rostro entre las manos.
—Vengo a usted como sacerdote —dijo el padre Theodore—. Como soy un humilde nestoriano, es posible que prefiera usted ir al suplicio inconfeso.
—Tengo que estar en paz con Dios —dijo Walter—. Asístame, por favor, padre.
Walter vió que la cuerda era bastante gruesa y que su largo era por lo menos de cincuenta varas. Había sido estirada sobre el suelo y estaqueada en cada extremo para que estuviera tirante. Los mongoles ya se habían alineado en dos filas a cada lado, blandiendo las astas de sus lanzas. Reclamaban la presencia de su víctima. Bayan, solemne y disgustado, había ocupado su lugar en el extremo más alejado de la cuerda.
El padre Theodore acompañó a Walter al punto de partida.
¡Valor, hijo mío! —le aconsejó—. Que Dios lo proteja y le dispense su misericordia.
Dos ancianos, ambos shamans, se acercaron al muchacho y le despojaron de sus ropas. Entonces uno de ellos cogió un trapo embebido de una tintura negra y le trazó una línea alrededor de la base del cuello. Walter sabía a qué respondía esa marca. Una de las reglas era que la fractura de huesos no tenía que estar acompañada de derramamiento de sangre. La marca serviría de guía.
«¡Ojalá los primeros golpes sean tan fuertes que no dure mucho este suplicio!» —oró Walter en voz baja.
Los impacientes mongoles estaban clamando porque empezara la diversión.
—¡Empieza, inglés! —gritó Bayan desde el otro extremo de la cuerda.
Aun en condiciones normales, el sólo hecho de hacer equilibrio sobre aquella cuerda encerada habría sido toda una hazaña. Walter se mantuvo sereno durante unos diez o doce pasos, extendiendo los brazos a cada lado y colocando los pies con desesperado cuidado. Detrás de él, oyó fuertes alaridos de desilusión, pues los hombres ante los cuales había pasado se veían ya privados de golpearlo con las astas de las lanzas.
—¡Sereno! —se decía continuamente—. Quizá puedas hacer el recorrido entero sin tocar el suelo. ¡Cuidado! ¡Despacio! ¡No te apresures!
De pronto algo le dió en el rostro, y el inesperado golpe lo hizo echarse hacia atrás. Era una vejiga de cerdo, inflada a más no poder manejada por uno de los shamans que lo acompañaban. El muchacho vaciló en la cuerda. Estaba seguro que tendría que tocar el suelo, pero recuperó el equilibrio en un santiamén y siguió adelantando. Entonces se desató un pandemonio. Los mongoles que tenía por delante se reían y blandían sus lanzas como invitándolo. Sus distorsionados rostros parecían cubrir una distancia infinita. El shaman, al otro lado, levantó la vejiga, y le dió un tremendo golpe en los ojos. Pero Walter estaba ya preparado, y el golpe sólo lo hizo vacilar momentáneamente. El muchacho comprendió que desde entonces ya no lo dejarían en paz. Aquello estaba de acuerdo con las reglas; no era propósito de los torturadores dar a su víctima una verdadera oportunidad de sobrevivir a los azares del largo paseo.
Walter logró dar exitosamente otros diez o doce pasos. Evidentemente, aquello era más de lo que habían esperado de él. Las risas se hicieron más fuertes, y las vejigas le cayeron sobre la cabeza y los hombros, haciéndolos arder. «¿Cuánto falta?», se preguntó el muchacho, jadeante con la tensión. El sudor le corría por el rostro y amenazaba cegarlo, pero Walter no se atrevió a usar una mano para enjugarlo. «¿Habría recorrido ya la mitad de la distancia?». Comprendió, desesperado, que no, que a lo más habría cubierto una tercera parte.
De pronto sintió que su pie derecho tocaba el suelo, sin saber como ni por qué. En seguida se elevó un tremendo clamor de triunfo, y Walter sintió como si una enorme roca le hubiera caído sobre la espalda. Un terrible dolor le corrió por todo el cuerpo. El muchacho se encegueció desesperado y su otro pie se apoyó en el suelo. Un segundo golpe le cayó en el hombro, golpe dado con toda la fuerza de un brazo endurecido en la guerra. A Walter le pareció que le arrancaban el aire de los pulmones.
Milagrosamente, se vió de nuevo sobre la cuerda, haciendo equilibrio con el mayor cuidado. Un golpe medio refrenado le cayó en el brazo, y Walter tuvo la seguridad de que le habían roto un hueso.
—¡Observad las reglas! —oyó que gritaba Bayan.
La momentánea reacción de su victima puso a los mongoles en el paroxismo de la furia. Gritos, insultos y obscenidades le llenaron a Walter los oídos. Las vejigas le caían en la cabeza. El dolor se hacía insufrible, y no lograba erguir el cuerpo. Y dió algunos pasos más en la cuerda.
Volvió a tocar el suelo, el golpe que le cayó en seguida encima le hizo perder el equilibrio. Sintió que el cuerpo entero le dolía en tal forma que ya nada le importaba. Sin embargo, el instinto de conservación le hizo reunir cuantas fuerzas le quedaban para volver a subirse a la cuerda de un salto. Otro milagro; sus pies estaban ya sobre la encerada superficie, y sus brazos, extendidos, le proporcionaban nuevo equilibrio.
Mas ya no podía avanzar sino muy despacio, inclinado el cuerpo hacia adelante, respirando con estertores, mientras sus torturados músculos le respondían a su voluntad con lentitud cada vez mayor.
«¿La mitad de la distancia?». Quizá, pero nada más. Y Walter comprendió que jamás podría cubrir la distancia entera.
Aquella certeza se le acentuó al ver a Ortuh el Tartamudo que aguardaba su paso. Ortuh, vendada la garganta, blandía su lanza por sobre la cabeza, brillantes los ojos de excitación. Estaba deseando fervorosamente que se le presentara la oportunidad de vengarse.
La vista de Ortuh tuvo el efecto de afirmar los pobres esfuerzos de Walter. El muchacho adelantaba penosamente, tratando de guardar el equilibrio con los brazos extendidos, en los cuales sentía dolores terribles. Cada vez con mayor lentitud pasó ante la erguida figura de El Tartamudo. Por último, lo dejó atrás.
Ortuh soltó un grito de rabia, y alzó aún más su lanza. Incapaz de dominar su deseo de matar, bajó el arma y dió a su enemigo un terrible golpe en la cabeza.
Walter perdió por completo el conocimiento.
Pasó una eternidad en estado de inconsciencia, interrumpido por intervalos en que luchaba por volver a sentir algo de vida en su dolorido cuerpo. Aquellos intervalos eran cortos e incompletos; pasaban unos pocos minutos de dolores tremendos y gemidos antes de volver a la nada. En uno de aquellos momentos fué cuando le pareció oír unas voces. Una de ellas que parecía ser la del sacerdote nestoriano, estaba diciendo:
—¡Aún está vivo! Madre de misericordia, ¡no parece posible!
Habló otra voz, que el muchacho reconoció por ser la de Bayan:
—¡Qué suerte que Ortuh haya perdido la cabeza y le haya pegado mientras aún estaba en la cuerda! Eso me permitió suspender el suplicio antes de que lo mataran a palos.
Y después de lo que pareció horas de agónico estupor, oyó que Bayan volvía a hablar:
—Es fuerte, este inglés. Quizá viva a pesar de todo.