II
—¡Por fin tenía nombre! No era ya el Walter, bastardo de Gurnie, receptáculo de bromas y blanco de las malas lenguas; era sir Walter Fitzrauf, armado caballero por la mano del Rey en persona y dedicado al servicio de aquel esclarecido monarca. Cierto que el recién adquirido prefijo era normando, aunque era también una de las palabras que el uso general estaba mezclando en el lenguaje vulgar, y Walter apenas si dudaba de que hasta su abuelo, de haber estado vivo, hubiera pensado dos veces en ello.
Walter salió de Gloriette, como se llamaba la pequeña parte del castillo en que el real matrimonio tenía sus departamentos privados, y atravesó el puente levadizo hacia la parte principal. Estaba tan excitado a fuerza de entusiasmo, que apenas si prestó atención a la belleza que le rodeaba.
Sin embargo, no pudo evitar verla al poner los pies en el verde césped de la isla exterior. Rodeado por un almenado muro de enceinte y cinco imponentes torres, aquel espacio era llamado patio interior. El nombre parecía extraño, pues su aspecto general era el de un amplio jardín con extensiones de césped y muchos árboles y arbustos. Ya los criados estaban colocando antorchas encendidas ante la inminencia del anochecer, e instalando afuera mesas portátiles para la cena. El hermoso tiempo de otoño había atraído a la corte de Londres, y el comedor de Gloriette era demasiado exiguo para dar cabida a tanta gente. La comida iba a servirse afuera.
El patio estaba lleno de hombres vestidos con ricas hopalandas, acompañados por sus esposas, envueltas en ropas de los más vivos colores. Un rumor de voces le llegó a Walter a los oídos al bajar del puente levadizo, y salió de su agradable ensueño para mirar a su alrededor con renovado interés.
«Ésta es la corte de Inglaterra —pensó—, y por extraño que parezca, pertenezco a ella».
Echó a andar por el césped; inconscientemente su paso adquirió mayor seguridad y anduvo con la cabeza un tanto más erguida. Ya podía mirar a todos a la cara sin sentirse inferior. Aquello era a la vez agradable y estimulante, y se sorprendió gozando de sus nueva sensación de igualdad. Atravesó los jardines y estaba por regresar cuando alguien lo llamó:
—Si mi señor me lo permite.
Era la doncella de Engaine, muchacha de ojos oscuros. Hizo una reverencia y dijo:
—Mi ama quisiera conversar con usted.
—¿Dónde está?
—Si mi señor quiere seguirme, le mostraré el camino.
Engaine tenía un departamento en una de las torres, del mismo tamaño que el que le había sido asignado a él, aunque totalmente diferente desde otro punto de vista. La muchacha poseía el don de transformar rápidamente sus habitaciones, y hacer que parecieran tener parte de su personalidad. No había en aquella estancia paredes oscuras de piedra ni sencillez de utilidad pura. Brillantes colgaduras y una multiplicidad de pequeños objetos transformaban aquellas habitaciones en una agradable habitación de mujer. Walter percibió en seguida el incitante perfume en la atmósfera.
Engaine estaba sentada al lado de una ventana en ochava, y la luz le daba en el cabello bajo su redecilla de oro. Le rodeaba la garganta un lazo azul, con nudos a cada lado. Un brillo en la mirada le dió la bienvenida.
—Hace mucho que he estado esperándote —dijo con tono de reproche—. Tengo entendido que llegaste en las primeras horas de la tarde, pero te quedaste de riguroso encierro. ¿Dónde has estado?
—En audiencia con el Rey —contestó el muchacho, que reventaba casi de las ganas de contar sus noticias, aunque resolvió reservárselas para saborear un poco más el placer de la sorpresa.
—Por favor, siéntate, Walter. Tengo muchas cosas que decirte.
La joven se había sentado en un rincón cerca de la puerta, para cubrir las apariencias, sin duda, y la única silla que quedaba libre estaba cubierta de prendas femeninas de uso íntimo. Walter la miró, vacilante.
Son unas ropas mías —dijo Engaine, riéndose—. Blanche, desprolija, quita en seguida esas cosas de ahí.
—Pero hace ya cuatro horas que llegaste —prosiguió una vez que la doncella hubo quitado las ropas y Walter estuvo sentado—. ¿Todo ese tiempo has estado con el Rey?
Walter asintió:
—Hasta el último minuto. Tenía mucho que decirle, y él pareció interesarse por mi relato.
—Bueno —dijo Engaine haciéndole una reverencia de juguetona cortesía—, has sido muy honrado por cierto. ¡Su Majestad ha debido dejarse envolver por tu elocuencia, oh gran viajero!
—Sólo hablamos de eso. Se mostró el interlocutor más atento que haya tenido en mi vida. Alguna vez, quizá, te guste oír algo más sobre el Cathay. Me veo obligado a decirte que tu interés por él ha sido desilusionadoramente escaso.
Engaine sonrió.
—Me parece recordar que he demostrado, digamos, un vivo interés por una faz de tus viajes, mi buen Walter. Y tú, también lo recuerdo, te mostrabas más bien reacio a contarme todo cuanto yo deseaba saber.
Walter cambió de posición en su silla.
—El interés del Rey se refería a asuntos de guerra y de política oriental —dijo.
—Y en eso no tengo yo interés alguno —replicó la muchacha inclinándose hacia adelante—. ¡Cuánto se ha hablado de ti! Todos tenían ganas de ver al hombre que fué hasta los confines del mundo. Los que te vieron llegar hicieron las descripciones más brillantes de tu aspecto, y todas las damas de la corte estaban locas por el alto y apuesto desconocido. Tendré que mostrarme muy firme para conservar para mí, parte de tus atenciones.
Walter, que comprendía que la muchacha tenía algo que decirle, siguió sin soltar sus noticias. Tena el espíritu tan lleno de ellas, que le era necesario esforzarse por no pensar en sus agradables especulaciones mientras hablaba.
—El oro ha sido hallado —murmuró ella—, y las arcas de Bulaire están llenas a más no poder.
—Estaba empezando a creer que aquel tesoro oculto no existía. ¿Dónde lo encontraste?
—¿Te dije que la madre de Edmond se negaba a que sacaran el ataúd de la capilla? A nadie se le ocurrió moverlo cuando buscábamos tan minuciosamente. Pero allí estaba, en una bolsa de tela.
Y la muchacha sonrió radiante.
—¡Qué pareja de avaros! ¡Soy rica, rica! O al menos lo es mi hijo, lo cual viene a ser lo mismo, pues tengo que sujetar los cordones de la bolsa durante mucho tiempo. Un poco de ese oro viene de Tressling, de modo que tengo derecho a considerarlo en parte mío.
—Veo que ya estás haciendo proyectos —dijo Walter.
Engaine volvió a inclinarse en su silla e hizo una entusiasmada señal de asentimiento.
—Soy ambiciosa —dijo—. Quiero que Lessford sea una de las grandes casas de Inglaterra. Cuando mi hijo sea grande, tiene que ser tan poderoso como son hoy los condes de Gloucester, Hereford y Arundel. ¿No te parece que es un laudable deseo?
—Es propósito del Rey reducir el poder de los barones, no aumentarlo.
La muchacha hizo un gesto.
—No ignoro esas cosas, y dudo de que el Rey pueda hacer mucho para dominarnos. Siempre hubo nobles fuertes, y estoy segura de que siempre, los ha de haber. Tengo que poseer una casa en Londres —prosiguió—. No es ya aconsejable seguir viviendo continuamente en Bulaire, como lo obligaba a hacer la avaricia de Edmond. Hay que hacerse ver en la corte.
Estaba hablando con renovado entusiasmo, aunque en voz lo bastante baja para que la doncella no pudiera oírla. El dinero no podía aplicarse a mejor propósito que el de construir una casa. Como es natural, deberá dar al Támesis y estar situada tan cerca de Durham House como sea posible. Tendrá que haber jardines que lleguen hasta el río.
Walter no estaba de acuerdo con sus ideas acerca del futuro, pero no podía comprender por qué no debía hacer la muchacha su gusto. Se adaptaba muy bien a la vida de corte, y sería mucho más feliz en su casa de Londres que en Bulaire. Lo futuro ya arreglaría las cosas, o, más bien el Rey.
—Tiene que haber un desembarcadero de escalones de mármol y una barcaza muy grande de colorido toldo. Es muy agradable recorrer el río de un lado a otro con músicos que toquen trompetas mientras la tripulación rema a toda velocidad. Estoy segura de que estarás pensando que soy una pródiga y una manirrota —dijo de pronto, mirándolo con repentina desconfianza—. Pero todo eso no tiene más que un solo propósito, Walter. No soy gastadora, y no creo ser demasiado frívola. El aparato desempeña un gran papel en el poder de un barón. Y, como dije antes, soy muy ambiciosa.
—Y ahora —dijo él cuando una pausa hubo indicado que había terminado la serie de las confidencias de Engaine—, yo soy quien tengo que decirte algo.
La muchacha se reclinó contra el respaldo de su sillón para apartar las colgaduras de la cortina.
—Está oscureciendo, mas no tanto que no pueda ver el brillo de tus ojos, Walter. Sé que es algo importante lo que tienes que decirme. Vamos, estoy impaciente.
—¡Por fin tengo nombre, Engaine, y me pregunto si te gusta cómo suena! ¡Sir Walter Fitzrauf!
—¿Sir Walter Fitzrauf?
A la joven le brillaron los ojos al repetirlo.
—¡Te han armado caballero! ¡Tan pronto, Walter! Es la mejor de las noticias. ¡Me siento tan feliz que tengo ganas de llorar!
—El Rey me armó caballero después de nuestra conversación. Desde entonces, apenas si mis pies han tocado el suelo. Hay momentos en que mi razón se niega a creer en mi buena suerte.
Ambos estaban inclinados hacia adelante, por entonces, juntas las cabezas.
—¿Significa eso que entrarás al servicio del Rey? —preguntó Engaine, pensativa—. Quizá seas el que logre el poder que he soñado. Su majestad el Rey debe haberte tomado mucha simpatía, Walter. ¿Vivirás siempre en la corte?
El joven hizo una señal negativa.
—No, no se ha hablado de eso. Tengo mucho trabajo en Gurnie.
—Pero seguramente has de abandonarlo ahora. No es… propio de un caballero. No se me ocurre que puedas seguir fabricando papel.
—El Rey considera que lo que estoy haciendo es muy importante. No abandonaré eso en ningún caso. Estoy seguro de que en toda Inglaterra se hará pronto papel.
—Deja que lo hagan otros, Walter.
Siguió una pausa. Walter acercó su silla a la de ella.
—Ahora puedo empezar a proyectar lo futuro —dijo—. No me sentía libre de pensar en nada hasta no tener un nombre mío.
Engaine llamó a la muchacha:
—Blanche, está muy oscuro. Trae en seguida unas velas.
Cuando la doncella hubo salido del cuarto, Engaine preguntó:
—¿No has hecho planes hasta ahora? ¿Nada tienes que decirme?
Meneó la cabeza, exasperada al parecer. Luego le puso ambas manos sobre los hombros.
—¡Bésame tonto! —murmuró.