I
La cena de aquella noche había terminado y los perros estaban disputándose los huesos ante la tienda, cuando les llegó a los ingleses la voz del padre Theodore que les pedia permiso para entrar. Y se presentó, inclinándose profundamente, brillante el rostro de sonrisas.
—Un gran honor le ha tocado a usted —dijo a Walter—. El gran orkhon desea jugar con usted una partida de ajedrez.
Y de pronto una expresión de ansiedad substituyó a las sonrisas.
—Espero que el joven estudiante se haya lavado, ¿no es cierto? No sería conveniente presentarse con olor a caballo en su presencia.
—Siempre me lavo antes de sentarme a comer —dijo Walter fríamente.
—Muy bien —dijo el sacerdote, después de contemplarlo cuidadosamente—. Los naturales de los países cristianos no se bañan bastante a menudo. Dicen que los cruzados hedían horriblemente.
Las nueve colas de caballo frente a la enorme tienda de Bayan flameaban locamente al viento de la noche. Un guardia, a la entrada, se apartó para dejarles paso, murmurando:
—Que una repugnante muerte se lleve a todos los hijos de madres infieles.
Unas imágenes de fieltro, colgadas de sogas le rasparon el rostro a Walter mientras entraba en la tienda. El interior resplandecía con la luz de cuatro lámparas suspendidas de cadenas de bronce. Bayan acababa de bañarse, pues un criado estaba sacando una batea de madera hacia la parte de atrás de la tienda, sin poder evitar que salpicara un poco de agua jabonosa en las alfombras hechas con pieles de osos pardos. El general estaba recostado en un cómodo sillón de tres patas, desnudos los pies, envuelto en una bata bordada de flores escarlatas. A Walter le asombró la pequeñez de aquellos pies, pero enseguida comprendió que generaciones enteras de vida a caballo habían producido sin duda ese efecto en la raza mongol.
Frente al general habían instalado una mesa plegadiza, sobre la cual se extendía un mapa. Bayan miró a su visitante y dijo algo al padre Theodore en una voz agradablemente modulada.
—El noble señor Bayan no se digna hablar en Bi-chi —dijo el sacerdote—. Tendré que quedarme para actuar de intérprete. Le saluda a usted y le ruega que se siente.
Un sirviente que había estado durmiendo con la espalda recargada en la estaca principal que sostenía la tienda y que roncaba fuertemente, se levantó como por instinto y acercó una silla frente al sillón que ocupaba su amo. Bayan se arremangó con ademán de entusiasmo. Con una mano señaló un enorme gato persa que había encaramado su dignidad en un rincón de la mesa.
—El noble señor Bayan se pregunta si la presencia de este favorito especial, el viejo Booghra, molestará a su joven adversario.
—De ningún modo —contestó Walter—. Dígale por favor que me gustan mucho los gatos y que opino que éste es un ejemplar maravilloso.
El gato, pues, quedó en su lugar, observando al recién venido sin que sus enormes ojos color naranja parpadearan una sola vez. Bayan estudió a su huésped también con una insistencia más bien desconcertante.
—Pregunta si el joven estudiante está versado en estrategia militar.
Walter meneó la cabeza.
—Mis conocimientos en la materia son tan deficientes que no me atrevería a expresarlos en presencia de un gran maestro como mi señor Bayan.
Una inclinación de aquella cabeza de amplia frente demostró la satisfacción del general ante ese discurso. Bayan empezó, sin embargo, a formular algunas observaciones, basadas en el estudio que había estado efectuando en el mapa, mientras el sacerdote las traducía a media voz.
—Llamamos al país de Manji el Almohadón Amarillo —dijo Bayan, trazando una línea con su dedo indice—. Es deforme y suave, y cede con facilidad. Los ejércitos del gran Khan han tratado de conquistar el Manji atacando a provincias fronterizas, aislándose por el sur, por una amplia aplicación del Tulughma, que es un ataque de flanco por sorpresa. Siempre han fracasado.
Y el inconmensurable orgullo mongol le brilló en los ojos. Hablaba con tanta rapidez que el padre Theodore se inclinaba hacia adelante nerviosamente para escuchar y tartamudeaba en sus traducciones.
—Mi plan es diferente. No es secreto, porque cuanto pienso hacer se evidenciará desde los primeros movimientos de la campaña.
—Aunque Walter escuchaba atentamente, logró, sin embargo, formarse una idea exacta de la estancia. La tienda estaba suntuosamente amueblada, tan completamente, en realidad, que era un misterio la forma en que todo aquello podía ser envuelto y llevado a lomo de camello. Había un enorme espejo —la vanidad de Bayan se demostraba en cuanto gesto hacía y en cada palabra que pronunciaba—, un arcón de cierto tamaño, una segunda mesa sobre la cual se veían otros mapas y un amplio diván en que dormía el general. El gato había vuelto a su posición primitiva y estaba roncando tan fuertemente como antes. Un dejo de sugestivo perfume en el ambiente y el ocasional ruido de una cortina de seda en la parte trasera de la tienda indicaban que al amo le habían enviado una mujer.
—El Almohadón Amarillo —declamaba Bayan—, es como un pulpo, que extiende sus tentáculos en todas direcciones. Si se corta uno de esos tentáculos pronto crece otro en su lugar. Pero si se le hiere en la cabeza, profundamente, en su punto vital, esos tentáculos quedan ya sin vida. Ceden y caen solos.
Y Bayan se inclinó hacia adelante, brillantes los grandes ojos.
—Aquéllos que siguen a los ejércitos de Bayan verán un ataque por la línea del río Han, un cruce del caudaloso Yang-Tse y luego una marcha directa sobre la propia Kinsai. Cuando caiga Kinsai, la conquista de las tierras del Manji serán cosa muy sencilla. Estaré luchando contra la geografía, no contra un pueblo. Ni siquiera es seguro que el emperador Sung; en Kinsai, recuerde el nombre de Genghis Khan. Le gusta contemplar a las mujeres de su casa bañarse desnudas en las albercas imperiales, y su interés no va más allá. Sus ministros son cobardes y corrompidos. Están demasiado seguros de que nada puede pasarle a su gran país. Nada saben de la guerra. Creen que si les ponen más caras horrorosas a sus soldados, asustarán con ello a sus enemigos.
Bayan echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír.
—¡Se morirán del susto cuando los mongoles Yakka entren galopando en Kinsai!
El discurso terminó, el general dió una palmada y gritó una orden al criado. El mapa fué quitado de la mesa, y substituido por un tablero de ajedrez con piezas de marfil. Walter miró asombrado aquellas piezas y no pudo reconocerlas a todas. Había cuatro elefantes de castillos de oro, y no se dió cuenta de que eran las torres hasta que su augusto adversario no las hubo colocado en el tablero. El juego era magnifico y muy antiguo, aunque bastante descuidado, pues las piezas estaban incrustadas de polvo y ensuciadas por las moscas.
—El gran señor Bayan siempre es el primero en jugar —dijo el padre Theodore.
Un brusco movimiento de la mano del general desplazó un peón en el tablero. Desconcertado por la jugada, Walter estudió su plan un minuto entero antes de contestar con la réplica. Bayan jugó con la velocidad del rayo durante el resto del partido, llevando a sus piezas de lado a lado con una especie de seguridad felina. Ya desde un principio se había puesto en la ofensiva, y el ataque estaba tan bien coordinado que Walter no pudo sino defenderse. Jugó lo mejor que pudo, considerando cada acción con el mayor cuidado. «¡Si sólo pudiera jugarlo bastante bien! —se dijo para sí—, tengo que ofrecerle un buen partido para que me mande buscar otra vez».
El resultado del partido nunca había sido dudoso, pero el inglés se las compuso para oponer una defensa encarnizada y obligar a su adversario a modificar varias veces su plan de ataque antes de hacerse necesaria la capitulación. Esa actitud era precisamente la que Bayan esperaba de él. El joven general se movía en su sillón dando pruebas de gran interés, bebiendo leche de yegua de un tazón de plata de cuando en cuando, y emitiendo exclamaciones de gran satisfacción en cada fase de la batalla. Una vez, al estirar el gato de pronto la mano y quitar una pieza del tablero con la aterciopelada garra, Bayan se rió, encantado.
—¡Mi prudente Booghra! —exclamó—. Eligió la pieza que me proponía mover. ¿Fué una indicación para el amo? ¿O acaso me estaba recordando que no le he acariciado la cabeza desde hace media hora?
El gato no expresó cuál había sido el verdadero motivo de su actitud. Después de arreglar su frondosa cola ante sus manos, no manifestó mayor interés en el juego.
Se jugaron tres partidas, que terminaron todas con la victoria del general. Bayan dió una palmada para que se llevaran el tablero. Luego hizo algunos comentarios.
—Dice que le gusta usted —tradujo el padre Theodore—. Que es usted un muchacho muy guapo y que nunca ha visto cabello como el suyo. No duda de que tenga usted mucho éxito con las mujeres. En cuanto a su modo de jugar, dice que es bastante bueno y que volverá a jugar con usted.
Y el sacerdote prosiguió con un comentario de su propia cosecha:
—¡Qué afortunado es usted, señor, de que nadie más que usted en todo el campamento juegue lo bastante bien para mantener vivo su interés!
Bayan bostezó, estiró perezosamente brazos y piernas y dió una orden.
—Ahora nos vamos —dijo el sacerdote, haciendo una reverencia tan pronunciada que pareció a punto de perder el equilibrio.
Walter se inclinó también y siguió al padre Theodore al exterior. El sacerdote no pudo dejar de hacer una de sus observaciones eróticas.
—Ha mandado por otra de sus mujeres. Parece que esta noche tenía ganas de pasarla con una tártara a la que llama su joolem siboo, su suave paloma.
Walter regresó a su tienda en buen estado de ánimo. Había conquistado la simpatía del comandante de los ejércitos de Kublai Khan.
«Parecería que las cosas están presentándose bien, al fin y al cabo» —se dijo para sí.