III
Hacia el norte se extendía la cadena de montañas de Sakhund, en medio de las cuales estaba anidada Maragha.
Tristram tiró del cabestro de Zoroastro, para acercarlo más a Helen. Estaba mirando delante de sí, lo cual fue un error, pues Helen dobló rápidamente el pescuezo y le mordió la rodilla.
—¡Mala bestia! —exclamó Tristram, dándole un golpe en el hocico con el arco—. ¿Por qué no le has enseñado a portarse bien, Wat?
—A los camellos no puede enseñárseles nada. Tengo ambas rodillas mordidas.
Tristram señaló hacia adelante.
—Veo allí una línea en el horizonte que parece moverse. Puede que sea Bayan y su gente.
Walter se apoyó en la joroba del camello y se irguió para mirar por sobre la cabeza de Helen.
—Ya veo —dijo, entusiasmado—. Parece ser un gran campamento.
Al acercarse a la encrucijada, un hombre montado en un caballo muy pequeño se acercó a lo largo de la caravana, mirando a un lado y a otro. Cuando vio a los tres pesados camellos que formaban la retaguardia, saludó a sus jinetes a gritos. Era el padre Theodore.
—Hace un día entero que estamos aquí —exclamó—. El gran Bayan se ha mostrado muy impaciente. No creo que hubiera querido esperar más.
El sacerdote vestía un abrigo de piel de oveja y un gorro del mismo material, a pesar de lo cual tenía el rostro lívido de frío. No obstante ello, era evidente que traía entusiasmadoras noticias.
—Anthemus no va —anunció—. Así se lo hicieron saber esta mañana, y dejo a ustedes que se imaginen cómo estará rabiando. Pero yo si voy —agregó, brillantes los ojos de triunfo—. El Khan considera que los idiomas que conozco han de serle muy útiles. Es lástima que tengamos que separarnos.
A Walter se le cayó el alma a los pies.
—¿Quiere usted decir con eso que a nosotros también nos abandonan?
—Y ¿qué esperaba usted, joven estudiante? ¿De qué utilidad serían ustedes a Bayan? —replicó el sacerdote meneando la cabeza—. Quedarán ustedes con Anthemus. Aún no es seguro que se proponga seguir. Por el momento está en un estado de ánimo tan enfurecido que parece que volverá a Antioquía, y mi consejo es que se mantengan ustedes tan lejos de él como sea posible. Está escupiendo fuego, como un dragón. Ha ordenado que todos sus criados sean azotados.
—¿Y las mujeres?
—Ellas sí van. Bayan conoce demasiado bien el apetito del Khan, del Hijo del Cielo, para modificar esa parte del plan.
Y el sacerdote puso una mano sobre el cabestro de Helen, mas la retiró en seguida cuando el animal amagó un mordisco.
—¿Es cierto lo que he oído, que Maryam ha escapado?
—Lo único que sabemos es que el campamento ha sido registrado anoche. Espero que sea cierto y que nunca la encuentren.
El sacerdote nestoriano bajó la cabeza y murmuró:
—Yo también espero que sea cierto. Luego vio a los dos muchachos que montaban el tercer camello.
—¿Quién es ése, joven estudiante?
Otro criado. Lu Chung opinó que lo necesitábamos. Nos lo trajeron del último mercado de esclavos por el cual pasamos.
—¡Y Anthemus tendrá que pagarlo! ¡Esa sera la gota que hará desbordar la copa!
Los camellos que llevaban a las mujeres habían sido detenidos y rodeados por un grupo de vigilantes guardias; parecía haberse resuelto no acercarlas más al grueso del campamento. Al pasar a su lado, Walter advirtió que Hoochin Babahu se había apeado de su litera y estaba hablando con señales de gran agitación a El Ave Que Empluma Su Nido, Lu Chung. Una de sus regordetas manos jugaba impacientemente con un collar de ámbar que colgaba en el valle que formaban sus dos abultados y caídos pechos. Un pequeño esclavo negro sostenía una sombrilla sobre la cabeza de la mujer, para protegerla contra el viento, y otro estaba encendiendo un brasero en el suelo.
El padre Theodore se estremeció de satisfacción.
—La vieja arpía pecadora está tratando de imaginar la forma de disculparse. La regañarán por haber dejado escapar a la muchacha.
Un pelotón de jinetes mongoles llegó cabalgando por las arenas y los rodeó. Aquella gente aullaba de entusiasmo y, erguidos en sus sillas, blandían por sobre sus cabezas sus cortos y curvos sables. A pesar de la desilusión que sentía, Walter observó con interés a aquellos jinetes. Era aquél un nuevo aspecto del Oriente, de aquella mágica tierra que lo había hechizado. Ese embeleso lo había sentido por primera vez al ver a Joppa, aplastada bajo el intenso calor, pero llena de extraños paisajes y fragancias. Aquella atracción crecía en el muchacho mientras sus ojos seguían a los jinetes de la estepa, reputados los mejores guerreros del mundo. Observó que todos ellos llevaban recuerdos del resultado final de las Cruzadas, como la mayor parte de la gente de Oriente. De sus monturas colgaban crucifijos o misales, yelmos cristianos y hasta pieles humanas (quizá de soldados occidentales) cubrían sus sillas. Uno de los jinetes llevaba atado al hombro un cráneo humano convertido en copa, cráneo que alguna vez debió sostenerse sobre hombros cristianos.
Luego ocurrió algo que los dos ingleses no pudieron sino presenciar en un estado de helado horror. La partida mongol describió una curva en las arenas y se lanzó a todo galope a lo largo de la caravana, en formación maciza. Uno de los jinetes se inclinó en su silla y arrojo una cuerda al esclavito que sostenía la sombrilla. El chico chilló de terror al verse arrancado del suelo y sujeto a la silla del mongol, mientras una experta mano le ataba fuertemente la cuerda alrededor del pecho. Después de hacer un asa de cuerda, el jinete arrojó al niño al aire y el que le seguía lo tomó con un alarido de placer. Volvió a saltar el chico por el aire, moviendo desesperadamente brazos y piernas, para ser tomado al vuelo por otro de aquellos demonios. El juego se hizo animado y violento; los jinetes se hamacaban en sus sillas riéndose y maniobrando para intervenir a su vez. Los gritos del niño se apagaron debido a la violencia de los movimientos, que le quitaba el aire de los pulmones. Quizá la naturaleza haya decidido mostrarse compasiva; de todos modos, la cabeza le colgaba al chicuelo, inerte después de haber sido lanzado al aire unas diez veces, y pareció que había perdido el sentido.
El juego terminó cuando uno de los sonrientes jinetes resolvió emplear el sable de plano en vez de la mano. La hoja se volvió bajo el peso, y el filo cortó la cuerda. El cuerpo cayó al suelo con un ruido sordo, y dio dos o tres vueltas en la arena. Un casco de caballo lanzado a toda velocidad le aplastó la cabeza, y, pisado por un segundo animal, el cuerpo del pequeño esclavo yació inmóvil como un montón de andrajos. Entonces la riente partida volvió a su campamento.
A Walter le temblaban tanto las manos que había soltado el cabestro de su camello. Miró a Tristram, cuyo rostro estaba blanco como un albornoz recién lavado. Por un rato, ninguno de los dos muchachos pudo hablar.
—Wat —dijo por último Tristram, en leve murmullo—. ¿Eran hombres aquéllos? ¿O acaso hayamos visto algo del infierno?
Walter se dio cuenta de pronto que tenía el rostro surcado de lágrimas. En su mente luchaban la ira y el horror.
—Todos los relatos que hemos oído sobre esa gente deben ser ciertos —logró decir—. Yo estaba convencido de que eran exagerados, como la mayor parte de los relatos de guerra. Ésos no pueden ser hombres, Tris, pero si lo son, tienen algo de diabólico.
—¡Soy un cobarde! —exclamó Tristram, levantando una temblorosa mano para secarse el sudor de la frente—. Quise dispararles una flecha, pero no pude mover un dedo. ¡Por la Cruz que nunca he de perdonarme a mi mismo! ¡Me quedé quieto como una muchacha asustada y los dejé matar a esa criatura ante nuestros propios ojos!
—Pues… Nada podíamos hacer. Esos demonios —dijo Walter, hablando con dificultad— galopan como el viento. Creo que estuvieron fuera de alcance en pocos segundos.
Y de pronto se inclinó sobre la joroba del camello, diciendo con voz débil:
—Creo que voy a vomitar.
El mismo horror se había apoderado de la caravana entera, y pasó mucho tiempo antes de que alguien se moviera. Luego, un enorme eunuco se adelantó con una pala y cubrió con arena lo que quedaba del niño.
Cuando los camellos reanudaron la marcha después de una larga espera, Walter dijo a su compañero:
—Cuesta hablar del asunto, pero tenemos que tener clara conciencia de la situación que enfrentamos.
Tristram no contestó. Estaba cabizbajo, pálido aún y callado.
—Esos mongoles no son humanos, al menos no tal como concebimos la naturaleza humana. Viven regidos por un código llamado Ulomg-Yassa, que les enseña que pertenecen a una raza superior y que es su deber despreciar, engañar y matar a los demás. Han vivido regidos por ese código desde que Genghis Khan empezó su conquista del Asia. ¿Me escuchas, Tris?
Su compañero asintió en silencio.
—Tenemos que reconocer una cosa. Desde este momento estamos en un país donde ellos dominan en absoluto. Gobiernan el Asia entera desde Persia hasta el océano del Cathay. Son tan numerosos como los granos de arena del desierto, y cada uno de esos despiadados millones de hombres nos mataría por considerarlo su deber y por ser su gusto. Una palabra nuestra la contestarán con un golpe y un golpe, con la muerte. Tenemos que caminar con ligereza, hablar poco y conservar el orgullo oculto. La prueba es amarga, pero hemos de pasar por ella.
—¿Vale lo que esperamos ganar semejante precio?
Después de un momento de silencio, Walter adoptó una expresión resuelta.
—Yo sigo. No puedo volverme ya. La oportunidad es lo bastante grande para cualquier sacrificio, cualquier riesgo. Puede que me consideres loco, viejo amigo. Pero ¡por St. Aidan, voy a ir al Cathay!
Su compañero suspiró.
—Creo que ahora comparto tu opinión. Sí, Wat, tenemos que seguir. Tenemos que redimirnos.