I
Estaba haciéndose tarde y aún no había noticias de Engaine. ¿Podía haberse equivocado Ninian? En las primeras horas de la tarde se había desencadenado una tormenta y la lluvia chorreaba de los techos de Oxford con lúgubre insistencia. Walter se refugió bajo la puerta de entrada de St. Martin, pero el temor de desencontrarse con ella lo impulsaba a recorrer constantemente todos los puntos del Quadrivium. Estaba calado hasta los huesos.
Se oyeron unas campanas de iglesia. En general, le producían un efecto profundo al caer la tarde en Oxford, porque había algo en la atmósfera de la grisácea y antigua ciudad que añadía una mayor solemnidad al doble y adaptaba el sonido a cualquier estado de ánimo. Podían resonar fuertes y vibrantes como un llamado a la lucha; podían mostrarse alegres y animadoras y dar un impulso al corazón así como a los talones; podían resultar lentas y tristes, cual recuerdo de la futilidad de esta Vida terrenal, pero casi siempre eran dulces y arrobadoras, como silbido de las alas del vencejo al cortar el aire, que hacía subir un nudo de felicidad a la garganta.
Mas aquel día Walter sólo sintió impaciencia al contar los toques. ¡Las cuatro! ¿Sería verdad que Engaine llegaba de Londres con su padre, o sólo era otra de las estúpidas bromas de Ninian? Empezó a sospechar lo segundo, más no se atrevió a abandonar su vigilancia. Hacía cerca de dos años que no veía a Engaine, y Ninian estaba insinuando que la muchacha iba a casarse pronto. Dos años más habrían de pasar antes de que volviera a su casa desde la universidad; sí no la veía entonces, quizá no la volviera a ver jamás.
Un mendigo de piernas desnudas y mojadas y de rostro lívido por la humedad y el frío, subió los escalones de la iglesia. Siguiendo su costumbre, se puso a pedir con voz quejumbrosa: «¡Una limosna, buen caballero!», tendiendo su escudilla de madera. Luego echó una mirada al empapado estudiante que asomaba al portal de piedra y una burlona carcajada substituyó al profesional lamento.
—¡Dios! —exclamó, respingándose la nariz con el pulgar—. ¡Casi tengo ganas de robarle una moneda a mi borceguí y echártela, cernícalo hambriento!
Paso otra hora. Walter temblaba de frío, casi convencido ya de que no llegaría cabalgata alguna de paso para Tressling. Se dijo a si mismo que debió ser sensato y aprovechar el tiempo estudiando. ¡Aún tenía tanto que aprender! No obstante, se quedó, acariciando restos de esperanza. Desde hacía una media hora no había cruzado el Quadrivium un solo peatón. No se oía sonido alguno sino el de la lluvia al caer.
De pronto el corazón le saltó en el pecho. Un ruido de cascos llegó desde el este, y unos diez o doce jinetes se acercaron trotando sobre los adoquines. Le desaparecieron las dudas al ver un carro que crujía detrás de los jinetes. La madre de Engaine era inválida y hacía todos sus viajes sobre ruedas.
No quería ser visto, de modo que se ocultó detrás de un pilar. El caballero que encabezaba la comitiva lo había descubierto, sin embargo. Sofrenó su cabalgadura gritando con tono perentorio:
—¡Oye, tú! ¿Qué camino debemos tomar para Cheltman?
Walter estaba dando apresuradas indicaciones sin abandonar su oculta posición, cuando otro jinete se acercó al primero. Bajo un pesado capuchón de pieles, Walter vio el verdor de un couvre-chef, y bajo éste, el brillo de los ojos celestes más adorables del mundo entero. ¡Era Engaine!
—¡Walter de Gurnie! —exclamó la muchacha, y, como siempre, había bastante tono de burla en su voz—. ¿Te has rezagado en tus oraciones? Deberías estar ya entre tus libros.
—Oí decir que ibas a pasar por aquí al venir de Londres —contestó él.
—Y ¿esperaste bajo esta lluvia para verme?
La muchacha, evidentemente, se sentía contenta. Levantó una enguantada mano para echar hacia atrás la capucha que se le caía sobre los ojos, y le sonrió.
—Me siento muy halagada, pero semejante devoción sentaría mucho más al que lucha por prepararse para los votos de la caballería, señor estudiante.
El padre de la muchacha sofrenó al lado de ella y miró, ceñudo, a Walter. El señor de Tressling siempre estaba un poco bebido y había cierta inseguridad en la mano con que se enjugó la frente.
—¡El cachorro de Gurnie! —exclamó, echando la cabeza hacia atrás y soltando una sonora risotada—. ¡Oye, puedes llevarle un mensaje a tu abuelo! Dile al viejo quesero que ha estado perdiendo el tiempo.
Luego se volvió hacia su hija:
—¿Cuántas veces, muchacha, tendré que decirte que no te rebajes de este modo? Este individuo mal nacido no debes tenerlo en cuenta.
En Walter, el orgullo venció a la discreción. Bajó la escalinata hasta el nivel de la calle.
—La sangre de los Gurnie es más noble que la de Tressling, milord —dijo—. Hemos poseído nuestras tierras durante más de cinco siglos.
El lord de Tressling volvió a reírse.
—Mucho cacareas, gallito, por ser uno que no puede ostentar parte honorable de esa noble sangre —exclamó—. ¡Vamos, muchacha! Tenemos que llegar a Tressling aunque cabalguemos la noche entera.
—Pero mamá está enferma —protestó Engaine—. No podrá viajar mucho más esta noche.
—Es ese maldito coche el que nos retrasa —dijo su padre—. ¡Basta ya de envolver y desenvolver, de gemir por sábanas y mantas, bebidas calientes y píldoras de boticario! Vamos a seguir viaje, te digo.
Y se volvió para gritarle a Walter unas estúpidas palabras finales:
—¡Considérate feliz de que no te haga azotar por mi criado Gullen para infundirte el debido respeto, muchacho! ¡Paso!
Walter no pudo ya contenerse:
—¡No temo a Gullen el Negro ni a ti, ladrón de Tressling!
El jefe de la comitiva no pudo haberlo oído, pues volvió el caballo y se alejó al galope. Pero Engaine se irguió en su silla y echó la cabeza hacia atrás. Con sus botas de piel taloneó el caballo, enojada.
—¡Adios, terrateniente!
¡Terrateniente! Para Walter constituía ése el insulto supremo. El hecho de que a Gurnie sólo le hubiesen sido dejadas unas miserables varas de tierra lo amargaba tanto como la nube que ensombrecía su nacimiento. Estaba tartamudeando para encontrar una respuesta, cuando Engaine se volvió con uno de sus imprevistos cambios de humor.
—Estás bastante empapado, Walter —dijo—. Ese jubón es demasiado liviano para semejante tiempo. Tienes que ir inmediatamente por ropas secas.
El muchacho no se movió hasta que el coche, con quejumbroso chirrido de ruedas y barquinazos, hubo pasado. Por entonces Engaine había desaparecido ya de su vista por uno de los caminos que irradiaban del Quadrivium. Luego, Walter volvió a subir la escalinata, sin propósito consciente, y entró en la iglesia.
Había luces en el altar, y el sacristán estaba ocupado en el extremo opuesto de la nave. Walter se sentó en el banco más cercano en un estado de ánimo tan triste y descorazonado, que perdio toda noción del tiempo.
Siempre supo que su devoción por Engaine era desesperada. Su abuelo había tomado las armas con Simón de Montfort en la lucha contra el viejo rey Enrique para apoyar el respeto a la Carta Magna. Después de la perdida batalla de Evesham, en la que el gran conde Simón fuera muerto, la mayor parte de las tierras de Gurnie fueron confiscadas y entregadas en recompensa al lord de Tressling, que había luchado —no con mucho arrojo, según se murmuraba— de parte del Rey. Más de ocho años habían pasado desde entonces, ocho años de pobreza para la casa de su abuelo y de gran prosperidad para Tressling. El odio entre ambas familias creció con el tiempo. El amor de Walter por la heredera de la otra casa había sido un asunto que necesariamente tuvo que guardar para sí. Muchas caminatas había dado hacia donde podía echarle aunque fuera una sola mirada, en particular a la iglesia de Tressling, donde podía gozar, hambriento, de su perfil. A veces, cabalgaba con el halcón sobre el puño, y, atraído a ella, se acercaba por un rato en busca de algunas palabras zumbonas, momentos extáticos para él, estudiados y encerrados en su corazón del mismo modo que los caballeros ostentaban obsequios en sus lanzas. Una vez le había hecho llegar una carta por medio de una criada en quien podía confiar, nota de pasión adolescente, llena de sueños y esperanzas, en que le brindaba su devoción eterna. Rudo golpe había sido enterarse, en ocasión de su próximo encuentro, de que la muchacha sólo había podido leer la mitad. El hecho de que ella echara la culpa a la mala letra de Walter y no a su propia falta de instrucción no le pareció ser muy justa, pues ya entonces manejaba él la pluma con precisión de estudioso.
Mas por entonces ya estaba convencido de lo imposible de su amor, pero, cegado aún por el optimismo de la juventud, capaz de oponer esperanzas a hechos evidentes, sacó algún consuelo de las últimas palabras de la chica. Engaine siempre había gustado de él, aunque a su modo indiferente y superior, y acababa de darle una evidente prueba de ello con su preocupación por su estado. ¡Si sólo las cosas hubiesen sido de otro modo! ¡Si sólo los dominios de los Gurnie todavía se extendiesen con la nobleza anterior a la conquista normanda! Si…
¿Qué había dicho el padre de la chica? «Dile a ese viejo quesero que ha estado perdiendo el tiempo». Aquello podía tener sólo un significado. Por disposición del hijo del viejo Enrique, coronado desde entonces como Eduardo I aunque ausente de la última Cruzada, muchos de los bienes confiscados habían sido devueltos a sus anteriores dueños. El abuelo de Walter estuvo instando a los ministros de la Corona con peticiones para que se reconsiderara su caso, y nunca le había abandonado la esperanza de que las muchas fanegas de tierra de los Gurnie fueran restituidas. El padre de Engaine debía haber recibido seguridades de que esa restitución no iba a realizarse. Quizá su viaje a Londres se debiera a ese mismo fin.
Walter se preguntó si debía escribirle a su abuelo, pero resolvió, muy de mala gana, que no se atrevería a infringir la disposición que le prohibía dirigirse al anciano en forma directa.
El fervor que poseía a todos los espíritus en aquellos días de intensos sentimientos religiosos le hizo dejarse caer de rodillas. Y el muchacho empezó a rezar a media voz.
—Padre nuestro que estás en los cielos, y St. Aidan, en quien tan a menudo he confiado, dadme la oportunidad de probar mi amor. Aun cuando los obstáculos que median entre nosotros no puedan superarse, permitidme que me muestre mejor a sus ojos.