II

Maryam había llegado a Venecia en un buque procedente de Alejandría que llevaba a bordo especias, telas y esclavos. Su primera visión de la hermosa ciudad en medio de sus canales la había convencido de que terminaba su larga peregrinación. Allí veía por primera vez a personas de piel blanca, vestidas de modo muy parecido a los dos ingleses. ¡Por fin Londres!

Pero su ilusión se desvaneció en seguida. Su ansioso: «¿Londres, Londres?», fué contestado por incomprensivas risas de la gente a la cual se dirigió. Nada amables eran esas personas. Se mofaban de ella, la empujaban de lado, la amenazaban. Maryam hallaba entre ellas una actitud más hostil que en cualquiera de los puertos de Oriente, aun en la calurosa Aden o la sofocante Alejandría, centro del comercio de esclavos.

«Esta ciudad no puede ser, seguramente, una ciudad cristiana —se dijo muchas veces—. Y sin embargo hay muchas cosas que se parecen a las que Walter me ha descrito».

Logró conseguir mediante el silencioso ofrecimiento de una moneda de oro, una sombría habitación en una casa de tanta belleza, que ella misma se asombró ante la aceptación del propietario de tenerla por inquilina. Descubrió muy pronto que aquella belleza sólo era superficial. Su cuarto era húmedo y maloliente, y su único moblaje consistía en un jergón y un enorme recipiente de bronce en el que eran amontonados todos los desperdicios de la casa antes de ser arrojados a las aguas del canal que lamían las marmóreas paredes exteriores de la casa. Sin embargo, al entrar ella en la habitación, aquel recipiente de bronce había estado lleno de flores frescas, lo cual le había agradado, a pesar de que el cuarto apestaba a ajo.

La vecindad tenía algo de furtivo. Maryam lo advirtió en seguida. No podía de modo alguno figurarse que la casa estaba cerca del barrio de las prostitutas, pero no podía equivocarse con respecto a aquellas mujeres de ojos oscuros que dormían el día entero y salían con el fresco del atardecer para pavonearse envueltas en vestidos bordados de oro con bandas de armiño y botones de esmalte o cristal. Maryam pensó en buscar otro lugar de descanso, pero abandonó la idea de puro hastiada.

Se sentía muy preocupada por la salud de su hijo, que tenía dieciocho meses. El largo viaje por tierra desde Aden le había minado las fuerzas y arrebatado todo color a su semblante. Al niño no parecía interesarle la comida, y sufría por su dentición. El único interés que demostraba tener en la vida se manifestaba en su dedicación al perro Chi. Hasta se negaba a separarse del animal cuando Mahmoud lo sentaba en sus hombros para seguir a Maryam en sus salidas diarias.

Podrá imaginarse el alivio de la pobre mujer cuando una mañana su hijo la despertó con una vivacidad que ella nunca viera antes en sus enormes ojos azules. El niño le cogió ansiosamente la mano.

—Mamá, ven —dijo.

La llevó ante la única ventana, que daba a un pequeño patio. Quizá se tratara de una fiesta, y la gente del pueblo estuviera en libertad de divertirse, pues por primera vez aquel patio estaba lleno de niños, entusiasmados con un juego de zoni, que reían y gritaban. El chiquillo estaba tan excitado que Maryam podía sentir cómo le temblaba la mano en la suya.

—¡Mamá! —murmuró el niño—. ¡Chicos!

La madre lo alzó en brazos para que pudiese ver mejor.

«Por fin mi Walter podrá tener amigos —se dijo para sí—. Quizá sea eso lo que necesita. Nunca ha podido jugar».

Era cierto. El niño nunca había tenido juguete alguno, ni nada que pudiese considerar como suyo, salvo a su muy amado Chi. Su corta y desdichada vida había transcurrido sobre las calurosas cubiertas de sucios buques, en la asfixiante incomodidad de las cámaras, y, a cortos intervalos, en casuchas en los puertos. Había visto cetrinos niños en los muelles, pero nunca se encontró en estrecho contacto con ellos.

Mas por entonces se presentaba una verdadera dificultad. Las ropas del chiquillo estaban viejas y rotas, y su orgullo de madre se rebelaba ante la idea de dejar que aquellos niños cristianos lo vieran así vestido. De cualquier modo tenía que tratar de vestirlo mejor.

Se sentó para pensar en la forma de hacerlo, y, tras largo rato llegó a una dolorosa conclusión. Después de abrir una vieja bolsa de cuero en que guardara todas sus pertenencias, sacó el único recuerdo de su dichosa vida en la Morada de la Felicidad Eterna. Era el Vestido de los Dieciséis Veranos, que miró con ojos llenos de lágrimas.

—¡Tenía tantas ganas de conservarlo! —murmuró—. Quería que Walter volviera a verme envuelta en él. Si está… empezando a olvidarme, le recordará lo felices y enamorados que éramos.

Pero el sacrificio tenía que ser realizado.

—Es lo único que tengo, y no puedo disponer de dinero para comprar cosas nuevas —murmuró, entristecida—. Tengo que olvidar mi orgullo… y mis esperanzas. Tengo que hacerle a mi hijo algo con lo cual esté bien vestido.

Durante dos días cortó y cosió, reduciendo el hermoso vestido a fragmentos, para lograr por fin una prenda con la que el niño pareció un hijo de noble chino. La túnica, que le llegaba casi a los talones, le sentaba maravillosamente, del mismo modo que los pantalones de raso negro de amplias botamangas. Hasta le hizo Maryam un birrete redondo que le sentaba muy bien sobre sus rubios rizos.

Cuando hubo estudiado el efecto final, batió palmas y no sintió ya pesar por la pérdida de su vestido.

—¡Mi ilustre y hermoso hijo! —exclamó, al modo chino—. Esos chiquillos tendrán gran opinión de ti, Walter mío. Te envidiarán tu hermosa túnica.

Hay, hasta en el más pequeño de los chiquillos, una afición a las vestiduras hermosas. Walter miró a su madre con rientes ojos, y pasó la mano por el rico raso de la túnica de un modo que le compensó a ella el sacrificio que hiciera.

Por la mañana el patio se había vuelto a llenar. Maryam cogió a hijo de la mano y lo llevó a la puerta que daba a él. Estaba desarrollándose otra partida de zoni, pero todos los chicos se interrumpieron al aparecer los extraños. Había desde niños pequeños, que gateaban a un costado del patio, hasta niños y niñas de ocho a diez años. Había varios de la edad de Walter, y éstos eran más bulliciosos y activos que los mayores.

Maryam soltó la mano de su hijo y le dió a éste un leve empujón.

—Ve, hijo mío —dijo—. Juega con tus nuevos amigos. Pero ten cuidado de no ensuciar tu hermosa túnica. Tu padre debe verte vestido con ella, y has de conservarla en buen estado.

El niño la miró, y Maryam se dio cuenta de que tenía tanto temor como entusiasmo. Luego, sonrió. Después de un rato de vacilación, dió unos pasos hacia adelante.

Un chico moreno de unos cinco años fué el primero en actuar frente al recién venido. Se dirigió hacia Walter y lo observó, con ademán de crítica. Otros se unieron a él, sonriéndose entre sí y haciendo comentarios en voces agudas. El primero de los niños echó la cabeza hacia atrás y soltó una fuerte carcajada de burla. Los otros le acompañaron inmediatamente.

Maryam estaba observando con creciente intranquilidad, pues era evidente que los chicos consideraban a su hijo un curioso ejemplar de niño. De pronto, una de las chicas le arrancó el birrete de las cabeza y se lo puso ella, adoptando una actitud que decía a las claras: «¡Qué ridícula es esta cosa!». Otros dos chicos lo tomaron de los brazos y trataron de arrancarle la túnica. Por entonces ya se habían puesto a gritar de alegría por la diversión que les ofrecía su nueva víctima.

Walter echó a su madre una estupefacta mirada, pero no se permitió llorar. Luchó por salvar su túnica de manos de sus torturadores; aun cuando lo hubieron derribado y la prenda le fué arrancada de los brazos sólo se permitió gritar un urgente: «¡Mamá!».

Maryam se lanzó corriendo a socorrerlo, exigiendo con voz estridente que soltaran a su hijo. Lo alzó en brazos, acariciándolo para consolarlo, y le dijo:

—No te aflijas, hijo mío. Son salvajes, con los que no se puede jugar.

Los chicos bailaban alrededor de ellos, chillando su desprecio por los extranjeros. Maryam trató de alejarlos a puntapiés, enojada, y de empujarlos con su mano libre. Uno de los chicos se había puesto la túnica de raso sobre sus ropas y se pavoneaba de un lado al otro. Maryam tuvo que perseguirlo por todo el patio antes de recobrarla. Con gran desesperación advirtió que se había rasgado en la espalda y estaba sucia de barro.

—¡Bestias! —gritó, furiosa—. ¡Mirad lo que habéis hecho! ¡Podría mataros a todos!

Las risas que llegaban de las ventanas que daban al patio le hicieron comprender que unos adultos habían estado contemplando la escena y gozando de ella tanto como los pilluelos. Maryam llevó a su hijo a la puerta y se detuvo un rato a mirar a las sonrientes mujeres. Todos los malos tratos que había sufrido desde su llegada a esa endurecida y hermosa ciudad hicieron que surgiera en ella un profundo enojo.

—No me gustan esos cristianos —se dijo amargamente.

Maryam se llevó al niño a su oscuro cuarto y lo sentó en el suelo al lado del perro.

—Juega con Chi, querido Walter —murmuró, tratando de contener las lágrimas—. Al fin y al cabo, es tu mejor amigo.

El muchacho la miró. Estaba tan intrigado como entristecido, y su madre comprendía que estaba preguntándose qué significaba todo aquello, y por qué su primer contacto con niños como él sólo le había causado desilusión y dolor. Luego, empezaron a molestarle los dientes, y por primera vez Walter se abandonó por completo a un desesperado llanto.

—¡Hijo mío, pobre hijito mío! —sollozó ella—. ¿A qué mundo tan cruel te he traído?

Desde entonces, el chiquillo se contentó con la compañía del perro. No hizo caso a las altas voces y risas que de cuando en cuando subían del patio, ni nunca volvió a acercarse a la ventana.