I

Durante tres horas había proseguido la conversación sin pausa ni interrupción, y muy pocas veces las serias miradas del Rey se apartaron del semblante de Walter. Había hecho muchas preguntas.

El interés del monarca se concentraba especialmente en la narración de la guerra y sus consecuencias, aunque también insistió en escuchar todo lo relativo a Maryam y su casamiento.

—Nunca, por mi honor, he oído un relato más romántico —declaró al terminar la narración—. Nada en Tancredo ni Arturo de Bretaña puede igualarlo. La Reina tiene que oír su historia del mismo modo que me la ha contado usted a mí. Es lástima que el final no pueda ser feliz, pues mi querida esposa es partidaria de la unión de los corazones enamorados en el cariño eterno. Sin embargo, como la esposa de usted está tan lejos, quizá sea para bien que el lazo pueda ser fácilmente cortado.

—La separación, señor, me ha causado mucha desesperación espiritual.

—Pero es definitiva, y ya se resignará usted —contestó el Rey con un movimiento de cabeza—. Mi consejo es que se busque usted otra esposa, de pura sangre inglesa. Un hombre tan prometedor puede tener muchos hijos e hijas hermosos. No me gustaría que se empeñara usted en seguir solo.

Y el Rey volvió a preguntar sobre lo ocurrido en Kinsai.

—¡Las dos aves de plumaje dorado! ¡Vaya una aventura, Walter de Gurnie! ¡Difícil de creer, si no hubiese tantas prueba de ella! Ésta, por ejemplo —añadió señalando el anillo de esmeralda que Walter le ofreciera inmediatamente al ser introducido y que reposaba sobre un almohadón de terciopelo bordado con las armas reales—. Esta alhaja es claramente de hechura oriental. Pero me refiero en particular al cúmulo de detalles auténticos que ha presentado usted. He escuchado con la mayor atención tratando de hallar alguna falla en su maravilloso relato, para sorprenderle a usted en alguna contradicción. ¡Por mi honor que eso no ha ocurrido! Su relato concuerda en un todo con la misma continuidad que una trama de mallas siciliana.

—No he inventado un solo detalle, señor.

—De eso estoy perfectamente convencido.

Se hallaban en un salón privado del castillo de Leeds, la más hermosa de todas las residencias reales. Era, sin embargo, un departamento sencillo con muebles de roble y en el que nada indicaba que allí cenaba la realeza, salvo las armas de Inglaterra que estaban esculpidas sobre el hogar y el trinchante de cinco anaqueles con un armario en su parte alta y que tenía la forma de torre de tres ringleras. Las paredes estaban pintadas de alegre color verde y no tenían colgadura alguna, de modo que la luz del sol entraba generosamente por los vitrales. Los sillones y la mesa eran de una sencillez monástica.

Las vestiduras del Rey eran de una simplicidad que hacía juego con aquella sala; un sobrepelliz sin mangas que le llegaba hasta las rodillas y ostentaba en el pecho la roja Cruz de las Cruzadas, y calzas grises que se le ajustaban sin una arruga a las largas piernas. Su calzado era de sencillo fieltro gris sin adorno alguno. La única concesión a la grandeza era un enorme topacio que le colgaba del cuello engarzado en una cadena.

—Lo que más me impresionó del relato —prosiguió el Soberano— fué el uso de los tubos de hierro que vomitaban fuego contra la flota china. ¡Poderosa arma para una batalla!

Los rodeaba un grupo de miembros de la casa real. Uno de ellos, joven cortesano cuya túnica de brocado carmesí contrastaba con el sencillamente vestido monarca, meneó la cabeza.

—¿Me será permitido decir, mi señor y rey, que tengo muchas dudas acerca de esos fabulosos instrumentos? —interrumpió—. ¿No serían dragones lo que vió nuestro viajero? Bien sabido es que las tierras del Cathay están llenas de dragones que consumen ciudades enteras con el fuego que escupen.

Algunos de los otros asintieron. El Rey miró a Walter dándole una silenciosa orden para que contestara. Y el muchacho recogió en seguida el guante.

—Inglaterra sólo difiere del Cathay en sus costumbres, modos de vivir y el color de nuestra piel —dijo—. ¿Alguien ha encontrado algún dragón en el camino a Cheringe? Los dragones sólo existen en la imaginación de los poetas. Pero —exclamó con vigor—, ¡he visto a los Hua P’ao con mis propios ojos! He visto a los buques chinos hundirse en llamas. He estudiado los tubos cuidadosamente y puedo explicar cómo están hechos. Sólo espero que los mongoles no los usen contra nosotros cuando Bayan el de los Cien Ojos haya terminado con el país de los Manji.

El mismo cortesano escéptico volvió a expresar su disentimiento con ruidosa carcajada.

—Ese general pagano del cual parece usted tener tan alta opinión, parece estar seguro de que la conquista de Europa será un juego de niños. Pronto opinará de otro modo cuando haya probado el acero de los caballeros.

—Eres un tonto, Hal —dijo el Rey con impaciencia—. Yo, por lo pronto, no menosprecio el poder de los mongoles. Les causaron a los bravos caballeros de Europa una amarga derrota cuando invadieron Polonia y Hungría al mando de su sagaz Sabutai. Los he visto en acción, y cierto es que dominan el arte de la guerra.

Luego, meneando la cabeza, añadió:

—Pero no veo la urgencia de anticipar un ataque inminente. Por cuanto he oído hoy, el país de los Manji es muy extenso y rico. Tardarán años en pacificarlo e instalar su nuevo gobierno. Cuando aquello esté hecho, el apetito por la conquista quizá no corra con tanta fuerza por las venas de los mongoles. Nada aplaca tanto el ardor marcial como el goce de los frutos de la victoria.

—Señor —dijo Walter—, quiero decirle que hay un gran inglés que conoce cuáles son los ingredientes que componen el extraño polvo que produce muerte y destrucción. Le oí mencionar su descubrimiento en una clase de Oxford antes de partir para el Cathay.

El Rey pareció impresionado.

—¿Se refiere usted al fraile Bacon? He oído hablar de sus actividades en Oxford. Los informes que tengo de él están lejos de ser favorables.

—¡Es el hombre más sabio del mundo! —exclamó Walter—. Predijo muchas de las cosas extrañas que yo vi en Cathay. ¡Apóyele Su Majestad en cuanto está tratando de hacer y cambiará toda esta forma de vida!

—Y ¿cree usted que sería bueno cambiar esta forma de vida?

Walter miró francamente al Rey a los ojos.

—Sí, señor —dijo—. La vida que los hombres llevan hoy necesita con urgencia un cambio.

—El fraile Bacon se ocupa de magia negra —interpuso uno de los cortesanos.

El rey Eduardo se movió, intranquilo, en su sillón.

—Me han llegado rumores. El fraile estuvo bien con el papa anterior, pero nuestro nuevo Santo Padre lo ve con malos ojos. Debido a eso ha sido encarcelado.

—Pero es súbdito inglés —protestó Walter—. Una palabra de Su Majestad, y los franciscanos lo soltaran. Ese gran hombre no debe seguir en un oscuro calabozo. Haga Su Majestad que pueda regresar a Inglaterra y él hará milagros que sumarán esplendor al nombre del Rey.

—La cosa no es tan sencilla como usted cree, Walter de Gurnie. Los miembros de las sagradas órdenes sólo están sujetos a la autoridad de sus superiores. El clero se molesta ante cualquier sombra de intervención del poder real y es capaz de armar un pestilente escándalo cuando se les molesta. ¿Acaso no sabe usted que su defensa del fraile Bacon lo pone a usted en peligro de excomunión?

—Lo único que sé —declaró Walter—, es que la única luz clara y blanca del mundo está en peligro de apagarse.

Entró un criado con una enorme jarra de vino. El Rey lo alejó con el gesto, pero los miembros de su comitiva no eran igualmente abstemios. Aceptaron que volvieran a llenárseles las copas, y, mientras bebían, siguieron escuchando con el mayor interés. Al darse cuenta de su falta de cordialidad por el giro que había adquirido la conversación, el Rey se puso de pie. Llamó aparte a Walter y lo llevó ante una ventana.

—No necesito decir a usted que vivimos en una época en que se resiste a todo proyecto de cambios —dijo en voz baja—. Ninguno de esos solemnes funcionarios míos tiene sino desaprobación por las nuevas leyes que estoy dictando. En lo más profundo de sí mismos piensan mal de mí, aun cuando me sonrían y me den azucaradas contestaciones.

Y la voz del soberano se convirtió en un murmullo.

—Usted me ha hecho concebir nuevas ideas, atrevido viajero por mundos desconocidos. Los cambios han de realizarse poco a poco, y no debe usted esperar milagros. Pero estoy dispuesto a contemplar más de cerca las posibilidades del futuro.

Desde donde se hallaban, miraron una pared de rocas que rodeaba a las aguas de un pequeño lago que servía de foso. Al otro lado del lago se extendían las verdes colinas de Kent a la luz de los últimos rayos del sol. Era un marco perfecto para ese hermoso hogar que Eduardo acababa de regalar a la Reina.

—Inglaterra es una tierra de gran belleza —dijo el Rey con voz conmovida.

Walter había advertido que el monarca hablaba el inglés con un leve acento extranjero, pero no había duda de la sinceridad de su apego a Inglaterra, país que sus antepasados normandos habían conquistado y gobernado con tanta severidad.

—He vivido mucho en el extranjero, demasiado, a lo que veo, pero siempre que regreso a esta verde isla pienso en lo bondadoso que ha sido Dios al crearla. Sólo hay una cosa mala en Inglaterra, Walter de Gurnie, y es la actitud de esos bribones de sangre noble que están bebiendo su vino a nuestras espaldas. Le aseguro que encontraré un modo de sacarlos de su apatía y egoísmo.

Después de una larga pausa durante la cual la mirada del Rey siguió contemplando las boscosas tierras al otro lado del lago, el soberano se volvió.

—Y ahora he de decirle que de usted también tengo informes desfavorables. Usted tenía mala opinión de mi antes de salir de viaje. Le repugnaba la idea de ponerse a mi servicio.

Walter vaciló.

—Opinaba que me habían hecho una gran injusticia —dijo por fin—. La bastardía es mal vista por casi todos, pero mi carencia de nombre ha sido siempre para mí como un latigazo en carne viva. Era joven y me dolía ser entregado, en cuerpo y alma, como un villano, con una placa de hierro al cuello.

—¿Y ahora qué piensa usted al respecto? —le preguntó el Rey, observándolo detenidamente.

—Estoy seguro, señor, que es usted el verdadero rey inglés que tanto hemos necesitado. Las cosas que dije a la ligera me pesan en la conciencia, pues ahora sé lo equivocado que estaba. Muy feliz sería de tener oportunidad de demostrar lo mucho que he cambiado.

—Pues tendrá usted esa oportunidad —dijo el soberano con un movimiento de cabeza—. Necesito a mi alrededor gente como usted, hombres que no temen emprender nuevas y temerarias aventuras. Soy muy partidario de las leyes de la caballería, pero he de decirle que lo que está usted haciendo ahora, esa fabricación de papel, podrá tener más valor en mi reino que todas las hazañas de empresa caballeresca que estos individuos sueñen realizar. En cuanto a la falta de nombre, que parece preocuparle, hay un remedio.

Se volvió y gritó:

—¡Hal, mi espada!

El joven cortesano tomó la espada real de la mesa sobre la cual estaba, al lado del hogar, y se la llevó al Rey.

—¡Arrodíllate, Walter de Gurnie! —dijo Eduardo.

Walter obedeció atontado por un torbellino de emoción tal que sus rodillas dieron con fuerza en el piso de piedra. Aquello sólo podía significar una cosa. La posibilidad de semejante recompensa nunca se le había ocurrido. ¿Sería un sueño?

No era un sueño. Rodeado de deslumbrante felicidad sintió el leve espaldarazo y oyó la voz del Rey, que decía:

—Has demostrado ser hombre de gran valor, y, lo cual estimo del mismo modo, de visión y de propósitos. Me complazco en armarte caballero. ¡Levántate, sir Walter Fitzrauf!